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II Junio de 1998 Lewisville, Texas

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Cuando Cody me preguntó si quería ir con él y con su hermano al bosque que había cerca de nuestro bloque, yo ya llevaba semanas frotándome contra la almohada y susurrando su nombre entre jadeos.

Estaba en mi habitación, leyendo otro de los libros de la estantería de mi madre —esa vez era la autobiografía de Tina Turner—, cuando Cody llamó a la puerta. Al principio pensé que la invitación sería un truco, el comienzo de alguna broma. Parte de mí seguía pensando lo mismo mientras caminábamos hacia el bosque.

—No te lo vas a creer, tío. El hombre se ha construido una cabaña y todo —me dijo Cody.

—¡Joder! —añadió Sam, que tenía la tendencia de remarcar todo lo que decía su hermano mayor con una palabrota.

Nos detuvimos un momento bajo un árbol de Júpiter gigantesco para aprovechar la sombra. Cody lanzó un escupitajo y volvimos a salir al calor. En realidad, ni aquel loco ni su cabaña me importaban lo más mínimo; lo que me entusiasmaba era estar con Cody.

Aunque estaba esquelético y tenía más granos que yo, Cody era popular en el colegio. Durante la hora del almuerzo podía sentarse donde quisiera (excepto con los chicos negros); yo me sentaba con los de la banda y evitaba, con discreción, sentarme en la mesa de los chicos negros, que se metían conmigo a la primera de cambio. Una vez se pasaron diez minutos metiéndose conmigo por los pantalones chinos que mi madre me obligaba a llevar, y me enfadé tanto que grité «¡Y tú te haces llamar cristiano!», lo que no hizo más que aumentar las risas. Podía entender que Cody hiciera como que no me conocía, como si no nos viéramos cada día en las escaleras de nuestro bloque.

—¡Claro que sí, hostias! —chilló Sam, como si hubiera oído lo que estaba pensando. Cogió una rama del suelo y la levantó por encima de su cabeza como si fuera una lanza. Con los dientes de conejo y las pecas, parecía uno de los niños psicópatas de El señor de las moscas, pero con acento de Texas.

—Baja eso, me cago en todo —dijo Cody, hablando con un chupachups en la mejilla derecha—. No vamos a matarlo, Sam.

El hecho de que Cody tuviera que aclarárselo me preocupó.

—Bueno, ¿y qué vamos a hacer? —pregunté. Traté de imitar sus acentos, aunque me costaba; al fin y al cabo, era hijo de mi madre.

Cody se detuvo y se acercó tanto a mí que podía olerle el chupachups de manzana en el aliento. Tenerlo tan cerca me puso nervioso, como si fuera a besarle por accidente. Di un pasito hacia atrás.

—Soplaremos, soplaremos y su casa derribaremos —dijo, inclinándose más aún hacia mí. Habló en una voz baja que se debatía entre la amenaza y la seducción.

—Que… ¿qué? —balbuceé.

Cody suspiró y rebuscó en los bolsillos, probablemente en busca de otro caramelo.

—Que nos vamos a cargar la cabaña del viejo ese.

—¡Pues claro, coño!

—¿Por qué? —Me sentí estúpido solo por preguntar.

Los hermanos aspiraron entre dientes al oír la pregunta y se alejaron sin decir ni una palabra, como si les hubiera decepcionado. Yo sabía la respuesta de sobra. Estábamos aburridos. Hacía calor. Y no había nada mejor que hacer que romper cosas.


Nadie lo admitía, pero estábamos nerviosos y poco preparados. Al adentrarnos unos metros en el bosque, nos dimos cuenta de que nuestras deportivas —que ya estaban bastante destrozadas— no eran rivales para las zarzas y los cactus que se ocultaban bajo la hierba espesa. No hablábamos demasiado porque estábamos ocupados haciendo muecas de dolor, evitando espinas y atentos por si veíamos alguna sombra con forma de hombre chiflado. Las ramas de los árboles no tardaron en eclipsar la vista de los edificios de ladrillo. Las cavidades sombrías sustituyeron al brillo del sol. Se oían pájaros y, en algún sitio que no alcanzábamos a ver, el murmullo de un arroyo.

Al fin, llegamos a una zona a pocos metros de la choza, casi asombrados por que existiera de verdad. Una mezcla de tablones de madera, cartón, franjas de metal por aquí y por allá y algunos restos más de chatarra; no parecía que fuera a sobrevivir a la próxima tormenta. Pero también parecía llevar allí más tiempo del que llevábamos vivos nosotros tres.

Nos agachamos detrás de unos mezquites. Cody hizo señas militares inventadas que indicaban que debíamos quedarnos quietos y esperar a que saliera el viejo. Me mordí el labio para evitar reírme de lo serio que estaba. Sam se quitó el zapato e inspeccionó los pinchos que se le habían clavado en la suela.

Cuando Cody decidió que ya llevábamos esperando el tiempo suficiente, aún sin rastro del hombre, me susurró:

—Entra tú.

—Ni de coña.

—Mocoso de mierda.

—¡Que te jodan!

Frustrados y con los ojos como platos, nos insultamos en voz baja hasta que acordamos entrar juntos. Cogí yo también una rama por si el hombre resultaba estar tan loco como pensábamos. Cody me miró como si fuera un cobardica, pero él también se hizo con otra.

Con las armas por encima de la cabeza, preparados para atizar a cualquier cosa que se moviera, nos acercamos con sigilo a la cabaña. Si en ese momento hubiese salido disparado un conejo o una ardilla de entre la hierba, lo habríamos aporreado por puro pánico.

Al rodear la cabaña, sin embargo, la encontramos vacía, excepto por el olor a pis, unos envoltorios de caramelos y unas latas de cerveza. Parecía el escondite de unos niños algo mayores que nosotros, no el de un viejo salvaje.

—Pues vaya mierda —dijo Sam—. Todo esto para nada.

—Sabía que era una chorrada —dijo Cody, aunque había sido idea suya.

Yo ya me había dado la vuelta y había empezado a abrirme paso a través de la hierba alta cuando Sam comenzó a soltar tacos una vez más.

—¡Hostia! ¡Hostia! ¡Hostia puta!

Al principio creí que solo sostenía un montón de periódicos destrozados. Al acercarme, atisbé, justo debajo de la parte de la página que estaba sosteniendo, una mujer con el torso desnudo. Con la cabeza hacia atrás, la boca abierta y los labios pintados. Sam tenía en las manos tres revistas empapadas por la lluvia.

Antes de que me diera tiempo a pronunciar la palabra «porno», Cody ya había salido disparado hacia su hermano. Se abalanzó sobre él para arrebatarle una de las revistas de las manos, pero Sam se tiró al suelo y se las metió bajo la barriga. Cody le dio unas cuantas patadas bien dadas, pero Sam no cedió.

—Que te follen —escupió Sam mientras Cody miraba la rama que sostenía como si estuviera listo para usarla.

—Parad —les dije antes de darme cuenta de lo que estaba haciendo—. He visto tres.

—¿Qué?

—Que Sam tenía tres revistas.

Cody se agachó de nuevo para darle la vuelta a su hermano, pero Sam no desistía. Tenía la barbilla manchada de barro.

—¡Son mías! ¡Las he encontrado yo! ¡Que os den!

—Me cago en Dios —exclamó Cody. Alzó la rama como si se tratara de un martillo y la rompió sobre la espalda de su hermano pequeño. La rama se partió en dos, y Cody se alejó, como para buscar algo más grande.

—¿Y si las compartimos? —les propuse, vigilando a Cody mientras él comprobaba el peso de otra rama—. Sam, hay tres, ¿no?

—Sí.

—Vale. ¿Y si nos quedamos cada uno con una revista y nos las vamos intercambiando… o algo así?

Sam volvió a apoyar la barbilla en el suelo y le dio vueltas a la idea. Cody, a mis espaldas, había dejado de moverse.

—Las he encontrado yo, así que yo elijo qué revista me quedo primero —dijo al fin Sam.

—Vale —asentí, girándome hacia Cody—. ¿Te parece bien?

—Sí —respondió, dirigiéndose más a la rama que sostenía que a nosotros.

Sam nos obligó a mantener las distancias mientras hojeaba las revistas para decidir cuál de ellas quería. Cada uno tendría la revista durante dos noches, y luego nos las intercambiaríamos.

—Venga ya, coño —gritó Cody.

—¡Que te jodan!

—Sam… —dije, empezando a disfrutar de mi papel como negociador de rehenes.

—Vale, yo quiero la Hustler —afirmó, y nos lanzó las otras dos. Yo cogí la High Society, así que Cody se quedó con la Playboy. Nos metimos las revistas que habíamos escogido bajo la camiseta, sin pensar ni por un momento en lo asqueroso que era eso, y regresamos a nuestro bloque. Ya no nos importaban las espinas. En lugar de decir palabrotas, empezamos a canturrear otras palabras que se usan para referirse al porno. Cuando llegamos a «guarrerías», nos gustó cómo sonaba y sustituyó a todas las demás palabras de nuestra canción. «Guarrerías, guarrerías, guarrerías», susurrábamos de camino a nuestros apartamentos.

Justo donde la acera se dividía en dos, con una parte que conducía a mi edificio y la otra al suyo, le di una palmadita a la revista que llevaba bajo la camiseta y les dije:

—Dos días.

Cody asintió.

—Dos días.

—Guarrerías —añadió Sam.


A oscuras, a solas en la cama con mi ejemplar de High Society, me deslicé bajo las sábanas, pero dejé la luz del armario encendida para poder ver. Mi madre estaba en su cuarto, al otro lado del apartamento, viendo la televisión. Cada vez que oía sus pasos, metía la revista bajo la almohada y fingía estar dormido hasta asegurarme de que no había peligro. Me latía el corazón a mil por hora y después volvía a calmarse.

Pasé las páginas con cuidado, temiendo que la revista se me deshiciera en las manos. Estaban descoloridas y rugosas al tacto. Durante un instante, me vino a la cabeza la imagen de un viejo andrajoso masturbándose en una choza con esta misma revista; intenté apartarla, pero no logré deshacerme de ella. Recorrí con los dedos la superficie de una de las ásperas páginas y pensé en una piel arrugada y descuidada. ¿Había estado siempre ahí el vagabundo, observándonos desde la seguridad de los árboles de los alrededores? ¿Había visto, con la cara pegada a las hojas y a la corteza, como tres niños se adentraban en el bosque, decididos a acabar con hombres que ya estaban acabados tan solo porque era verano, porque el aburrimiento estaba hecho para romperlo, destrozarlo y robarlo? ¿Dónde estaría ahora ese hombre? ¿Habría vuelto a la cabaña a descansar? ¿Vería las estrellas desde donde dormía esa noche?

Volví a intentar apartarlo de mi mente. Lo más seguro es que ni siquiera existiera. Eso fue lo que me dije a mí mismo. Hojeé la revista distraído hasta que llegué a un reportaje de dos páginas que comenzaba con un ama de casa rica que invitaba a su chófer a entrar para tomar una copa de vino.

Me sorprendió encontrar unos reportajes tan sofisticados. Pensé que serían fotos y más fotos de mujeres desnudas posando, pero la revista resultó tener hasta tramas. Las fotos parecían fotogramas de una telenovela en la que cada escena conducía a la misma conclusión inevitable. Una mujer blanca y rica tomando el sol junto a la piscina mientras el chico de la piscina la contempla. Una mujer blanca y rica dándose un baño con todas las joyas puestas mientras su marido se afeita la barba.

Las mujeres, con el maquillaje perfecto y los tacones que no se quitaban en ningún momento, se convirtieron en un borrón. Quien destacaba era un hombre: el chófer. Tenía la piel morena, los ojos verdes y un cuerpo que me hizo desear saber algún idioma extranjero. Por suerte, la página en la que aparecía él no estaba descolorida ni estropeada por la lluvia. Con la chaqueta negra puesta, y nada más, se reclinaba en un sillón mientras el ama de casa se arrodillaba ante él. Ella posaba de lado, con las piernas extendidas de un modo imposible.

Hay algo especial en poder estudiar el cuerpo de otro hombre. No una miradita, ni un vistazo a escondidas, ni fingir que estás mirando hacia otro lado, sino poder contemplarlo sin necesidad de protegerte. En una ocasión, en el colegio, en clase de Educación Física, estábamos todos sentados en el suelo del gimnasio mientras el entrenador nos enseñaba a lanzar un tiro libre. Apuntaba siempre hacia la esquina superior derecha del tablero y tiraba una y otra vez para demostrar la técnica. Tyler, un chico que estaba sentado cerca de mí, tenía las piernas cruzadas y llevaba unos pantalones de fútbol. Recorrí con la mirada sus muslos desnudos hacia arriba hasta que descubrí que los huevos se le habían salido de los calzoncillos holgados que llevaba. Tenían un color rosado y parecían suaves, aunque con algo de vello. Quería seguir mirando —quería verlo todo de él—, pero me obligué a girarme hacia el entrenador, que seguía lanzando tiros libres perfectos, uno tras otro. Durante el resto de la clase, los ojos se me seguían yendo hacia Tyler, y me obligaba a apartar la vista un segundo después. Un último buen vistazo, eso era lo único que quería. Evidentemente, no era lo único que quería. Pero era lo único que quería hasta que lo consiguiera.

En la cama, con el ejemplar mugriento de High Society, podía contemplar el cuerpo desnudo del chófer en su totalidad y durante todo el tiempo que quisiera. A veces posaba como si me estuviera mirando; otras, miraba al ama de casa a los ojos. Sus cuerpos estaban conectados. Sabían que no estaban solos. En una de las fotos, la mujer posaba con una sonrisa socarrona que me recordó, durante un instante, a la expresión de un hombre que ya había visto antes. «Me has vuelto a pillar», imaginé que decía, justo antes de volver a agacharse.


Con la revista metida en la parte delantera de los pantalones, volví a quedar con Cody y Sam en la acera que separaba nuestros edificios. Después de que se acercaran, fui a sacar la revista, pero Cody levantó la mano para que me detuviera.

—Aquí no. Vamos a nuestra casa. —Al verme la incomprensión en la cara, añadió—: Es más seguro.

No sé qué aspecto pensaba que tendría su apartamento, pero los tapetes, las pantallas de las lámparas de color rosa y los animales de porcelana me descolocaron. Supongo que pensaba que el apartamento se parecería a Cody y a Sam, que tendría una decoración acorde a las camisetas de deporte manchadas, los vaqueros desgastados y las Vans. Cuando hice un amago de coger un elefante blanco de porcelana, Cody me miró como si estuviera a punto de pegarme, así que lo dejé donde estaba y le seguí hasta su habitación.

Sam se desplomó sobre la litera y se sacó la revista de debajo de la camiseta.

—¿Cuál quieres? —preguntó, hojeando su ejemplar de Hustler por última vez. Entreví a una mujer sin sujetador arqueando la espalda. Sin perlas ni copas de champán a la vista.

—Quiero la Playboy —respondí mirando a Cody. Él se encogió de hombros y me la dio. Pasé las páginas de la revista y fingí no estar decepcionado ante el hecho de que hubiera tantos artículos y ni un solo hombre desnudo. Cody fingió no mirarme.

—Demasiadas palabras —dijo Cody mientras le daba mi ejemplar de High Society a su hermano a cambio de la Hustler—. Pero, eso sí, unas tías que no están nada mal.

Todos nos quedamos en silencio durante un instante, mientras pasábamos las hojas de nuestras revistas. Puesto que Cody estaba de pie delante de mí, no tenía que apartar demasiado la vista de mi Playboy para ver el bulto que se le empezaba a formar en los pantalones, cada vez un poco más grande. Quería la respuesta a la pregunta que estaba floreciendo. Cuando levanté la vista, Cody estaba mirándome.

—¿Listos? —preguntó con los ojos, intensos e inescrutables, clavados en los míos.

Me metí la revista en la camiseta y me dirigí hasta la puerta principal sin abrir la boca. Los ojos de Cody se me clavaron en la espalda como puñales hasta que llegué al salón. Ninguno de los dos se tomó la molestia de acompañarme. Conocía el camino. Su apartamento tenía la misma disposición que el mío.


Cuando llegó el momento del siguiente intercambio, quedé con ellos en la puerta de su apartamento. Cody abrió, pero me detuvo antes de que pusiera un pie dentro.

—Fuera —dijo. Sam sonrió con superioridad.

Retrocedí, fingiendo que no sabía o no me importaba el motivo por el que no me querían dentro de su casa. Caminamos hasta llegar al lateral del edificio, donde unos arbustos altos ocultaban los equipos de aire acondicionado.

—Venga —dijo Cody mientras se sacaba la revista de la camiseta. Sam asintió, aún con la sonrisa de superioridad marcada en su cara rosada.

—Quiero la Hustler —les dije, intentando encarrilar de nuevo aquel momento.

—Muy bien. —Se detuvo, miró a Sam y me miró a mí—. ¡Ahora!

Cody me arrancó la Playboy de las manos y ambos echaron a correr; sus camisetas blancas se convirtieron en borrones que se alejaban de mí. Corrí tras ellos antes siquiera de darme cuenta de lo que hacía. Los hermanos estaban huyendo hacia su apartamento con las tres revistas. Al principio, les perseguí porque pensaba que estaban haciendo el tonto y estaba seguro de que pararían en cualquier momento. Pero luego me di cuenta de que iban en serio.

—¡Cabrones! —grité.

Vi un bate de béisbol de plástico sobre la hierba y lo recogí sin detenerme. Justo cuando Cody acababa de llegar a la puerta de su apartamento, y Sam se encontraba tan solo a unos pocos pasos de él, levanté el brazo y le di con el bate con todas mis fuerzas. Golpeé a Sam justo encima de la oreja derecha, pero consiguió colarse en el apartamento y cerró de un portazo.

Fuera, a solas, bateé con fuerza contra la puerta cerrada. Estaba bañado en sudor. Desde el otro lado se escapaban risas. Empecé a golpear con violencia, como si el bate fuera un hacha y la puerta, leña. Entonces, justo cuando estaba a punto de caer rendido, Cody dio un golpe desde dentro y gritó:

—¡Maricón!

Golpeé la puerta con el bate y se partió en dos mitades negras inútiles. Me lie a puñetazos con la puerta hasta que me dolieron los puños y se me entumecieron. Seguí incluso cuando escuché a los hermanos reírse una vez más antes de alejarse de la puerta. Finalmente, me dejé caer al suelo. No sé cuánto tiempo me quedé sentado en su felpudo, con las rodillas contra el pecho.

«Nunca ibas a ser uno de ellos», dijo el rayo en mi hombro. «Estúpido, estúpido, estúpido», respondieron los truenos de mis puños. Sentía como si me hubieran partido en dos. Y la voz de Cody resonaba en mi cabeza.

«¡Maricón!».

Casi me sentía aliviado: por fin alguien lo había dicho.

Cómo luchamos por nuestras vidas

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