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Capítulo 2

Cómo nuestro padre general vino a Ávila, y lo que de su venida sucedió.

[1] Siempre nuestros generales residen en Roma, y jamás ninguno vino a España, y así parecía cosa imposible venir ahora. Mas, como para lo que nuestro Señor quiere, no hay cosa que lo sea[117], ordenó su Majestad que lo que nunca había sido, fuese ahora. Yo, cuando lo supe, paréceme que me pesó; porque, como ya se dijo en la fundación de San José, no estaba aquella casa sujeta a los frailes, por la causa dicha[118]. Temí dos cosas: la una, que se había de enojar conmigo y, no sabiendo las cosas cómo pasaban, tenía razón; la otra, si me había de mandar tornar al monasterio de la Encarnación, que es de la Regla mitigada, que para mí fuera desconsuelo, por muchas causas que no hay para qué decir. Una bastaba, que era no poder yo allá guardar el rigor de la Regla primera y ser de más de ciento y cincuenta el número[119], y todavía adonde hay pocas, hay más conformidad y quietud. Mejor lo hizo nuestro Señor que yo pensaba; porque el general es tan siervo suyo y tan discreto y letrado, que miró ser buena la obra, y por lo demás ningún desabrimiento me mostró. Llámase fray Juan Bautista Rubeo de Ravena, persona muy señalada en la orden, y con mucha razón[120].

[2] Pues, llegado a Ávila, yo procuré fuese a San José, y el obispo tuvo por bien se le hiciese toda la cabida[121] que a su misma persona. Yo le di cuenta con toda verdad y llaneza, porque es mi inclinación tratar así con los prelados, suceda lo que sucediere, pues están en lugar de Dios, y con los confesores lo mismo; y si esto no hiciese, no me parecería tenía seguridad mi alma. Y así le di cuenta de ella y casi de toda mi vida, aunque es harto ruin. Él me consoló mucho y aseguró que no me mandaría salir de allí.

[3] Alegróse de ver la manera de vivir y un retrato (aunque imperfecto) del principio de nuestra orden[122], y cómo la Regla primera se guardaba en todo rigor, porque en toda la orden no se guardaba en ningún monasterio, sino la mitigada[123]. Y con la voluntad que tenía de que fuese muy adelante este principio, dióme muy cumplidas patentes para que se hiciesen más monasterios, con censuras para que ningún provincial me pudiese ir a la mano[124]. Éstas yo no se las pedí, puesto que[125] entendió de mi manera de proceder en la oración que eran los deseos grandes de ser parte para que algún alma se llegase más a Dios.

[4] Estos medios yo no los procuraba, antes me parecía desatino, porque una mujercilla tan sin poder como yo bien entendía que no podía hacer nada; mas, cuando al alma vienen estos deseos, no es en su mano desecharlos. El amor de contentar a Dios y la fe hacen posible lo que por razón natural no lo es. Y así, en viendo yo la gran voluntad de nuestro reverendísimo general para que hiciese más monasterios, me pareció los veía hechos. Acordándome de las palabras que nuestro Señor me había dicho[126], veía yo algún principio de lo que antes no podía entender. Sentí muy mucho cuando vi tornar a nuestro padre general a Roma; habíale cobrado gran amor, y parecíame quedar con gran desamparo. Él me le mostraba grandísimo y mucho favor, y las veces que se podía desocupar, se iba allá a tratar cosas espirituales, como a quien el Señor debe hacer grandes mercedes; en este caso nos era consuelo oírle. Aun antes que se fuese, el obispo (que es don Álvaro de Mendoza), muy aficionado a favorecer a los que ve pretenden servir a Dios con más perfección, y así procuró que le dejase licencia para que en su obispado se hiciesen algunos monasterios de frailes descalzos de la primera Regla. También otras personas se lo pidieron. Él lo quisiera hacer, mas halló contradicción en la orden; y así, por no alterar la provincia, lo dejó por entonces.

[5] Pasados algunos días, considerando yo cuán necesario era, si se hacían monasterios de monjas, que hubiese frailes de la misma Regla, y viendo ya tan pocos en esta provincia, que aun me parecía se iban a acabar, encomendándolo mucho a nuestro Señor, escribí a nuestro padre general una carta, suplicándoselo lo mejor que yo supe, dando las causas por donde sería gran servicio de Dios, y los inconvenientes que podía haber no eran bastantes para dejar tan buena obra, y poniéndole delante el servicio que haría a nuestra Señora, de quien era muy devoto. Ella debía ser la que lo negoció; porque esta carta llegó a su poder estando en Valencia, y desde allí me envió licencia para que se fundasen dos monasterios, como quien deseaba la mayor religión de la orden[127]. Porque no hubiese contradicción, remitiólo al provincial que era entonces[128], y al pasado[129], que era harto dificultoso de alcanzar. Mas, como vi lo principal, tuve esperanza el Señor haría lo demás. Y así fue, que por el favor del obispo, que tomaba este negocio muy por suyo, entrambos vinieron en ello.

[6] Pues estando yo ya consolada con las licencias, creció más mi cuidado, por no haber fraile en la provincia, que yo entendiese, para ponerlo por obra, ni seglar que quisiese hacer tal comienzo. Yo no hacía sino suplicar a nuestro Señor que siquiera una persona despertase. Tampoco tenía casa ni cómo la tener. ¡Hela aquí una pobre monja descalza, sin ayuda de ninguna parte, sino del Señor, cargada de patentes y buenos deseos, y sin ninguna posibilidad para ponerlo por obra! El ánimo no desfallecía ni la esperanza, que, pues el Señor había dado lo uno, daría lo otro. Ya todo me parecía muy posible, y así lo comencé a poner por obra.

[7] ¡Oh grandeza[130] de Dios! ¡Y cómo mostráis vuestro poder en dar osadía a una hormiga! ¡Y cómo, Señor mío, no queda por Vos el no hacer grandes obras los que os aman, sino por nuestra cobardía y pusilanimidad! Como nunca nos determinamos, sino llenos de mil temores y prudencias humanas, así, Dios mío, no obráis Vos vuestras maravillas y grandezas. ¿Quién más amigo de dar, si tuviese a quién, ni de recibir servicios a su costa? Plega a Vuestra Majestad que os haya yo hecho alguno y no tenga más cuenta que dar de lo mucho que he recibido. Amén.

El libro de las fundaciones

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