Читать книгу Tu cadáver en la nieve - Sandra Becerril - Страница 9
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La morgue de Wind City es muy diferente a la de la Ciudad de México. Alguna vez fui a reconocer a mi padre, quien yacía en medio de otros dos cadáveres cubiertos apenas por una manta amarillenta en medio del olor a muerte que resbalaba de las paredes de mosaico azul. Había muerto joven, a sus cuarenta, en un accidente de tráfico, estrellado en un poste. Era él, no había duda, pero no era él: era solo un muerto más, una estadística para los policías, una investigación cerrada para no tener más trabajo que hacer por parte de los huevones de los ministerios públicos. Fue un número más, un accidente en Eje 8 y Río Churubusco. Los del seguro se hicieron pendejos y como había sido clasificado como «accidente por efectos del alcohol», aunque mi padre no tomara una gota, no pagaron nada, ni siquiera el sepelio, del que mi madre se hizo cargo.
Cuando me pidieron ir a reconocer a mi padre, estaba estudiando en La Esmeralda, pintando a una modelo desnuda que posaba para nosotros. El ambiente era muy relajado. Así como yo solo fumaba tabaco —y a escondidas—, algunos compañeros fumaban mariguana a lo imbécil. Lo mismo me pasó cuando estudié en la Escuela de Escritores de sogem, solo que ahí lo hacían en clase, enfrente de algunos profesores que eran ya tan ancianos que apenas sí podían dar cátedra. No creo que se dieran cuenta de lo que sucedía en realidad. Los primeros meses creí que La Esmeralda sería diferente a la competencia de egos que encontré en narrativa, y, en efecto, había disimilitudes obvias: en la de escritores se encargaban de destruir a los que de verdad escribían —entre clases, por supuesto—, y en arte, la pasan hablando de lo que vieron anoche en las telenovelas. Claro, había compañeros que tenían corrientes artísticas pesadas y definidas, mas a la mayoría la única corriente que les gustaba era la mota. Se burlaban de mí porque yo no fumaba con ellos —ni con los de literatura— e incluso me preguntaban por qué era tan mamona. Sin embargo, en esos días el aroma me daba mucho asco. Algunos otros eran muy pose, iban solo por el título. Y, como siempre, la excepción de que pintaban muy cabrón hiperrealismo, mucho mejor que las fotografías premiadas en la Bienal de fotografía. No obstante, sin diálogo. Como en la Bienal. Eran una cámara fotográfica, sin peso emocional. Sentir, ver, dejarse ir con intensidad. Era extraño, todos eran muy abiertos, podía meterme incluso a salones de otras materias, los maestros no tenían problemas con eso. En fin, que estaba en clase, pintando con gusto escorzos de luz en figuras humanas. El tipo de atrás, que se sentía tocado por la mano de Picasso, murmuró que eso era porno. Se las daba de Jackson Pollock, pero era un simple chimpancé, con los ojos rojísimos, que siempre se quejaba de que no por ser artista quería decir que fumara mariguana.
En esa clase, entró alguien a buscarme. No recuerdo quien. Mas mi memoria no olvida su dedo que me señaló desde la puerta. Salí y me dijo así, sin más: tu papá tuvo un accidente y necesitan que vayas a reconocer su cadáver en la morgue.
Huevos. Sin saber bien qué hacer volví a entrar al salón, tomé mis cosas y salí. Detrás iba Ximena, la amiga del momento. Le dije lo que acababa de escuchar, me abrazó y me dejó ir.
Días después me enteré que ella había esparcido el chisme de que era mitómana: mi papá no podía haber muerto así, de seguro me pirateaba las pinturas de algún lado y eso de que me habían contratado en una galería tan joven, debía ser mentira. Todos le creyeron y tuvo sus cinco minutos de fama. Cuando resultó que todo —y más— era cierto, nadie me defendió. Siguieron con un chisme mejor y a la chingada. Nunca volví a verlos o saber de ellos. Su «arte» quedó sepultado entre sus egos.
Tomé un taxi en la calle, le indiqué la dirección y miré en silencio todo el camino hacia el ministerio. Mi papá había muerto. No volvería a admirar sus ojos de mar, de tormenta, los más azules que había visto en mi corta vida. No volvería a abrazarme ni a decirme «mi chiquita». Me sentía pequeña ante el mundo, quería tragármelo de un bocado, pero mi boca no era suficientemente grande aún, o el mundo no me lo permitía. No sabía por dónde carajos empezar. Mis pinturas eran superficiales y mi ego ya se creía Remedios Varo. El taxista me miraba de reojo, hablaba haciéndose el gracioso: «Oye, y en esa escuela, ¿hay buenos maestros? ¿Quieres ser artista? Uy, esos se mueren de hambre. Ya nadie les compra sus cosas y se creen mucho. ¿Tú te crees mucho? Apuesto a que sí». Mi papá había muerto. Esa mañana en que le coqueteaba a mi compañero en clase. ¿Cómo iba yo a saber que no volvería a verlo? En la casa ignoré su «buenos días» porque estaba molesta que la noche anterior no me había dado permiso para ir a una reunión con mis compañeros que él consideraba «vagos drogadictos». Le había gritado, le había insultado. No me había despedido de él. Ya jamás podría hacerlo. Carajo, ya jamás. «¿Y tienes novio? ¿Por qué esa carita triste? Si estás muy bonita para estar tan seria». Se había ido. La llamada para avisar de su accidente la había hecho su socio en la empresa que tenían de autopartes. No querían llamarle a mi mamá ya que en esas fechas estaba muy enferma. Como hija única solo quedaba yo, era la última opción para ir a reconocerlo. Me mentalizaba que quizá era un error que se aclararía al llegar. Esas cosas, los accidentes, siempre les pasan a otros, no a uno. Siempre los vemos en las noticias, en el Alarma, por amigos. No a nosotros. Eso no es justo. La vida no debía ser así. Los padres envejecen y mueren ya cuando tienen nietos, cuando han disfrutado más la vida. No de esa forma: un tipo se había pasado un semáforo en sentido contrario. Mi padre dio un volantazo que lo había estrellado en el poste. Los testigos dijeron que fue en tres segundos. El otro había intentado huir, su auto impactó también contra el de mi padre. En realidad lo que lo mató fue eso y no el poste. Dejó su auto abandonado y se fue. Estaba el auto, las placas, la tarjeta de circulación, la dirección, las huellas. Todo para atraparlo. Pero la policía de México, bueno, ¿cómo decirlo? Son unos huevones pendejos. Sin ofender a los que no lo son. Quisiera decir que en ese proceso encontré alguno interesado por el proceso de mi padre. Mas no, ninguno. Y los abogados que el seguro mandó no estaban mínimamente interesados en encontrar al culpable tanto como en no pagarle a mi madre. Me sentía impotente y pequeña, de nuevo. Gritaba a los ministerios que cada día me veían llegar con rostro de «aquí está de nuevo esta chiflada», mientras comían sus tortas de tamal en las mañanas. Le lloraba a los abogados, intenté incluso con medios de comunicación, mi padre no era famoso, no como Erik, no tenía atención de nadie. Había muerto solo y no se haría justicia. Nunca.
Por mis propios medios intenté localizar al dueño del auto, por la placa. Pero de forma misteriosa, desapareció del corralón. Se esfumó como se esfumaron sus $1 000 que les dio a los policías que lo cuidaban. Eso valió la muerte de mi papá. Mil pesos. Qué basura. Y quizá otro tanto que les dieron a los del ministerio. El país del soborno, de la gente que se queja desde un Starbucks, Change.org y twitter. No habría revolución a la cual me habría unido. Lo intenté, marché de blanco por la paz, grité al presidente frente al palacio de gobierno, acampé por un México mejor, donaba lo que podía, intenté tanto por mi país. Que al fin de cuentas abandoné a su suerte, a la suerte que toda esa gente había decidido. Y caí en Chicago, como nevada.
Mi padre y su rostro eran una mole de carne irreconocible. No pude decir que era él, aunque en el fondo, sabía que era él. No sé cómo, era él. Mi papi. Mi amor. Velado en una capilla del imss cuando se dignaron a entregarnos el cuerpo que retuvieron por dos días. Mi papá, que después me enteré, estuvo vivo por algunas horas, sentado en una puta silla desvalijada en el ministerio público para rendir su declaración, sin dientes, sin poder hablar, con los ministerios presionándolo. Malditos, hijos de puta. Todo el coraje de mis antepasados desgarrado en estas letras, en el fondo de mis abuelos, en el panteón donde reposan todos ellos.
Mi madre en una esquina del velatorio, ida, mirando el ataúd de segunda mano que logramos conseguir. Mis tíos platicando del partido de fútbol del América contra Chivas. Algunos amigos y primos sentados en silencio o dormidos. Yo, intentando arreglar papeles de mi papá, el pago del velorio, las flores, el panteón. Demasiado para mí. No comprendía qué estaba sucediendo, era todo un sueño, movimientos en silencio, como si estuviese adentro de una gelatina, moviéndome con lentitud. El olor del crematorio, el sonido inconfundible del cuerpo quemándose, desapareciendo en cenizas. ¿Dónde quedarían sus sueños? ¿Sus recuerdos? Hasta ese momento pensé que debía haberle preguntado más qué esperaba de la vida, qué soñaba cada noche, qué esperaba de mí, qué sueños se le habían escurrido en los días cuando me tuvo tan joven con mi madre.
Un sacerdote que iba de velatorio en velatorio, llegó al nuestro a rezar el Rosario. Nunca fui muy católica, aunque estuve en escuelas con padres y monjas, no sentía el llamado de un Dios que nos miraba con amor. Es solo que no lo percibía como otros, no quise rezar. Me levanté y salí mientras terminaban. El sacerdote me alcanzó, pidiéndome su «cooperación» por habernos ayudado a que el alma de mi padre pecador entrara a su cielo. Lo miré primero en silencio y después sonriendo un poco: «¿No se da cuenta de que en estos momentos no tenemos ni para completar la cena?», le dije. Me vio con fijeza: «Puede ser otro tipo de pago, no solo el dinero es aceptado para el alma de aquellos que profesan la fe». Otro pago. Me tomó con ligereza de la mano. Las peores personas que he conocido en mi vida son justamente las que tienen Cristo en su escritorio y crucifijos en su pecho. «Claro», respondí alzando la voz. «Cojamos aquí mismo si quiere, sobre el ataúd de mi padre, maldito puerto asqueroso». El sacerdote huyó del lugar cruzándose en la puerta con Erik, un amigo que apenas conocía que llegó a darme el pésame. Nadie me había dado el pésame antes, ¿cómo reaccionar cuando te dicen «lo siento?». No lo sabía. Así que lo abracé. Y ya no lo solté hasta su muerte.
Por esos días también fue cuando apareció Karely, esa amiga alegre, sin preocupaciones, escritora de textos eróticos para revistas de bajo presupuesto, con chistes crudos sobre la muerte, Dios y la religión que tan bien me caían en esos momentos. Quizá su hubiese existido Facebook, más gente se habría enterado del deceso de mi padre. La sala estaba medio vacía. Y poco a poco, solo quedamos mi madre y yo.
La vez de Erik fue muy diferente.
La Oficina del Médico Forense del Condado de Cook acababa de lanzar una sección en su página web que incluía una nueva manera de que las familias pudieran encontrar a sus seres queridos desaparecidos. En el sitio había un listado de cuerpos no identificados, así como los detalles de cada persona, como el color de pelo, ropa y tatuajes. En algunos casos, incluso se publicaban las fotos de los fallecidos. Las imágenes estaban precedidas por una advertencia que informaba de su «naturaleza potencialmente gráfica». Demasiado para mi alma de nieve, derretida después de hablar con Karely y de que ella me llevó directamente a la Office del Medical Examiner County.
La prensa aguardaba afuera, como una fiesta. Era un gran cóctel para ellos, esta clase de chismes: actor asesinado, esposa sospechosa, cientos de teorías: Erik justo acababa de filmar su nueva película que saldría un mes después. Gran publicidad para su agente, director y tema donde además él era un investigador al que acechaba un asesino serial. La muerte podría estar relacionada con el tema, ¿por qué no? Ahora todos los periodistas eran investigadores también, así como Facebook era un semillero de filósofos y escritores frustrados.
El año pasado se había encontrado que la Morgue de Wind City estaba operando bajo dos docenas de peligrosas violaciones. En enero se hicieron públicas fotografías de cientos de cadáveres apilados en neveras e incluso en los pasillos de la morgue. En medio del escándalo, las familias dijeron que habían sido incapaces de localizar los restos de sus seres queridos, solo para después enterarse de que habían estado en el depósito de cadáveres durante semanas. En abril del año pasado, trece adultos y ciento veinte niños y fetos fueron enterrados en el Cementerio Católico Monte de los Olivos, en el sur de Chicago.
Ya me veía ahí, intentando entre los montones de cadáveres azules y resbalosos, encontrar a mi esposo. A mi Erik. Al cual había abandonado unos días antes.
Benedict se había ofrecido a llevarme, no acepté. ¿Qué clase de esposa sería si llevara al amante a reconocer el cadáver? Quizá una peor de lo que ya era.
Todo se sumaba a los escándalos que rodeaban por esos días al tanatorio: los trabajadores del turno nocturno de la morgue fueron sorprendidos durmiendo y viendo una película de Bruce Lee, en horas de trabajo. Y no fueron incidentes aislados. Había violaciones a los cadáveres, fotografías de otros artistas desnudos que ya circulaban por la red. Faltaban partes de algunos cuerpos que habían sido vendidos a escuelas de Medicina. Yo creía que la morgue de Tlalpan en México era una porquería, hasta que vi la morgue en Chicago. En literas y enormes refrigeradores, había decenas de cadáveres apilados, envueltos en bolsas azules y blancas. El olor era insoportable. No pude entrar dos veces seguidas. Vomité en la puerta. No. Erik no podía estar ahí. ¿Cómo era posible? Karely me tomó la mano.
—No tienes que hacer esto. Deja que alguien más se encargue.
—No. No. Tengo que hacerlo. —Recordaba a mi padre—. Tengo que limpiarme de esta culpa. Es mi culpa.
—Quizá no deberías decir eso en voz alta.
—Es mi culpa —le susurré—. Estaba cogiendo con Benedict cuando lo encontraron… y lo dejé, lo abandoné, es mi culpa. Y esto… no está pasando. No es real. No es real.
Karely encendió un cigarro que compartimos afuera del depósito de cadáveres, donde los oficiales con amabilidad alejaban a la prensa cual buitres de nosotras. No me había cambiado. Usaba los mismos pantalones empapados del semen de Benedict.
—¿Lista? —me preguntó un oficial de dos metros, muy blanco, justo como los restos que esperaban adentro a no ser olvidados.
Asentí.
Apagué el cigarro pensando que sería un error, que Erik se estaba vengando de mí y al entrar no lo encontraría.
Metí las manos en mis pantalones para que nadie percibiera el temblor de mis manos. Apreté la quijada. Tomé una respiración larga y profunda.
Adentro lo primero que se veía eran cuerpos apilados, envueltos en plásticos azules contra una pared de un almacén refrigerado. Si existía un significado para «sacrilegio», era ese. Todas las bandejas individuales de almacenamiento de cuerpos, unas trescientas, estaban ocupadas, algunas con más de un cuerpo; unos cuatrocientos adultos y cien niños estaban almacenados en un refrigerador diseñado para menos de trescientos cuerpos.
En el piso del almacén refrigerado había acumulación de sangre y otros fluidos corporales. Amarillentos, escurridos, embarrados. El único cuerpo en un espacio individual, estaba cubierto por un plástico negro, con un cierre al frente. Me guiaron hacia él. Una de las lámparas palpitó. Intenté tragar saliva, no pude hacerlo.
Antes de entrar a la morgue habían pedido mis papeles de identificación, mi declaración —donde dije que, en efecto, estaba con Benedict, arreglando el teatro para la próxima inauguración—, y señas particulares de Erik.
En ese momento frente al cadáver, no recordaba ninguna seña. Solo me venía a la mente su forma especial de cocinar omelette de tres quesos para mí. O cuando nos bañábamos juntos, solo por ahorrar agua en aquellos momentos de desesperación en México. O quizá lo divertido que era ver películas de terror enfundados en dos pijamas y chamarras al llegar a Chicago. Sentí un mal afilado en el vientre. Quería salir corriendo de allí. No me dieron tiempo de hacerlo. Bajaron el zíper hasta mostrar el rostro de Erik amoratado. Había algo punzante en su tez que se clavaba en el corazón, hasta el fondo si es que este existía.
Salí. La nevada era tan albina que me aguijoneó los ojos. Karely me tomó la mano. Los paparazis se aventaron contra mí. Los rostros eran meras sombras, un penetrante dolor de cabeza me invadía desde la frente hasta la nuca. Me puse a llorar perturbada frente a ellos y grité: «Es él. Es Erik. Dios mío. Es él». Luego no supe más.
La nieve, seguía cayendo.