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Capítulo 3

Por qué medios se comenzó a tratar de hacer el monasterio de San José en Medina del Campo.

[1] Pues estando yo con todos estos cuidados, acordé de ayudarme de los padres de la Compañía, que estaban muy aceptos en aquel lugar, en Medina[131], con quien, como ya tengo escrito en la primera fundación[132], traté mi alma muchos años, y por el gran bien que la hicieron, siempre los tengo particular devoción. Escribí lo que nuestro padre general me había mandado al rector de allí, que acertó a ser el que me confesó muchos años, como queda dicho, aunque no el nombre; llámase Baltasar Álvarez, que al presente es provincial[133]. Él y los demás dijeron que harían lo que pudiesen en el caso, y así hicieron mucho para recaudar la licencia de los del pueblo y del prelado[134], que por ser monasterio de pobreza, en todas partes es dificultoso; y así se tardó algunos días en negociar.

[2] A esto fue un clérigo, muy siervo de Dios y bien desasido de todas las cosas del mundo y de mucha oración. Era capellán en el monasterio adonde yo estaba, al cual le daba el Señor los mismos deseos que a mí, y así me ha ayudado mucho, como se verá adelante. Llámase Julián de Ávila[135]. Pues ya que tenía la licencia, no tenía casa ni blanca[136] para comprarla. Pues crédito para fiarme en nada[137], si el Señor no le diera, ¿cómo le había de tener una romera[138] como yo? Proveyó el Señor que una doncella muy virtuosa, para quien no había habido lugar en San José que entrase, sabiendo se hacía otra casa, me vino a rogar la tomase en ella. Ésta tenía unas blanquillas[139], harto poco, que no era para comprar casa, sino para alquilarla (y así procuramos una de alquiler) y para ayuda al camino. Sin más arrimo que éste, salimos de Ávila dos monjas de San José y yo[140], y cuatro de la Encarnación (que es el monasterio de la Regla mitigada, adonde yo estaba antes que se fundase San José)[141], con nuestro padre capellán, Julián de Ávila.

[3] Cuando en la ciudad se supo, hubo mucha murmuración: unos decían que yo estaba loca; otros esperaban el fin de aquel desatino. Al obispo, según después me ha dicho, le parecía muy grande, aunque entonces no me lo dio a entender ni quiso estorbarme, porque me tenía mucho amor, y no me dar pena. Mis amigos harto me habían dicho, mas yo hacía poco caso de ello; porque me parecía tan fácil lo que ellos tenían por dudoso, que no podía persuadirme a que había de dejar de suceder bien. Ya cuando salimos de Ávila había yo escrito a un padre de nuestra orden, llamado fray Antonio de Heredia[142], que me comprase una casa, que era entonces prior del monasterio de frailes que allí hay de nuestra orden, llamado Santa Ana, para que me comprase una casa. Él lo trató con una señora que le tenía devoción[143], que tenía una que se le había caído toda, salvo un cuarto, y era muy buen puesto. Fue tan buena, que prometió de vendérsela, y así la concertaron sin pedirle fianzas ni más fuerza de su palabra[144]; porque, a pedirlas, no tuviéramos remedio. Todo lo iba disponiendo el Señor. Esta casa estaba tan sin paredes, que a esta causa alquilamos esta otra, mientras que aquélla se aderezaba, que había harto que hacer.

[4] Pues, llegando la primera jornada, noche, y cansadas por el mal aparejo[145] que llevábamos, yendo a entrar por Arévalo, salió un clérigo nuestro amigo, que nos tenía una posada en casa de unas devotas mujeres, y díjome en secreto cómo no teníamos casa; porque estaba cerca de un monasterio de agustinos, y que ellos resistían que no entrásemos ahí, y que forzado[146] había de haber pleito. ¡Oh, válgame Dios! Cuando Vos, Señor, queréis dar ánimo, ¡qué poco hacen todas las contradicciones! Antes parece me animó, pareciéndome, pues ya se comenzaba [a]alborotar el demonio, que se había de servir el Señor de aquel monasterio. Con todo, le dije que callase, por no alborotar a las compañeras, en especial a las dos de la Encarnación, que las demás por cualquier trabajo pasaran por mí. La una de estas dos era supriora entonces de allí, y defendiéronle[147] mucho la salida; entrambas de buenos deudos, y venían contra su voluntad[148], porque a todos les parecía disparate, y después vi yo que les sobraba la razón; que, cuando el Señor es servido yo funde una casa de éstas, paréceme que ninguna admite mi pensamiento, que me parezca bastante para dejarlo de poner por obra, hasta después de hecho. Entonces se me ponen juntas las dificultades, como después se verá.

[5] Llegando a la posada, supe que estaba en el lugar un fraile dominico, muy gran siervo de Dios, con quien yo me había confesado el tiempo que había estado en San José. Porque en aquella fundación traté mucho de su virtud, aquí no diré más del nombre, que es el maestro fray Domingo Báñes[149] (tiene muchas letras y discreción), por cuyo parecer yo me gobernaba, y al suyo no era tan dificultoso, como en todos, lo que iba [a] hacer. Porque, quien más conoce a Dios, más fácil se le hacen sus obras, y de algunas mercedes que sabía su Majestad me hacía[150], y por lo que había visto en la fundación de San José, todo le parecía muy posible. Diome gran consuelo cuando le vi, porque con su parecer todo me parecía iría acertado. Pues, venido allí, díjele muy en secreto lo que pasaba. A él le pareció que presto podríamos concluir el negocio de los agustinos; mas a mí hacíaseme recia cosa cualquier tardanza, por no saber qué hacer de tantas monjas, y así pasamos todas con cuidado aquella noche, que luego lo dijeron en la posada a todas.

[6] Luego, de mañana, llegó allí el prior de nuestra orden, fray Antonio, y dijo que la casa que tenía concertado de comprar era bastante y tenía un portal adonde se podía hacer una iglesia pequeña, aderezándole con algunos paños. En esto nos determinamos. Al menos a mí parecióme muy bien; porque la más brevedad era lo que mejor nos convenía, por estar fuera de nuestros monasterios y también porque temía alguna contradicción, como estaba escarmentada de la fundación primera. Y así quería que, antes que se entendiese, estuviese ya tomada la posesión, y así nos determinamos a que luego se hiciese. En esto mismo vino el padre maestro fray Domingo.

[7] Llegamos a Medina del Campo víspera de nuestra Señora de agosto, a las doce de la noche. Apeámonos en el monasterio de Santa Ana por no hacer ruido, y a pie nos fuimos a la casa. Fue harta misericordia del Señor, que a aquella hora encerraban toros para correr otro día, no nos topar alguno. Con el embebecimiento[151] que llevábamos, no había acuerdo de nada; mas el Señor, que siempre le tiene de los que desean su servicio, nos libró, que cierto allí no se pretendía otra cosa.

[8] Llegadas a la casa, entramos en un patio. Las paredes harto caídas me parecieron, mas no tanto como cuando fue de día se pareció. Parece que el Señor había querido se cegase aquel bendito padre para ver que no convenía poner allí Santísimo Sacramento. Visto el portal, había bien que quitar tierra de él, a teja vana[152], las paredes sin embarrar[153], la noche era corta y no traíamos sino unos reposteros[154] (creo eran tres); para toda la largura que tenía el portal era nada. Yo no sabía qué hacer, porque vi no convenía poner allí altar. Plugo al Señor, que quería luego se hiciese, que el mayordomo de aquella señora[155] tenía muchos tapices de ella en casa y una cama[156] de damasco azul, y había dicho nos diese lo que quisiésemos, que era muy buena.

[9] Yo, cuando vi tan buen aparejo[157], alabé al Señor, y así harían las demás, aunque no sabíamos qué hacer de clavos, ni era hora de comprarlos. Comenzáronse a buscar de las paredes; en fin, con trabajo, se halló recaudo. Unos a entapizar, nosotras a limpiar el suelo, nos dimos tan buena prisa, que, cuando amanecía, estaba puesto el altar, y la campanilla en un corredor, y luego se dijo la misa. Esto bastaba para tomar la posesión. No se cayó en ello, sino que pusimos el Santísimo Sacramento[158], y desde unas resquicias de una puerta que estaba frontero[159], veíamos misa, que no había otra parte.

[10] Yo estaba hasta esto muy contenta, porque para mí es grandísimo consuelo ver una iglesia más adonde haya Santísimo Sacramento; mas poco me duró. Porque, como se acabó la misa, llegué por un poquito de una ventana a mirar el patio, y vi todas las paredes por algunas partes en el suelo, que para remediarlo era menester muchos días. ¡Oh, válgame Dios! Cuando yo vi a su Majestad puesto en la calle, en tiempo tan peligroso como ahora estamos por estos luteranos, ¡qué[160] fue la congoja que vino a mi corazón!

[11] Con esto se juntaron todas las dificultades que podían poner los que mucho lo habían murmurado, y entendí claro que tenían razón. Parecíame imposible ir adelante con lo que había comenzado; porque, así como antes todo me parecía fácil, mirando a que se hacía por Dios, así ahora la tentación estrechaba de manera su poder, que no parecía haber recibido ninguna merced suya; sólo mi bajeza y poco poder tenía presente. Pues arrimada a cosa tan miserable, ¿qué buen suceso podía esperar? Y a ser sola, paréceme lo pasara mejor; mas pensar habían de tornar las compañeras a su casa, con la contradicción que habían salido, hacíaseme recio. También me parecía, que, errado este principio, no había lugar todo lo que yo tenía entendido había de hacer el Señor adelante. Luego se añadía el temor si era ilusión lo que en la oración había entendido, que no era la menor pena, sino la mayor; porque me daba grandísimo temor si me había de engañar el demonio. ¡Oh, Dios mío, qué cosa es ver un alma que Vos queréis dejar que pene! Por cierto, cuando se me acuerda esta aflicción, y otras algunas que he tenido en estas fundaciones, no me parece hay que hacer caso de los trabajos corporales, aunque han sido hartos, en esta comparación.

[12] Con toda esta fatiga que me tenía bien apretada, no daba a entender ninguna cosa a las compañeras, porque no las quería fatigar más de lo que estaban. Pasé con este trabajo hasta la tarde, que envió el rector de la Compañía a verme con un padre, que me animó y consoló mucho. Yo no le dije todas las penas que tenía, sino sólo la que me daba vernos en la calle. Comencé a tratar de que se nos buscase casa alquilada, costase lo que costase, para pasarnos a ella mientras aquello se remediaba, y comencéme a consolar de ver la mucha gente que venía, y ninguno cayó en nuestro desatino, que fue misericordia de Dios; porque fuera muy acertado quitarnos el Santísimo Sacramento. Ahora considero yo mi bobería y el poco advertir de todos en no consumirle; sino que me parecía, si esto se hiciera, era todo deshecho.

[13] Por mucho que se procuraba, no se halló casa alquilada en todo el lugar, que yo pasaba harto penosas noches y días. Porque, aunque siempre dejaba hombres que velasen el Santísimo Sacramento, estaba con cuidado si se dormían; y así, me levantaba a mirarlo de noche por una ventana, que hacía muy clara luna y podíalo bien ver. Todos estos días era mucha la gente que venía, y no sólo [no] les parecía mal, sino poníales devoción de ver a nuestro Señor otra vez en el portal. Y su Majestad, como quien nunca se cansa de humillarse por nosotros, no parece quería salir de él.

[14] Ya después de ocho días, viendo un mercader la necesidad (que posaba en una muy buena casa), díjonos fuésemos a lo alto de ella, que podíamos estar como en casa propia[161]. Tenía una sala muy grande y dorada[162], que nos dio para iglesia, y una señora que vivía junto a la casa que compramos, llamada doña Elena de Quiroga[163], gran sierva de Dios, dijo que me ayudaría para que luego se comenzase a hacer una capilla, para donde estuviese el Santísimo Sacramento, y también para acomodarnos cómo estuviésemos encerradas. Otras personas nos daban harta limosna para comer; mas esta señora fue la que más me socorrió.

[15] Ya con esto comencé a tener sosiego, porque adonde nos fuimos estábamos con todo encerramiento, y comenzamos a decir las Horas, y en la casa se daba el buen prior mucha prisa, que pasó harto trabajo. Con todo, tardaría dos meses. Mas púsose de manera, que pudimos estar algunos años razonablemente. Después lo ha ido nuestro Señor mejorando.

[16] Estando aquí yo, todavía tenía cuidado de los monasterios de los frailes. Y como no tenía ninguno, como he dicho[164], no sabía qué hacer. Y así me determiné muy en secreto a tratarlo con el prior de allí para ver qué me aconsejaba, y así lo hice. Él se alegró mucho cuando lo supo y me prometió que sería el primero. Yo lo tuve por cosa de burla y así se lo dije; porque, aunque siempre fue buen fraile y recogido y muy estudioso y amigo de su celda, que era letrado, para principio semejante no me pareció sería, ni tendría espíritu, ni llevaría adelante el rigor que era menester, por ser delicado y no mostrado[165] a ello. Él me aseguraba mucho y certificó que había muchos días que el Señor le llamaba para vida más estrecha, y así tenía ya determinado de irse a los cartujos, y le tenían ya dicho le recibirían. Con todo esto, no estaba muy satisfecha, aunque me alegraba de oírle, y roguéle que nos detuviésemos algún tiempo y él se ejercitase en las cosas que había de prometer. Y así se hizo; que se pasó un año, y en éste le sucedieron tantos trabajos y persecuciones de muchos testimonios, que parece el Señor le quería probar. Y él lo llevaba todo tan bien y se iba aprovechando tanto, que yo alababa a nuestro Señor y me parecía le iba su Majestad disponiendo para esto.

[17] Poco después, acertó a venir allí un padre de poca edad, que estaba estudiando en Salamanca, y él fue, con otro por compañero, el cual me dijo grandes cosas de la vida que este padre hacía. Llámase fray Juan de la Cruz[166]. Yo alabé a nuestro Señor, y hablándole, contentóme mucho, y supe de él cómo se quería también ir a los cartujos. Yo le dije lo que pretendía y le rogué mucho esperase hasta que el Señor nos diese monasterio, y el gran bien que sería, si había de mejorarse, ser en su misma orden, y cuánto más serviría al Señor. Él me dio la palabra de hacerlo, con que no se tardase mucho. Cuando yo vi ya que tenía dos frailes para comenzar, parecióme estaba hecho el negocio, aunque todavía no estaba tan satisfecha del prior, y así aguardaba algún tiempo, y también por tener adonde comenzar.

[18] Las monjas iban ganando crédito en el pueblo y tomando con ellas mucha devoción, y, a mi parecer, con razón; porque no entendían sino en cómo pudiese cada una más servir a nuestro Señor. En todo iban con la manera de proceder que en San José de Ávila, por ser una misma la Regla y Constituciones. Comenzó el Señor a llamar a algunas para tomar el hábito; y eran tantas las mercedes que les hacía, que yo estaba espantada. Sea por siempre bendito, amén; que no parece aguarda más de[167] a ser querido para querer.

El libro de las fundaciones

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