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Tiempo de virus

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Jorge Volpi

La peste pasará, los libros en el tiempo amarillo

seguirán tras las hojas de los árboles.

Eugenio Montejo

1. Contagio

Un fantasma recorre el mundo, el fantasma del apocalipsis viral. Pocas metáforas han alimentado tanto los miedos del siglo xxi como aquellas derivadas de la biología y en particular de la epidemiología. De pronto, los complejos nexos que hemos ido descubriendo en todos los ámbitos en estos azarosos y desconcertantes tiempos de capitalismo tardío parecen necesitar de este lenguaje para explicar sus desafíos. Decenas de series y películas —de Contagio, de Steven Soderbergh a Doce Monos, de Terry Gilliam, pasando por todo el orbe de zombis que va de The Walking Dead a Guerra Mundial Z— han retratado este pavor que ahora por fin parece encarnarse en la epidemia del nuevo SARS-CoV-2.

Medio vivos y medio muertos, los virus, formados con trozos de material genético recubiertos por una membrana y cuyo único objetivo parece ser reproducirse enloquecidamente, se han convertido en nuestra más grande amenaza, pero también en nuestro mayor anhelo. Trasladándolos del ámbito de las ciencias naturales a la informática, les hemos dado su nombre a esos programas malignos que desquician nuestros aparatos tecnológicos y decimos que se vuelve viral cualquier información que de pronto estalla en redes sociales. También a las células terroristas y a los migrantes hemos querido tratarlos como virus, elementos patógenos que llegan a nuestros países con el único objetivo de invadirnos.

Nuestros mayores enemigos se comportan como virus, están allí, agazapados en algún lugar, hasta que de pronto —como el coronavirus que salta de un murciélago y un pangolín a un humano—, paralizan medio mundo. Virus y zombis, los dos emblemas de nuestra época. El elemento externo que nos inocula desde dentro y los monstruos en los que nos transmutamos: seres desprovistos de voluntad, medio vivos o medio muertos, incapaces de tomar decisiones, obsesionados únicamente con devorarnos unos a otros. Algo semejante a lo que nos ocurre a diario en las redes sociales, donde nos convertimos en estos mismos caníbales descerebrados.

2. Covid-19 y sus metáforas

Miedo al otro. Pánico a las multitudes y a las aglomeraciones. Individualismo exacerbado. Desconfianza hacia las autoridades. Teorías de la conspiración sobre el origen de la pandemia. Teorías de la conspiración sobre el número de infectados. Recuento diario de enfermos y muertos, como en una guerra. La guerra como estrategia política. Fascinación morbosa ante la curva epidémica. Falta de información. Exceso de información. Y, por supuesto, el encierro. Cada uno en su propio país, en su propia ciudad, en su propia casa. Confinamiento voluntario y luego obligatorio. Estados de emergencia y excepción. Fronteras clausuradas. Suspensión de vuelos. Aislamiento frente al resto del mundo. Nacionalismo como legitimación de las medidas extremas. Xenofobia. Expulsión de los extranjeros. La calle como peligro. El mundo virtual como única conexión con el exterior. Aburrimiento, acedia, apatía, depresión. Aumento de la violencia intrafamiliar, de la violencia de género y del abuso infantil. Nuevas formas de convivencia.

Como advertía Susan Sontag en su visionario La enfermedad y sus metáforas (1978), que daba cuenta de la forma de referirnos a los afectados por la tuberculosis y el cáncer, y posteriormente en su El sida y sus metáforas (1989), lo peor que podemos hacer ante un padecimiento clínico es asociarlo con el carácter de quien lo sufre. En vez de ello, deberíamos pensar que cualquier enfermedad, como la producida ahora por el SARS-CoV-2, es sólo eso y no un cúmulo de imágenes que nos llevan a actuar frente a ella y quienes la padecen a partir de nuestros prejuicios. La tarea de reducir a su carácter puramente científico este nuevo coronavirus se torna, sin embargo, ilusoria. Tan misterioso como amenazante, tendemos a antropomorfizarlo, a cubrirlo de significados y luego, de modo irremediable, a politizarlo al extremo.

En este ambiente, florece el miedo y en particular el miedo hacia los otros. Y si esos otros son un poco distintos, extranjeros en particular, más aún. A fin de cuentas, el virus ha llegado hasta nosotros desde la remota China traído por viajeros irresponsables: es un mal que, como quiso insinuar Trump, viene de fuera para despedazarnos por dentro. La distancia social para evitar el contagio se transmuta en cuarentena —otro término lleno de connotaciones apocalípticas—, cerramos nuestras fronteras creyendo que esa medida va a protegernos y, entretanto, desconfiamos de todo lo que se nos dice. El covid-19 nos lanza hacia una nueva era, aún incierta y desasosegante que nos transformará a todos, por unos meses, en hikikomoris. Seres obligados a pensarnos de nuevo en este largo viaje alrededor de nuestros cuartos.

3. Distopía

A fuerza de imaginarla, de ver o leer historias de asteroides mortíferos, invasiones alienígenas, inundaciones o sequías, simios o robots rebeldes, misteriosas epidemias, por fin vivimos una distopía. Un virus desconocido que se extiende por el mundo como el fantasma de Marx —con mayor efectividad— decidido a destruir las sociedades que hemos amalgamado en los últimos decenios. La alarma es legítima: las cifras de contagiados y muertos deberían acentuar nuestra empatía hacia las víctimas y quienes las atienden. Pero, como suele ocurrir en los blockbusters hollywoodenses de catástrofes, la respuesta de nuestros políticos ha sido tan improvisada como caótica. Por más que virólogos y expertos intentaron prevenirnos sobre una posible pandemia, las acciones de las autoridades oscilan entre la improvisación, la prisa y el pánico. Nadie sabe cómo combatir el mal y las soluciones, en teoría apoyadas por la evidencia científica, nos lanzan a nuevos abismos de incertidumbre.

Como en toda distopía, el peligro extremo invoca medidas extremas. De pronto, en Occidente vemos a China con tanta suspicacia como envidia. Si sus dirigentes lograron “aplanar la curva” —frase típica del newspeak de esta era— fue porque impusieron la reclusión como sólo puede hacerlo una nación totalitaria. Y de pronto vemos a países que son ejemplos de democracia instaurando estados de emergencia unilaterales, sin el consenso de sus parlamentos. No se trata tanto de cuestionar las medidas, como su origen: decisiones de los ejecutivos sin la menor discusión pública.

Y, si no envidiamos a China, anhelamos ser Corea. Un sitio donde se “aplanó la curva” gracias a una app que reporta la temperatura de los ciudadanos —así como sus datos personales— a la autoridad. Una nueva distopía: la vigilancia de los cuerpos —una pesadilla de Foucault— a través de la tecnología. Insisto: no se trata de cuestionar el encierro, sino de señalar las tentaciones autoritarias que lo envuelven. Y, si no, veamos algunas conductas en España o Italia: vecinos que denuncian a sus vecinos a la policía por salir a correr o a pasear al perro con el celo propio de agentes de la Stasi.

4. Políticas del virus

No sabemos si son parte de la vida o solo se aprovechan de la vida, pero sí que los virus son, en esencia, información. Son diminutas máquinas ciegas que se limitan a ejecutar órdenes. No deja de resultar paradójico que uno de estos obcecados programas —para colmo dotado con un gran talento para viajar de un ser humano a otro— se haya convertido en la mayor amenaza para nuestra sociedad de la información.

Jamás había ocurrido algo semejante. Epidemias y plagas abundaron en el pasado, pero en sociedades cuyos contactos con otras civilizaciones eran pequeños o nulos y donde la información fluía con enorme lentitud. Por ello el covid-19 luce como la enfermedad prototípica de la globalización neoliberal: un padecimiento que parece provenir de la esencia misma de la cultura que hemos construido en los últimos 30 años y que se vuelve contra ella misma.

Con la caída del Muro de Berlín y de la Unión Soviética, concebimos un mundo que aspira a ser un mercado: intercambios comerciales —y de información— sin fronteras nacionales, reservadas sólo para las personas. Un mundo donde el estado ha quedado reducido al mínimo y donde hasta los servicios públicos terminan en manos privadas. Un mundo de frágiles democracias y gigantes autoritarios como China. Un mundo donde prima el egoísmo y se desdeña la solidaridad. Un mundo donde unos cuantos concentran casi todo el poder y la riqueza. Un mundo obscenamente desigual.

Este es el mundo que a la vez encarna y pone en peligro el coronavirus. Lo primero que hemos visto ha sido un inesperado resurgimiento de los estados nacionales: cada país —y a veces cada región— ha tomado las medidas que ha querido sin ponerse de acuerdo con sus vecinos. Poco importa que el SARS-CoV-2 nos ataque a todos por igual: desenterramos la añeja idea de que, para protegernos, basta un cierre de fronteras. La tentación por mantener las restricciones a la movilidad, de por sí acentuada con la crisis migratoria global —con sus cargas añadidas de racismo y xenofobia—, será difícil de combatir.

La evidente debilidad de nuestros sistemas de salud apunta, por suerte, en la dirección contraria: ¿qué político se atreverá, a partir de ahora, a proponer nuevos recortes al estado de bienestar? Pero quizás esta sea la única melladura en el modelo neoliberal: incluso con la gigantesca recesión que se avecina, no se vislumbran otros remedios que los aplicados ya durante la crisis de 2007-2008: una reconstrucción que sólo beneficiará, de nuevo, a los más ricos, transfiriendo enormes cantidades de recursos de la clase media a las empresas. Lo peor que puede ocurrirnos, al final de la pandemia, es que permitamos que el nuevo mundo esté hecho a imagen y semejanza del covid-19.

5. Encierro

Frente a la enfermedad, el encierro. Desde la antigüedad sabemos que el mayor peligro durante una epidemia somos nosotros mismos. Mucho antes de que descubriésemos el avieso poder de los virus, ya habíamos aprendido a aislarnos unos de otros. De la plaga de Atenas reportada por Tucídides a la influenza española, pasando por la peste negra, el remedio ha sido el mismo: el enclaustramiento en la propia casa y, de ser posible, en la propia habitación. Para romper la cadena de contagio se impone quebrar justo esa compleja red de vínculos que nos convierte en humanos.

Desde que se inició la pandemia de covid-19, hemos regresado al medievo. Ante un patógeno frente al cual no tenemos defensas naturales no queda, otra vez, sino el encierro, sólo que ahora no lo aliviamos contándonos un cuento cada día, sino con los mil cuentos de la red, la radio o la tele. Parecería que, tras milenios de enfrentarnos a las enfermedades contagiosas, no hemos avanzado nada. Si pudiésemos vernos desde el futuro, como ahora miramos a los supervivientes de la peste, el juicio sobre nuestra respuesta a la pandemia de 2020 debería ser mucho más severo.

Aunque se nos diga que esto era inimaginable, las sociedades más desarrolladas de la historia son responsables del desastre. En primer lugar, porque también somos las sociedades más desiguales de la historia, lo cual provoca que el encierro no sea equivalente para todos. Cada año mueren 9 millones de personas por hambre o enfermedades asociadas con el hambre, aunque se trata de 9 millones que a nadie le importan. Si cerramos el planeta entero por el covid-19 es porque afecta, en cambio, a las élites. Élites dispuestas a encerrarse a cal y canto en sus hogares mientras —igual que en la Edad Media— millones de desafortunados mantienen la producción y el abasto de bienes y servicios indispensables para sobrevivir cómodamente al arresto. Si el encierro es el infierno, en sociedades tan inequitativas como las de América Latina, también es un privilegio.

6. Suspensión animada

Cuando los neurocirujanos estiman que un paciente corre peligro de sufrir graves daños cerebrales, optan por una medida extrema: la administración de barbitúricos para causar un coma inducido. La idea es disminuir la presión intracraneal a cambio de postrar al sujeto en un profundo estado de inconsciencia. No es una metáfora descabellada afirmar que las decisiones de nuestros poderes médicos y políticos frente a la pandemia obedecen a una estrategia semejante: paralizar casi por completo nuestras sociedades —los sectores que no se consideran esenciales, y en particular los vinculados con el pensamiento— a fin de reducir la velocidad de contagio.

Frente a la imposibilidad de reunirnos en aulas y auditorios, teatros y salas de conciertos, o en la vía pública, nos hemos conformado con trasladar estas disciplinas al entorno virtual. Miles de profesores y alumnos se reúnen a diario en diversas plataformas, mientras las instituciones culturales han creado raudos programas en línea, que van de recorridos por galerías y museos a obras teatrales omusicales por Zoom a concursos literarios, escénicos o cinematográficos, generando una sobreoferta con la que hemos querido llenar, un tanto neuróticamente, nuestros vacíos recintos analógicos.

Poco antes del estallido de la pandemia —ahora nos parece tan lejano—, las manifestaciones feministas clamaban por un nuevo orden global. Como tantas, esa lucha también ha quedado en suspenso. La disidencia en redes sociales —espacios privados, a fin de cuentas— no tiene el mismo impacto sin su correlato real. Ante la magnitud de la tragedia, los políticos nos exigen unidad, no crítica. No debemos resignarnos: aun confinados, nos corresponde mantener el espíritu contestatario frente a todas las acciones del poder. De otro modo, regresaremos de este coma con un irreparable daño cognitivo.

7. Conejillos de Indias

¿Y si los encerramos a todos en sus casas? ¿Y si durante semanas o meses les impedimos salir a la calle? ¿Y si cerramos sus bares y restaurantes, sus escuelas y universidades, sus parques y centros deportivos, sus cines, teatros y salas de conciertos? Estas malignas preguntas, que parecerían provenir de una novela de Stanislaw Lem o de Ursula K. Le Guin —o, en otro extremo, de Kafka—, son ahora parte de nuestra realidad cotidiana. De pronto, los seres humanos nos hemos convertido en cobayas de un gigantesco experimento social cuyas consecuencias sobre nuestros cuerpos y nuestras mentes son incalculables.

Cada día sabemos más del virus y cada día nos damos cuenta de lo poco que sabemos. No hay duda de que circula de una persona a otra a partir de las gotas que expelimos al hablar, toser o estornudar o de los objetos que tocamos: esta certeza nos ha enclaustrado. Pero la variedad de medidas implantadas en cada sitio, en teoría dictadas bajo criterios técnicos, demuestra que nadie sabe bien qué hacer. Ni siquiera sabemos cuántos infectados hay en el planeta.

Somos conejillos de Indias que, obligados a permanecer entre cuatro paredes —la mayor parte de la humanidad dispone de unos pocos metros cuadrados frente a quienes se distraen o ejercitan en patios o jardines—, de seguro seremos estudiados por los científicos del futuro como una anomalía cuyos desperfectos —depresión, ansiedad, obesidad, paranoia o simple miedo— definieron la tercera década del siglo xxi.

8. Sobrevivir (o no)

Cada crisis —económica, política, social— genera un gran número de perdedores, naciones tanto como empresas e individuos, pero también provoca que, quienes mejor se aprovechan de las circunstancias o de sus ventajas competitivas, salgan ganando del desastre. Ahora que estamos sometidos al feroz ataque de un virus que parecería empeñado en usarnos como medio de cultivo, nos volvemos más conscientes de los férreos dictados de la evolución: quienes mejor se adapten sobrevivirán y quienes no sean capaces de hacerlo correrán el riesgo de extinguirse.

La metáfora evolutiva, tantas veces sacada de contexto, adquiere hoy inquietantes resonancias. Así como este coronavirus logró saltar de animales a humanos, adaptándose para vencer a nuestro sistema inmune —o para volverlo contra nosotros mismos—, unas cuantas compañías y unos cuantos países han sabido valerse del caos para obtener incalculables beneficios. Cuando salgamos del encierro —cuando contemos con una vacuna o nos hayamos inmunizado en masa, con la vasta cantidad de muertes que esta opción conlleva—, el mundo no será exactamente el anterior y los más aptos —que no los más fuertes— habrán aumentado drásticamente su poder o su riqueza.

A los grandes perdedores de la pandemia los reconocemos de inmediato, pues son los mismos de siempre: en el reino de la desigualdad provocado por el neoliberalismo, los más pobres continuarán sufriendo más. Algunas estadísticas ya lo demuestran: en Estados Unidos, la tasa de infecciones y muertes es mucho mayor entre afroamericanos y latinos que entre caucásicos. La razón, por supuesto, no es racial: tiene que ver con los recursos y el acceso a los sistemas de salud. Pronto, en América Latina y África los más desprotegidos enfrentarán idéntica suerte y, como siempre, serán los más afectados por la crisis.

En términos económicos, millones de empresas, grandes y pequeñas, sufrirán, se extinguirán o se volverán irrelevantes —del sector inmobiliario a la industria automotriz y del turismo al entretenimiento y la cultura—, mientras las industrias tecnológicas incrementan alarmantemente sus ingresos. Amazon, denunciado en Francia por no proteger a sus trabajadores, ya ha hecho de Jeff Bezos el hombre más rico del planeta. Google, Microsoft o Facebook se consolidan como poderes omnímodos a los que recurren los desgastados gobiernos nacionales en busca de auxilio. Y lo que mejor saben hacer, por desgracia, es vigilarnos y comercializarnos.

9. Libertad condicional

Para unos, es la prueba de la eficacia del gobierno a la hora de atender la pandemia; para otros, la comprobación de sus mentiras o sus fallos. La misma estadística, fría y seca, usada a conveniencia. Si la ciencia aspira a ser objetiva, sus interpretaciones jamás lo son, y menos todavía sus usos políticos. Así como los nazis exigían una ciencia alemana opuesta a la ciencia judía o los soviéticos impulsaban, con Lysenko, una evolución proletaria, amparada en la cooperación al interior de la misma especie, contraria a la biología capitalista que aseguraba la ávida competencia, en cualquier momento la ideología es capaz de nublar cualquier argumento técnico.

Luego de esta larga cuarentena, el imperioso regreso a la normalidad, o a esa precaria normalidad que llamamos nueva, ha comenzado a asociarse con la derecha —en Estados Unidos, la enarbolan los republicanos—, mientras que la necesidad de mantener la reclusión y la distancia adquiere tintes de izquierda —y es defendida con ardor por los demócratas. Ambos grupos se valen, en teoría, de los mismos datos para justificar sus apuestas. Una vuelta inmediata, incluso cuando las infecciones continúan su curso, luce, así, como una medida típicamente neoliberal, pues privilegia la economía y el lucro sobre salvar vidas, mientras que posponerla parecería una medida progresista impulsada por la solidaridad hacia los más vulnerables.

¿Cuántas muertes de ancianos o enfermos crónicos provocará un intempestivo regreso? ¿Basta con haber “apla-nado la curva”, es decir, con descargar un poco la presión sobre nuestros sistemas sanitarios, para reabrir la temporada de contagios? ¿Para qué este duro encierro si habremos de clausurarlo sin poder anticipar las consecuencias? Ninguna economía resistirá un confinamiento más largo, pero, ¿ello basta para apresurar su reactivación? Los científicos advierten sobre la posibilidad de una nueva y más mortífera ola de contagios en el otoño o de brotes periódicos que obligarán a nuevas medidas de aislamiento. En este periodo de incertidumbre, lo más probable es que nuestra ansiada libertad vaya a ser sólo condicional.

10. En coma

Teatros sin actores ni bailarines. Salas de conciertos sin músicos. Y sin público. Cines y salas de arte sin espectadores. Museos y galerías sin visitantes. Librerías sin lectores. En todo el mundo estos lugares fueron los primeros en cerrarse y serán los últimos en reabrir. El confinamiento ha significado para millones de artistas y trabajadores del arte —técnicos, taquilleros, vigilantes, personal de limpieza, custodios, acomodadores, libreros— no sólo la suspensión de sus proyectos, sino la drástica pérdida de sus ingresos. Y, para incontables empresas culturales —espacios independientes, editoriales, distribuidoras, productoras, promotoras de eventos— el riesgo de desaparecer. Las pérdidas no se limitan, además, a sus participantes directos, sino a las sufridas por la hostelería, la restauración y el turismo.

De un día para otro, creadores, técnicos y administrativos de la cultura se vieron obligados, entonces, a traducir sus actividades al mundo virtual. Unos cuantos ya se dedicaban a producir obras pensadas específicamente para los medios digitales, pero la mayoría debió reconvertirse a toda prisa para intentar salvar sus ingresos o su contacto con el público. El esfuerzo sin duda ha ayudado a que incontables personas atraviesen de mejor manera la cuarentena, pero también nos deja un amplio hiato de reflexión sobre cómo utilizar responsable y creativamente la tecnología, cómo no sucumbir a su agenda oculta —las plataformas son privadas y comercian cínicamente nuestros datos— y cómo combinarla con las actividades presenciales que seremos capaces de organizar cuando termine este periodo de incertidumbre.

Ofrecida como servicio altruista, esta avalancha de actividades virtuales ha sido mayormente gratuita, lo cual ha redundado en un claro beneficio para la sociedad, pero ha acentuado la crisis económica de sus creadores, quienes en buena parte de los casos han sido mal remunerados por su trabajo o de plano no han recibido ninguna compensación por él. En países avanzados, donde los trabajadores de la cultura cuentan con seguridad social y seguro de desempleo, el problema ha sido menor, pero en lugares como México ha significado un profundo deterioro en sus condiciones de vida.

Si de por sí en los países en desarrollo los artistas están mal pagados, la pandemia los ha colocado en una situación insostenible aun cuando son el motor del que depende no nada más el desarrollo intelectual o emocional del orbe, sino un sinfín de empleos. Quien piense que la cultura no es una actividad esencial en tiempos de pandemia yerra por completo. Se trata de un sector vulnerable, como tantos otros, que necesita del apoyo de todos —es decir, del Estado. La cultura genera incontables trabajos y recursos para el país, un argumento que debería bastarles a nuestros gobernantes para apoyarla—, pero, por encima de todo, nos torna verdaderamente humanos. Dejarla en coma representa condenarnos a padecer una enfermedad moral de la que tardaremos décadas en recuperarnos.

11. Empantallados

El trabajo cotidiano, a través de la pantalla. Clases, cursos y talleres, a través de la pantalla. Charlas con amigos, a través de la pantalla. Visitas a padres y abuelos, a través de la pantalla. Fiestas y celebraciones, a través de la pantalla. Conciertos, funciones de danza y teatro, a través de la pantalla. Visitas a museos y exposiciones, a través de la pantalla. Recorridos por parques y jardines, a través de la pantalla. ¿Bodas y entierros? También a través de la pantalla. Todo ello sumado a lo que, en el mundo de antes, ya muchos hacíamos a través de diversas pantallas: abismarnos en toda clase de videos y películas, roer noticias, chatear con conocidos y desconocidos, husmear en las redes sociales de los otros, exhibirnos en nuestras propias redes sociales, leer artículos y hasta libros, jugar o presenciar juegos ajenos, buscar o practicar sexo.

De pronto, el virus aceleró nuestra condición de prisioneros virtuales: si el contagio son los otros, nada mejor que una barrera, un muro o un filtro irrompible capaz de protegernos. En vez de las cuatro paredes de una celda tradicional, nos enclaustramos entre cuatro pantallas: las de nuestros celulares y tabletas, la de la computadora y la de la televisión (la pandemia nos obligó a renunciar a la quinta, la de las salas de cine). La pantalla aspira a ser frontera, pero se trata de una frontera porosa, como las membranas celulares: no permite el paso del SARS-CoV-2, sin duda, pero sí de esos otros virus, las ideas e imágenes que nos invaden a diario.

La pandemia, lo sabemos, ensancha las desigualdades, de modo que, mientras millones han de conformarse con el mundo analógico o con una pequeña pantalla con cobertura o datos mínimos —la precariedad digital—, nosotros apenas nos permitimos descansar de ellas unos minutos al día. Si ello ya era una tendencia, acentuada en millenials y centenials, hoy el confinamiento lo justifica todo. El recuento de nuestras horas en pantalla que cada domingo cintila en nuestros teléfonos inteligentes sería el equivalente de los palitos y diagonales que los presos de ataño arañaban en sus calabozos.

Como cualquier espejismo, la pantalla nos hace creer que estamos afuera, que en verdad interactuamos con nuestras familias y amigos, que cada una de esas sesiones en verdad nos acerca a los demás, y ello basta para que les entreguemos nuestras almas. Si no la vida eterna, se nos concede este remedo de vida que poco a poco se transforma en la vida. Al término de este encierro, cuando —soñamos— al fin nos salve una vacuna, habría que hacer el recuento de cuántas horas pasamos aquí, frente a este espejo de doble cara, mirándonos a nosotros mismos mientras creemos mirar el universo.

Hay quien piensa que, fatigados de tanta pantalla, en el momento de nuestra liberación correremos vertiginosamente hacia el mundo, que atiborraremos parques y las plazas, que nos derretiremos en reuniones familiares al aire libre, que pasearemos como nunca y nos volcaremos a aquellos espectáculos que se nos prohibieron estos meses, aparcando nuestros gadgets. Lo dudo: los primeros días escaparemos, pero lo más probable es que, como perros bien amaestrados, volvamos dócilmente a nuestros nuevos rediles virtuales. Todo ha conspirado para reeducarnos así: las indicaciones del poder médico tanto como la avaricia de las multinacionales tecnológicas, e incluso la buena voluntad de quienes auspiciamos el nuevo bombardeo de cultura digital.

Si ya casi lo éramos, la pandemia nos ha transmutado por completo en cibersiervos: sumisos esclavos de Facebook, Google, Microsoft, Twitter o Zoom, enriquecidos y empoderados a costa de los datos que voluntariamente extraemos para ellos segundo a segundo. Mientras tanto, el trabajo a distancia continuará introduciendo la explotación laboral en nuestros cuartos mientras no se regulen prácticas y horarios: teletrabajadores del mundo, uníos. No se trata de demonizar las pantallas —ya somos cyborgs— sino de mantenernos alerta: fuera de la cárcel virtual que tan diligentemente hemos construido en esos meses ha de haber algo más.

12. Postapocalipsis

Millones de personas contagiadas y cientos de miles de muertos. Millones de personas hacinadas en hospitales, atendidas por médicos y enfermeras con apariencia de astronautas. Y millones, literalmente millones, todavía arrinconados en sus casas, gastándose sus últimos ahorros, royendo sus postreras reservas, subsistiendo con los magros apoyos estatales —donde los hay—, aprovechándose de la buena voluntad de sus parientes y amigos, empeñando sus escasas pertenencias, llenando solicitudes de empleo sin respuesta, vendiéndose al mejor postor o mendigando por las calles.

Si las cifras de infecciones y decesos son tan gélidas como inclementes, las de la crisis económica se aventuran igual de escalofriantes: sin poder calcular aún su impacto global, los primeros datos nos acercan a la Gran Depresión de los años 20 del siglo pasado. Millones de historias que nos resistimos a contar, que nos resistimos a ver, de dolor, frustración, amargura y hambre. Y de una violencia que, en estas condiciones, sólo apunta a recrudecerse en un lugar ya completamente devastado a causa de la guerra contra el narco.

Hemos arribado al postapocalipsis. Si no somos capaces de reinventar nuestras sociedades, encontrando auténticos mecanismos de redistribución de la riqueza —sobre todo impuestos progresivos y, como ha insistido Thomas Piketty, a las grandes fortunas de hasta el 90 por ciento—, nos arriesgamos a que el sufrimiento, el rencor y la violencia nos desgarren por completo.

13. Diario

Cuando, como si fuera un líquido correoso, la pandemia ya había comenzado su rápida expansión por el mapamundi, impregnando China y, desde allí, Italia o España, y vorazmente el resto del planeta, la necesidad humana por narrar esta época desconcertante e inédita se volvió imperiosa. Frente a la sorpresa, el dolor o el miedo, las palabras se volvieron urgentes —artículos de primera necesidad— y la escritura y la lectura fueron redescubiertas como actividades esenciales. Ocurrían tantas cosas en tantas partes, y al mismo tiempo, en el encierro, tan pocas, que el diario se convirtió en el medio más natural para expresar la ansiedad, la esperanza o el asombro cotidianos.

Ante la imposibilidad de contar —o explicar— la conmoción total de la pandemia, al menos podíamos desmenuzarla poco a poco. A finales de marzo de 2020, Guadalupe Nettel y yo comenzamos a buscar a aquellos testigos que, desde distintos lugares del orbe y desde diversas perspectivas, estuvieran dispuestos a compartirnos una de sus jornadas de este tiempo extraordinario. Gracias a todos ellos —imposible mencionar aquí sólo unos nombres—, articulamos este diario colectivo, esta crónica parcial e interrumpida de este tiempo de virus.

Voces que, de Venecia a la Ciudad de México, de Manila a Medellín, de Seúl a Milán, de Luanda a Buenos Aires, pudieran abrir un resquicio de luz en medio de la tiniebla viral. Desde el 28 de marzo hasta el 30 de junio, algunos de los mejores escritores de nuestra época compartieron su experiencia, día tras día, en las páginas electrónicas de la Revista de la Universidad de México. Una suma de dudas y saberes, de guiños y reflexiones, de frustraciones y vislumbres ahora trasladados a este Diario de la pandemia. Un recuento, accidentado y frágil como la vida misma, de cómo la literatura nos impulsa a sobrevivir.

Además, un grupo de escritoras y escritores, jóvenes en su mayoría, complementa con sus reflexiones e impresiones este itinerario, asomándose desde sus balcones reales o imaginarios, eco perfecto que une generaciones distintas en ese extraño tiempo de virus.

14. Volver al futuro

2020. Un año sin año. Un año entre paréntesis. Un año borrado. Un año miniaturizado. Un año sin futuro. Desde que se inició la pandemia, nos hemos visto obligados a adaptarnos a un medio repentinamente hostil e impredecible, el mundo: a pertrecharnos en nuestras casas como refugios antiatómicos (los que tuvimos este privilegio), a asumir la calle como territorio enemigo y a los otros como espías encubiertos —los reptiles alienígenas de V, cuyos interiores virales ignoramos—, a reconvertir comedores o recámaras en severas oficinas, a administrar el largo tiempo que cada mañana nos queda por delante, a inventarnos rutinas para combatir la depresión o la demencia, a incrustar todas las actividades posibles en los escasos centímetros de una pantalla, a contemplar la diaria cuenta de infectados o muertos primero con horror, luego con desconfianza y al cabo con lamentable indiferencia, a batirnos obsesivamente en redes a favor o en contra del presidente, a acostumbrarnos a esta extraña vida que no era la vida.

En la inmediatez de la pandemia, durante este medio año nos privamos de futuro. De un modo u otro, enloquecimos. Y todavía hoy, cuando sin importar si los contagios se multiplican o si florecen nuevos brotes nos apresuramos a recuperar aquello que suspendimos o extraviamos, el porvenir luce igual de nebuloso, igual de inverosímil. Imposible asirnos a ninguna certeza excepto el pasmo reiterado, dominados por la sensación de que todo es endeble, provisional, tan efímero como la normalidad pasada que hoy nos resulta tan ajena. Asomamos las narices al exterior como perros apaleados, husmeando y retrocediendo, escamados y temerosos de enfrentar lo que hay más allá de nuestras verjas —de nuestros prejuicios y de nuestros celulares.

Soñamos con vacunas: el único antídoto frente a la incertidumbre absoluta, el remedio no sólo contra el covid-19, sino contra los temores acumulados en estas semanas de asumirnos domésticos ropavejeros. Asumimos que solo ellas nos devolverán no ya nuestras existencias pretéritas, consumidas por completo, sino el porvenir que la enfermedad canceló de tajo. Sabemos también, pese a que hurguemos las redes en busca de avances optimistas, que ésta no llegará —y sobre todo no llegará a todas partes— hasta el año próximo, en el mejor de los casos. Es nuestro mesías biotecnológico: el salvador que anuncia su próxima venida y nos concede un poco de fe —o de tenacidad— para cerrar los ojos al dolor y seguir adelante.

¿Y mientras tanto? Mientras tanto, como devotos de religiones escatológicas, la ansiosa, lenta espera. Recuperamos bulevares, jardines y playas con la sensación de nunca haberlos visitado, cada espacio libre sabe a recon-quista y se llena con el deslumbrante resplandor de las victorias. Porque en el fondo sabemos que son triunfos precarios: el virus puede reactivarse en una congregación o en una fiesta, en el transporte público o en una maquila-dora, y ello nos llevará a una espiral de confinamientos y liberaciones, confinamientos y liberaciones, el único esce-nario predecible por ahora.

¿Aprendimos algo en este medio año sin medio año? ¿Le dejó al mundo alguna enseñanza o lo veremos sólo como un episodio turbio y extravagante, aunque al cabo anodino, en nuestra marcha histórica? ¿Seremos capaces de soltar nuestros lastres —la oprobiosa desigualdad, nuestras múltiples y enredadas violencias, el rencor y el odio destilados por el encierro, la actual veleidad de nuestros líderes hacia la mentira— o, al revés, dejaremos que nos aplasten? Quizás no haya llegado el tiempo de abandonar nuestros cuarteles, el encierro físico que hemos padecido, sino el de escapar de las jaulas invisibles que hemos edificado a nuestro alrededor en este inconcebible 2020. Se impone escapar de nuestras toscas certezas abonadas por el aislamiento, la desconfianza y el pánico. Es hora de alzar la vista, comprobar que los demás —todos los demás— valen tanto como cada uno de nosotros, de confiar en que quienes piensan distinto no son nuestros enemigos y de imaginar —sí, de imaginar de nuevo— un futuro libre, justo, igualitario.

Diario de la pandemia

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