Читать книгу Herencia - Sandra Lorenzano - Страница 10

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Casi no tenemos datos ni conocemos historias más allá del día en que los barcos llegaron al puerto y de la zona de tercera clase bajaron ellos. Hacía mucho tiempo que se habían quitado los largos abrigos negros, los sombreros y las barbas. Generaciones. Eran judíos asimilados a dos grandes ciudades rusas: Odesa y Minsk. Salieron en 1910. Por eso la familia no fue parte de los setenta y cinco mil que vivieron encerrados en el gueto más grande de Bielorrusia. Aunque es más lógico pensar que alguien quedaría, ¿no? Algunos primos o tíos. Parientes. Amigos. Nunca lo supimos. El día que escribí que hablaban ídish, mi madre saltó ¡Hablaban ruso! ¡No venían del shtetl! Éramos hijos, nietos y bisnietos de la modernidad. No del oscurantismo. Eso quería decir la frase de mamá. Unos estaban metidos en los movimientos revolucionarios y por eso habían tenido que escapar. Los otros eran músicos. Mi bisabuelo dirigía coros y le enseñó un instrumento a cada uno de sus hijos. También a las mujeres. Aún hoy, muchos de sus descendientes se dedican a la música. Hablaban ruso, es verdad… Aunque cuando mi abuela no quería que nosotros entendiéramos lo que charlaba con su hija, entonces sí lo decía en ídish. En realidad, habían aprendido esa lengua en su nuevo país, a principios del siglo pasado, para poder hablar con otros judíos. Se volvió entonces el idioma de los afectos, de las complicidades. Éramos hijos de la modernidad. Quizás fuera por eso por lo que la memoria familiar anterior a la llegada al puerto se reducía a unas pocas anécdotas y a la mesa de Luisa, mi abuela: gefiltefish, kreplach, borsch… Se me hace agua la boca. No había celebraciones ni rituales religiosos. Toda su vida, cantó los tangos más reos con la misma picardía y emoción –o más– que cualquier porteño. «Mi madre –nos contaba cuando todavía recordaba– nos lavaba la boca con jabón si nos escuchaba diciendo esas palabrotas». Y volvía a cantarlos a voz en cuello para diversión de sus nietos. Unas pocas anécdotas y la comida, cada tanto, en su casa. La herencia, la memoria, nos permitía ir ligeros de equipaje. O eso creíamos.

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