Читать книгу Tu cadáver en la nieve - Sandra Becerril - Страница 11
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Los gemelos de La Victoriana la encontraron muerta en su departamento los días que Erik estuvo en Canadá. Ahorcada, con sus medias negras y el rosario en sus frígidas manos, de la viga de su habitación, frente a un busto de Cristo que la observó morir con sus pupilas de vidrio, anonadado y sin poder hacer nada más que quedarse ahí, viendo el cadáver moverse con el viento de Chicago, cual péndulo.
No reportaron la muerte de su mamá porque no sabían qué hacer con ella: el suicidio es pecado mortal y su adorada progenitora estaría tomando té con el demonio en esos momentos. Sin posibilidad de redención. ¿Dónde estaba toda su educación religiosa? Todo se contraponía para ellos, como cuando a los niños les dices: No mientas mientras ven cómo robas. Confundidos y apenados, los gemelos abrieron el colchón individual donde su madre solía dormir (no lo compartía con su esposo, qué asco), y la guardaron ahí. Su padre llegó, le inventaron que su mamá había ido a un retiro espiritual, él no se percató del olor por su rinitis aguda e incluso llegó a dormir sobre ella (el colchón era más suave que el de él) durante tres días, luego volvío a irse de viaje.
Los que sí notamos el olor fuimos los vecinos. Karely tocó agitada la puerta de mi departamento:
—¡Maya! Ya sé por qué es el olor asqueroso. No son las coladeras o la tubería… Es un muerto… El departamento de abajo.
Fuimos corriendo a ver. Había policías bloqueando la entrada, vecinos curiosos tomando café en pijama, arremolinados en el ascensor y las escaleras. Los gemelos salieron esposados del departamento, llorando. Fue la primera vez que ambos me miraron tan fijo, que tuve pesadillas por semanas. Dicen que ambos violaron el cadáver antes de colocarlo en el colchón. Minutos después, los forenses salieron con una camilla donde llevaban el cadáver cubierto por una bolsa. El olor provocó el vómito de un par de chismosos. La bolsa se rompió cuando intentaron pasar por la puerta, rasgándola con la chapa. El cadáver se salió. Tenía la mano petrificada hacia Karely y hacia mí, señalándonos hasta el último jodido momento. Los forenses y policías se apresuraron a recogerla y a llevársela. La teoría general era que se había suicidado porque su marido la había dejado, engañado o cogido muy poco. Karely y yo coincidíamos en esta última.
Me percaté que no sentía nada por la muerte de La Victoriana. Ni pesar, tristeza o curiosidad. No me importaba en lo más mínimo. Por mí, que se fuera al infierno —que en mi muy humilde opinión, sería mucho más divertido que el paraíso—, aunque me la encontrara ahí más tarde.
Lo único que sentí, si acaso, fue un miedo terrible porque hubiera muerto justo debajo de mí, donde estaba su habitación, estaba la mía y justo donde se encontraba su cama, dormía yo también.
La primera noche que supe que estaba muerta —no cuando murió, sino cuando la sacaron de su departamento— escuché a La Victoriana andar con sus pantuflas por su casa, arrastrándolas, rezando, murmurando ayuda a Dios.
Llamé a Erik de larga distancia para contarle lo que había pasado y pidiéndole que me llevara con él porque no soportaba estar ahí sola. Su respuesta fue corta y secante. Se burló un poco de mi por creer en fantasmas, preguntó si me estaba tomando las medicinas para la depresión y me dijo que podía alcanzarlo pero que ya pronto volvería, no tenía caso, no lo vería seguido, Montreal era aburridísimo, no había nada que hacer una vez que lo habías visto todo, bla, bla, bla.
La única opción que tuve fue salir de mi casa, huir. A un hotel con Benedict.
El fantasma de La Victoriana ya no me perseguía, pero sí lo hacía Erik con los póster de sus películas por todos lados —vallas, espectaculares, playeras—, sus comerciales en la televisión y su imagen en las revistas. Lo veía más seguido que cuando estaba en Chicago conmigo.
Benedict y yo decidimos desconectar la televisión y no salir de la habitación. No había razón para hacerlo, ahí estaba todo lo que me importaba en esos momentos.
Sin embargo, cuando hallaron el cadáver de Erik estuve encerrada varios días en nuestra casa pensando ¿qué hacía Erik en el lago en la noche? Igual hubiese muerto congelado. Él odiaba el frío. No salía de casa si no era del calor del auto al set. Nunca le gustó el lago en invierno. Decía que el viento le cortaba la piel, que el gris era el peor color de todos y lo deprimía. El contestador recibía las llamadas por mí. Afuera, había todo un campamento de periodistas de espectáculos que poco a poco se daban por vencidos o encontraban un chisme mejor. La muerte del actor mexicano se diluía con los copos y las tormentas ante mejores rumores. Dejaba apagado el aire acondicionado para sentir el frío en mis huesos, para comprobar que seguía viva. Me entretenía ver mis exhalaciones, la niebla que salía de mi boca, imaginar que toda me volvía aire.
Y, contrario a cuando murió La Victoriana, solo quería ver a Erik. En sus póster, en fotografías, en comerciales y, por supuesto, en sus películas. Las reproducía una y otra vez, hallando gestos en él de los que no me había percatado antes. Extrañaba sus hoyuelos en las mejillas, su barba rasposa y su nariz un poco chueca hacia el lado izquierdo, casi imperceptible. Me di cuenta a la décima vez de ver la misma escena en donde él reía frente a la cámara. Después estaban las escenas de sexo. Ya no me importaba Saori o las otras, solo él y su cuerpo. Después de todo, no se veía tan mal en pantalla. Mis manos temblaban por acariciarlo y seguido me masturbaba viéndolo hacer el amor con otras. Moría de melancolía. Tenía que averiguar quién lo había asesinado.
La muerte es tan triste para los que quedamos. Y mi tristeza consistía en ir perdiendo la costumbre —o ganas— de vivir. Cada instante, era un paso más hacia ella, a la nada. La vida, me había robado para siempre a Erik, y la muerte terminó por rematarlo. ¿Quién era él en realidad? Ya no podría conocerlo más, pedirle perdón o perdonarlo nunca. Por fin, me había abandonado. Lo único que me quedaba en esos momentos era redescubrirlo a través de sus actuaciones y de sus sueños. Era lo más aterrador que me había sucedido. No sentía su presencia en el departamento, no escuchaba sus pasos o su olor en la habitación. Era como si jamás hubiese existido. No me di a la tarea de conocer sus sueños antes de que partiera. No supe cuáles eran sus pesadillas, sus fantasías, sus remordimientos. El asesino no se llevó solo su alma, sino también su primer recuerdo y el último, sus pensamientos, sus dolores, todo lo que no conocemos de los demás. Somos 97% de memorias que suceden a diario y nadie más conoce. ¿A dónde van nuestros temores, nuestro días? Al olvido. A la oscuridad.
Mi llanto no servía de nada más que para empaparme el corazón de remordimientos inútiles. Tanto esfuerzo por perpetrar mis faltas para que se me escurrieran los pecados en torturas idiotas.
Me la pasé fumando mota y hablando con el fantasma de Erik. Preguntándole por qué había ido al lago esa noche y con quién. Qué había sido de sus últimos días en que no lo había visto, sus últimas horas. En la ducha, le pedía que me tallara la espalda. No comía si no era lo que a él le gustaba preparar. No dormía más que de mi lado, el izquierdo, con una cama llena de almohadas que simulaban su cuerpo enorme junto al mío. Por supuesto, solo veía las series y películas que hallé, él había dejado a medias en su perfil de Netflix. En pijama, maloliente, el cabello enredado, pálida para hacerle compañía en su urna que me vigilaba desde la sala donde lo dejé aguardando.
Los sonidos me alteraban. Si algún vecino pasaba corriendo por el pasillo, creía que era el asesino que venía por mí. Un día un pájaro se estrelló en una de las ventanas y no logré dormir toda la noche por el golpe que escuché y la forma en que me hizo brincar. Los policías me enviaron a alguien de confianza para que cambiaran las chapas —ya que las llaves de Erik no aparecían por ningún lado— y de paso, le pagué para que pusiera dos más, de seguridad, una alarma y un portero eléctrico.
Benedict llamaba mucho por esos días. Me enviaba fotos sonriendo, con letreros sostenidos diciendo «te extraño», «abre la puerta», «soy tuyo»… Por las noches estaba trabajando en el California Clipper, un local de estilo años 40 donde tienen lugar actuaciones de country alternativo y a veces actuaba como dj de soulgospel. Cuando se aburriera, seguro abandonaría el lugar y vagaría por otro lado, pero, decía, siempre a mis brazos. Mensaje tras mensaje, hasta que logró que lo echara de menos más que a mí misma mirándome en el espejo, demacrada y sola.
Por si acaso, guardaba sus fotografías en lo más profundo de la memoria de mi celular, nada más. Porque además sabía que correría a él en cuanto mi viudez me lo permitiera. Era una situación que no negaba cuando platicaba con Karely, la única que dejaba que entrara a la casa además de las decenas de policías que desfilaban curioseando en la vida íntima que intenté construir con Erik. Karely comía un Lindor cubierto de chocolate de leche y relleno sabor a coco. Su mirada lujuriosa, clavada en uno de los policías que entraban y salían, no pasó desapercibida para él o sus superiores, que más tarde enviaron a puro gordo.
—Deberías responder a Benedict. Pobre hombre. Te extraña y lo necesitas, ¿qué más da? Erik ya no está y hace mucho frío por estos días en la ciudad.
—No puedo. Erik se me atraganta en la garganta, ¿sabes? Nunca lo había extrañado. Hasta que lo asesinaron. Necesito saber qué le pasó, quién lo mató, dónde estuvo antes. No es curiosidad o morbo. Es que no puedo seguir viviendo sin saberlo. Me muero de miedo. Qué tal si el asesino anda por ahí suelto. No tienen ninguna puta pista de lo que pasó.
—Y yo que creí que estos gringos eran como en csi.
—Pues al parecer, esa serie sí es ciencia ficción pura. No hallaron huellas, el arma, pistas. ¡No hay nada! Y ya me cansé de que me estén preguntando todo cien veces. No tengo idea de quien pudo… ya sabes… —Se me quebró la voz. Karely me abrazó—. ¿Quién pudo haberlo lastimado? Y pienso en sus ojos… Ya sabes… Sus ojos… que no volveré a ver. Qué jodido darme cuenta de lo mucho que lo amaba hasta que…
—Lo sé, nena. Desahógate. Estoy aquí para ti. —Me dio un beso en la frente—. No tengas pena. —Uno de los oficiales me vio con insistencia antes de salir de la casa—. Es horrible lo que pasó. Solo quería animarte un poco. Y creo que Benedict también. Pienso que está enamoradísimo de ti. —Se metió otro Lindor a la boca—. Pero si no quieres verlo, lo entiendo. Tú, muy bien. No te presiones.
No me presionaba. Pero quería morir. Mi auto afuera estancado en la nieve estaba ya tan lleno de tickets que lo recogió el departamento de tránsito, comía solo pizzas a domicilio, las recibía envuelta en la bata de Erik y las tragaba a montones. En cuanto al agua, estaba olvidada por mi sistema digestivo en el que solo se vertía todo el vino que Erik y yo habíamos comprado. Y cigarros. Muchos. Cajetillas. A veces, cuando se me acababa la mota o las pastillas que amablemente me había surtido mi diller —no tenía idea de qué eran, me relajaban hasta quedar por completo dormida y no soñar —mucho mejores que las de depresión— le llamaba a Benedict, quien me las dejaba en el buzón. No quería verlo en este estado. Lo deseaba, todo mi cuerpo se erizaba al pensar que estaría cerca, al recordar el sabor de su sexo, al tocarme por las noches, en mi cama. Sin embargo, no tenía el valor de salir del hoyo, ahí estaba muy cómoda.
Mis sitios sociales o los de Erik, estaban llenos de mensajes de gente que no conocía, dándome el pésame. Se habían formado algunos grupos llamados «Erik Olivares. Descanse en paz», «Encuentren al asesino de Erik», «Mexicanos exigimos justicia para Erik», etc. Ese me dio particular escalofríos. Antes me hubiese causado gracia que muchos productores y gente del espectáculo en México fueran participantes de esos foros, porque eran los mismos que lo habían rechazado, criticado y destruido. En esos momentos me causaba más odio que nada. Los odiaba. A todos. Quizá a unos más que otros. A partir de ese momento, todos eran pendejos para mí hasta que demostraran lo contrario.
Recibía cientos de mensajes de amigos olvidados preguntando que cómo estaba, que, si les concedía una entrevista, ofreciendo dinero por una exclusiva, algunos anónimos insistiendo en que ellos sabían quién había matado a Erik —esos los pasaba a la policía, ninguno resultaba ser real—, incluso un director me ofreció muchos dólares por contarle la verdad sobre nuestro matrimonio para hacer un docuficción de la vida y muerte de Erik, tipo La Ley y el Orden. Hasta me ofrecieron actuar en él. No podía más con eso. Cerré mis cuentas para siempre de Facebook, twitter, Instagram y demás. Las de Erik seguían abiertas porque por más que traté, no sabía su contraseña. De vez en cuando me martirizaba entrando a su muro para leer los comentarios imbéciles de su público. Sobre todo del femenino y de sus compañeros actores. Esos eran los peores. Hasta en esos momentos querían tener la atención sobre ellos, así que eran innumerable los que se lamentaban en sus cuentas por la muerte de Erik o que exigían justicia, recordando los bellos momentos junto a él. Aunque hubiese sido de pasada, un «hola» y «adiós», o un choque de manos por casualidad. Resultaba que todos eran grandes amigos de Erik, todos sabían o inventaban anécdotas sobre él y su público les daba voz y voto en la muerte de mi marido. Todos salían ganando con un asesinato en Chicago.
Hasta entonces, aún no podía averiguar qué fue de él en sus últimos dos días. Antes de su muerte, estuvo filmando hasta el 29 de diciembre una película en el Cementerio Bachelor’s Grove. Lo recuerdo muy bien, fue antes de la pelea. Esa mañana la pasamos planeando dónde pasar el 31. Yo no quería hacer nada. En mi interior deseaba estar con Benedict y quizá tener chance de escaparme para verlo. Discutimos. Lo acompañé al set. Hacía un frío de la chingada. Me quedé en un café al lado, perdiendo el tiempo en la red. No quería separarme mucho del lugar, ni de Erik, porque con la producción, tenía la oportunidad de pasearme por el panteón e inspirarme hasta los huesos. Era un lugar encantador, literalmente. Un abandonado y pequeño cementerio en el área metropolitana, cerca de Midlothian y Oak Forest, en la Reserva Forestal de Rubio Woods. Era ideal para la película de zombis porque el cementerio solo tiene unas veinte lápidas, es el más conocido por sus historias de fantasmas.
Vi a Erik actuar a lo lejos, en su tráiler del que no quería salir. Era el único lugar, además del tráiler de producción, que tenía wifi y si te alejabas dos pasos, ya no tenías conexión. Chateaba con Benedict. Intentábamos tener sexo virtual a través de Skype, no funcionó, fue bochornoso y terminamos riéndonos. Amaba reír con él. La asistente de Erik, Cloe, entró y casi me descubre, solo para jalarme al interminable frío y contarme las leyendas. Quería que fuera con ella porque ya iban a dar el claquetazo final. No me atraía en absoluto escuchar el «It’s a wrap», no podía negarme. A Erik le gustaba que lo viera actuar, me pedía opinión si me había gustado o no y quería que fuera sincera, cuando lo era y no me había gustado se enojaba. Por eso ya solo le sonreía y le aplaudía, como todos los demás. Reconozco que esa vez lo hice en serio. Me di cuenta que, en su escena final, Erik lloraba de verdad. Me miraba fijo con las lágrimas como lluvia empapándolo. Dijo su diálogo, y agachó la cabeza. Me percaté de lo infeliz que era. Nunca me fije hasta ese día. Y la forma en que me vio, la decepción, el coraje.
Rodeado por sus compañeros y como no quise interrumpir, corrí al improvisado comedor por un café hirviendo. Cloe siguió brincando alrededor de mí. Me daba cierta gracia, con su cabello rojizo, pecas y enormes luceros cafés. Era becaria, trabajaba ahí sin que le pagaran, estoy segura que, si no hubiese sido así, ella hubiera ofrecido sus ahorros para estar cerca de Erik. Lo admiraba más que a nadie. Luego estaba su agente, que miraba a todos con superioridad. Ese bastardo de Daren que se llevaba el 20% del sueldo de Erik, que siempre le debía dinero. Veía a Erik como una caja de ahorro y préstamos sin fin. Según sabía, le debía cerca de cien mil dólares, y no tenía para cuando pagarlos. Erik se hacía de la vista gorda porque le conseguía muy buenas producciones y castings, me cagaba verlo con su gabardina y sombrero, estancado en la época gánster de Chicago, creyéndose Al Capone, nada más que este con un puro barato, sombrero prestado y ropa que Erik le había comprado.
Daren se acercó a nosotras a interrumpir el palabrerío de Cloe.
—Ay, es que fue tan emocionante ver a tu esposo actuar de esa forma, ¡cool! Se debería ganar un Oscar. Es fabuloso… Y ¡las leyendas del lugar! No hay comparación, se rifaron con esta locación. ¿Ya sabías que el cementerio tiene este nombre porque solo se enterraban hombres en él? Y que hay muchos fantasmas por aquí, ven a un caballo y a un anciano que desaparecen en el bosque o en ese estanque, allá —lo señaló— se ven coches fantasmas.
Caminamos hacia la entrada, donde estaban los tráiler. Daren prácticamente le quitó el café a Cloe y lo tiró al piso.
—Como se nota que eres latina. El hecho de tener diecisiete años, no te hace ser pendeja, ¿verdad? Ve y consíguele a la señora un café decente. —Cloe se fue casi llorando a conseguir el mentado café.
—Oye —le dije a Daren—, yo también soy latina. Y Erik. Cabrón. —Daren abrió los ojos más de normal, me barrió con la mirada y habló alzando la barba mal recortada.
—No me importa lo que pienses de mí. El que tiene talento es tu esposo. Estás aquí por él. Por mí, te deportaba. —Se dio la vuelta y se fue.
Me encantó ese camino sola hacia el tráiler. Cosa extraña, ojalá Erik hubiera podido despegarse de toda esa gente para tomar mi mano como cuando estábamos en México y caminar conmigo. Pero era uno de esos deseos que ya tenía poco y que además ya no se cumplían. Ya no caminábamos en ningún lugar porque lo reconocían, por los paparazi o porque simplemente ya no me tomaba de la mano. Como si tuviera una enfermedad o algo así. Me gustaba enredar mis dedos en los suyos y mis piernas en la cama cuando veíamos televisión, me soltaba y se ponía a jugar algo en su celular.
Entonces me di cuenta que su celular también faltaba. Lo busqué como demente por todos lados, volteé cobijas, tiré ropa al piso, libros, mochilas. Nada. Marqué varias veces a ver si lo escuchaba sonar por algún lado, vibrar o alguna señal de que estaba en casa. Sonó un par de veces hasta que me mandó a buzón y escuché la tranquilizadora y educada voz de mi esposo en mi oído: «Hola, déjame un mensaje o tu número y me comunico contigo. Gracias». Quedé en silencio, atontada, sentada en el mullido sillón donde solíamos hacer el amor cuando recién nos mudamos a Chicago. Me gustaba porque mis rodillas no se lastimaban cuando estaba sentada sobre él y podía acariciar su rosto, su barba, mirarlo y decirle —en ese tiempo— cuánto lo amaba. Él sonreía un poco, siempre fue tan serio. Con el teléfono inalámbrico en la mano marqué toda la tarde para escuchar su voz en el buzón: «Hola…», «déjame un mensaje», «Adiós». Adiós Erik. No podía con eso. Le dejé un mensaje de voz: «Amor. Si estás ahí dame una señal. Vuelve a mí. Por favor. Lo siento tanto…».
No podía pintar. Miraba mis cuadros en la pared como una exposición vacía, llena de dolor y de irrealidades: bocas abiertas en gemidos, ojos cosidos por sus amantes, niños despedazados junto a ventanas, demonios cogiendo con ángeles, manchas de plasma frente a dos bocas profanas y sensuales, lenguas enredadas en un beso eternamente terrorífico, con los rostros de los amantes asustados sin poderse separar. Me encantaba pintar miedos. Nunca creí que vivir en ellos sería infinitamente peor. El público los compraba en todas las exposiciones diciendo que eran únicos en su tipo y los colgaban detrás de sus escritorios, en sus salas, en sus habitaciones. Qué horror. Jamás debí pintarlos. Comencé a destruirlos uno a uno, usándolos como envolturas para comenzar a guardar las cosas de Erik que me atormentaban todo el puto tiempo: sus fotografías en los libreros, las armas que coleccionaba, sus muñecos de películas de acción, sus figuras de gatos, los pósters de sus películas. No soportaba ver sus cosas que sentí, me señalaban culpándome por la muerte de su dueño. Pero yo no era una asesina solo por pintar de muertes. ¿O sí?
Nunca había abierto sus cajones sin su permiso, lo hice una madrugada, estaba muy ebria, muy drogada, apenas sí podía sostenerme en pie y había vomitado por todo el departamento: en el baño, en la cama, en la sala. Deshecha, me senté en su buró y rompí un cajón que tenía bajo llave. Encontré una caja con recuerdos que no me decían nada de él, como si no lo hubiese conocido. Qué jodido es vivir con alguien tanto años y no tener ni puta idea de quién es. Saqué una rosa que al tocar, se deshizo; un par de fotografías amarillentas de sus padres, una entrada del cine para ver Scream, un sobre roto con una dirección en la Ciudad de México, solo con un apartado postal. Adentro, no había carta. También un cd muy rayado que intenté escuchar en la computadora pero no lo leyó. Algunas fotografías más, de él cuando era bebé. Pecoso, blanco, casi pelirrojo. Había cambiado al crecer. Si no hubiese estado vestido de azul en esas fotos, hubiera jurado que eran las fotografías de una niña.
Todo el día dormitaba, en el sillón, en la tina, en la cama llena de la ropa de Erik, con su olor, abrazada por él, inhalándolo para llenarme de él y no dejarlo ir. Era patético, lo sé, sin embargo, era lo único que tenía: su olor y recuerdos por todos lados. Incluso algunos que en días normales nunca había notado hasta esas noches en que él ya no volvería. Me había dejado. Estaba sola, al fin. Me había abandonado como él quería.
Seis noches después de que encontraron su cadáver, estaba en la cama, sin ropa —por la flojera de volverme a vestir— rodeada por sus cosas, mirando sin ver en la televisión The Midnight Meat Train, comencé a escuchar un dulce llanto de bebé recién nacido. Los niños que tienen solo unos días de haber visto el mundo, tienen un canto arrullador en sus gimoteos, algo hermoso que enloquece de amor a los adultos. Bajé el volumen de la televisión y agucé el oído. No sabía que alguien en el edificio hubiese tenido un bebé. Me asomé a la vía, nadie caminaría por ahí con un recién nacido en medio de ese clima. Del departamento de enfrente, se apagó una luz y cerraron rápido las cortinas, como si los hubiera descubierto en algo. Caminé a la sala, descalza y desnuda. Sentí como el delgado viento de Chicago se había filtrado por algún diminuto hueco a mi casa y ahora me acariciaba la piel erizada a su contacto. El llanto del bebé provenía del baño al otro lado del corredor, después del estudio. Debía recorrer el pasillo oscuro, con ventanas que daban solo a otros edificios al frente. Cientos y cientos de ventanas encerrando vidas en ellas. El escalofrío por el clima se volvió de miedo cuando noté que había algo en mi casa. Alguien.
Tomé una botella vacía de un mueble para usarlo como arma. El bebé seguía llorando, su canto era tan encantador que era tenebroso. Llegué al baño. Abrí la cortina donde se encontraba la tina donde me gustaba masturbarme pensando en Benedict. El llanto continuaba ahí, flotando en el agua. No había ningún bebé. Estaba dentro de mí. Era él. El bebé que había perdido por mi imprudencia de caminar tan tarde en una arteria donde me asaltaron y acuchillaron. Era ese bebé que justamente se había escurrido de entre mis piernas cuando apenas yo descubría que el verdadero amor existía y estaba dentro de mí. Se escapó antes de descubrir que tan mala madre podía llegar a ser. Mi bebé… el de Erik. Y lo supo porque comprendí que, de haber nacido, nuestro bebé hubiese llorado así. Solté la botella, se estrelló en el piso, me corté los pies y aterrada observé cómo el mosaico canadiense que Erik había mandado instalar en su lugar favorito de la casa, absorbía mi sangre con gracia y sed. Mis huellas no existían. Me aferre a la pared, mareada, con el corazón congelado, intenté aferrarme en la cortina, solo conseguí arrancarla cuando me fui hacia atrás pegándome en la cabeza con la pared. Perdí el conocimiento.
Al abrir los ojos, solo había niebla. A mi derecha, Erik hincado, mirándome. «Princesa, ¿qué pasó?»
—Erik… No sé.
Intenté levantarme, no podía. La visión de Erik se nubló. Me arrastré hasta el teléfono y marqué a Benedict.
Él me llevó al Chicago Lakeshore Hospital donde apenas recuerdo cómo me cosieron la cabeza y le explicaron que tenía una contusión cerebral por el golpe, de ahí las alucinaciones, aunque yo insistía que no, que había escuchado algo antes del golpe. Antes de la contusión. Nadie me escuchó. Benedict me tomaba la mano besándola.
—Ben… soy culpable de todo. Lo sabes, ¿verdad?
—No lo eres, cielo. Fue un accidente.
—No me refiero a esto. Me refiero a que perdí a mi bebé porque no debí haber salido, a que mataron a Erik porque tenía que estar con él, a que te metí en problemas con la policía, hasta te detuvieron dos días y…
—Fue una experiencia divertida. —Me besó la frente. Sus terribles ojos azules me miraban desde su tez nívea—. No te diré que no te sientas así. Te haré olvidar. Todo. Porque te amo.
Quería responder que yo también. Se me atoró en el corazón, me sentí mierda.
—¿No ha llamado Karely?
—No encontré tu celular, así que no lo sé. Duerme, corazón. Vamos. Aquí estaré. Juro por lo más sagrado que no me moveré de aquí —repitió en su elegante inglés británico con ese acento tan particular.
—No quiero dormir. Siento que ya no voy a despertar. Ayúdame a reconstruir los días de Erik… Seguro ahí encontró al que lo mató… ahí está la clave… Además, el asesino anda suelto. ¿Te han dicho algo más? —Me sentí somnolienta. Quizá eran los medicamentos o la pastilla que lengua con lengua Benedict había introducido sensualmente a mi boca. Dios, no podía resistirlo ni con contusión ni con nada.
—No. Te propongo esto: contrataré a un detective privado para que lo encuentre. Seguro él será más eficiente que estas autoridades americanas. —El tono despectivo no pasaba desapercibido—. Y estaremos tranquilos ambos. Ahora duerme…
Duerme… el sonido de su voz de mar, me introdujo a un lugar más allá de su sexo… a Erik. Su rostro amoratado, su cuerpo lleno de llagas que después me enteré, eran cuchilladas, a un grito interminable de dolor, que nadie habría de escuchar, confundiéndose con la tormenta. Su cadáver. Siempre me gustó que en mis manos cabían las suyas, protegiéndolas. En mi egoísmo, siempre pensé que él me protegería, yo nunca pensé en hacerlo con él. Se colocó sobre mí, sentí su peso apretándome el corazón. Me penetró con el mismo silencio en que lo hacía siempre. Su miembro dentro de mí, mis piernas abiertas. Nunca pude rodear su cintura como lo hacía con la de Benedict, siempre las debía tener más abiertas para que entrara bien. Esta vez, acaricié el rostro de Erik, intentando aprenderme su rostro de memoria para el tiempo no me lo arrebatara como lo hizo con el de mi padre. Con los días, vamos agregando o quitando detalles a los que ya no están. Quizá sus pupilas no eran tan negras o sus manos tan grandes. A lo mejor nuestros tiempos no fueron tan malos y los buenos aplastan ese recuerdo. Que además, tampoco fueron tan buenos. La memoria es algo curioso, como la religión o el sexo. Conveniente. Erik sobre mí, suspirando en mi oído. Su respiración en mi cabello, mi cuerpo apretado con el suyo. No había nada más en la habitación, solo nosotros. No sabía dónde estábamos. No me importaba. Era Erik y quería sentirlo por última vez a pesar de no haberlo querido sentir en los últimos meses. Qué estúpidos somos los seres humanos. Así como apareció con sus suspiros, así se fueron convirtiendo en gemidos y luego en gritos de terror. Abrí los ojos. Erik me miraba, aún dentro de mí, con las pupilas resbalando de sus cuencas con una lentitud pasmosa, hasta quedar colgados sobre mí y su lengua dentro de la mía, como en mis cuadros, arrancada por mi propia boca, masticándola. Erik sangrando como Cristo en su cruz, volteando la cabeza y penetrándome. No podía quitármelo de encima. Intenté gritar, su lengua atorada en mi garganta me lo impedía. Me estaba ahogando. Cuando Erik terminó, desperté en un grito, sacudida con cariño por Benedict.