Читать книгу Tu cadáver en la nieve - Sandra Becerril - Страница 10
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La primera vez que vi a Benedict fue cuando iba entrelazada con los dedos de Erik en la alfombra roja de la premier de su película La Venganza. Fue en un bar muy nice en el centro de Chicago, al lado del Millennium Park, una noche calurosa y tremendamente roja. Todo era carmesí antes de la función: mi reflejo en la escultura Cloud Gate El Frijol, con sus ciento diez toneladas, su espejo curvo reflejando el horizonte urbano, los niños haciendo caras y mi vestido. El cielo encarnado en la fuente Crown Fountain, las nubes de fuego, la alfombra granate frente a la tribuna de periodistas que sacaban fotografías del director, los actores, los invitados, etc.
No sé en qué momento Erik soltó mi mano para modelar en la alfombra su nuevo traje, diseñado en especial para él. Recuerdo los flashazos en su rostro, sus ojos relucientes, su cabello perfecto y mi timidez. Me mantenía cercana a él, pero no tanto como para aparecer en las revistas. Deseé estar pintando en mi estudio, sola, con un cigarro y las imágenes plantadas en mi cabeza, por lo pronto solo tenía mi baja autoestima y el paisaje escarlata que encendía mis sentidos y mi sexo. Me excitaba ver a Erik seducir de esa manera a las cámaras, a las fans que se acercaban detrás de la valla con sus celulares para las selfies o con fotografías para que las firmara, el modo en que lo jalaban hacia ellas para tocarle la mejilla un segundo, para percibir su aroma que ese día era una loción fresca que le había regalado la Navidad pasada. Su agente, Daren posaba al lado de él, con su habitual petulancia. La actriz que lo había besado y manoseado en esa ocasión era Saori Arao, una hermosa japonesa que actuaba por primera vez en Estados Unidos. Usó un vestido casi transparente que acaparó las miradas de todo el mundo. Bien por ella y mejor por mí, que seguía en las sombras deseosa de que todo el show terminara pronto, viéramos la película sorprendidos, como si no la hubiera ya visto unas cinco veces en funciones privadas, y fuéramos directo al cóctel. Además, el filme de por sí, era malo, pero verlo en pantalla grande, sería dos veces peor.
Entre la gente, pasó un hombre muy alto, delgado, con gesto burlón. Se me antojó morder su largo cuello y quedarme ahí hasta que todo terminara. Erik me tomó del codo jalándome hacia él, susurrando en mi oído que no me alejara, qué pensaría la gente que no conozco. Posamos frente a los medios. Intenté sonríe, lo juro, lo menos falsa posible. Me sentía orgullosa de Erik, de que hubiese cumplido sus sueños, de que todavía le faltara tanto más por escalar. Me saltaba el corazón al verlo en su pose de galán inalcanzable pero amable. Tampoco me importaban los chismes de las revistas sobre Saori y él. Me enteré de aquello cuando estaba formada para pagar en el supermercado, frente a mí una cincuentona desagradable discutía con la cajera acerca de un pago. Aburrida, tomé una revista y la hojeé, solo para toparme con el rostro de Erik junto al de Saori en un restaurante, mirándose tan cerca que, si sacaban las lenguas, se hubiesen tocado. Revisé las demás revistas dejando pasar a los clientes. Todas hablaban de eso, preguntándose dónde estaría la esposa de Erik, inventándonos un divorcio, varios acostones con Saori y un testimonio anónimo de alguien de producción que juraba que se daban sus buenos encerrones en el camerino de ella mientras tenían descansos y que las escenas de sexo tenían que detenerlas antes de que exhibieran verdadero porno por las chispas de pasión que rebosaban entre ellos. Esperé a que Erik llegara de la filmación, me quedé dormida antes. Lo escuché entrar, quitándose los zapatos para no hacer ruido, dejando su ropa como migajas para encontrar el camino de salida si era necesario huir. El pantalón en la sala, la camisa en la puerta de la habitación, los lentes sobre el buró. Se recostó con mucho cuidado de no despertarme. Olía a alcohol, pero él era abstemio. Vaya.
—¿Qué tal coge Saori? —le pregunté. Erik saltó al escucharme.
—Pensé que estabas dormida.
—¿Entonces? —Me volteé a verlo. Estaba desnuda, hacía mucho calor. Erik me miró y mientras respondía delineó el contorno de mis senos con su dedo. Y, aun así, no sentí nada.
—Puros chismes. No puedes creerlos todos, va a ser una tortura para ti. Y ya sabes que solo tengo ojos para mi amada esposa. Saori me cae bien y ya. Está medio perdida, como nosotros cuando llegamos a este país. La llevé a algunos lugares para que conociera y ya. Es todo. —Demasiados «y ya», para dar por cerrado el tema.
Le creí. Si yo fuera Saori en definitiva hubiese escogido otro amante, sin embargo, en la alfombra, Saori se mantuvo a mucha distancia de mí aprovechando cualquier momento para estar sola con Erik, me miraba como si yo fuera competencia para ella, la descubrí murmurando sobre mí cuando pasé a su lado y mirándome de arriba abajo con la ceja levantada. Entonces sí se habían acostado. Pobre de ella. El sexo no era la mejor habilidad de Erik.
Antes de entrar a la sala, Erik me dio un beso en la mejilla. «¿Vamos?», me preguntó con su sonrisa de triunfador. Le besé el oído susurrándole: «Vamos pero a la chingada. Ya sé lo de Saori. Voy al bar, ahí te veo cuando terminen tus escenas de sexo con ella». Le di otro beso, me miró sin saber qué decir, Daren lo jaló hacia adentro de la sala, ignorándome, me di la vuelta y entré al baño. Ahí, hice tiempo hasta que supe que todos ya estaban viendo la película para evitar a la prensa. Salí quedándome sentada en el bar, en un pequeño e incómodo banco alto.
Pedí un tequila derecho. O dos, o tres. Alguien tocó mi hombro, le pedí otro tequila. Se trataba del hombre de cuello largo y mirada burlona. «Hola». Me dio la mano. «No soy mesero, pero con gusto llamo a uno». Con la mano, pidió otros dos de lo que estaba tomando, para mí y para él y se sentó junto a mí. Suspiré en cuanto su olor me inundó. Sus papás eran dueños del cine y él estaba ahí de paso cuando me vio entrar con Erik. Según él, solo me veía en la alfombra roja porque los demás parecían demasiado comunes, mucha pose, maniquíes. Y le había llamado la atención que me la pasé viendo el cielo.
—Soy pintora. Me gusta ver colores. Es todo. —Otro tequila.
—Sé que eres pintora. Te conozco. —Eso me tomó por sorpresa. Le dio un trago al tequila. Yo esperaba que hiciera ese rostro de «está muy fuerte» que hacen todos cuando lo toman por primera vez en Estados Unidos. Él se lo tomó como agua. Y pidió otro—. Compré un cuadro tuyo en la exposición de verano en el Museo de Arte, Al borde del abismo, se llama.
Lo recordaba bien. Lo había pintado en un viaje que tuve provocado por medicamento para la depresión y supuesta esquizofrenia combinada con dos botellas de vino tinto y dos cigarros de mota —para entonces ya no me desagradaba tanto su aroma—. No creí que nadie fuera a comprarlo ni a exhibirlo, por eso cuando los de Museo me llamaron para avisarme que se había vendido toda la colección e incluso habían subastado ese cuadro a dos compradores interesados, fui hasta allá a ver si era cierto.
—Mira… —Me mostró una fotografía con su celular en donde estaba él de pie junto al cuadro, en un estudio de madera.
—Qué buena combinación.
—Luego me interesó saber quién era la pintora, te busqué en Google y listo. Te reconocí cuando te vi en la alfombra. «¿Qué hace esta talentosa mujer ahí desfilando con los monos?».
—Uno de los monos es mi marido.
—Lo sé también. Es afortunado. Sería más aún si estuvieras junto a él viendo su película.
—Ya la vi muchas veces. —Intenté evitar el tono despectivo, mas me salió muy natural—. Y lo veo a diario en casa, así que… —Cuántas mentiras me habían salido de la boca en un minuto. No lo veía a diario y mucho menos en casa. De hecho, ahora no olvidaba su imagen al verlo en entrevistas, periódicos o en llamadas furtivas por Skype. Antes, mentía para tragarme gota a gota, la amarga verdad. Después las verdades se corrompieron tanto con los inventos que no sabía decir lo cierto. Una persona normal miente cuatro veces al día, o 1 460 al año y un total de 88 000 a la edad de 60. La mentira más común es «Estoy bien». No todas son espinas en el jardín de la mentira, pues hay muchas de ellas que son muy bien toleradas por la sociedad.
—Estoy invitado al Latino Fashion Week, habrá pasarelas, vino gratis, hermosa vista y gente interesante, ¿por qué no me acompañas?
—¿Cuándo?
—En este instante.
Miré el póster de la película donde Erik veía a Saori con adoración en medio de una guerra, tomados de las manos enmarcados por amor eterno. No tuve que pensarlo dos veces.
Al llegar al lugar, seguí a Benedict a los camerinos y caminamos en medio de modelos cambiándose, en ropa interior, desnudas, maquillistas, fotógrafos y ropa. La mayoría lo conocían, lo saludaban de beso en la mejilla o en la boca, lo miraban con adoración. Ya estaba cansada de eso y para el caso, estaba Erik.
Salí para fumar un cigarro y responderle. Erik, alterado, preguntaba que dónde estaba, que por qué le arruinaba su noche de estreno, que si yo ya sabía que así eran las cosas para qué me quejaba e insistía que lo de Saori era mentira para dar paso a un: «fue un enorme error, vuelve». Colgué el teléfono al momento en que Benedict salió con una botella de vino, seguido por tres modelos de las que se deshizo como si fueran sus mascotas y lo fueran persiguiendo.
—Demasiada gente. No es mi estilo. —No le creí para nada.
—Escucha. Gracias por la invitación, me esperan en la premier y desde mi punto de vista es exactamente lo mismo. Estoy hasta la madre de todo esto. Quiero ir a mi casa y dormir.
—Bien, te llevo. Pero antes vamos a cenar algo, muero de hambre. ¿Quieres?
¿Que si quería? Miré el celular, Erik había dejado de marcar y en los mensajes de WhatsApp me insultaba por haberlo abandonado en su proyección, dejándolo en brazos de alguien más. Él me culpaba por todo. Por otro lado, estaba ese desconocido con ojos cambiantes de color, voz profunda, extendiéndome la mano, con el que ya había tenido más fantasías en dos horas de conocerlo que en toda mi vida con Erik.
Mientras subíamos por el elevador de la torre John Hancock, se comenzó a escuchar la canción Highway to Hell. Benedict primero la susurró y después la cantó como en un murmullo, con su voz honda, juguetona y medio bailando. No buscaba una aventura con nadie, no quería un amante, creía que ya tenía el sexo suficiente de dos o tres veces por mes de cinco minutos por cada una. A veces me masturbaba viendo películas de Dwayne Johnson y era todo. No me consideraba un ser sexual. Ni siquiera una mujer sexual. Estaba encerrada en mí, en mis pinturas, en Erik, en mí, en el éxito, en mí. Todo era un torrente de ego que me llevaba siempre a mí misma, pero sin ser en mí. Nunca me había sentido tan excitada mirando a un hombre junto a mí, solo por estar en un espacio tan pequeño como un elevador. Sentía cosquillas por las piernas, subiendo en la espalda, provocando que me mordiera los labios. No me di cuenta cuándo comencé a ver el tamaño de sus manos, el color de sus ojos o el largo de su lengua cuando la sacaba en un gesto juguetón. Me sentí jodidísima por tener que volver a casa junto a Erik. Seguro me esperaría despierto, para darme sus excusas por su aventura con su coprotagonista que a mí me valía madre. Porque me diría que no la amaba, que no significaba nada para él, había sido un amor de filmación. Y solo me amaba a mí. Y me amaba tanto que me había dejado ir en él perdiéndome en alguna parte del camino. En el elevador con Benedict, me sentí profundamente triste de no recordar la última vez que había sentido la misma pasión por él, hasta ese momento. A veces la sentía pintando, nada más. Una vez que el cuadro estaba terminado era hacer otro y otro más, una terrible adicción que me había hundido en soledad y aislamiento, todo lo contrario a lo que era en México. Y Erik, al revés, ahora era el centro de atención, resplandecía como moneda de oro, a donde fuéramos, excepto en casa. Ahí todo era diferente. Un par de desconocidos mirando televisión a altas horas de la noche, compartiendo palomitas y el colchón. No creo que Erik tuviese idea de qué me gustaba hacer en la cama, de dónde me inspiraba para pintar, cuáles eran los sueños que había perdido en el camino con tal de que él encontrara los suyos. Tampoco le importaba porque siempre dio por hecho que estábamos bien. Y con estar bien, se basta. «Babe don’t try to call. My heart is ticking and the show, just won’t wait. It’s strange, you couldn’t see it my way, hey now go, I pray for you to fall. The spark, has died and now you’re just too late. A shame, you’re knocking at the wrong gate, hey go home, Come what may, I won’t give away», Benedict continuaba cantando, mirándome de reojo.
Creí que iríamos al típico mirador, el John Hancock Observatory, llegamos hasta el piso 96. Antes de que las puertas se abrieran y dejara de sentir el vértigo que me daba subir tantos pisos de un jalón, Benedict se acercó, susurrando en mi oído el resto de la canción. «Livin’ easy. Livin’ free. Season ticket on a one way ride. Askin’ nothin’. Leave me be. Takin’ everythin’ in my stride. Don’t need reason. Don’t need rhyme. Ain’t nothin’ that I’d rather do. Goin’ down. Party time. My friends are gonna be there too…». Sentí sus labios en mi oído, me alejé un poco. Nuestros pubis estaban pegados, podía sentir su pene erecto contra mi cadera. «I’m on the highway to hell… On the highway to hell. Highway to hell. I’m on the highway to hell. No stop signs. Speed limit. Nobody’s gonna slow me down. Like a Wheel. Gonna spin it. Nobody’s gonna mess me around. Hey, Satan, payin’ my dues, playin’ in a rockin’ band. Hey, mamma look at me I’m on the way to the promised land». Las puertas se abrieron. Salí antes que él, sintiendo el fresco aire acondicionado en mi rostro.
Entramos al Signature Lounge, donde se escuchaba Dream On de Aerosmith. Benedict tenía una reservación o lo conocían muy bien, nunca me enteré, ya que nos llevaron de inmediato a la mesa de la esquina, que tiene una vista magnífica, desde la que se ve la competencia de Hancock, la Torre Willis a 412 metros de altura con todo y sus famosos balcones de cristal que hacen que puedas caminar por el aire. Benedict pidió por ambos: martinis con piña y naranja y un par de Red Bulls.
Ya conocía la torre Hancock, había ido al mirador con Erik en nuestra época de turistas. En esa ocasión aprendí que John Hancock fue el Presidente del Segundo Congreso Continental y por lo mismo tuvo que estampar la firma en la Declaración de Independencia de los Estados Unidos. En un país con tan poca historia, ese hombre tenía que ser más famoso que los chupa chups.
Benedict y yo nos sentamos muy juntos, rozando las piernas, mirando Chicago. Casi no hablamos, solo veíamos todo. Porque desde ahí, puedes sentirte Dios observando su creación. El lago era una masa oscura, tenebrosa y calmada, la ciudad con las luces encendidas y el aroma de Benedict.
Aunque hubiera podido, no nos acostamos esa noche. Ni la siguiente que lo vi. Ni el mes que continuó a ese. Fue, hasta que reventamos de ganas, que lo dejé poner todo su peso sobre el mío y cerré mis piernas alrededor de su cintura. Y así, llegamos a ser.
Llegué al departamento muy tarde, esperando la pelea. Erik aún no estaba. Me encerré en la habitación con el deseo malévolo de que durmiera pésimo en el sillón, con frío, rogando por mi amor. Casi no pude conciliar el sueño. Mi mente iba del cuerpo perfecto de Saori, a los sueños de Erik, a la voz de Benedict, a las ganas de beber lo que fuera y perderme.
Cuando abrí la puerta por la mañana para que Erik entrara y perdonarlo después de mucho rogarme, aún no había llegado.
Tardó dos días más en aparecer y mi orgullo no me permitió llamarle para saber si al menos aún respiraba. ¿Su versión? Estaba guardado en casa de Daren, llorando por mi abandono. El mío, no el de él. Y porque no comprendía cómo podía ser yo tan cruel en no comprender que a veces, solo a veces, se dan situaciones en el set como las que se dieron entre él y Saori. Para su punto final como discusión, usó la cantaleta que ya me sabía de memoria desde México: no te gusto. «¡Ya no te gusto!», decía entre llorando y gritando aún con el sabor del labial de Saori en su piel.
No tuve más que decir. Era cierto. Ese hombre con el que tenían fantasías millones de mujeres por todo el mundo y que hubiesen dado lo que fuera para estar en mi lugar, ya no me gustaba. Me había enamorado mucho de aquel Erik estudiante de teatro en México. Lo amaba sobre el escenario, sudando pasión, llorando por los personajes, siendo lo que amaba ser. No ese muñeco en que se había dejado convertir por fama. Quería ser reconocido por las calles cuando caminara en ellas, lo tenía. Quería que en México se enorgullecieran de él por ser su representante, aunque en México no le habían dado la más mínima oportunidad de trabajo, también estaba a su alcance. Resultó que sus sueños eran muy plásticos para mí. Y me moría por recuperar al Erik que ya no existía. O que jamás había existido. Para el caso era lo mismo. Y no, ya no me gustaba. Y ese día descubrí que ya no lo amaba.
No dije más del asunto de Saori y lo invité a ver una película conmigo en la cama, desnudos, solo para sentir su cuerpo junto al mío. Fue una noche muy triste para ambos. Me senté sobre él e hicimos el amor. Solo podía pensar en Benedict, y él, seguramente, en Saori. Pero estábamos juntos, no nos separaríamos. Hasta la muerte.
Erik partió a filmar una serie a Canadá por las siguientes tres semanas, en las que solo lo vi por Skype y a través de sus películas. Lo extrañé mucho. Me sentaba en nuestra cama a mirar sus actuaciones, adelantándole en las partes en donde besaba a otras mujeres. Me sentía gorda, fea, sin talento. Nada de lo que pintaba me parecía suficiente. Tal vez tenía la misma hambre de comerme el mundo que Erik y no lo sabía aún. Porque exponía por todo el mundo, vendía bien y aun así quería más y más y más. Nada me hacía sentir satisfecha.
No vi mucho a Benedict, sabía de él a diario porque todos los días me enviaba correos, platicábamos por WhatsApp o me mandaba desayunos con un mensajero con lo que él creía que me gustaba comer.
Me lo topé en Art Café, varias veces. Era una cafetería al lado de mi casa con propietarios venezolanos a los que había donado varias de mis pinturas con tal de tener café gratis, hablar español toda la tarde y dibujar a María, la hermosa esposa del dueño, Carlo. Ellos vendían a buen precio mis retratos, me daba gusto, no quería que se fueran porque eran las únicas personas con las que conversaba esos días además de que no se asustaban de lo que pintaba. No les daba «horror» como a mi mamá, amigos, o vecinos —específicamente la señora maniática que vivía en el departamento de al lado—.
Tenían una habitación en la parte trasera de la cafetería, en donde María se desnudaba para mí sobre una colchoneta en el piso. Me sentaba frente a ella con la libreta de dibujo y trazaba sus movimientos. Abría las piernas, se recostaba boca arriba, se extendía en todo su esplendor. Podía apostar que ni siquiera con su marido era tan desinhibida. Creo que le gustaba saberse observada por mí y mostrarme sus partes íntimas con toda su sensualidad. Su piel era morena y suave. Nunca la toqué, el lápiz lo hacía por mí. Era como si la punta follara con el papel, con ese sonido de pequeños y placenteros rasguños sobre el blanco de algodón. A veces, se escuchaba hasta adentro la canción que Carlo susurraba todo el tiempo: «Tengo una muñeca vestida de azul, con su camisita y su canesú. La saqué a paseo y se me constipó, la tengo en la cama con mucho dolor…»
Pronto, se extendió el lugar —los escuché decir que su socio les había regalado su parte, eran reservados para hablar de dinero— y comencé a dar clases de dibujo con María siempre como modelo. Tenía cinco estudiantes, cada uno llevaba cargando su caballete y sus materiales. Nos sentábamos alrededor de María, quien se movía cada tanto para acomodarse mejor. No había nada vulgar en ello, era su cuerpo, hermoso, moldeado con fuertes curvas que se desvanecían en sus piernas o en sus senos. Adoraba pintar desnudos. Porque la carne es honesta y no miente. No le gustaba depilarse, tenía ligeros vellos por su piel, casi transparentes con la luz de las ventanas, provocando un efecto de terciopelo cuando la mirabas con detenimiento. Sus dos embarazos habían dejado cicatrices en su abdomen por las cesáreas y estrías. Las arrugas alrededor de sus ojos cuando se reía, eran muestras de encanto y de vida. Todo era un adorno a su femineidad.
Era absolutamente bella. Como todas las mujeres.
Karely iba a veces para acompañarme, no decía ni una palabra. Se quedaba quieta en un rincón, mirando con fijeza a María. Nunca vi sus bocetos, solo su mano que se movía con lentitud como si con ello, acariciara a la modelo a la distancia.
Benedict se integró a la clase la segunda semana que Erik estaba en Canadá. No tenía nada de talento para dibujar, pero me di cuenta que lo intentó con todas sus ganas. Había comprado sus materiales en Art & Material, el lugar más caro de Chicago para adquirirlos. «Sin embargo, por lo visto, no iban con talento incluido», bromeó Ben, cuando al terminar la clase nos tomamos un café en la terraza del lugar. «Bueno… si necesitas talento, entonces te hace falta imaginación. Además llega, siempre, solo que tiene que hallarte trabajando».
Mientras estaba con él, llegó la vecina ultrareligiosaderechista del edificio, a insultar a María por mostrar su cuerpo. De alguna forma alguien le avisó de las clases y vio el pretexto perfecto para dejar suelta sobre ella toda su maldad religiosa. María salió a fumar con nosotros, la vecina la señaló gritando que era una pecadora, que no se merecía vivir en ese país libre, que insultaba a Dios nuestro señor con sus actividades lujuriosas que incitaban al pecado y a la carne. A mí, ya me había hecho dos o tres veces una escena así en los elevadores cuando se enteró qué clase de pinturas dibujaba, y la aguantaba porque a Erik le daba mucha vergüenza que me peleara con vecinos.
La señora iba dos o tres veces al día a misa, con su ropa victoriana hasta el cuello hiciera frío o calor, zapatos bajos, chongos y sin maquillaje. Vivía con sus dos hijos y su esposo, que no saludaba a nadie; tenía prohibido a sus hijos mirarme y ni pensar en decir «buenos días» si nos topábamos en el elevador. Ambos eran gemelos y tenían cerca de cuarenta años. Me comenzó a odiar el día que intentó evangelizarme en el pasillo mientras yo iba corriendo porque tenía prisa y le dije que gracias, pero no, que Dios no creía en mí y yo no tenía que creer en él. A partir de esa tarde me hizo la vida imposible. Si me la topaba en la avenida, me cerraba el paso reclamándome por qué tanto ruido en mi departamento, gritando que tuviera consideración por los demás, se me acercaba invadiendo mi espacio susurrando: «eres una puerca pecadora», con sus dos bebés mirando hacia el piso para no verme a los ojos, no fuera a serla de malas que los contagiara de lujuria.
Todo eso regresó a mí en un flashback cuando la vi gritándonos por nuestra indecencia en Art Café. Decía que María y su marido Carlo debían regresar a su país porque contaminaban Chicago con su presencia, que las clases de arte eran cosa del diablo, que nos iba a acusar a las autoridades por actividades ilícitas y prostitución en una colonia decente. Todo aquello con una voz calmada, en murmullos, tétrica, acercándose a cada uno de nosotros. María se refugió en la cocina, tímida. Era por completo otra mujer a la que veíamos en las clases de pintura: cohibida, regañada, abrumada. Con una mirada que dolía se escondió, perdiendo la fortaleza, como si recién hubiera salido de una guerra. ¿Qué le habría pasado en la vida para huir así? Lo único que se me ocurrió pensar es que tenía sufrimientos internos y muchos secretos. Porque no te escondes por instinto, eso se aprende con el paso del tiempo. Quizá su marido no era tan pacífico.
Sentí pena por ella, coraje por mí y La Victoriana —nunca supe cómo se llamaba, era el mejor apodo para ella—, quien continuaba diciendo a los alumnos que se irían al infierno con todo y sus cochinas pinturas, pero que, quizá, aún tenían salvación si hacían penitencia. Uno de sus hijos me miró y de inmediato ella lo vio como si la inquisición estuviera de vuelta y le fuera a dar de latigazos volviendo a su casa. No podía imaginar la situación en su departamento, con su esposo que siempre estaba de viaje, con sus hijos masturbándose con pornografía por internet —si es que tenían— y después castigándose por eso. Por fuera, siempre olía a incienso y el aroma natural de ella era a iglesia abandonada, con humedad y moho.
Me señaló con sus ojos enormes, verdes y pelones: «Los incitas al pecado, eres una cerda maldita.» Me dio mucha risa. Comencé a carcajearme como poseída, contagiando a Benedict, a Carlo y a los alumnos. La Victoriana no sabía qué hacer. Subió un poco la voz, seguro no gritaría porque eso era muy indecente para ella. No fuera a ser que se le alborotaran las hormonas. No podía imaginar cuánto tiempo llevaba sin tener sexo. Quizá solo lo hizo para tener hijos y listo, asunto clausurado. Se sentía virgen de nuevo, solo le faltaban las lágrimas coaguladas y mirada piadosa al cielo que la recibiría con los brazos abiertos, a ella, a su hija predilecta. Recordé a mi abuelita que solía decir: «La religión debes llevarla aquí —en el corazón—, no en las rodillas».
—Sí, lo soy. Soy una puta pecadora. —Me acerqué a ella hasta casi besarla—. El sexo es riquísimo, debería probarlo de vez en cuando. La voy a invitar a nuestras orgías a ver si así se le quita lo frígida.
Sus ojos saltaron más de lo normal, algo iba a decir, Benedict la interrumpió:
—No creo que Dios esté muy contento con su comportamiento. —Miró con cierta concupiscencia a La Victoriana… todos lo notamos—. ¿Ha besado a alguna mujer? ¿Ha sentido su piel? —Ben hablaba calmado, con una sensualidad increíble. Hasta yo me excité, dudaba que ella no lo hiciera. Se retorcía las manos sobre la cruz que pendía de su cuello, intentando no verlo, casi llorando. Sus dos hijos no sabían qué hacer, se miraban el uno al otro, nerviosos—. Es muy suave. —Benedict le acarició la mejilla con un dedo—. Cálida e intrigante. No debería perderse la experiencia por ninguna religión. Debería ser pecado no hacerlo. Cuando quiera le doy una demostración. Gratis. Soy experto. —Bueno, en ese punto, nadie lo dudaba. Todos se habían quedado en silencio. La Victoriana, babeando, se dio la vuelta y se fue susurrando alguna oración. Pendeja.
Después de cinco tequilas, pasé la noche con Benedict. No hicimos el amor, solo nos sentamos a ver el crepúsculo desde el lago, platicando cosas sin sentido.
Erik decidió aceptar otro proyecto en Canadá por lo que regresó dos días y se volvió a ir por tres meses. Dos días que la pasó con Daren y la pequeña asistente Cloe, firmando contratos, en entrevistas, cenas, etc. No tuve tiempo para contarle lo de La Victoriana, sobre las clases que estaba dando o la próxima exposición. Todo comenzaba en él y terminaba en él. Me tocó acompañarlo a una entrevista en televisión para que los fans vieran el matrimonio perfecto que teníamos, de ensueño, y después en el auto de Daren, donde este me desdeñó todo el camino para solo hablar con Erik y de las comisiones por ser su agente. Rodeada de la gente que, literalmente, lo adoraba, me sentí más sola que nunca. Quería bajarme del auto, recorrer las vías, pintar. Sin embargo estaba ahí para adornar la fama de Erik, como collar desechable del que solo se acordaba cuando me necesitaba.
Saori estuvo con él en una entrevista, promocionando su película. Los miré detrás de cámaras, junto al apuntador que platicaba son su asistente sobre la tensión sexual que se sentía entre ellos.
—Mira, parece que él va a explotar por tenerla junto a él.
—Están cabrones. Yo que ellos me lanzaba al camerino a coger y volvía. Ese sudor no es por las luces precisamente, si sabes lo que digo.
Los interrumpí:
—Soy su esposa, idiotas. —Me di la vuelta y salí, me estaba asfixiando en el foro.
Encendí un cigarro y llamé a Benedict para que fuéramos a tomar una cerveza por la noche que Erik ya estaría de vuelta en Canadá. De pronto necesité las estaciones del año que se intercambiaban en sus ojos. Eran un verde de verano y a veces gris como las nubes que azotaban Chicago en diciembre. Tenía todos los días en sus pupilas.
Esa noche no pude resistir más a su nieve.