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La verdad del sufrimiento

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Estoy sentado en una cafetería en el centro de Manhattan, tomando exactamente lo que me apetece (café), comiendo exactamente lo que me apetece (una galleta) y haciendo exactamente lo que me apetece (escribir este libro). Es un bonito día de otoño y muchas de las personas que caminan por la acera parecen irradiar buena suerte por todos sus poros. Las hay tan atractivas físicamente que empiezo a preguntarme si no será que hoy en día se puede aplicar el Photoshop al cuerpo humano. En ambas direcciones de esta calle, y varios cientos de metros en cada sentido, las tiendas venden joyas, obras de arte y ropa que ni siquiera el 1 % de la humanidad tiene alguna posibilidad de comprar.

Así pues, ¿a qué se refería Buda cuando hablaba del «estado de insatisfacción» (dukkha) de la vida? ¿Se refería solamente a los pobres y a los hambrientos? ¿O esas personas ricas y guapas resulta que sufren también? Por supuesto, el sufrimiento nos rodea por todas partes, incluso aquí, donde por ahora todo parece que vaya como una seda.

Primero de todo, lo más obvio: a unas cuantas manzanas de donde estoy sentado, hay hospitales, residencias de convalescencia, consultorios psiquiátricos y otros edificios cuya finalidad es mitigar, o simplemente contener, algunas de las formas más profundas de la miseria humana. Un hombre atropella a su propio hijo cuando sale de su casa marcha atrás. Una mujer se entera de que sufre un cáncer el día antes de su boda. Sabemos que a cualquier persona le puede pasar lo peor y en cualquier momento…, y la mayoría gastan una gran parte de su energía mental esperando que no les pase a ellas.

Todavía podemos encontrar otras formas de sufrimiento, incluso entre quienes parece que tienen todos los motivos para estar satisfechos en el presente. Aunque la riqueza y la fama garantizan muchas formas de placer, pocos nos hacemos la ilusión de que garanticen la felicidad. Cualquiera que tenga televisión o que lea un periódico habrá visto estrellas del cine, políticos, atletas profesionales y otras celebridades rebotar de un matrimonio a otro y de un escándalo al siguiente. Enterarnos de que una persona joven, atractiva, inteligente y con éxito es, pese a ello, adicta a las drogas o sufre una depresión clínica casi ya no nos causa sorpresa.

Sin embargo, lo insatisfactorio de la buena vida transcurre a una mayor profundidad. Aunque vivamos sintiéndonos a salvo entre una crisis y la siguiente, la mayoría de nosotros tenemos una amplia gama de emociones dolorosas todos los días. ¿Estás contento al levantarte por la mañana? ¿Cómo te sientes en el trabajo o cuando te miras al espejo? ¿Hasta qué punto te sientes satisfecho de lo que has hecho en tu vida? Del tiempo que compartes con tu familia, ¿cuánto lo pasas entregado al amor y al agradecimiento y cuánto lo pasas simplemente intentando ser feliz en compañía de otras personas? La vida es difícil incluso para los que tienen una suerte extraordinaria. Y cuando nos fijamos en lo que la hace difícil, vemos que todos somos prisioneros de nuestros propios pensamientos.

Y luego está la muerte, que nos vence a todos. La mayoría de la gente cree que solo tenemos dos formas de pensar en la muerte: temerla y hacer todo lo posible por ignorarla o negar que es real. La primera estrategia nos lleva a una vida de convencional mundanalidad y distracción –solo nos mueve el placer y el éxito, y el hacer todo lo posible para mantener la realidad de la muerte fuera de nuestro campo de visión–. La segunda estrategia es el territorio de la religión, que nos asegura que la muerte no es más que una puerta hacia otro mundo y que las mejores oportunidades de la vida llegan una vez finalizada la vida del cuerpo. Sin embargo, existe otro camino, y todo indica que es el único compatible con la honradez intelectual. Este camino es el objeto de este libro.

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