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JHS Mª

Comienza la fundación de San José del Carmen

de Medina del Campo

Capítulo 1

De los medios por donde se comenzó a tratar de esta fundación y de las demás.

[1] Cinco años después de la fundación de San José de Ávila estuve en él[95], que, a lo que ahora entiendo, me parece serán los más descansados de mi vida, cuyo sosiego y quietud echa harto menos[96] muchas veces mi alma. En este tiempo entraron algunas doncellas religiosas de poca edad, a quien[97] el mundo, a lo que parece, tenía ya para sí, según las muestras de su gala y curiosidad[98]. Sacándolas el Señor bien apresuradamente de aquellas vanidades, las trajo a su casa, dotándolas de tanta perfección, que eran harta confusión mía, llegando al número de trece, que es el que estaba determinado para no pasar más adelante[99].

[2] Yo me estaba deleitando entre almas tan santas y limpias, adonde sólo era su cuidado de servir y alabar a nuestro Señor. Su Majestad nos enviaba allí lo necesario sin pedirlo, y cuando nos faltaba, que fue harto pocas veces, era mayor su regocijo. Alababa a nuestro Señor de ver tantas virtudes encumbradas, en especial el descuido que tenían de todo, mas de servirle[100]. Yo, que estaba allí por mayor[101], nunca me acuerdo ocupar el pensamiento en ello. Tenía muy creído que no había de faltar el Señor a las que no traían otro cuidado sino en cómo contentarle. Y si alguna vez no había para todas en el mantenimiento, diciendo yo fuese para las más necesitadas, cada una le parecía no ser ella, y así se quedaba hasta que Dios enviaba para todas.

[3] En la virtud de la obediencia, de quien yo soy muy devota (aunque no sabía tenerla hasta que estas siervas de Dios me enseñaron para no lo ignorar si yo tuviera virtud), pudiera decir muchas cosas que allí en ella vi. Una se me ofrece ahora; y es que, estando un día en refectorio, diéronnos raciones de cogombro[102]. A mí cupo[103] una muy delgada y por de dentro podrida. Llamé con disimulación a una hermana de las de mejor entendimiento y talentos que allí había, para probar su obediencia, y díjela que fuese a sembrar aquel cogombro a un huertecillo que teníamos. Ella me preguntó si le había de poner alto o tendido. Yo le dije que tendido. Ella fue y púsole, sin venir a su pensamiento que era imposible dejarse de secar, sino que el ser por obediencia le cegó la razón natural[104] para creer era muy acertado[105].

[4] Acaecíame encomendar a una seis o siete oficios contrarios, y, callando, tomarlos, pareciéndole posible hacerlos todos. Tenían un pozo, a dicho de los que le probaron, de harto mal agua, y parecía imposible correr por estar muy hondo. Llamando yo oficiales para procurarlo, reíanse de mí, de que quería echar dineros en balde. Yo dije a las hermanas que qué les parecía. Dijo una: «que se procure; nuestro Señor nos ha de dar quien nos traiga agua y para darles de comer, pues más barato sale a su Majestad dárnoslo en casa y así no lo dejará de hacer». Mirando yo con la gran fe y determinación con que lo decía, túvelo por cierto, y contra voluntad del que entendía en las fuentes, que conocía de agua, lo hice. Y fue el Señor servido, que sacamos un caño de ello bien bastante para nosotras, y de beber, como ahora le tienen[106].

[5] No lo cuento por milagro, que otras cosas pudiera decir, sino por la fe que tenían estas hermanas, puesto que[107] pasa así como lo digo, y porque no es mi primer intento loar las monjas de estos monasterios, que, por la bondad del Señor, todas hasta ahora van así. Y de estas cosas y otras muchas sería escribir muy largo, aunque no sin provecho, porque a las veces se animan las que vienen a imitarlas. Mas, si el Señor fuere servido que esto se entienda, podrán los prelados mandar a las prioras que lo escriban.

[6] Pues estando esta miserable[108] entre estas almas de ángeles (que a mí no me parecían otra cosa, porque ninguna falta, aunque fuese interior, me encubrían, y las mercedes y grandes deseos y desasimiento que el Señor les daba eran grandísimas; su consuelo era su soledad, y así me certificaban que jamás de estar solas se hartaban, y así tenían por tormento que las viniesen a ver, aunque fuesen hermanos; la que más lugar[109] tenía de estarse en una ermita, se tenía por más dichosa), considerando yo el gran valor de estas almas y el ánimo que Dios las daba para padecer y servirle, no cierto de mujeres, muchas veces me parecía que era para algún gran fin las riquezas que el Señor ponía en ellas. No porque me pasase por pensamiento lo que después ha sido, porque entonces parecía cosa imposible, por no haber principio para poderse imaginar, puesto que mis deseos, mientras más el tiempo iba adelante, eran muy más crecidos de ser alguna parte para bien de algún alma, y muchas veces me parecía, como quien tiene un gran tesoro guardado y desea que todos gocen de él y le atan las manos para distribuirle. Así me parecía estaba atada mi alma, porque las mercedes que el Señor en aquellos años la hacía eran muy grandes y todo me parecía mal empleado en mí. Servía al Señor con mis pobres oraciones; siempre procuraba con las hermanas hiciesen lo mismo y se aficionasen al bien de las almas y al aumento de su Iglesia; y a quien trataba con ellas, siempre se edificaban. Y en esto embebía mis grandes deseos.

[7] A los cuatro años (me parece era algo más) acertó a venirme a ver un fraile francisco[110], llamado fray Alonso Maldonado[111], harto siervo de Dios y con los mismos deseos del bien de las almas que yo, y podíalos poner por obra, que le tuve yo harta envidia. Este venía de las Indias poco había. Comenzóme a contar de los muchos millones de almas que allí se perdían por falta de doctrina, e hízonos un sermón y plática animándonos a la penitencia, y fuese[112]. Yo quedé tan lastimada de la perdición de tantas almas, que no cabía en mí. Fuime a una ermita con hartas lágrimas; clamaba a nuestro Señor, suplicándole diese medio cómo yo pudiese algo para ganar algún alma para su servicio, pues tantas llevaba el demonio, y que pudiese mi oración algo, ya que yo no era para más. Había gran envidia a los que podían por amor de nuestro Señor emplearse en esto, aunque pasasen mil muertes. Y así me acaece que cuando en las vidas de los santos leemos que convirtieron almas, mucha más devoción me hace y más ternura y más envidia que todos los martirios que padecen (por ser ésta la inclinación que nuestro Señor me ha dado), pareciéndome que precia más un alma que por nuestra industria[113] y oración le ganásemos, mediante su misericordia, que todos los servicios que le podemos hacer[114].

[8] Pues andando yo con esta pena tan grande, una noche, estando en oración, representóseme nuestro Señor de la manera que suele[115], y mostrándome mucho amor, a manera de quererme consolar, me dijo: Espera un poco, hija, y verás grandes cosas[116]. Quedaron tan fijadas en mi corazón estas palabras, que no las podía quitar de mí. Y aunque no podía atinar, por mucho que pensaba en ello, qué podría ser, ni veía camino para poderlo imaginar, quedé muy consolada y con gran certidumbre que serían verdaderas estas palabras; mas el medio cómo, nunca vino a mi imaginación. Así se pasó, a mi parecer, otro medio año, y después de éste sucedió lo que ahora diré.

El libro de las fundaciones

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