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Introducción

Entre las obras mayores de Santa Teresa, el Libro de las Fundaciones es la historia de un entusiasmo, la crónica de una Reforma, gemela y alternativa a la luterana, llevada a cabo por una mujer (no hay que olvidarlo, en una época antifeminista y de analfabetismo generalizado), fundando dieciséis conventos de monjas y otros tantos de frailes en un tiempo récord, y escrita a ratos perdidos, a lo largo del decenio final de su vida, como un canto a la fuerza de Dios, en tonos de epopeya: «esto se escribe para que nuestro Señor sea alabado»[1], «para honra y gloria suya lo digo, y para que os holguéis de cómo se han fundado estas casas suyas»[2], convencida de que «en estas fundaciones no es casi nada lo que hemos hecho las criaturas; todo lo ha ordenado el Señor por unos principios tan bajos, que sólo su Majestad lo podía levantar en lo que ahora está»[3], de manera que «si bien lo advertís, veréis que estas casas en parte no las han fundado hombres las más de ellas, sino la mano poderosa de Dios... Mirad, mirad, mis hijas, la mano de Dios. De todas cuantas maneras lo queráis mirar, entenderéis ser obra suya»[4].

Y éste es, precisamente, el primer gran valor de esta obra: el ser un escrito de madurez que acompaña la ajetreada travesía de su autora, de los últimos diez años de su existencia, como testigo y documento de su actividad[5], además de ser una fuente de primer orden, un observatorio excepcional, para ver al vivo numerosas realidades de aquella España de la segunda mitad del siglo XVI, desde la óptica de una mujer nada común y que estuvo fuertemente comprometida –con un compromiso crítico, no exento de protesta– con la sociedad de su tiempo[6].

1. Proceso redaccional del libro

Todas las obras de Santa Teresa presentan no pocas dificultades redaccionales debido a su composición «desconcertada», de tener que escribir hurtando el tiempo, a ratos sueltos y con obligadas interrupciones «a causa de los muchos negocios, así de cartas como de otras ocupaciones forzosas»[7], de las que a menudo se lamenta en el transcurso de la escritura: «escribo casi hurtando el tiempo y con pena, porque me estorbo de hilar»[8]; «¡qué desconcertado escribo!, quiérese asiento, y yo tengo tan poco lugar, como veis, que se pasan ocho días que no escribo, y así se me olvida lo que he dicho, y aun lo que voy a decir»[9]; «han pasado cinco meses desde que lo comencé hasta ahora, y como la cabeza no está para tornarlo a leer, todo debe ir desbaratado»[10]. Con todo, sin embargo, pocos escritos pueden documentarse con tanta precisión y lujo de detalles como este Libro de las Fundaciones. Tenemos noticia incluso de la improvisada artesana que preparó los cuadernillos para la inmediata redacción. Fue la famosa Isabel de Jesús Jimena, quien el 20 de julio de 1610 lo declaró en los Procesos remisoriales para la beatificación de la Madre Teresa: «El de Las Fundaciones, hizo esta testigo los cuadernos para comenzarle a escribir, que le comenzó la dicha Madre en este monasterio de Salamanca»[11].

En efecto, en Salamanca, donde se hallaba negociando la compra de la nueva casa para sus monjas, y concretamente el día 25 de agosto de 1573, comenzó a redactar el Libro de las Fundaciones. El mandato, como siempre, partió del confesor de turno, nada menos que del P. Jerónimo Ripalda, que habla leído en el Libro de la Vida la crónica del primer convento, el de San José de Ávila (capítulos 32-36), y «le pareció sería servicio de nuestro Señor que escribiese de otros siete monasterios que, después acá, por la bondad de nuestro Señor, se han fundado, junto con el principio de los monasterios de los padres descalzos de esta primera orden, y así me lo ha mandado»[12].

Ella, que años atrás, estando en Malagón, se había hecho sorda a una locución divina que le había mandado expresamente «que escribiese la fundación de estas casas»[13], ahora no pudo resistir la orden del confesor, conforme a su estilo de actuar, aunque ella misma confiesa que necesitó de nuevo el aliento divino –«Hija, la obediencia da fuerzas»[14]– para emprender la tarea. Y así, entre agobios para allegar los ducados que exigía el propietario de la nueva residencia (el menesteroso caballero Pedro de la Banda), preocupaciones por la construcción material del edificio y murmuraciones e invectivas que hasta en las cátedras se lanzaban contra la desenvoltura de una monja nada convencional, comenzó a escribir los primeros capítulos del libro: el prólogo, que refleja el momento psicológico de la escritora y las intenciones de la obra; cosas del convento de San José de Ávila que se había dejado en el tintero cuando habló de esta fundación en el Libro de la Vida, junto con la visita del fogoso misionero que le abrió los ojos a la realidad de las Indias (cap. 1); la otra providencial visita del superior general de la orden y la conquista fácil a sus designios expansivos (cap. 2); la fundación de Medina del Campo en una noche de feria y encierros (cap. 3); cinco capítulos de sabias advertencias, de «avisos a las prioras» (cap. 4), de «algunos avisos para cosas de oración» (cap. 5), de «cosas importantes para las que gobiernan estas casas» (cap. 6), «de cómo se han de haber con las que tienen melancolía» (cap. 7) y de «avisos para revelaciones y visiones» (cap. 8); más otro capítulo sobre la fácil fundación del tercer convento en Malagón (cap. 9). En total, había escrito 9 capítulos en 29 hojas (58 páginas) previamente numeradas (fol. 1r-32v)[15].

Tras este primer tirón sobrevino un tiempo largo en el que hubo de colgar la pluma. En enero de 1574 marchó de Salamanca a Alba, y de allí a Ávila, y en marzo a Segovia, en compañía de fray Juan de la Cruz, para fundar un convento donde acoger a las monjas fugitivas de Pastrana, hartas de la inaguantable princesa de Éboli. El 30 de septiembre, con prisas, acudió de nuevo a Ávila, porque urgía estar presente en la Encarnación para el acto final de su trienio como priora. Inmediatamente después se recluyó en la tranquilidad de su monasterio de San José, aunque poco más de un mes le duró esa tranquilidad, pues a finales de diciembre tuvo que ir a Valladolid para tratar los asuntos que había provocado la pintoresca vocación de doña Casilda de Padilla. Y posiblemente allí mismo, o a su regreso en Ávila, redactó los tres capítulos referentes a la fundación vallisoletana (cap. 10-12). Durante esta época de su estancia en San José (meses finales de 1574), y a ratos perdidos, siguió con el manuscrito, que fue creciendo con el recuerdo de sus primeros descalzos (cap. 13-14), con la accidentada fundación de Toledo (cap. 15-16), con la más accidentada y efímera de Pastrana (cap. 17) y con la de Salamanca, en noche de ánimas y en casa de estudiantes (cap. 18-19). Así, sin llegar a completar la narración de los «siete monasterios» aludidos en el prólogo, había escrito otros 10 capítulos en otras 33 hojas (fol. 32r-65v).

Y en Ávila, en la famosa arquilla de sus papeles, guardó los cuadernos incompletos, pues a primeros de 1575 tuvo que ir a fundar a Beas, y luego a Sevilla, y desde allí llevar a distancia la fundación de Caravaca; negocios que la ocuparon todo el año andaluz, hasta mayo de 1576.

En cuanto pudo escapó de Andalucía, con la que no acababa de entenderse, y regresó a Castilla, cuyo deseo de verse en ella le parecía como tornar «a tierra de promisión»[16]. El 11 de junio llegó a Malagón, desde donde dio cuenta del viaje realizado en compañía de sus hermanos y con la simpática escena de la lagartija impertinente[17]. El 23 de junio llegó a Toledo. Y allí, pocos días después, su venerado P. Gracián tuvo la feliz ocurrencia de ordenarle que siguiera con las interrumpidas Fundaciones: «me mandó que las acabase», que «poco a poco, o como pudiese, las acabase»[18]. «Harto de mal se me hace –escribía el 24 de julio a su hermano don Lorenzo–, porque el rato que me sobra de cartas quisiera más estarme a solas y descansar»[19]. Con todo, sin embargo, puso manos a la obra, ya que en esa misma carta le dice que saque de su arquilla «los papeles de Las Fundaciones» y se los envíe a Toledo, más «un papel en que están escritas algunas cosas de la fundación de Alba; envíemele vuestra merced con esotros, porque el padre visitador me ha mandado acabe Las Fundaciones y son menester esos papeles para ver lo que he dicho y para esa de Alba»[20]. Pasarían todavía varios meses hasta recomenzar la tarea. El 5 de octubre anunciaba a Gracián: «Ahora comenzaré lo de Las Fundaciones»[21]. Pero a finales de mes le comunicaba con gran satisfacción: «Las Fundaciones van ya al cabo. Creo se ha de holgar de que las vea, porque es cosa sabrosa»[22]. Y el 14 de noviembre, día de San Eugenio, puso el colofón del capítulo 27. Con celeridad que no deja sospechar su lectura, había redactado en poco más de un mes la historia fundacional de Alba de Tormes (cap. 20), de Segovia (cap. 21), de Beas (cap. 22), de Sevilla (cap. 23-26) y de Caravaca (cap. 27). En total, 8 capítulos nuevos en otras 35 hojas más (fol. 65v-99r).

Ahora sí que dio por concluido el libro, pues los amargos sucesos que se precipitaron sobre su Reforma (la presencia del visitador general Jerónimo Tostado, «que nos venía a destruir»[23]; la llegada del nuncio hostil, Felipe Sega, «que parecía le había enviado Dios para ejercitarnos en padecer»[24]; la persecución de los principales descalzos, de Gracián, del P. Antonio, y sobre todo de fray Juan de la Cruz) la fueron convenciendo de que esa historia estaba ya definitivamente acabada[25]. De hecho, a mediados de 1579, y tras un par de paginas en blanco, incluyó en el manuscrito una hoja suelta de medio folio con los «Cuatro Avisos a los Descalzos», recibidos en la ermita de San José de Ávila, y puestos ahí como otro colofón más del libro[26].

Pero la astucia de un recién llegado, el P. Nicolás Doria, que pasó desapercibido en la contienda[27], y la decisiva protección del monarca, Felipe II, que ventilaba en este asunto una rivalidad de mayor alcance con Roma, hicieron cambiar el sesgo de los acontecimientos, lo que permitió a la Madre Teresa que en dos años de actividad febril fundara otros cuatro conventos más, que dieron lugar a otros cuatro capítulos del libro: el de Villanueva de la Jara, debido a la importunación de sus frailes y al mito de la extraña Catalina de Cardona (cap. 28); el de Palencia, el de la gente de «mejor masa» (cap. 29); el de Soria, el menos dificultoso de todos, gracias a la excepcional generosidad de la patrocinadora, doña Beatriz de Beaumont (cap. 30); y el de Burgos, que para ser la última sería también la más difícil de sus fundaciones, por culpa del quisquilloso arzobispo que tanto la hizo sufrir (cap. 31). Estos cuatro capítulos, los más extensos y logrados del libro, fueron escritos seguramente a raíz de los sucesos, in situ, como parece sospecharse por el cúmulo de detalles, la vivacidad del relato y el dinamismo que respiran, además de las referencias locativas y temporales que hay dentro del texto[28], y suman en total 31 hojas nuevas (fol. 101r-131v) de papel distinto[29].

Acabada la difícil fundación de Burgos, el día 26 de julio de 1582 emprendió la Madre su camino de vuelta a San José de Ávila, de donde era priora «por casi todos los votos del convento» (sin unanimidad, por tanto, y además «por pura hambre», como ella misma reveló en fina ironía, dada la escasa generosidad de los abulenses)[30], y adonde quería estar, a más tardar, a finales de septiembre para dar la profesión a su sobrina Teresita[31]. Pero en ese camino de vuelta, el 18 de septiembre se encontró en Medina del Campo con el P. Antonio de Jesús (Heredia), que hacía de vicario provincial en ausencia del P. Gracián, y le truncó los planes con la insensata ocurrencia de que fuera a Alba de Tormes a ayudar a bien parir a la duquesa joven. Y allí, en Alba de Tormes, falleció el 4 de octubre de 1582, a las nueve de la noche. Allí quedó también su manuscrito, al que poco antes le había añadido un par de folios nuevos (fol. 132v-133r) alusivos al cambio de jurisdicción del monasterio de San José de Ávila. Ese par de páginas –algunos editores las intitulan como epílogo, pero el espacio dejado en el original y el anagrama de encabezamiento son signos de que las vio como una pieza nueva o un capítulo aparte– debió escribirlas en alguna pausa de su última caminata (Palencia, Valladolid, Medina), lugares desde donde expidió sus últimas cartas, y cuando se dio cuenta de que ya no podría redactar la historia de la que ella pensaba sería su postrera fundación, la de Madrid[32].

2. Estructura de la obra

El Libro de las Fundaciones está vertebrado sobre un doble propósito, o con una doble intencionalidad que la propia escritora confiesa reiteradamente desde las primeras páginas del prólogo: en primer lugar, «irá señalada cada fundación, y procuraré abreviar, si supiere, sin ningún encarecimiento, a cuanto yo entendiere, sino conforme a lo que ha pasado»[33] esto es, la parte narrativa o de crónica sobre los acontecimientos históricos de cada fundación; y en segundo lugar, la parte didáctica o aleccionadora, tanto para exponer determinados avisos –«también me mandan, si se ofreciere ocasión, trate algunas cosas de oración y del engaño que podría haber para no ir más adelante las que la tienen»[34]– como para consignar las virtudes de sus monjas y la ejemplaridad de sus bienhechores: «Podrá ser que diga alguna cosa de ellas, para que se esfuercen a imitar las que van con alguna tibieza»[35], «para que las que vinieren procuren siempre imitar estos buenos principios»[36].

Este ritmo entre lo narrativo y lo didáctico es una nota común de todos los escritos teresianos y una característica propia de su estilo de escribir. Ella, que es una narradora excepcional, se encuentra incómoda con su oficio de cronista y, en cuanto puede, aprovecha la ocasión para ejercer el de conductora espiritual, engarzando oportunos avisos para el gobierno de sus comunidades, para saber discernir la verdadera oración de otras posibles patologías, y sobre todo de la temible melancolía. De ahí que en lo más animado del relato la veamos que sale de propósito y se “divierte”, para volver luego con alguna de esas expresiones que repite con frecuencia –«tornando a lo que decía, que me he divertido mucho»[37]–, haciendo aparecer como involuntario lo que ha sido intencional[38]; y si eso que ha provocado el salirse de propósito es una cuestión relevante, entonces todo está permitido: «¡Qué fuera he salido de propósito! Y podrá ser que hayan sido más a propósito algunos de estos avisos que quedan dichos, que el contar las fundaciones»[39].

Está claro, pues, que ella concibió el libro no sólo como la crónica de una apasionante aventura, sino también como una plataforma doctrinal y didáctica, en una mezcla de proporciones no muy desiguales[40]. Hay algún momento en que parece decidida a romper el equilibrio, ciñéndose al primer caso, dejando el segundo, el relato de las virtudes de las primitivas, «a quien lo diga mejor y más por menudo, y sin ir con el miedo que yo he llevado, pareciéndome les parecerá ser parte»[41]; o al revés, dejar el primero, el de los sucesos históricos, a «quien lo sepa mejor decir, que yo no hago sino tocar en ello, para que entiendan las monjas que vinieren cuán obligadas están a llevar adelante la perfección»[42], «porque esto escribirán estos padres en otra parte, cómo pasó, no había para qué tratar yo de ello»[43]. Pero enseguida olvida su propósito y vuelve a la alternancia temática, que sólo se desvanecerá en los capítulos finales[44].

Con este doble propósito, el resultado final del libro es una sorprendente teología de la historia, concepto que ella no conocía, pero que realmente se adelantó a hacer, descubriendo y enseñando a descubrir las señales de la presencia de Dios y de sus designios en la vida de las personas y en medio de los acontecimientos. Si el Libro de la Vida es un caso pionero del ensayismo hispánico, por cuanto que en él se encuentra «el acta de nacimiento de la intimidad moderna»[45], «el primer esfuerzo sistemático (si se puede decir en su caso) por verter mediante la palabra escrita, al correr de la pluma, la totalidad de la persona»[46], el Libro de las Fundaciones lo es también de otro modo de hacer teología, signo inequívoco de la modernidad de esta mujer, que también en las letras fundó.

Por otra parte, el libro fue pensado también como un documento de gratitud hacia «los buenos amigos que Dios nos dio»[47], a la multitud de bienhechores que la sacaron de apuros y la ayudaron a llevar a cabo tan gigantesca obra, a fin de que sus destinatarios, presentes y venideros, conozcan «la caridad de las personas que nos han ayudado»[48] y los recuerden siempre: «Nombré a los bienhechores de estos principios, porque las monjas de ahora y las de por venir es razón se acuerden de ellos en sus oraciones»[49], pues «quien leyere estas fundaciones está obligado a encomendarles a nuestro Señor, y así se lo pido por caridad»[50]. Ella, que era de condición natural agradecida[51], no podía actuar de otro modo. Y así se lo recomienda insistentemente a sus lectores: «porque es razón, hermanas, que encomendéis a Dios a quien tan bien nos ha ayudado, si leyereis esto, sean vivos o muertos, lo pongo aquí»[52]. «Bien es, hijas mías, las que leyereis estas fundaciones, sepáis lo que se les debe, para que, pues sin ningún interés trabajaban tanto en este bien que vosotras gozáis de estar en estos monasterios, los encomendéis a nuestro Señor, y tengan algún provecho de vuestras oraciones»[53]. «Estamos todas, hermanas, muy obligadas a siempre en nuestras oraciones encomendarle a nuestro Señor y a los que han favorecido su causa y de la Virgen nuestra Señora, y así os lo encomiendo mucho»[54].

Por el contrario, el Libro de las Fundaciones silencia con celo exquisito los nombres de los otros personajes hostiles, los contradictores y perseguidores, para los que siempre encuentra palabras de comprensión y motivos de disculpa: «el demonio que los cegaba, o Dios que lo permitía»[55]. Dicho así, a fin de cuentas, porque esa era su visión dualista de la vida y del mundo como etapa y escenario del encuentro violento entre el bien y el mal, entre Dios y el demonio, los dos protagonistas también de su gesta fundacional. Cada capítulo del libro es, ciertamente, una batalla sucesiva que libran Dios y el demonio, cada uno con sus huestes respectivas; y de ahí que ella termine viendo las peripecias y contrariedades de cada fundación como “venganzas”, “estorbos”, “enredos” y “trazas” del demonio para que no se hiciese: «paréceme era el demonio, después que he visto lo que ha sucedido»[56], o «en fin, el Señor que lo permitió, que sus juicios son grandes y contra todos nuestros entendimientos»[57].

3. Historia editorial del libro

Mientras que otros escritos teresianos gozaron de una pronta difusión, alentada por la propia autora que los iban pasando a manos de secretarias y amanuenses para multiplicar las copias, del Libro de las Fundaciones no se hizo ninguna en vida de ella, como quien no quería que se leyese antes de su muerte: «mientras fuere viva no lo habéis de ver»[58]. Pero como siempre, ella misma hizo una excepción con su venerado P. Gracián, al que le permitió sacar una copia cuando el libro aún no estaba terminado, copia que pasaría después a Sevilla y que terminó finalmente en Lisboa[59].

Tras la muerte de la Santa, el manuscrito autógrafo quedó seguramente en el convento de Alba de Tormes, y de allí pasó a manos de fray Luis de León, encargado de preparar la edición príncipe[60]. Con sorpresa, en la edición de éste no apareció el Libro de las Fundaciones. Se dijo que no le dio tiempo a ponerlo a punto, dado su exceso de trabajo, y también que no convenía saliese al público por las alusiones a tantos personajes aún vivientes y algunos no bien parados. Así lo declaró Ana de Jesús el 5 de julio de 1597 en los Procesos de Salamanca: «El de Las Fundaciones, de su propia letra de la Madre, también lo pidió su Majestad al doctor Sobrino, que se halló a la muerte del maestro fray Luis de León, y por esta causa se le dieron para que me le volviese a mí, con otros papeles que tenía juntos, para imprimirlo a petición de su Majestad la Emperatriz, que por ocupaciones que había el dicho maestro fray Luis de León no se había impreso, y como murió, quedó comenzado y no se pudo acabar, y así sé que tiene el Rey este libro de Las Fundaciones en poder de su guardajoyas, y que muchas personas desean verle impreso»[61].

En la declaración de Ana de Jesús hay un pequeño error: quien se halló a la muerte de fray Luis de León no era el doctor Francisco Sobrino, sino Agustín Antolínez, y fue éste quien entregó al doctor Sobrino el preciado manuscrito[62]. Aunque poco tiempo pudo gozar de esta herencia imprevista, pues al año siguiente Felipe II solicitaba «los libros originales de la Madre Teresa de Jesús» para su mimada biblioteca de El Escorial. El P. Doria, que le estaba demasiado agradecido, no pudo rehusar el deseo del monarca y cursó la petición al doctor Sobrino (el 3 de junio de 1592), a quien no le quedó más remedio que entregarlo. Y así, de éste, el original pasó a la espléndida biblioteca del rey, adonde más tarde llegaron también los otros autógrafos del Libro de la Vida, Camino de perfección y Modo de visitar los conventos. El P. Yepes, que los recibió, acota: «El rey don Felipe procuró luego los originales dellos y los mandó poner en su librería en San Lorenzo, en el Escurial. Y con tener allí muchos otros originales de santos de la Iglesia, a sólo tres hizo particular reverencia, dando muestras de lo que los estimaba, que son los originales de san Agustín, san Juan Crisóstomo, y los de nuestra santa, haciéndolos poner dentro de la misma librería, debajo de una red de hierro, en un escritorio muy rico, y cerrado continuamente con su llave; los de la santa Madre, por particular favor, se enseñan y dejan tocar como reliquias santas»[63].

Como tardaba en aparecer impreso, del libro se hicieron innumerables copias por personajes interesados y devotos: Francisco Sobrino, María de San José (hermana de Gracián), Francisco de Ribera, Diego de Yepes, etc. Hasta que, por fin, dos personas muy cercanas a la Madre Teresa, que andaban prácticamente exiliadas fuera de España, el P. Jerónimo Gracián y la M. Ana de Jesús, sacaron en Bruselas, en agosto de 1610, la primera edición del Libro de las Fundaciones (libro que la Santa había dejado sin titular)[64]. Salió a la luz muy deficientemente, desde una copia similar a la de su hermana María (copia de Valladolid), y en la que por miedo se había suprimido todo lo que se refería a la vocación de doña Casilda de Padilla, el capítulo 11, «de lo mejor que hay en el libro», a juicio del historiador Jerónimo de San José, quien no ocultaba su antipatía por Gracián[65]. Asimismo, se introdujeron en la edición las variantes y correcciones típicas de Gracián, y se añadió la historia de la fundación de Granada, escrita por Ana de Jesús, pero fuera del ciclo teresiano[66]. Fue la condición que puso Gracián a la Madre Ana: añadir la crónica granadina a cambio de pasar él por la edición de un libro en el que era tan alabado, al menos eso fue lo que dijo a su hermana Juliana, carmelita en Sevilla, en carta del 21 de agosto de 1610: «Hemos acabado de imprimir el Libro de las Fundaciones de la santa Madre, que irá luego allá, aunque yo no quisiera que se imprimiese estando yo vivo por no sé qué boberías que dice de mí en la fundación de Sevilla. Mas la Madre Ana lo hizo porque la reñí mucho por haber dado ciento y veinte reales porque le trasladasen uno, que le pedían de estos monasterios de Francia, y no se puede leer, y es muy necesario para los conventos de acá, y díjele que por cien reales le daría yo ciento impresos»[67].

La edición no tardó en llegar a los conventos de España[68], donde fue muy mal recibida, sobre todo por parte de los superiores de la orden (el general Alonso de Jesús María y sus secuaces), quienes por su aversión a las misiones y a Gracián se lanzaron contra determinadas páginas (capítulos 1 y 23) para ellos inadmisibles. Con todo, la edición tiene el valor, además de ser la primera, de haber servido de modelo a las siguientes, tanto en español (Valencia 1613; Zaragoza 1623; Amberes 1630; incluso la considerada oficial, Madrid 1661), como para las traducciones a otros idiomas: francés (París 1616), italiano (Roma 1622), polaco (Cracovia 1623), latín (Colonia 1626), alemán (Colonia 1649), inglés (Londres 1669), etc[69]. Y hay que decir también que sólo fue superada en 1661, con la edición madrileña de José Fernández de Buendía, que logró recuperar los pasajes omitidos[70].

Fue a finales del siglo XIX cuando los lectores teresianos pudieron gozar de una edición más fiable, concretamente a partir de 1880, fecha en la que don Vicente de la Fuente ofreció la reproducción autografiada del manuscrito original y la transcripción del mismo[71], todo un alarde editorial que cautivó a estudiosos y editores, quienes a partir de entonces, con el espejismo de dicha reproducción, se creyeron dispensados de acudir al autógrafo[72].

A lo largo del siglo XX las ediciones del libro se fueron multiplicando vertiginosamente y por parte de editores bien cualificados, como Silverio de Santa Teresa (BMC, 1918), Efrén de la Madre de Dios (BAC, 1954), Tomás de la Cruz (MC, 1971), Teófanes Egido (EDE, 1976), etc., que a su vez han servido de fuente para numerosas traducciones. Hoy día, enmarcado en las obras completas, se puede decir que no existe idioma que no cuente con su traducción. Sin embargo, a juicio del propio Tomás Álvarez, «quizás el único editor que haya colacionado el texto del libro con el original autógrafo es Silverio de Santa Teresa, y aun él sin gran fortuna»[73]. Esto quiere decir que todos, por más que dijeran otra cosa, seguían editando el texto teresiano por el facsímil autográfico del siglo XIX. De ahí la necesidad –la urgencia– de contar con una nueva edición facsímil del autógrafo, absolutamente fiel, con la transcripción paleográfica del mismo (letra a letra, línea a línea, página por página) y con todos los detalles de un buen aparato crítico. Afortunadamente, esta es la obra que ha logrado llevar a cabo Tomás Álvarez, publicada el año 2003, y que marcará un hito, una nueva etapa, sin duda, en la historia editorial del Libro de las Fundaciones[74].

4. La presente edición

El texto que ahora publicamos ha sido rigurosamente revisado con el de la citada edición crítica-facsímil de Tomás Álvarez, lo que a su vez nos ha permitido incorporar numerosas correcciones con respecto a las ediciones anteriores. Lo hemos adaptado a la ortografía y fonética modernas, siempre que no suponga valor fonológico, y a las actuales normas académicas (signos de puntuación, prácticamente ausentes en el autógrafo teresiano, a excepción de los frecuentes trazos trasversales, y división de párrafos). Hemos resuelto las abreviaturas, los evidentes lapsus (haplografías, metátesis, errores por atracción fónica, etc.) y hemos incluido, entre paréntesis, las referencias bíblicas a las que ella suele aludir de memoria. De acuerdo con las mejores ediciones, y habida cuenta de su utilidad práctica para la localización de textos y el uso de instrumentos de trabajo, mantenemos la división usual y numeración de párrafos.

Asimismo, a pie de página, hemos incluido abundantes notas de carácter filológico, histórico y doctrinal, con el fin de facilitar la lectura, la comprensión del texto y su acceso a todo tipo de lectores. De ahí que la mayor parte de ellas sean aclaratorias, sobre acepciones que han quedado envejecidas, sobre giros y expresiones coloquiales, o sencillamente para que el lector no pierda el hilo de la conversación teresiana, dado que estamos ante un texto eminentemente oral, donde «el hervor de la sintaxis emocional rebasa a cada momento los cauces gramaticales ordinarios»[75] y hace incurrir a la escritora en aparentes descuidos: elipsis, anacolutos, concordancias trocadas, ad sensum (mentales más que lógicas o gramaticales), hipérbatos, incisos y digresiones, razonamientos inacabados por desviación del pensamiento, variación en el empleo de las preposiciones y conjunciones, trocadas unas por otras, etc., etc. Todo eso, en fin, que pueden ser incorrecciones en una lengua escrita, pero que en la lengua hablada es nada menos que «el lunar del refrán»[76], y que en la mayoría de los casos se resuelven fácilmente con sólo leerla en voz alta[77]. Ella escribe como es, como quiere y como habla, y de ahí ese acervo de singularidades sintácticas, fonéticas y morfológicas que la sitúan con toda justicia, cual caso inigualado e inigualable, en la cumbre de la prosa castellana.

Finalmente, queremos advertir al lector interesado que la mejor y más completa información bibliográfica al respecto se encuentra en la obra de Manuel Diego Sánchez[78], lo que, además de remitir a ella, nos dispensa de tener que alargar más estas páginas introductorias.

Salvador Ros García

El libro de las fundaciones

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