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I

Quien no haya visto Chicago en invierno, difícilmente podrá imaginar la belleza de sus calles desiertas y silenciosas, de sus edificios donde resplandece lo niveo en el cielo transparente, con la luz reflejada con fuerza en algunas ventanas de sus construcciones o su lago congelado. Con las noches en calma, esperando que del cielo ennegrecido terminen de caer plumas ligeras, guardando el misterio de lo hermoso en la línea de su horizonte, con su multitud de edificios. Con el gran Millennium Park iluminado con sus luces fantasmagóricas, la pista de hielo McCormick Tribune y el Cloud Gate, que se destaca con precisión como si estuviera construido de plata, resguardados por los gigantes de acero. Contemplo por última vez las despiadadas construcciones de la Torre de Agua de Chicago y los edificios Wrigley, Merchandise Mart, Willis Tower, John Hancock, Marina Towers y Aqua, amenazantes a la vista. Pronto amanecerá y los hombres, cual arrecifes humanos, bajarán a las calles empapándolas de su humanidad y esta inmensa ciudad que ahora parece muerta alumbrada por la luna, que me es tan querida, de la que jamás logré escapar, recobrará sus días sin mí. Porque todos los días son iguales, con o sin la presencia de alguien. Nadie es esencial para que el mundo continúe girando. Para que la nieve se derrita, la supla el sol y vuelva a llegar el otoño.

El sábado 1 de enero que encontraron ahogado el cadáver de mi esposo en el entumecido Lago Michigan, yo estaba escondida en un camerino cogiendo con Benedict. En fotogramas paralelos, un niño caminaba en la arena suave y de color blanquecino, cubierto hasta las orejas por bufandas y gorros. Comía un chocolate. Y vio algo en las aguas, agitadas por el intenso viento. Se acercó. Las «arenas cantaron», como decía Erik cuando vivía, por el chirrido causado por el alto contenido de cuarzo que se produce cuando caminas sobre ella. Lo que había en el lago, parecía ser un muñeco boca abajo. No flotaba, tampoco se hundía. Estaba petrificado. Seguro congelado, llevado por los vientos occidentales hacia el este, donde hay un flujo más caliente a orillas del lago.

En el Teatro Chicago en restauración, Benedict metía su lengua entre mis muslos, acariciándome debajo de la blusa. Yo subía la pierna a una de las butacas empolvadas para que pudiera entrar mejor. Era una buena forma de comenzar el año. Ya había tenido seis orgasmos antes de la medianoche. Y no me cansaba. No podía parar. Benedict era todo lo que siempre me había gustado de un hombre: era un jodido patán. Demasiado encantador, rostro extrañamente peculiar: muy alargado, piel muy clara, ojos pequeños verdes o azules según la luz debido a una heterocroma. Con una voz sugerente y profunda y cabello negrísimo de alacrán en donde enredar todas mis pesadillas. Inglés, aburrido de las escuelas de élite particulares y de su «buena familia», actor cuando se le antojara. Pero un patán al fin y al cabo.

En lo particular, me excitaba saber que no conseguiría jamás ser feliz sin mí, estaba muy obsesionado. Su buena época ya estaba por desvanecerse en la juventud. Lo único que le quedaba era un innegable don de atracción. Si pasaba junto a ti, lo volteabas a ver. Si comía junto a ti, se te antojaba lo que estaba comiendo. Si estaba rodeado de gente, querías ser su amigo. Y por supuesto, si te decía que te quería coger, pues no había muchas opciones. Era un sí o un no. Y un «no» a Benedict que sonaba como un «tal vez», no me rescataba mucho de sus delgados y sutiles labios apretados en mi cuello.

El niño se acercó más al agua. Ese invierno, un frío ártico había congelado la mayor parte de Estados Unidos. Centenares de escuelas habían cerrado por el peligro que para los alumnos suponen los vientos gélidos, mientras que el famoso «efecto lago» por la precipitación provocada por la influencia de los Grandes Lagos, dejó hermosas imágenes de grandes estructuras cubiertas de hielo.

Las aerolíneas cancelaron todos los vuelos comerciales desde y hacia La Ciudad de los Vientos. Decenas de millones de personas optaron por quedarse en casa. Los pocos que se aventuraron a salir afrontaron vientos intensos que hacían que los copos de nieve se sintieran como agujas que lastimaban la cara. Además, las autoridades federales estaban buscando a un hombre que apodaron «el bandido de Wicker Park» porque había robado seis bancos, dos de ellos en el vecindario de Wicker Park. Vestía un gorro y sudadera negra, dijo el portavoz del fbi Ross Rice, según el Chicago Tribune. La madre del niño tenía esto muy en cuenta cuando su pequeño señaló el lago: el cadáver parecía ser el mismo buscado por el fbi. Corrió hacia su vida para que no viera la tez pálida, la boca abierta en un grito que no llegó a ser y las cavidades que habían sido alimento de peces.

La piel de Benedict era tan blanca como la nevisca cuando se está derritiendo por el sol. Quería beberla toda hecha lluvia, convertirme en su precipitación porque ningún sol como él, tan desnudo.

Fingí que no quería serle infiel a mi esposo porque éramos la pareja soñada de artistas y me había costado mucho fingir que era feliz como para dejarlo ir así nada más, por un amorío. El comienzo de mi hermosa amistad con Benedict fue en la alfombra roja de una película, donde además se mostraba la nueva y desconocida colección de quién-sabe-quién pero con mucho vino gratis, al verlo, creo que tuve un orgasmo. Me aguanté algunos días, no obstante, cuando lo encontré en el viejo teatro esperándome, ni siquiera intenté decir «no». Por las mañanas había tenido numerosas peleas con mi marido, que si pagábamos mucha renta, que por qué había agarrado la bicicleta si él la había apartado desde la noche anterior, que el ticket de multa por no haber movido el puto coche antes de las 8 am, solo por qué llenos de resentimiento pendejo. En fin, que tenía una grieta muy abierta en mi alma por la que Benedict se coló sin resentimiento. Pronto, estaba en un hueco que ni yo sabía que existía y no parecía querer salirse de ahí.

En medio de un orgasmo mientras me penetraba con mis rodillas sobre una de las butacas y él detrás de mí, jalándome hacia él con una mano y con la otra sosteniéndose de uno de los asientos para no caer, pensé en Erik. Con él jamás había tenido orgasmos así, era como coger con un maniquí que apenas sí se movía, que a veces fruncía el ceño al terminar y era todo. A dormir. Al principio, cuando nos casamos, creí que soportaría eso toda la vida, que el sexo no era tan importante. Por supuesto, me di cuenta enseguida en la luna de miel que no solo era importante, sino que arruinaría mi expectativa de vida feliz. Después de todo, Erik tenía muchas cualidades: era trabajador, culto, simpático, muy alto. Pero es que el sexo… una buena cogida mueve al mundo. Ha estado comprobado a lo largo de la historia. Una buena cogida provoca guerras, pérdida de poder, genocidios, que una marca suba a las nubes o se quede sepultada con tantas otras. Cuando me casé con Erik yo no lo entendía, era muy joven, solo había hecho el amor con él, no creí que un día fuera a estar gimiendo y gritando en un teatro con un casi desconocido, deseando que Erik me viera y sufriera por jamás haberme dado ese jodido placer. ¿Con qué derecho me lo había arrebatado de entre las piernas? Mi dueño, me poseía solo con sus celos, con sus frases irritables, con su machismo mexicano. Tanto que había huido de México para ser libre, tanto para solo quedar postrada con su sexo en mis labios y sus ronquidos a mi lado. Recuerdo bien el día que decidí escapar de mi país. Salí caminando del departamento por Avenida Insurgentes, en pants, iba a clase de yoga, con mi tapete bajo el brazo y unas ganas terribles de un cigarro. Un tipo pasó corriendo y metió su mano en medio de mis nalgas. No supe qué hacer, él se fue antes de que pudiera reaccionar. Fue frente a una construcción donde los albañiles le aplaudieron. Llorando, intenté perseguirlo. Solté por inercia mi tapete al piso. Corrí detrás de él. No se inmutó. Se paró en un puto Starbucks a comprar un café. Los que manosean en las calles, los que acosan, los que gritan, los que secuestran, los que te intimidan, no solo son los que se detienen en las esquinas de las construcciones, en el metro o en las colonias alejadas de Polanco o Nápoles: también son los que toman café en Starbucks, compran en Palacio de Hierro y duermen con sus esposas cada noche. También son los compañeros de escuela, los maestros, los amigos de los hermanos.

Aún con la terrible sensación de los dedos del desconocido que me manoseó, entré al Starbucks, tomé un café de una mesa y se lo aventé en el rostro gritando: «Para que aprendas, hijo de puta», y salí corriendo de ahí.

Dos días después aún no me atrevía a contarle a mi esposo. Me sentía con vergüenza, violada, no me atrevía a limpiarme bien al ir al baño o a dejar que él me tocara ahí. Justo ahí. Y en el baño fue cuando me enteré que estaba embarazada por una prueba de $90 que había comprado en la farmacia. Un bebé en mí. Iba a ser madre. No supe cuándo comencé a llorar, las lágrimas no paraban de salir, por emoción, tristeza, qué sé yo. Iba a ser una pésima madre, lo sabía. ¿Qué haría con mis planes? ¿Mi vida? Porque… ¿abortar? No, no, ni pensarlo. Ya estaba terriblemente enamorada del feto que se alojaba sin permiso en mí. Me miré en el espejo, desnuda. Todo en su lugar: los pechos firmes como veinteañera, la cadera delgada y pálida, el vientre plano. Me miré de perfil. Nada, el pequeño aún no se dignaba a mostrarse, hasta el ultrasonido que agendé de inmediato. Le había pedido a Erik que me acompañara pues tenía una sorpresa para él, pero tenía muchas juntas, demasiado trabajo, llamadas por Skype, si quería seguir viviendo con lujos, él no podría hacerme caso el resto de la vida. Así que fui sola. Me recosté —ya vestida solo con la incómoda bata que se abre del trasero— frente a una pantalla en negro, junto a un doctor muy anciano, parecido al Santa Claus de mi imaginación. «Está frío», me dijo. Tomó el transductor y lo colocó en mi abdomen. Encendió la pantalla. «Ahí está», remarcó. «Tendrá seis semanas». Lo miré. Una pequeña bolita en una esquina. Su corazón rebotó en mi alma cuando se escuchó por todo el consultorio. Pumpumpum. Vaya, al fin y al cabo sí podía enamorarme. Y el amor de mi vida estaba justo dentro de mí. Era tan hermoso. Era tan mágico. Aún ahora pienso en ello y se me acelera el corazón. Él o ella, ahí, viviendo a mi costa.

La zona metropolitana de Chicago se vio afectada por nuevas nevadas combinadas con vientos gélidos. Y mi esposo, Erik, tirado como un iceberg, en medio de la nieve sobre lo que sería la arena después de que lo sacaron varios expertos, rodeado por cintas amarillas de «no pasar», párpados abiertos y sin fondo en un sueño de odio, mirando al horizonte con el resto de pupilas blancas que alguna vez fueron café oscuro. Gesto de muerto, de cadáver. Alargando una mano como si hubiese querido alcanzarme en un último momento. Para estrangularme o abrazarme. Nunca lo sabré. Al final, dos días antes de que los forenses calculaban que murió, tuvimos una pelea muy fuerte. Él había descubierto lo de Benedict porque había dejado mi celular sin contraseña olvidado un jodido minuto sobre el buró y me había levantado al baño. Con una facilidad asombrosa, hurgó en mis correos, mensajes, Facebook, twitter, etc. Cuando volví, Erik estaba de pie, desnudo, mirándome. Me aventó el celular y en sus ojos vi que lo sabía todo.

—Lo rompiste —fue lo único que atiné a decir.

—Me largo. No puedo acostarme más con una puta. Me casé con una mujer decente. No contigo. No contigo.

—Okay. Soy una puta. Lárgate de una vez.

Tomé una maleta y comencé a guardar sus cosas a lo estúpido, aventándolas adentro, escuchando sus gritos de odio. «¡Eres una maldita! ¡Desde cuándo me engañas! ¡Dime! ¡Te estoy hablando! ¡Te estoy hablando! ¿Sabes qué? ¡Lárgate tú! ¡Esta es mi casa! ¡La fabriqué con mi trabajo!».

—Bien. —Aventé sus cosas de la maleta y guardé las mías. Estaba a punto de irme, mas cometí el error que nadie debería cometer: miré hacia atrás. Ahí estaba. Mi esposo. Mi Erik. El que alguna vez amé. Ese que me inspiró a pintar mis mejores cuadros. Ese que me consoló cuando murió mi padre, con el que —en efecto— había construido esta casa, y había dejado todo por mí. Ese Erik. Desnudo, con los defectos en su piel, pasado de peso, sus rodillas muy separadas y sus ojos llenos de lágrimas. Esos defectos que yo adoraba. Maldita sea. Me volví de sal. Y él de arena. Desmoronándose. Alargó, tal y como encontraron su cadáver en la nieve, su brazo hacia mí. Dejé la maleta. No amaba a Benedict. Tampoco a Erik, pero era mío. Me acerqué, tomé la mano y la besé. «Perdóname, Erik». Comenzó a llorar. «Sí, soy una puta. No pude evitarlo. No me dejes ir. Por favor. Por favor».

Intenté abrazarlo, me soltó. «Lárgate».

El odio se volvió una sombra tétrica y sin fin. Ni siquiera él supo de dónde provenía tanto rencor. Me hería y se hería él mismo. El odio es muy peligroso, lo sembró en su alma con la intención de jamás extirparlo.

Alrededor de 12 millones de personas viven a lo largo de la costa del lago Míchigan. Muchas pequeñas ciudades del norte se centran en un turismo que se aprovecha de la belleza y las oportunidades recreativas.

Cerca de 10 millones lloraron por la muerte de Erik Olivares, el reconocido actor mexicano que había labrado fortuna en Hollywood, comenzando por películas de terror serie B hasta protagonizar un par internacionales y estar nominado al Oscar por mejor actor.

El caso era algo especial. No sería tratado como cualquier muerte: había sido asesinado con diez cuchilladas en el cuello, cortado los genitales y hallado desnudo congelado en el lago en la parte más pública de «La Segunda Ciudad». No tenía muchos amigos en el medio, no fumaba, no tomaba, no se drogaba. Siempre andaba de la mano con su esposa en un perfecto matrimonio a pesar de que Erik tenía millones de fans y lo acosaban en los boulevard, aeropuertos, etc. Los paparazzi siempre lo veían bien vestido, bañado, sonriente y amable. ¿Quién podría asesinarlo así? El público estaba horrorizado. Pronto, el lugar se llenó de curiosos y por la noche la playa, a pesar de la nevasca, estaba llena de fotos de Erik, flores, veladoras, gente llorando.

Chicago había vivido uno de sus años más violentos: 800 homicidios en los últimos doce meses, el record en los últimos 25 años. O lo que resulta lo mismo, únicamente 61 días sin disparos. «Algo inaudito», aseguraba John Cohen, ex asesor en lucha antiterrorista del Gobierno estadounidense.

Nadie en la ciudad esperaba un aumento tan vertiginoso de la violencia. El número de muertes suponía un incremento del 50% respecto al año anterior.

Las ciudades de Nueva York y Los Ángeles juntas no alcanzan las 600 víctimas. La Policía de Chicago atribuía el incremento de la violencia a criminales armados reincidentes, pero ese no siempre resulta ser el problema. Por si fuera poco, el aumento de la violencia armada se produjo en un momento complejo para la ciudad. El Departamento de Justicia estaba investigando la conducta de la policía local ante la desconfianza de los ciudadanos hacia las fuerzas de seguridad, en especial entre la comunidad afroamericana, que constituye un tercio de la población de Wind City.

La mayor parte de días «calmados» se concentraron en diciembre, que se había coronado como el mes menos violento del año. Un respiro tan raro últimamente, que los periódicos aprovecharon para hacer eco y preguntarse: ¿Dónde estaba la esposa de Erik mientras sacaban su cadáver del lago?

Bueno, ella estaba cogiendo. Con un inglés millonario. En un teatro en reconstrucción en donde ella era la directora de arte y los abuelos de él, los —secretos— propietarios. En las butacas, con los muslos abiertos frente a Benedict. Sudando. Gimiendo. Y pensando: Ojalá que Erik muera un día para que pueda vivir con este maravilloso hombre.

Benedict terminó al tiempo que sonó mi celular. En la pantalla apareció el nombre de Karely.

—Espera… —Lo quité y me subí los pantalones—. Debo responder —dije al tiempo que vi sus cuarenta y cinco llamadas pérdidas. Miré a Benedict mientras volví a llamar, ya que Karely había colgado—. No te preocupes. Seguro tuvo alguna bronca con su Tinderdate. Siempre le digo que es como inscribirse a asesinoserialesatupuerta.com, pero no entiende. La semana pasada tuvo cuatro fucking citas. Me mandó la ubicación de todas para que yo supiera que seguía vida, ¿lo imaginas? —La llamada no entraba. Comencé a preocuparme por ella. Quizá, después de todo y de unas ciento cincuenta citas a ciegas para coger, había encontrado al Hannibal Lecter de sus sueños y en esos momentos estaba en la plancha de un fino restaurante japonés siendo devorada por tres caníbales en pedazos de sushi.

Benedict me besó el cuello. Ah, sus adictivos besos.

—Seguro está bien, cielo. Le marcas al rato. Quédate conmigo un poco más, no te había visto como en… ¡dos días! —sonrió.

—No, espera… es ella de nuevo —respondí.

—Maya, ¿dónde chingados estás?

—No me lo creerías —dije encendiendo un cigarro de mota—. Con Benedict, este hombre es fabuloso… creo que estoy…

—Espera… tengo que verte. Ahora. Tienes que salir de donde estés e ir a tu casa. Ya. En este momento. Pasó algo. No te puedo decir por teléfono. La policía te está buscando. Si te llaman no creo que sea conveniente que les digas que estabas con este wey. Ven. O dime dónde estás y paso por ti para llevarte a… bueno… te digo cuando te vea. No respondas llamadas de la prensa. De nadie.

—Carajo, Karely, dime de una vez qué pasó… me estás asustando. —Benedict comenzaba de nuevo a lamerme el cuello, lo quité con brusquedad.

—En serio, no puedo decirte por teléfono. No enciendas las noticias. Es espantoso.

La interferencia impidió que siguiera escuchándola con claridad, hasta que se cortó la llamada. Sentí una punzada en el corazón. Benedict me miró con interrogación. No le respondí, no sabía qué responderle. Lo primero que hice, por supuesto, fue salir del teatro a la cellisca, encender un cigarro y leer las noticias en el celular. Estaba en todos lados. Fotografías del cadáver de Erik, su muerte, sus heridas.

No leí más. Miré a Benedict de nuevo, le di el celular, se lo mostré.

La nieve caía de nuevo. Siempre en silencio, sutiles plumas de ángeles sobre Chicago.

Tu cadáver en la nieve

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