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Ministros, comisionistas y vagabundos

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Marcos Giralt Torrente

Madrid, 2 de abril— Madrid, la ciudad donde vivo, parece desierta. La transitan casi en exclusiva coches de policía, ambulancias y —hasta hoy— fantasmales autobuses urbanos con el único pasaje de su conductor. Apenas hay peatones salvo los privilegiados dueños de perros o los solitarios que acuden a guardar distanciada cola a las puertas de los supermercados. Si desconociéramos las causas, nos regocijaríamos. Es posible escuchar el rumor del agua en las fuentes; el aire ha recuperado su frescor; nadie te roza. La ciudad, toda la ciudad, se muestra de una forma nunca vista: infinitamente menos agresiva pero también más frágil. Lo más similar —un mero reflejo costumbrista—, ese único minuto de algunas madrugadas de vuelta a casa, cuando el alcohol y las prisas por la mañana incipiente se conjuraban para convertir en demasiado fugaz cualquier epifanía.

Mi barrio, Justicia, está en el centro más centro y mi casa, a unos pocos metros de la Gran Vía. Hasta hace dos semanas no tenía más que doblar un par de esquinas para toparme allí con una amalgama de coches atascados y de multitudes humanas entrando y saliendo de oficinas, de restaurantes de comida rápida, de cines y de grandes tiendas de multinacionales textiles. Esta mañana he cruzado esa frontera que me aleja de los aledaños de los tres comercios en los que normalmente me aprovisiono porque, tras varias intentonas fallidas de hacerme con mascarillas protectoras, a través de una app de ayuda mutua vecinal he sabido de una farmacia en la que subsiste un stock agonizante. Adivinaba lo que me encontraría y todos los pensamientos estereotipados que cabía esperar —el decorado vacío, el hormiguero despoblado— han hecho aparición. Temeroso de ser interceptado por la policía, no me he atrevido a más. He llegado a la farmacia, he pagado por un par de mascarillas seis veces su precio real y he emprendido el regreso más calmado, con el salvoconducto que éstas me proporcionaban.

La mañana era fría pero luminosa, sin nubes, con un sol venturoso que iluminaba hasta el más extravagante rincón. Distinguía cada jardinera, cada banco, cada farola y, más arriba, cada marquesina, cada ventana, cada cornisa. El espacio se asemejaba a una realidad aumentada en la que los edificios, restituida su escala real, parecían sobredimensionados. Un escenario demasiado grandioso para los pocos enmascarados que lo mancillábamos. En 15 minutos de paseo no creo que me cruzara con más de cuatro. Ensimismados, apresurados, obedientes, con la mirada baja reacia a concederse el privilegio de la curiosidad. Luego, de pronto, he empezado a fijarme en los homeless, en los clochards, en los vagabundos que han rehuido el confinamiento en el albergue habilitado para ellos. Tampoco eran muchos, los suficientes para que haya llamado mi atención su resiliencia. Quietos en sus oteros, alucinados, con esa indefensión contemplativa de quien concede a los asuntos de los hombres la misma inexorabilidad que a los fenómenos naturales, me han hecho pensar en estatuas trágicas y de inmediato no he podido evitar sentir que todos lo somos.

El otro día Alain Touraine decía en una entrevista que lo que más le impresiona del momento actual es el vacío, la ausencia de actores, el desgobierno. Por encima de los ciudadanos no parece haber nadie. Nuestros dirigentes es- tán tan perdidos como nosotros, sin respuesta ante los retos contemporáneos. Lo único que habría hecho esta crisis sanitaria, así como la económica que se avizora, es ponerlo más a la vista. Y con celeridad se suceden los pronósticos. Proliferan en los periódicos, en las televisiones, en las radios, en el interior de las casas repletas. Los vagos vaticinios de quienes sostienen que todo va a cambiar pero no se atreven a señalar cómo, los apocalípticos que auguran desgracias sin fin, los esperanzados que fantasean con la defunción del neoliberalismo culpable, los flemáticos para quienes el drama prometido se diluirá más pronto que tarde en una especie de gigantesco efecto 2000.

Al parecer uno de los principales inconvenientes con los que se están topando los países que intentan en estos días comprar respiradores mecánicos es que la producción proveniente de China la acaparan comisionistas que los retienen para hacer subir su valor. Mientras tanto, el ministro de finanzas de un país tan civilizado como Holanda, un paraíso fiscal encubierto, nos regaña a españoles e italianos por no haber hecho más con el superávit de los últimos años, olvidándose de que una parte fundamental de éste se fue en pagar los rescates diseñados en la última crisis para que nuestros bancos no dejaran de bombear los intereses con los que otros financiaban su confort. ¿De quién es el futuro? ¿De ellos o de los miles de sanitarios que arriesgan su salud para salvar la de otros?

Diario de la pandemia

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