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La iluminación

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¿Qué es la iluminación, de la que tan a menudo se habla como del fin último de la meditación? Hay numerosos detalles esotéricos que podemos ignorar tranquilamente, por ejemplo los desacuerdos entre las diferentes tradiciones contemplativas sobre qué, exactamente, se gana o se pierde al final del camino espiritual. Mucho de lo que se dice sobre este aspecto son ridiculeces. En muchas escuelas budistas, por ejemplo, un buda –ya sea el buda histórico, Siddharta Gautama, o cualquier otra persona que alcance el estado de «completa iluminación»– se describe en general como «omnisciente». Lo que esto significa ya plantea una buena dosis de objeciones. Y por más precisa que sea la definición, la afirmación es absurda. Si el buda histórico fuera «omnisciente», hubiera sido, como mínimo, un mejor matemático, físico, biólogo y concursante de Jeopardy que cualquier otra persona que haya vivido jamás. ¿Es razonable esperar que un ascético del siglo V antes de Cristo, gracias a su bagaje meditativo, se convirtiera espontáneamente en un genio sin precedentes en todos los campos de la investigación humana, incluidos los que no existían en el momento en que él vivió? ¿Siddharta Gautama hubiera impresionado a Kurt Gödel, Alan Turing, John von Neumann y Claude Shannon con su dominio de la lógica matemática y de la teoría de la información?

Cualquier ampliación de la noción de «omnisciente» al conocimiento procedimental –es decir, el saber cómo hacer algo– haría que Buda fuera capaz de pintar la Capilla Sixtina por la mañana y destrozar a Roger Federer en el Centre Court por la tarde. ¿Existe alguna razón para creer que Siddharta Gautama, o cualquier otro contemplativo célebre, poseyera tales habilidades gracias a su práctica espiritual? Para nada. Sin embargo, muchos budistas creen que los budas pueden hacer estas cosas y más. Repito, esto es dogmatismo religioso y no un planteamiento racional de la vida espiritual.14

En este libro no pretendo apoyar la magia ni los milagros. Sin embargo, sí digo que el verdadero objetivo de la meditación es más profundo de lo que cree la mayoría de la gente… y desde luego abarca muchas de las experiencias que dicen haber tenido los místicos tradicionales. Es posible dejar de sentirse como un yo separado y experimentar una especie de conciencia sin fronteras, abierta –dicho en otras palabras, sentirse uno con el cosmos–. Esto dice mucho sobre las posibilidades de la conciencia humana, pero no dice nada del universo en general. Y no arroja ninguna luz sobre las relaciones entre mente y materia. El hecho de que sea posible amar a nuestro vecino igual que a nosotros mismos debería ser un gran descubrimiento para el campo de la psicología, pero no hace creíble la afirmación de que Jesús era el hijo de Dios, o de que Dios existe. Tampoco sugiere que de alguna manera la «energía» del amor invada el cosmos. Esto son afirmaciones históricas y metafísicas que la experiencia personal no puede justificar.

Sin embargo, un fenómeno como el del amor que nos autotrasciende nos da derecho a decir determinadas cosas sobre la mente humana. Y esta particular experiencia está tan bien documentada y la alcanzan tan fácilmente quienes se dedican a prácticas específicas (por ejemplo, la técnica budista de la meditación metta) o toman la droga adecuada (MDMA) que hay muy poca controversia sobre su existencia. Hechos como este tienen que ser entendidos ahora en un contexto racional.

El objetivo tradicional de la meditación es alcanzar un estado de bienestar que sea imperturbable (o, si se perturba, que la imperturbabilidad se recupere enseguida). El monje francés Matthieu Ricard describe esta felicidad como «una profunda sensación de florecimiento que surge de una mente excepcionalmente sana».15 El objetivo de la meditación es reconocer que ya tenemos esta mente. Este descubrimiento, a su vez, nos ayuda a dejar de hacer las cosas que provocan confusión y sufrimiento innecesarios para uno mismo y para los demás. Por supuesto la mayoría de las personas nunca llegan a dominar verdaderamente la práctica y no alcanzan esa condición de felicidad imperturbable. Por lo tanto, la meta más cercana será tener una mente cada vez más sana, es decir, mover nuestra mente en la dirección correcta.

Nada tiene de nuevo intentar llegar a ser feliz. Y podemos llegar a serlo, dentro de ciertos límites, sin tener que recurrir para nada a la meditación. Pero no se puede confiar en las fuentes de felicidad convencionales, puesto que dependen de condiciones cambiantes. Es difícil crear una familia feliz, mantener la salud propia y de las personas queridas, ganar dinero y encontrar formas creativas y enriquecedoras de disfrutarlo, cultivar amistades profundas, contribuir a la sociedad de modos emocionalmente gratificantes, perfeccionar múltiples y diversas habilidades artísticas, deportivas e intelectuales… y hacer que la maquinaria de la felicidad funcione un día tras otro. No tiene nada de malo querer sentirse satisfecho en todas las facetas mencionadas, salvo que, si nos fijamos más detenidamente en ello, veremos que hay algo que sigue fallando. Estas formas de felicidad no acaban de ser buenas del todo. Nuestro sentimiento de realización no es duradero. Y el estrés vital continúa.

Entonces, ¿en qué ha de ser maestro un maestro espiritual? Como mínimo, no sufrirá ciertas ilusiones cognitivas y emocionales; sobre todo no se sentirá identificado con sus pensamientos. Insisto en que ello no significa que esta persona deje de pensar, sino que ya no sucumbirá a la primaria confusión que provocan los pensamientos en la mayoría de nosotros: ya no sentirá que existe un yo interior que es quien piensa esos pensamientos. Esta persona mantendrá naturalmente una apertura y una serenidad mental que la mayoría de nosotros alcanzamos solo durante breves momentos, incluso tras años de práctica. Sigo siendo agnóstico respecto a si hay alguien que haya logrado mantener este estado permanentemente, pero por experiencia directa sé que es posible estar mucho más iluminado de lo que suelo estar.

El hecho de que la iluminación sea o no un estado permanente no tiene que detenernos. Lo crucial es que vislumbremos algo sobre la naturaleza de la conciencia que nos libere del sufrimiento en el momento presente. Solo con reconocer la impermanencia de nuestros estados mentales –profundamente, no solo como una idea–, podemos transformar nuestra vida. Todos y cada uno de los estados mentales que hemos tenido han surgido y luego se han desvanecido. Este es un hecho en primera persona –pero, pese a ello, es un hecho que cualquier ser humano podrá confirmar fácilmente–. No tenemos que saber nada más sobre el cerebro o sobre la relación entre la conciencia y el mundo físico para entender esta verdad sobre nuestra propia mente. La promesa de una vida espiritual –de hecho, exactamente lo que la hace espiritual en el sentido que invoco en este libro– es que hay verdades sobre la mente que es mejor que conozcamos. Lo que necesitamos para ser más felices y para hacer que el mundo sea un lugar mejor no son más ilusiones piadosas, sino una comprensión más clara de cómo son las cosas.

En el momento en que admitimos la posibilidad de llegar a tener una perspectiva contemplativa –y de entrenar nuestra mente para lograr ese objetivo–, tenemos que reconocer que la gente cae naturalmente en diferentes puntos en el continuo entre la ignorancia y la sabiduría. Parte de esta franja se considerará «normal», pero que sea normal no quiere decir que necesariamente sea un espacio en el que sentirse feliz. Al igual que el cuerpo y las capacidades físicas de las personas pueden refinarse –los atletas olímpicos no son normales–, la vida mental puede profundizarse y ampliarse mediante la capacidad y el entrenamiento. Esto es casi evidente, pero sigue siendo un punto polémico. Nadie duda cuando se trata de admitir el papel de la capacidad y el entrenamiento en el contexto de las actividades físicas e intelectuales; nunca he conocido a nadie que niegue que algunos de nosotros somos más fuertes, o más atléticos, o más sabios que otros. Sin embargo, a muchas personas les cuesta reconocer que existe un continuo de sabiduría moral y espiritual o que existan formas mejores y peores de transitarlo.

Así pues, las fases del desarrollo espiritual parecen inevitables. Igual que crecemos físicamente para llegar a adultos –y durante el proceso puede haber fallos en la maduración, o podemos enfermar o sufrir accidentes–, nuestra mente también se va desarrollando gradualmente. No podremos aprender habilidades sofisticadas como el razonamiento silogístico, el algebra o la ironía hasta que hayamos adquirido otras habilidades básicas. En mi opinión la vida espiritual no puede empezar hasta que no haya madurado lo suficiente la vida física, mental, social y ética. Tenemos que aprender a usar el idioma antes de poder trabajar con él creativamente o entender sus límites, lo mismo que el yo convencional tiene que estar formado antes de poder investigarlo y entender que no es lo que parece que es. La habilidad para examinar el contenido de la propia conciencia con claridad, desapasionada y no discursivamente, con la suficiente atención como para darnos cuenta de que no existe ningún yo interior, es una técnica muy sofisticada. Y, sin embargo, el mindfulness básico se puede empezar a practicar desde la más tierna infancia. Muchas personas, entre ellas mi esposa, han logrado enseñársela a niños de seis años. A esa edad –y a todas las edades a partir de ese momento– puede ser una poderosa herramienta para la autorregulación y la autoconciencia.

Hace tiempo que los contemplativos ya han entendido que los hábitos mentales positivos es mejor verlos como habilidades que la mayoría aprendemos imperfectamente mientras nos acercamos a la edad adulta. Es posible llegar a ser personas más concentradas, más pacientes y más compasivas de lo que seríamos naturalmente y hay muchas maneras de aprender a ser feliz en este mundo. Son verdades que la ciencia psicológica occidental ha comenzado a explorar hace muy poco.

Existen personas que están felices en medio de privaciones y peligros, mientras que otras se sienten miserables, a pesar de tener toda la suerte del mundo. Ello no quiere decir que las circunstancias externas no importen. Pero es nuestra mente, más que las circunstancias, lo que determina la calidad de nuestra vida. Nuestra mente es la base de todo lo que experimentamos y de todas las contribuciones que hacemos a la vida de los demás. Teniendo en cuenta este hecho, merece la pena entrenarlo.

Por lo general, los científicos y los escépticos creen que las clásicas afirmaciones de los yoguis y los místicos deben de ser exageradas o simplemente engañosas y que el único propósito racional de la meditación se limita a la convencional «disminución del estrés». Por el contrario, los que se dedican a estudiar seriamente estas prácticas a menudo insisten en que hasta las afirmaciones más extravagantes de los maestros espirituales, o las que se hacen sobre ellos, son ciertas. Lo que yo intento es llevar al lector por un camino intermedio entre los dos extremos: un camino que protege nuestro escepticismo científico, pero que a la vez reconoce que es posible transformar de forma radical nuestra mente.

En cierto modo, el concepto budista de iluminación es realmente el epítome de la «disminución del estrés», y dependiendo de cuánto estrés disminuamos, los resultados de la práctica parecerán más o menos profundos. De acuerdo con las enseñanzas budistas, los seres humanos tienen una visión distorsionada de la realidad, que los lleva a un sufrimiento innecesario. Nos aferramos a placeres transitorios. Nos entristecemos por el pasado y nos inquietamos por el futuro. Seguimos intentando apoyar y defender a un yo egoísta que no existe. Todo esto provoca estrés y la vida espiritual es un proceso mediante el que desenmarañamos progresivamente nuestra confusión y acabamos con el estrés. Según la visión budista, viendo las cosas tal como son dejamos atrás nuestros sufrimientos habituales y nuestra mente se abre a estados de bienestar que son intrínsecos a la naturaleza de la conciencia.

Desde luego hay personas que dicen estar encantadas con el estrés y parecen entusiasmadas viviendo según la lógica que el estrés impone. Las hay que incluso encuentran placer en imponerlo a los demás. Se atribuye a Genghis Khan las palabras siguientes: «La mayor felicidad consiste en dispersar al enemigo y ponerlo frente a ti, ver sus ciudades reducidas a cenizas, ver a los que ama bañados en lágrimas y tener entre tus brazos a sus esposas e hijas». La gente da muchos significados a palabras como felicidad y no todos son compatibles entre sí.

En The Moral Landscape decía que tendemos a una confusión innecesaria debido a las diferentes opiniones sobre el tema del bienestar humano. Qué duda cabe de que algunas personas obtienen placer mental –e incluso experimentan un auténtico éxtasis– con comportamientos que producen un inmenso sufrimiento a otras. Pero sabemos que estos estados son anómalos, o, por lo menos, no son sostenibles, puesto que las personas dependemos unas de otras más o menos para todo. Sea cual sea el placer que se derive de ello, la violación y el pillaje no pueden ser una estrategia estable para encontrar la felicidad en este mundo. Dados nuestros requerimientos sociales, sabemos que las formas de bienestar más profundas y duraderas tienen que ser compatibles con una preocupación ética por los demás –incluso por los desconocidos– porque de otro modo el conflicto violento resulta inevitable. También sabemos que hay ciertas formas de felicidad inalcanzables, aunque, como Genghis Khan, se esté en el bando ganador en todas las batallas. Algunos placeres son intrínsecamente éticos –sentimientos como el amor, el agradecimiento, la devoción y la compasión–. Habitar esos estados mentales es, por definición, armonizar con los demás.

Según mi punto de vista, el objetivo realista que se pretende alcanzar mediante la práctica espiritual no es un estado de iluminación permanente gracias al que ya no debamos esforzarnos más, sino una capacidad de ser libres en este momento, sea lo que sea lo que esté sucediendo. Si somos capaces de esto, habremos solucionado la mayor parte de los problemas que nos presenta la vida.

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