Читать книгу La querella de los novelistas - Sara Santamaría Colmenero - Страница 10
ОглавлениеI. LA MEMORIA COMO FORMA DE INTEMPERIE. JUAN MARSÉ
Si un solo literato español hubiera de recibir la distinción de «narrador de la memoria», el investido sería probablemente Juan Marsé. Pese a que no fue el primero en novelar la posguerra, el autor barcelonés se distingue de otros miembros de su generación porque ha dejado una huella más profunda en gran parte de los escritores de generaciones más jóvenes. Por esta razón el análisis del universo narrativo de Juan Marsé ocupa un lugar preeminente en este libro. Según Rafael Chirbes, dicho universo está conformado por los despojos de la Guerra Civil. La figura de Marsé actúa como puente entre dos orbes literarios distintos: el mundo de los que aún tuvieron experiencia de la guerra y la inmediata posguerra y el de aquellos que solo han oído hablar de ella. Juan Marsé ocupa un lugar destacado entre los narradores que han hecho del pasado de España el objeto de su literatura y muchos de ellos no dudarían en considerarlo como un maestro. La obra de Marsé, concebida a lo largo de más de cuarenta años, constituye sin duda una indagación sobre la memoria. Resulta tentador situar en este libro a Marsé en el espacio reservado a «los orígenes», pero estos están siempre en continua discusión y la perduración en ese espacio primigenio concierne más al presente y al futuro que al propio pasado. Por ello, mi intención con este análisis es poner de manifiesto la forma como este escritor comprende el pasado y la memoria a través del estudio de algunas de sus obras más significativas. En primer lugar, abordo la cuestión de la forma y el contenido en las obras de Marsé, es decir, los debates sobre la estética realista y su vínculo con la memoria, y explico cómo concibe Marsé la literatura y el realismo, y cómo los vincula con la representación del pasado. En segundo lugar, muestro cómo la preocupación por la memoria de la Guerra Civil, que explosiona en el siglo XXI, tiene un antecedente claro en la figura de este escritor, como muestra su novela Si te dicen que caí (1973). En tercer lugar, confronto a este escritor con cierto concepto de desencanto. Finalmente, exploro la relación entre nación y memoria, y mantengo que en sus obras la nostalgia del pasado conlleva una promesa de futuro vinculada a una concepción de la nación española como republicana y de izquierdas.
En 2009 Juan Marsé recibió el Premio Miguel de Cervantes 2008, el máximo galardón de la literatura en lengua castellana. Lo recibió de la mano del escritor argentino Juan Gelman, padre y abuelo de desaparecidos, que había sido condecorado el año anterior. La necesidad de confrontarse con el pasado había adquirido por entonces una importancia capital en buena parte de los países occidentales, cuyos sistemas democráticos habían sucedido en muchos casos a regímenes dictatoriales. La condecoración con este premio de literatos como Juan Marsé, Juan Gelman o Antonio Gamoneda –todos ellos comprometidos en sus respectivos países con los valores de la democracia– hace pensar en una cierta tendencia en la segunda mitad de la primera década del siglo XXI al reconocimiento –al menos en el ámbito literario– no solo a la carrera literaria de hombres ilustres de habla hispana, sino hacia su propia vida como defensores de valores fundamentales para los regímenes democráticos. Cabe recordar que el año 2006 –coincidiendo con el sexagésimo quinto aniversario de la proclamación de la Segunda República española y el setenta del comienzo de la Guerra Civil– fue proclamado por unanimidad en el Congreso de los Diputados como «Año de la memoria histórica».
En este contexto, como lo había hecho Juan Gelman un año antes, Juan Marsé hizo referencia en su discurso de entrega del Premio Cervantes a la «memoria histórica». En él Marsé manifestó que comprendía su vida y su carrera literaria como una «lucha contra el olvido». Sin duda, su literatura nace del impulso de sus propios recuerdos y su experiencia infantil durante la primera posguerra. Marsé recordó entonces que su voluntad no había sido buscar la verdad a secas, sino la verdad entendida como una forma de belleza. Marsé, que no comulga con la literatura militante, ni piensa que esta pueda cambiar la sociedad, ha hecho de su literatura una herramienta que evidencia la discordancia entre dos mundos, el oficial y el que Marsé considera la realidad. Su obra indaga así en lo que el autor entiende como un desacuerdo entre apariencia y realidad, es decir, entre la imagen que el régimen franquista dibujó de los perdedores de la guerra y cómo afrontaban ellos mismos la vida. Para Juan Marsé la verdad posee un carácter moral y en su obra lo verdadero, lo bello y lo ético conforman una misma urdimbre.
1. JUAN MARSÉ, ¿UN ESCRITOR REALISTA?
Como tendremos ocasión de ver más adelante, el debate en torno a la función de la literatura y a su capacidad para representar la realidad de forma verosímil está muy presente en la literatura de la memoria escrita en los años noventa y en la primera década del siglo XXI. Dicha controversia guarda relación con la polémica que tuvo lugar, en un contexto diferente, en los años sesenta del siglo pasado, y en la que Juan Marsé tomó parte.
Marsé inició su carrera literaria en 1960 con su novela Encerrados con un solo juguete, que daba cuenta de un mundo decadente. Procedente de una familia humilde y operario en un taller de joyería, Marsé fue recibido en la editorial Seix Barral como la promesa de un verdadero «escritor obrero». En aquellos años el llamado «realismo social» constituía la tendencia dominante, en armonía con el compromiso social y político de los creadores antifranquistas. Muchos de los que recibieron a Marsé con los brazos abiertos habían participado en febrero de 1959 en un simbólico homenaje al poeta Antonio Machado en la ciudad francesa de Collioure. Dicho acto canonizó al poeta republicano como un referente político, moral y –en menor medida– estético dentro del mundo literario de la resistencia. El homenaje a Machado se convirtió en una forma de protesta y constituyó un acontecimiento relevante para un proyecto literario que entonces abogaba por un «realismo crítico y social». Sin embargo, pese a las expectativas creadas entre aquel grupo, el que podría haber encarnado la figura del escritor con «conciencia de clase» publicó, en pleno debate sobre las funciones de la literatura, una novela que adoptaba una actitud satírica ante las consignas sobre la realidad y el comportamiento de las clases que gobernaban la dialéctica de muchos jóvenes universitarios antifranquistas.
Para un lector actual puede resultar desmesurada la reacción que una novela como Últimas tardes con Teresa (1966) despertó entre algunos miembros del Partido Comunista en el momento de su publicación. En ella Marsé no ponía en cuestión el concepto de clase social, pero arremetía con ironía y mordacidad contra algunas de las ideas del materialismo histórico que manejaba la juventud universitaria de la época. El escritor demostraba que no estaba dispuesto a ser catalogado bajo el epígrafe de vanguardia del proletariado. Con la publicación de Últimas tardes con Teresa Marsé tomó distancia con respecto al realismo crítico –entonces de moda entre los miembros del denominado grupo de Barcelona– y las teorías de José María Castellet.1 Él, que militaría por un breve periodo de tiempo en el seno del Partido Comunista de España y asistiría incluso, durante su estancia en París, a los cursos de formación de Jorge Semprún, no creía en la aplicación de las teorías de la escuela rusa a la novela. Para Marsé la literatura no tiene una mera funcionalidad política, ni puede cambiar el mundo, por sí sola.
Sin embargo, con el tiempo Marsé llevará con orgullo el ser considerado un escritor realista. En el mencionado discurso, pronunciado durante la ceremonia de entrega del Premio Cervantes en 2009, el escritor confesaba que no le habría disgustado satisfacer las expectativas de aquellos que esperaban la gran novela sobre la clase obrera de la Barcelona de posguerra, pero que lo que él deseaba entonces era precisamente dejar de ser un obrero y salir del taller donde trabajaba. Ahora bien, la relectura del realismo que Marsé ha llevado a cabo en la mayor parte de sus obras no entra en conflicto con los continuos interrogantes que se formula el escritor sobre el problema de la memoria.
Marsé ha sido identificado como miembro de la llamada generación del medio siglo –la de los «niños de la guerra»–, que había hecho de la experiencia de la Guerra Civil y de sus dificultades para recordar lo ocurrido el hecho fundamental de su literatura.2 Sin duda, la memoria está presente en las obras de Marsé desde la escritura de su primera novela, pero es a partir de la publicación en 1973 en México de Si te dicen que caí, cuando el recuerdo del pasado y el mundo que sobrevivió a la Guerra Civil española ocupan el lugar central de su universo narrativo, un espacio que ya no abandonarán en el resto de su obra. La preocupación por la memoria y el recuerdo está presente ya en las obras de los denominados «niños de la guerra» publicadas en los años sesenta y setenta. Rafael Chirbes, en el que es sin duda uno de los mejores ensayos sobre Si te dicen que caí, puso de manifiesto cómo esta novela dejó una huella indeleble en muchos jóvenes que, como él, la leyeron entonces de forma clandestina y que harían más tarde de la Guerra Civil y sus consecuencias una cuestión fundamental en sus obras literarias. El escritor valenciano otorgó a Si te dicen que caí el privilegio de ser una novela fundacional. Chirbes consideró la narrativa de la memoria posterior a esta novela de Marsé, e incluso las novelas de este publicadas después, como una suerte de epígonos que nunca habrían alcanzado la calidad y complejidad literaria de aquella. A ojos de este escritor, el Marsé de Si te dicen que caí había devorado a sus predecesores para fundar una mirada nueva, «para contar como si fuera la primera vez algo que parecía que ya había agotado su capacidad de ser dicho».3 Para ello, Marsé había partido en su empresa de lo que Chirbes llama certeramente «material de derribo».
Si te dicen que caí fue, según Marsé, una novela escrita bajo un profundo ensimismamiento, mientras se hallaba sumido en una gran desesperanza ante la estabilidad del franquismo, sin pensar en la censura, ni en que pudiera ser publicada alguna vez. Esta novela vio la luz en un momento en el que el canon literario del realismo social estaba siendo cuestionado y tenía lugar en España un enardecido debate en torno a cuál debía ser la función de la literatura, en el contexto de la dictadura. Unos años antes de la publicación de Si te dicen que caí, Juan Goytisolo había situado la memoria como centro del mundo subjetivo y la indagación personal en Señas de identidad (1966) y Juan Benet había hecho de los ecos de la guerra la pesadilla constante de los habitantes de Región en Volverás a Región (1967). Ambas novelas rompían con la posibilidad de dar sentido a través de un relato lineal a los fantasmas y los horrores de la guerra. Sin duda influenciado por una forma de escribir que buscaba entonces sus referentes culturales en los primeros estratos de una tradición sepultada bajo el conflicto –así como en las vanguardias europeas–, Marsé inició el que sería su viaje iniciático a la infancia, y lo hizo de una forma tan genuina que marcó un antes y un después en su propia trayectoria literaria. No en vano, Si te dicen que caí ha sido considerada un hito de la narrativa contemporánea española. La publicación de esta novela situó a Marsé en un lugar tan alejado del realismo social como del grand style al que aspiraba Juan Benet o, al menos, así ha sido interpretado después. Hacia mediados de los años setenta Marsé era identificado por los críticos contemporáneos como protagonista, junto con otros escritores, de una revolución del lenguaje que rompía con los moldes minoritarios y aislados del experimentalismo, sin renunciar a la autonomía del arte, es decir, que investigaba y nombraba la realidad conflictiva desde una perspectiva creadora. Esta revolución narrativa de la que formaba parte Marsé se veía como el fruto de un camino iniciado en 1968 y, por tanto, constituía una relectura del realismo crítico que promovía la revolución social. Para sus contemporáneos, Marsé no había abandonado completamente, con la publicación de Si te dicen que caí, la senda del realismo crítico. Pero la relación entre literatura y sociedad, entre el cambio literario y el social, ya no era interpretada como una relación entre la causa y su efecto, sino de forma más compleja.4
Posteriormente, la obra de Marsé fue interpretada a partir de un esquema que enfrenta el realismo popular con la literatura de vanguardia, entendida como literatura burguesa.5 No obstante, Si te dicen que caí no encaja bien en dicho esquema. William Sherzer trató de discernir el lugar que ocupaba dicha novela en el ámbito del realismo y salvaguardar su carácter, sin duda comprometido, de las críticas que prontamente recibieron quienes se posicionaron radicalmente en contra del realismo social y abanderaron la idea del arte por el arte. El compromiso de Marsé y su lugar dentro de la corriente realista, opuesto radicalmente al experimentalismo, era para algunos evidente, en vista del compromiso político del autor, expresado fuera de sus novelas. En este sentido, Marsé se perfilaba como alternativa a la literatura de Juan Benet o Juan Goytisolo. No obstante, la cuestión de si puede considerarse o no a Marsé como un autor realista ha sido objeto de debate continuo y estuvo presente en las discusiones eruditas a principios de los años noventa.6 Así, Juan Marsé fue comparado con Benito Pérez Galdós y ambos situados en la tradición literaria cervantina.7 La cuestión que aquí nos preocupa, sin embargo, es cómo se entiende el realismo en relación con la llamada literatura de la memoria y cómo Marsé contribuye a conformar esta última, al situarse como un referente en la literatura española contemporánea.
Comenzaremos, por tanto, con la novela que más dificultades presenta para los críticos a la hora de situar a Marsé en la estela de la literatura realista española. Si te dicen que caí constituye sin duda la despedida de Juan Marsé del barrio pobre de su niñez, un barrio que ya no existe en Barcelona. Marsé no encontró una forma mejor para resolver los problemas que le planteaban la imaginación y los recuerdos a la hora de contar el alma de su pasado, que recurrir al ya célebre mecanismo de las «aventis». Las aventis son las historias que los niños de un barrio pobre se contaban en torno a un corro. En ellas los héroes cinematográficos y los vecinos del barrio tropezaban en un mismo escenario en el que los presentes y el propio narrador protagonizaban mil y una aventuras. Como se explica en Si te dicen que caí, la aventi es «un reflejo de la memoria del desastre, un eco apagado del fragor de la batalla», «hablar de oídas, eso es contar aventis». En verdad Si te dicen que caí constituye toda ella una aventi en la que las diferentes voces que traman la historia se desmienten unas a otras, y en la que no puede distinguirse un centro o una voz con más autoridad que las otras, porque el presente y el pasado se entrelazan de tal forma que al lector le resulta casi imposible diferenciarlos.8 Según ha manifestado Juan Marsé en innumerables ocasiones, fueron los versos del poeta Antonio Machado, que encabezan la novela, los que le inspiraron: «En los labios chicos, las canciones llevan confusa la historia y clara la pena». La novela se situaba de esta forma –como lo harán tantas otras escritas en la primera década del siglo XXI– bajo el auspicio del poeta republicano. Su objetivo era obtener, a partir de muchas mentiras, una verdad literaria que reflejara el espíritu del barrio y, en definitiva, de la España de la posguerra. Puede parecer contradictorio que una novela cuya historia resulta confusa constituya para algunos escritores el pilar sobre el que reposan las diversas formas del realismo español actual, como afirmaba Rafael Chirbes. Si te dicen que caí es considerada hoy en día como un referente ineludible para la escritura de la memoria. Chirbes identifica la narrativa de la memoria con lo que hoy se entiende por literatura realista, pero a ojos del valenciano, los sucesores de Marsé no habrían «conseguido volver a darnos la misma potente impresión de contradictoria vida (se han quedado en la desconstrucción postmoderna), ni tampoco su capacidad para convertir la memoria en desazón, porque, en el complejo juego de equilibrios de Si te dicen que caí, la memoria no es jamás un refugio, ni una guarida en la que agazaparse, (...) sino una forma de intemperie».9
La diferencia entre Marsé y «sus sucesores» estriba, según el escritor valenciano, en que el soberbio esfuerzo realizado para recuperar el tiempo perdido y reparar las injusticias desemboca en Si te dicen que caí –como ocurre también en el resto de sus novelas– en un estrepitoso fracaso. Este constituiría el hecho diferenciador con respecto a otros escritores que han tratado posteriormente el pasado español. En cierto sentido Marsé culminaba con esta novela el proceso iniciado con Últimas tardes con Teresa, donde se había rebelado contra las teorías del «realismo crítico», que insistía en la función social de la novela al servicio del antifranquismo. A pesar de ello, Si te dicen que caí es considerada como texto de referencia para muchos autores que, contrarios a los excesos discursivos, han narrado más tarde el pasado español con una vocación realista. La escritura radical e irrepetible de Marsé no será, por tanto, desdeñada como muestra de un estilo artificioso característico supuestamente de una escritura «burguesa», contraria a la tradición española –como ocurrirá con algunas novelas de Juan Benet y Juan Goytisolo–. El escritor valenciano confesó que nunca antes de la lectura de Si te dicen que caí un libro le había atrapado con tanta violencia. A sus ojos la diferencia radicaría en que en Marsé la revolución lingüística estaría al servicio del propósito narrativo, mientras que la tensión estética sería solo una necesaria reordenación de la ética. Al fin y al cabo, como tendremos ocasión de ver, aquello que es considerado realista varía según el momento histórico. En el periodo que nos atañe, el realismo tiene que ver más con un posicionamiento ético y político que con un canon estético. Chirbes comparaba a Marsé con Benito Pérez Galdós a través de las palabras que el poeta Luis Cernuda había dedicado al escritor decimonónico; Marsé, al igual que Galdós, decía, «es tan grande que sabe colocarse a la altura de sus propios personajes, incluso de los que nos pueden parecer más abyectos, y se pone tan a ras de suelo que los tontos y los pedantes lo toman por pequeño».10
En un sentido muy similar se pronunciaba Antonio Muñoz Molina sobre la influencia que la obra de Marsé, y en especial la lectura de Si te dicen que caí, había tenido en su juventud y en sus comienzos como escritor:
Su técnica no era un juego petulante, al uso de las que se llevaban entonces, sino la metáfora necesaria de la imaginación y la memoria, porque escribir una novela es inventar y recordar y erigir la palabra contra el olvido y convertir en mitología la propia historia y el pasado inmediato, los paraísos amargos de la infancia, las narraciones de heroísmo y desgracia que nuestros mayores nos legaron.11
2. FICCIÓN Y REALIDAD PARA UN CONJURADOR DE LA MEMORIA
Juan Marsé ha dado cuenta en numerosas ocasiones de cuál es su idea de la novela. Lo ha hecho fundamentalmente a través de personajes que se pronuncian en sus relatos en torno a esta cuestión, sin recurrir a las estrategias de la metaficción, que advierte al lector sobre el carácter ficticio del texto que tiene entre sus manos y hace explícitos los problemas que se derivan de la relación entre ficción y realidad. En 1977 Marsé publicó en la revista Por favor –en su sección habitual, que llevaba por título «Confidencias de un chorizo»– el relato titulado «Informe sobre intelectuales en absoluto inquietantes». Con la ironía y la burla características de dicha página, Marsé arremetía mordazmente contra las teorías entonces en boga sobre la destrucción del lenguaje. La célebre conversación (que supuestamente había tenido lugar tras una conferencia) entre un novelista «experimental» y un lector del público, que había asistido a la charla, ilustra la idea de la novela que posee Marsé y justifica su adscripción a una literatura autoproclamadamente realista.
Novelista. –Y ahora, si desean preguntar... Ahí veo un brazo alzado. ¡Cuántos recuerdos sarnosos, ese gesto fascista! (Risas)
Lector. –No he entendido su última novela.
N. –Ofrece varios niveles de lectura. ¿Cómo la ha leído usted?
L. –La he leído sentado.
N. –Me refiero a niveles narrativos, pobre víctima del lenguaje oficial. L. –Ah. Pues la he leído con un desinterés desnarrativo creciente, como aconseja la mafia de escritores sudamericanos en París. Es decir, a un nivel gutural.
N. –Tenga usted en cuenta que en esa obra hay una consciente e higiénica destrucción del lenguaje.
L. –Ya. He procurado moverme con soltura entre tanta destrucción y ruina, pero todo ha sido inútil. Mi pregunta es: ¿si destruimos el lenguaje, cómo nos entenderemos los pobres transeúntes extraviados en una ciudad, por ejemplo, Logroño?
L. –A la novela moderna no le incumbe esa cuestión: sí explorar nuevas cotas heterodoxas del lenguaje: sí ganar nuevos espacios al mar, como hace Holanda. [...]12
En la novela publicada al año siguiente, en 1978, que lleva por título La muchacha de las bragas de oro, Marsé da vida a un falangista arrepentido tardíamente, Luys Forest, que reinventa su pasado mientras escribe sus memorias. Marsé escribió esta novela como revulsivo frente a la lectura de Descargo de conciencia (1976), título de las memorias de Pedro Laín Entralgo. En esta novela Marsé introduce un personaje, la sobrina de Forest, que actúa como una voz que sirve de contrapunto a la del escritor falangista, ya que ambos no solo discuten el texto de las memorias de Forest, sino que es ella quien lo pasa a limpio e introduce anotaciones entre paréntesis. Los analistas coinciden en señalar que es Marsé quien habla por boca de Forest cuando este personaje se pronuncia en contra de la deconstrucción del lenguaje:
[Mariana] –Conozco ese rollo. Otra cosa, pico de oro: no hay evolución en tu lenguaje: no has hecho nada por destruirlo: demolerlo: aniquilarlo: incluso diría que plagias: el tono que empleas siempre me suena.
[Luys Forest] –Ah, eso... No hay buena literatura sin resonancias. En cuanto a la dichosa destrucción del lenguaje, su función crítica y otras basuras teorizantes y panfletarias de vanguardistas y doctrinarios, permíteme, sobrina, que me sonría por debajo de la próstata. Detesto las virguerías ortográficas, estilísticas y sintácticas. Qué quieres, yo todavía me tomo la cavernícola molestia de reemplazar una coma por un punto y una coma. ¡Qué manía esa, de querer destruir el lenguaje! Bastante destruido está ya el pobre.13
Marsé ha mantenido sus ideas sobre la novela y el lenguaje a lo largo de su carrera literaria. En su discurso de entrega del Premio Cervantes, manifestaba su falta de interés por la teoría acerca de la naturaleza y finalidad de la ficción. Decía disponer de mil y una respuestas para la pregunta «¿qué se entiende hoy por novela?», pero confesaba que ninguna de ellas le había ayudado a la hora de ponerse a escribir.14 Como ya he señalado, Marsé ha reflexionado sin embargo, abundantemente, sobre la función del arte y la ficción a través de los pensamientos de sus personajes, como parte de la trama de sus relatos. El mecanismo de las aventis representa mejor que ningún otro esta actitud frente al texto y la realidad. Solo a regañadientes, en contadas ocasiones, el escritor se ha pronunciado sobre cuestiones de teoría literaria. Marsé tiene por horizonte lo que llama «la quimera de la realidad», una suerte de belleza que carece de ánimo de denuncia.
A eso que llamamos realidad yo, en privado –digamos en la cocina del escritor–, suelo tratarla con cierto desdén: la rajo, la destripo, la troceo, la adobo, la guiso y le doy otro sabor. Le cambio la nariz a la señora realidad porque tal cual es, el dato real no me sirve. Siempre he creído que un autor, por muchos datos reales que acumule en una novela: personajes y hechos y lugares y fechas verificables, no aumentará la ilusión de realidad, lo cual no quiere decir que yo desdeñe a esa terca señora. Es más, llevo con orgullo el estigma de escritor realista. Pero es esa quimera de lo real lo que me interesa. La ficción no aspira a ser la realidad, no quiere ocupar su puesto; quiere representarla, pero no suplantarla. En los buenos relatos las cosas aparecen y se manifiestan allí donde no se las nombra.15
En las novelas de Marsé está presente el cuestionamiento sobre el lenguaje, la realidad y la verdad, así como la reflexión sobre la naturaleza del arte, si bien rehúye el artificio innecesario y mantiene una cierta veneración por «lo real». Así lo manifestaba en el discurso de entrega del Premio Cervantes: entre la figura del Minotauro, constructor y prisionero de su obra, Marsé elige encarnar a Teseo y regresar del laberinto para poder contarlo.16 Refiriéndose a la dualidad cultural y lingüística de Cataluña, Marsé hacía en el mencionado discurso una defensa firme del realismo:
Puede que comporte efectivamente un equívoco, un cierto desgarro cultural, pero es una terca y persistente realidad. Y el realismo, además de una sensata manera de ver las cosas, es una corriente literaria muy nuestra, y que aún goza de un sólido prestigio, pese a los embates de la caprichosa modistería. En fin, no quiero instalarme en la identidad cultural para dar lecciones a nadie y tampoco pretendo hacer aquí una defensa excesiva del realismo. Pero, como dijo Woody Allen en una de sus buenas películas, el realismo es el único lugar donde puedes adquirir un buen bistec. Quizás no estaría de más tenerlo en cuenta.17
Su amigo el escritor Manuel Vázquez Montalbán, quien también hizo de la memoria el motor de su literatura, distinguía dos formas de realismo: el realismo de la «representación» y el del «desvelamiento», entendiendo este último como un realismo crítico que muestra aquello que permanece oculto.18 Según Colmeiro, Manuel Vázquez Montalbán concibe su literatura como desenmascaradora y la dota de un carácter memorialista. En mi opinión, Marsé entiende el realismo de su literatura en un sentido similar, como compromiso con lo que está, pero solo puede evidenciarse a través del arte. Asimismo, la literatura forma parte para Marsé de un proyecto que escruta la memoria. Como arma contra el olvido, sus obras desvelan a un autor que es consciente de que el olvido no solo es un arma política al servicio del poder, sino también la contrapartida de la memoria y una cuestión inevitable del paso del tiempo. Marsé considera que la biografía de todo escritor y la suya propia está contenida de una u otra forma en sus novelas. La memoria es para él la fuente y la materia de la escritura, ya que a sus ojos no hay escritura sin memoria. El carácter vital que Marsé concede a la memoria se evidencia ya en el origen del proyecto Imágenes y recuerdos.
A principios de la década de los setenta, cuando se hallaba inmerso en la difícil escritura de Si te dicen que caí, Marsé recibió un encargo de su editor Carlos Barral. Debía preparar los textos y seleccionar los documentos y fotografías para un libro que había de ser una especie de almanaque de la década de los años treinta. En él habrían de ser referidos y comentados los principales acontecimientos de una época que había resultado fatídica para España y poco halagüeña para el resto del mundo, especialmente para Europa. El libro, al que seguirían otros dos sobre las décadas posteriores, contenía unas páginas destinadas a que el lector constatara en ellas sus propios recuerdos y comentarios. El proyecto, conformado por varios volúmenes, se llamó en su conjunto Imágenes y recuerdos y, al parecer, surgió de la voluntad de aprovechar el inmenso material que Marsé había recogido en las hemerotecas mientras preparaba Si te dicen que caí.19 Aquel proyecto singular, lejos de distraer para siempre a Marsé de la redacción de su libro, le ayudó probablemente a enriquecer y alimentar los recuerdos de su infancia con los que se debatía en su novela. Las páginas del libro, que fue titulado finalmente Imágenes y recuerdos. 1929-1940. La gran desilusión, están precedidas por una nota que bien podría ser fruto de la mano de nuestro escritor. En ella se dibuja el horizonte moral en el que Marsé situaría, a partir de entonces, toda su obra. Su objetivo no será otro ya que «hacer memoria» y «resucitar la experiencia de una época», para la propia evocación y la de los descendientes. Esta nota, que precede también al segundo tomo de esta obra, 1939-1950. Años de penitencia, reza lo siguiente:
Este es un libro personal de recuerdos: así ha sido íntegramente concebido. Sus partes impresas no pretenden consignar nada que el lector no sepa. Pretenden ordenar lo que se supo de la década de los años 30, de modo que en cualquier momento al cabo del tiempo, su lectura o el simple hecho de ojearlo permitan hacer memoria, resucitar el contexto público, universal, de lo que fue la vida de los hombres en esos años. Las páginas enmarcadas en rojo se proponen a la colaboración del lector, a la consignación de ciertos datos de su vida particular, privada y profesional, que también a lo largo del tiempo le permitirán hacer memoria, resucitar su experiencia de esa época para su propia evocación y la de sus descendientes. Una fotografía, un billete de tren, un programa de teatro, el fragmento de una carta, o una nota manuscrita, obrarán en los años como signos resucitadores. Probablemente, a la larga, las páginas ahora por llenar, serán las más importantes del libro para cada lector y, sobre todo, harán de cada ejemplar un libro único y totalmente irremplazable: el libro de cada cual.20
En este sentido, las obras de Marsé podrían ser entendidas como un combate –perdido de antemano– contra el olvido, como instrumentos que en última instancia quieren evocar el recuerdo; como si el escritor dejara para la historiografía y la crónica lo relativo al contexto público de una época, mientras que la reflexión sobre la intimidad, los sentimientos y las vivencias de los seres humanos parecen, quizás por su complejidad, materia de la novela. A diferencia de lo que ocurre en el proyecto encargado por su editor, donde se pretende dejar constancia de lo ocurrido «tal y como sucedió», en sus novelas la preocupación de Marsé corresponde a la experiencia del pasado, tal y como fue percibido por la mirada del niño que fue. Sin embargo, el carácter del proyecto Imágenes y recuerdos, los textos, las fotos seleccionadas, los comentarios al pie de las fotografías e ilustraciones y, sobre todo, las páginas en blanco dedicadas a que el lector dejara allí constancia de sus propias vivencias muestran que la voluntad última de ese proyecto no era solamente constatar lo ocurrido –al fin y al cabo, la censura condicionaba los contenidos y aconsejaba la prudencia en la redacción de los textos y explicaciones históricas–, sino generar en el lector una reacción frente a su propio pasado e inducirle a recordar. Visto desde este punto de vista, el proyecto iniciado con 1929-1940. La gran desilusión (Imágenes y recuerdos) y Si te dicen que caí serían dos caras de una misma moneda que conforman el leitmotiv de la obra marseana: la lucha interna del sujeto contra el olvido.
En 1989 José María Carandell relevó a Marsé en la preparación de los textos del libro que constituiría el tercer volumen de aquella serie de «almanaques», el correspondiente a la década de los años cincuenta. Manuel Vázquez Montalbán, por su parte, haría lo propio con las anotaciones iconográficas. Marsé se haría cargo esta vez del prólogo, en el que ponía de manifiesto cómo en España «seguimos empeñados en la urgente tarea de sobrevivir entre las ruinas y la ceniza de la guerra civil». El objetivo era, como en los otros ejemplares, rescatar del olvido, siquiera por un rato, «todo aquello, personal o ajeno, que nos ayudó a ser lo que hoy somos».21
En relación con esto, cabe señalar que Enrique Turpin, editor de los Cuentos completos de Marsé, situó la clave vital y narrativa de este en la incursión autobiográfica que Walter Benjamin tituló Infancia en Berlín hacia 1900; concretamente, en la glosa de William Wordsworth que reza «El niño es el padre del hombre».22 Sin duda la infancia es para Marsé el lugar por excelencia de la memoria. Fueron los versos de Antonio Machado referentes a la verdad que revelan y ocultan al mismo tiempo los relatos de los niños los que inspiraron su primera novela sobre la memoria. Sin embargo, Caligrafía de los sueños (2011), publicada tras la recepción del Premio Cervantes, se sitúa bajo la inspiración de la imagen más famosa del crítico alemán: el Angelus Novus. Este detalle nos permite advertir hasta qué punto Marsé concibe su literatura como una batalla perdida contra la desolación que deja tras de sí el paso del tiempo, pero una batalla al fin y al cabo en la que el escritor no puede cejar.
En la primera década del siglo XXI, Walter Benjamin fue erigido como símbolo de la lucha contra el olvido y sirvió de inspiración tanto a creadores como Juan Marsé o Rafael Chirbes, como a movimientos civiles en favor de las víctimas del franquismo. Benjamin se perfiló como el gurú de la memoria europea del siglo XX. La influencia en España de los debates europeos en torno a la memoria y el pasado traumático se manifestó también en cómo Benjamin fue adquiriendo en el panorama intelectual español un prestigio creciente. Marsé pareció encontrar en los célebres versos de Benjamin, que aluden al ángel de la historia, el motivo de su literatura: «Así es como imaginamos al ángel de la historia. Vuelto hacia el pasado. Donde vemos una cadena de acontecimientos, él ve una única catástrofe que no hace más que amontonar escombros ante sus pies. El ángel desearía quedarse, despertar a los muertos y recomponer lo que se ha venido abajo». Estas palabras presiden Caligrafía de los sueños (2011). Entre 1973 (año en que se publicó Si te dicen que caí) y 2011 (año en que vio la luz Caligrafía de los sueños) el rumbo literario de Marsé no varió en lo esencial. Apenas treinta kilómetros distan entre Collioure, el lugar donde yace el poeta Antonio Machado, y Port Bou, donde reposan los restos del crítico de la Escuela de Frankfurt; en ese tiempo Marsé no abandonó el territorio fronterizo de la memoria. Para muchos, esta sería una prueba más del compromiso fehaciente de Marsé con la realidad.
3. LAS VOCES DEL PASADO: RABOS DE LAGARTIJA
En el año 2000 Juan Marsé publicó su novela Rabos de lagartija. Por aquel entonces los reclamos de justicia y reparación para las víctimas del franquismo darían luz a la fundación de la primera Asociación para la Recuperación de la Memoria Histórica. El protagonismo de la tercera generación, la de los nietos, era cada vez mayor en la esfera pública y la novela de Marsé se adentraba, a su manera, en los problemas que habían de afrontar –en aras de dar sentido al pasado– aquellos que no habían vivido el conflicto, pero habían padecido sus consecuencias. La novela de Marsé recibió el Premio Nacional de la Crítica y el Nacional de Narrativa. En un principio el proyecto del libro consistía en tres historias, de unas ciento cincuenta páginas cada una. La primera tenía lugar en el año 1945, la segunda veinte años después y la tercera en los años ochenta. Según ha manifestado Marsé, este proyecto era anterior incluso a la escritura de su novela El embrujo de Shanghai, que fue publicada en 1993. No obstante, la historia que se situaba en la inmediata posguerra ocupó prácticamente todo el espacio previsto para la novela, a pesar de que el esquema inicial habría dejado cierta huella en el texto final.
Esta novela relata la vida de David, hijo de Rosa, una maestra republicana represaliada, y Víctor Bartra, un hombre desafecto al régimen. La historia que nos cuenta años después Víctor, el hermano pequeño de David, se desarrolla en la Barcelona de la posguerra, entre los años 1945 y 1951. Rosa y su hijo David viven realquilados en un antiguo consultorio adosado a la casa ahora deshabitada de un médico represaliado. La casa en la que viven está situada entre un callejón y un barranco, lugar favorito de los juegos del protagonista. La señora Bartra, embarazada y enferma, recibe asiduamente las visitas del inspector Galván, un policía de la brigada político social que busca a su marido huido y está enamorado de ella. David, que ha crecido con un padre ausente, que no le quería, sufre un pitido en los oídos causado por la explosión cercana de una bomba que le lleva a inventar fantasmas, voces que resuenan en su interior y conforman la historia tanto como los personajes «reales». La fantasía de David se dispara, azuzada por el hecho de vivir junto a una casa abandonada, propiedad de un otorrinolaringólogo, y ficción y «realidad» se mezclan en su imaginación, alentada por su afición al cine y los cómics. El protagonista acude a menudo al cine Delicias en compañía de su amigo Paulino, con quien comienza a explorar su sexualidad. La facilidad de David para inventar historias y su presunta incapacidad para distinguir la verdad de las mentiras hacen que su vida se entregue, andando el tiempo, precisamente a la búsqueda de la verdad.
3.1 Las apariencias frente a la realidad
Una vez más, Marsé recurre a las voces de los niños como forma de rescatar pedazos de un pasado miserable. En esta novela Marsé aborda un problema que atraviesa toda su obra, la relación entre la «realidad» y «las apariencias».23 Esta cuestión, que tiene un fuerte cariz romántico, ha preocupado largamente a la filosofía occidental. Cuando Marsé se adentra en ese problema, la cuestión toma un aspecto marcadamente político y define en sí misma su visión del régimen dictatorial. La forma como Marsé trata esta cuestión puede parecer pueril a simple vista, pero en la novela se muestra tremendamente reveladora. Marsé recurre a sus propios recuerdos y escoge una vez más la mirada de los niños y su forma de entender el mundo, donde la lógica no se ha impuesto todavía a la imaginación, como instrumento para desenmascarar al régimen y poner de manifiesto las contradicciones que este genera en sus vidas, entre lo que era oficial (las apariencias) y lo que Marsé considera la realidad del barrio de su infancia.24
David, el protagonista de la novela, padece una enfermedad auditiva –que no le es ajena a Marsé– que consiste en la escucha de acúfenos, ruidos que no tienen origen en el exterior, sino en el interior del oído, y que en la mente del niño dan lugar a voces y fantasmas que pueblan su mundo interior. Las voces que resuenan en la mente de David son las de los derrotados en la guerra, que en sus apariciones van desvelando imaginativamente a David lo ocurrido en el pasado, y que el chaval no alcanza a comprender del todo. En un principio la novela iba a titularse «Voces en el barranco». La Guerra Civil no es narrada en Rabos de lagartija –como no lo será en otras de sus novelas– pero, al igual que en ellas, está presente aquí en los vacíos, las ausencias, los miedos, los silencios y la vida diaria de los protagonistas. El título final de la novela hace referencia al juego que David y su amigo Paulino, homosexual, llevan a cabo en el barranco. Los rabos de lagartija son el único alivio que David puede ofrecer a su amigo, que es víctima de abusos sexuales por parte de su tío, ante la indiferencia de sus padres. Los rabos de lagartija tienen una gran carga simbólica. Representan la posguerra tal y como Marsé la entiende, como un momento donde las apariencias escondían muchas veces la verdad. El comportamiento de los rabos amputados, que siguen moviéndose a pesar de que han sido separados de la cabeza e incluso sobreviven durante más tiempo que aquella, resulta perturbador para los niños. La novela, que está repleta de símbolos, concentra la mayor carga simbólica en esa caza de lagartijas que representa la realidad del régimen. Por ello, el barranco es el lugar donde David imagina al fantasma de su padre, y las voces que resuenan en ese lugar son siempre las voces de aquellos que perdieron la guerra.
La relación entre apariencia y realidad adquiere en las obras de Marsé un marcado carácter político. La preocupación por la verdad es una cuestión fundamental en las novelas sobre la memoria de la Guerra Civil. Sin embargo, mientras que en otras novelas el concepto de verdad es utilizado para referirse a todo aquello que ha permanecido oculto sobre el franquismo y que debe salir a la luz, en Marsé la cuestión es más compleja y posee numerosas aristas. En la novela de Marsé la idea de verdad no es monolítica, sino que posee un carácter polisémico, contiene diversos significados y a menudo se mantiene en el terreno de la ambigüedad. Marsé recupera la esencia de las aventis de Si te dicen que caí («la verdad nunca la supo, ni el mismo Java la sabía...») para mostrar una vez más su firme creencia en la ficción como forma de transmitir una verdad ética y política. Rabos de lagartija es un homenaje a la ficción en un momento en el que la literatura testimonial parecía amenazar a la novela como forma de conocimiento. Cuando se trata de la dictadura franquista, Marsé no duda en reconocer que había un terrible desfase entre la «verdad oficial» del régimen y la realidad de la vida cotidiana de las gentes de su barrio. La verdad es utilizada siempre en un sentido que sirve para deslegitimar al régimen franquista y denunciar sus falacias. En la conversación que mantiene Rosa Bartra con el inspector Galván se pone de manifiesto esta idea:
–Hay mucho resentimiento hoy en día, es verdad, para darse cuenta basta con salir a la calle y hablar con la gente, pero ese resentimiento viene porque muchos están pagando errores pasados. Quiero decir que casi todo el mundo tiene algo que ocultar... Vivimos una época terrible, señora Bartra. Con sólo decir la verdad, ya le estás buscando la ruina a alguien.
–Cuando habla de la verdad –dice la pelirroja con sorna–, naturalmente, se refiere usted a la verdad que sustenta el régimen. Pues mire, ya la conocemos esa verdad: todos culpables, todos pecadores, todos dignos de lástima y merecedores de penitencia. Ciertamente así no hay posibilidad de errar al impartir justicia.25
En relación con la cuestión de la verdad, la utilización del punto de vista de los niños, como ocurre en las aventis, es un subterfugio que permite a Marsé distanciarse de la ingenuidad de cierto estilo realista que cree representar con verosimilitud la realidad, sin renunciar por ello a la existencia de una verdad exterior al sujeto que a sus ojos pierde importancia en las denominadas metanovelas. La mirada infantil permite a Marsé operar dentro de los márgenes de lo que considera un realismo necesario, sin dejar de asumir muchas de las aportaciones de la novela moderna. Álvaro Fernández ha descrito los mecanismos utilizados por Marsé (el recurso a las aventis, la literatura de quiosco, la influencia del cine, etc.) como una forma de «poner en crisis la referencialidad, para acabar sosteniéndola».26 Sin embargo, Marsé es consciente –a diferencia de otros escritores– de que no existe una única verdad sobre el pasado. Las diferentes voces que poblaban Si te dicen que caí se encarnan ahora en Rabos de lagartija en los fantasmas que asedian los oídos y la imaginación de David: voces que se contradicen y se desmienten, pero que alientan en última instancia una suerte de verdad. David Bartra es descrito en esta historia como un «celador de la verdad», en homenaje quizás a Sarnita, Ñito, que recordaba en la morgue de Si te dicen que caí. Sin duda David tratará en todo momento de desenmascarar al inspector Galván –que pretende conquistar a su madre–, a quien considera un asesino y torturador al servicio del régimen. Para dar con lo que considera la verdad, David cree de niño que todo mecanismo es válido. De ahí que invente mil y una historias para desacreditar al inspector, de quien sospecha además que ha disparado a su perro Chispa. David ha sido educado por su madre en la idea de que la verdad no es algo obvio que se aparece, sino que exige un esfuerzo de comprensión e incluso que debe ser merecida. La verdad es concebida hasta cierto punto en un sentido tradicional, pero no se trata solo de algo oculto, sino que apela fundamentalmente a un proceso de comprensión del mundo. En todo caso, Marsé reserva para la ficción el privilegio de ofrecer una verdad de otro tipo, una verdad literaria, que puede superar a la anterior, en tanto que posee la capacidad de sobrevivir frente al olvido. La escritura es entendida por Marsé como búsqueda de la belleza y como fuente de experiencias que, de otra forma, quizá no tendrían lugar. No en vano, un latinajo transita en las mentes de los derrotados con un sentido ambiguo, como denuncia frente al régimen, pero también y sobre todo como esperanza para aquellos que solo contaban con su imaginación como juguete: «fortis imaginatio generat casum».
Tanto David como Víctor (el niño que Rosa lleva en su vientre) serán artistas fracasados, a pesar de las esperanzas que en ellos tenía puestas su madre. Dos promesas truncadas que no podrán contar la verdad al mundo. David, que en su infancia había trabajado de ayudante en un estudio fotográfico, se convierte en la adolescencia en un maestro de la fotografía retocada a punta de lápiz. Su carácter de «celador de la verdad» se pone de manifiesto en 1951, durante la huelga de usuarios de tranvías en Barcelona. David pretende dar cuenta, sin renunciar a la belleza, de cómo los tranvías circulaban aquellos días completamente vacíos como forma de protesta. Una de las fotos que daba cuenta de la magnitud de las protestas contenía sin embargo una sombra, un pasajero junto al conductor del tranvía. A instancias del propietario del negocio de fotografías, David borra con el lápiz aquella sombra para que sea publicada en la prensa extranjera, pero entrega finalmente la fotografía a su hermano Víctor, un bebé de pocos meses, convencido de que puede obtener una imagen no retocada que represente el conflicto barcelonés. David Bartra morirá atropellado entre los hierros de un tranvía en su intento de mostrar la «verdad desnuda», sin retoques. Marsé concede al artista una capacidad extraordinaria para comprender la realidad a través del arte.
La verdad aún no existe, pero David ya la dice. No encuentro una forma mejor de explicar esa extraña facultad de mi hermano, la certera puntería de su malicia, esa flecha intuitiva, envenenada de presagios y vigilias que le proporcionan una visión supletoria, una especie de segunda oportunidad de la mirada para anticiparse a lo por venir...27
En Rabos de lagartija Marsé rinde homenaje a la verdad literaria.28 Así se entiende que, pese a su clara defensa de un estilo realista, Marsé concluyera en su discurso de entrega del Premio Cervantes que «una excesiva dosis de realidad puede resultar indigesta, incluso para un adicto a la realidad y al bistec como Sancho y como yo».29
Quizá por ello el problema fundamental en torno al que discurre esta novela tiene que ver, precisamente, con la posibilidad de alcanzar algún tipo de conocimiento sobre el pasado a través de la imaginación. Especialmente en el caso de aquellos que, como Víctor, no vivieron la guerra y la inmediata posguerra.
3.2 La escritura contra el olvido o cómo dar sentido al pasado
Pese a la clara apuesta de Marsé por la ficción, frente a la denominada literatura testimonial, su novela reflexiona en profundidad sobre una cuestión que preocupaba a la sociedad española en el momento de su publicación, y sobre la cual el escritor llevaba años trabajando: cómo dar sentido al pasado, cuando el pasado «se nos escapa entre las manos». En los años noventa y durante la primera década del siglo XXI muchas novelas han abordado la Guerra Civil, motivadas por la voluntad de hacerse eco de aquellos supervivientes del conflicto que, por su avanzada edad, estaban desapareciendo sin haber sido reconocidos públicamente en democracia. En Marsé esta cuestión se encuentra atravesada por su firme creencia en la imposibilidad de restituir el pasado. Por ello, las novelas de Marsé se alejan de otros relatos épicos sobre la Guerra Civil. En ellas está presente cierta nostalgia de la infancia –no de un pasado mísero– y de los héroes que habrían luchado durante la guerra, pero los protagonistas no son los héroes, sino los niños que sueñan con héroes ausentes o que nunca existieron.
El padre de David es un hombre mujeriego y alcohólico que habría huido de la policía por la puerta trasera de la casa, resbalando por el barranco. El fantasma del padre de David (con el que este dialoga, en ausencia del propio padre) responde a la imagen lamentable de un hombre que se aferra a una botella de güisqui y cuya herida de guerra es una raja sangrante en el culo. El hermano mayor de David, muerto durante el conflicto, podría haber interpretado el papel de héroe, pero a Marsé no le interesa explotar esa imagen y su fantasma resulta ser también una piltrafa descarnada y sucia. Por su parte, el teniente O’Flynn, piloto de las fuerzas aliadas de la República, al que el padre de David ayudó a cruzar la frontera para entrar en España, tampoco encarna el papel de hombre ejemplar. O’Flynn se refugió en casa de los Bartra y, al parecer, sedujo a la señora Bartra, con quien se insinúa que mantuvo una relación sentimental. El inspector Galván no puede salvar a Rosa de la muerte, porque David propició que este se alejara de ella. Es así como Marsé trunca cualquier posibilidad de un relato épico, aunque con sus relatos permite, por el contrario, que el lector se ponga en el lugar de los vencedores, humanizándolos. De los deshechos de la guerra no hay posibilidad de un relato ejemplar. Es así como Marsé da la vuelta a la pregunta por el sentido del pasado. En el pasado, no hay nada más que una ingente montaña de ruinas.
El escritor parece querer responder a la pregunta: ¿qué hacer con el pasado para poder mirar hacia el futuro, cuando se es consciente de que no hay redención posible? Esta pregunta está en estrecha relación con la capacidad para conformar la identidad personal, familiar e incluso nacional, en aras de prefigurar un futuro digno. A menudo el deseo de saber quiénes somos va de la mano de la voluntad de saber qué hicieron nuestros padres y abuelos. Conocerlo parece apremiante en una sociedad que pretende afrontar el futuro con libertad. Sin embargo, responder a esa pregunta que atañe al pasado entraña no pocas dificultades. Marsé es consciente de ello, por eso sus novelas carecen de la ingenuidad de las novelas propiamente militantes. En los relatos de Marsé se niega la posibilidad de construir un relato redentor sobre el pasado. En sus novelas, no hay vencedores ni vencidos, todos, sin excepción, fueron derrotados en la guerra. En ellas la guerra no ha dejado tras de sí más que un solar en ruinas.
En relación con esto está también el problema de la voz que narra la historia. En 1973, cuando escribía Si te dicen que caí, Marsé no encontró mejor forma de dar solución a los múltiples problemas que le planteaba la escritura de un texto a partir de su memoria personal que a través de aquellas voces que se rectificaban unas a otras en las aventis infantiles. Treinta años después, la multiplicidad de voces está contenida en el relato, no menos complejo, del único testigo de esta historia. La imaginación, más que el recuerdo de lo que otros le han contado, es el instrumento del que se hace valer Víctor, el narrador, en su fracasado intento de contar su pasado.30
El hispanista suizo Marco Kunz puso de manifiesto el error que suponía considerar al narrador de Rabos de lagartija como un narrador intrauterino o como un niño enfermo. Mediante el análisis narratológico Kunz subrayó la complejidad de la técnica utilizada por Marsé e insistió en la necesidad de distinguir dos elementos en la narración, el narrador y el focalizador. El teórico de la literatura Gérard Genette había descrito este problema distinguiendo en la narración entre la voz del narrador (aquel que habla) del punto de vista que este elige cuando narra (aquel que ve o actúa). Este último sería el denominado focalizador.31 De esta forma, como ocurre en Rabos de lagartija, el narrador es previsiblemente el Víctor adulto (hermano de David), que a la hora de contar esta historia adopta la perspectiva «irreal» de un bebé intrauterino en la mayor parte del relato, así como la de un niño enfermo. El resultado de este mecanismo literario es la multiplicación de los espacios temporales. El tiempo «externo» de la narración no coincide con el tiempo «interno» de la diégesis.32 El narrador sería, por tanto, el hijo menor de Rosa Bartra, que es ahora un hombre adulto, pero la perspectiva desde la que él imagina los hechos, como único recurso para experimentar él mismo el pasado, es la del feto que habitó las entrañas de su madre. Lo que aquí nos interesa es saber qué significado tiene este mecanismo utilizado por Marsé en la que es, sin duda, una de sus obras más arriesgadas desde el punto de vista técnico, aunque algunos críticos la han considerado en este sentido inferior a Si te dicen que caí. ¿Por qué treinta años más tarde Marsé ha renunciado (hasta cierto punto) a las múltiples voces y al mecanismo de las aventis para contar la posguerra? ¿Por qué nos presenta, sin embargo, a un narrador problemático? Desde mi punto de vista esta novela recoge muchas de las preocupaciones planteadas en Si te dicen que caí y las aborda de forma no menos compleja, sino más clarificadora para el lector, sin renunciar a presentar los problemas que conlleva un relato que es fruto de la memoria.
Se ha señalado que en las novelas de Marsé, especialmente en referencia a Si te dicen que caí, falta una voz que ejerza como única autoridad. Asimismo se ha insistido en el carácter no fiable de sus narradores.33 La voz de Víctor –que no tuvo más experiencia de lo ocurrido que la intrauterina, y solo puede dar cuenta de lo que otros le han contado– constituye sin embargo el único narrador de esta historia. La novela de Marsé no solo reflexiona sobre la capacidad de la imaginación para proporcionarnos conocimiento, sino que podría interpretarse como una metáfora de las dificultades que una generación (la de los que nacieron en la época final del franquismo o en los primeros años de la democracia) ha tenido para conocer e identificar como propio el pasado de la Guerra Civil y la posguerra, especialmente en lo que se refiere a la experiencia de las víctimas y los perdedores.
El procedimiento por el cual Víctor se transforma en una «sombra intrauterina» para quizá poder hacer suya una experiencia del pasado desemboca en un juego de espejos. Dicha voz imposible se muestra aparentemente para el lector como una voz procedente de la mente de David, como uno más entre sus múltiples fantasmas. Sin embargo, no es David quien imagina al «renacuajo», sino este –desde el futuro– el que recrea a un hermano soñador. En Rabos de lagartija, a diferencia de lo que ocurría en Si te dicen que caí, el escritor hace más explícita la diferencia entre lo que sin duda pertenece a la fantasía del narrador y lo que, siendo imaginario, pudo sin embargo suceder e, incluso, podrían haberle contado a Víctor. El diálogo entre Víctor (el feto intrauterino) y David sucede exclusivamente en la mente del narrador. Ambas voces constituyen una sola y no están introducidas por guiones, a diferencia de otros diálogos de la novela.
¿Es un secreto de la pelirroja? ¡No te des la vuelta y contesta, sanguijuela!, masculla David entre dientes. Si me estás escuchando, dime una cosa. Tú que el día de mañana serás alguien tan listo y tan importante, eso dice mamá, un artista famoso, ¿tú qué harías en mi lugar, viendo cómo las gasta ese poli fardón y cenizo? Sobre todo después del espanto del otro día.
Yo no vi nada.
¡Se cargó al pobre tío sin pestañear, lo mandó al otro barrio en un periquete! ¡Lo vieron todos los que iban en el tranvía!
Pues a pesar de estar allí, yo no alcancé a verlo. ¿Tanto te cuesta entenderlo, alcornoque? Precisamente por eso, porque no lo vi, puedo imaginarlo mejor que tú. Debió ser horrible.
¿Horrible? ¡Fue terrorífico! Te cuento.34
Mientras que en la novela publicada en México en 1973 no había posibilidad de distinguir qué había de verdad y de mentira en los relatos de los narradores, ahora hay una voluntad mayor de diferenciar lo que pudo suceder de lo que tiene lugar únicamente en el ámbito de la imaginación. Frente a la polifonía y la incertidumbre propia de las aventis, se impone aquí un testigo muy peculiar y, en última instancia, otro intento de dar sentido al pasado. Solo al final de la novela el lector es plenamente consciente del espejismo y comprende que Víctor sufre, a consecuencia de los problemas que se produjeron durante un parto que Rosa no pudo superar, una grave enfermedad que lo mantiene postrado en una silla e incluso le impide comunicarse con facilidad. Las voces que escucha el lector no resuenan en los oídos de un David enfermo, sino que son los ecos de la imaginación y los recuerdos de recuerdos que asolan la mente del narrador. El Víctor adulto se sirve de su imaginación y de lo que otros le contaron para recrear la imagen de su madre, a la que no llegó a conocer, y poder explicarse a sí mismo:
El grávido perfil de su cara y de su cuerpo, su postura reflexiva y tristona, vista a contraluz en esta cocina oscura y estrecha como un túnel, es la imagen más viva y preferida que guardo de la pobreza cotidiana y puntual a la que ella debió enfrentarse, la imagen más cabal y persistente entre todas las que he ido remendando y reconstruyendo en la memoria.35
Treinta años después de la primera edición de Si te dicen que caí, quizá como un gesto contra el paradigma del relativismo, supuestamente en boga, Juan Marsé opta por conferir mayor unidad a un discurso que, sin embargo, alberga diversas voces, que se refractan unas a otras, hasta reflejarse en una última voz que es fuente de todas ellas y corresponde al narrador. Frente a la yuxtaposición confusa de discursos poco autorizados característica de Si te dicen que caí, Marsé aborda ahora la memoria de una forma sutilmente distinta. En contraste con la incapacidad de conocer qué sucedió realmente –como ocurría en las páginas de aquella primera gran novela sobre la memoria–, Rabos de lagartija enfatiza la posibilidad de imaginar, de tener algún tipo de conocimiento sobre el pasado, a pesar de todo. El pasado se actualiza, se hace presente en la mente del narrador, pero su posición no es completamente omnisciente. Víctor es un narrador omnisciente por la autoridad que le confiere su imaginación y sus recuerdos de lo que otros le han contado: «Lo que cuento son hechos que reconstruyo rememorando confidencias e intenciones de mi hermano, y no pretendo que todo sea cierto, pero sí lo más próximo a la verdad».36 En Rabos de lagartija la unidad del discurso es puesta en cuestión, pero no es destruida en su totalidad, como sí ocurría en Si te dicen que caí.
La focalización del Víctor narrador sobre «la sombra intrauterina», con la consiguiente adopción de un punto de vista imaginario, se muestra como una forma de reivindicar, de la única manera que le es posible al Víctor adulto, que «él estuvo allí». Rabos de lagartija sitúa en el centro de su reflexión una cuestión que está presente en los debates sobre el pasado y la memoria especialmente en los llamados países occidentales. La novela de Marsé puede ponerse en relación con un problema que preocupa al conjunto de las sociedades europeas contemporáneas en relación con el estatus y la figura del testigo: la posibilidad de transmitir el pasado, de conservar el recuerdo o la experiencia de aquellos que han comenzado a desaparecer, y de vislumbrar alguna suerte de verdad. Marsé reflexiona, a mi juicio, sobre esta cuestión haciendo protagonista y narrador de su historia a un personaje que no solo no vivió lo ocurrido en el pasado, sino que ni siquiera posee la capacidad para contárnoslo, fuera de su mente, ya que es una persona incapacitada para la escritura. Rabos de lagartija termina mostrando al lector el presente del pensamiento, y rompiendo con el embrujo que lo había atrapado a lo largo de la novela:
Ahora alguien ha abierto ventanas y celosías, toco bajo la almohada mi lápiz y mis cuadernos llenos de garabatos como olas persiguiéndose en un mar infinito, y enseguida vendría la prima Lucía con otro vaso de leche y la medicina, después tendré ganas de leer un rato la única novela que conservo de la pelirroja, y le diré a Lucía: alcánzame Guerra y paz. Pero tendré que repetirlo varias veces porque, aunque me esfuerzo mucho, lo que me sale de la boca es algo así como cázame guerripa.
Y es que todavía me cuesta mucho hacerme entender.37
Pero lejos de conducirnos a un callejón sin salida, Marsé nos ha contado la historia de los Bartra y de un barrio que se parece mucho al de su infancia. En un momento en el que para muchos rige peligrosamente el paradigma del relativismo posmoderno, Marsé se reafirma una vez más, y a través del camino de la ficción y la memoria, en la posibilidad de conocer algún tipo de verdad, una «verdad histórica» ciertamente, la de la derrota, pero también una verdad moral, a la que el arte permite asomarse en ocasiones incluso con fruición.
Podría quizá ponerse en relación el narrador de Rabos de lagartija con la manera como Marsé interpreta el pasado de la Guerra Civil y el proceso de transición. La transición de la dictadura a la democracia, elogiada durante años como modelo de proceso pacífico, está sin embargo siendo puesta en cuestión. Amplios sectores de la sociedad y la cultura españolas han coincidido en calificar dicho proceso como un momento en el que se hizo un «pacto de silencio» sobre el pasado, en aras de mirar al futuro. Dejando de lado la conveniencia de hablar de un pacto en este sentido, resulta evidente que para los jóvenes formados en las primeras décadas de la democracia el conocimiento sobre la Guerra Civil no fue facilitado desde las instituciones públicas, ni fue fundamental en los proyectos educativos, pese a estar presente en los currículos de historia. El desconocimiento acerca del pasado fue característico de una parte importante de la población que no solo no había vivido la guerra, ni la posguerra, sino que tampoco había conocido en muchos casos el franquismo.38 Este proceso de «echar al olvido», que para una generación supuso, en aquel momento, un silenciamiento –producido por la falta de visibilidad pública de los perdedores de la guerra–, podría estar siendo simbolizado por Marsé (o quizá no) a través de un narrador como Víctor. Podría pensarse, erróneamente, que Marsé se apuntaba con este giro de tuerca al carro del «boom de la memoria», que se inició a mediados de los noventa. Sin embargo, la interpretación de Marsé de la transición como «pacto de silencio» muestra una trayectoria larga en el tiempo. Ya en 1977 y desde las páginas de Por favor, la revista que dirigía, Marsé denunciaba abiertamente el «borrón y cuenta nueva» que había supuesto la transición pactada entre políticos del régimen y miembros de la oposición. Lo hacía en un cuento titulado significativamente «El pacto», en el que dos personajes (un opositor al régimen y un destacado dirigente falangista) acuerdan «echar al olvido» dos acontecimientos censurables de sus respectivos pasados de los que casualmente solo ellos dos son testigos mutuamente. Tras la cena descubren que lo que parecía un inocente intercambio de favores ha dado lugar, empero, a cambios sustanciales en sus vidas.
–¿Y recuerdos, malos recuerdos, también le quedan?
–A quién no.
–Ajá. A quién no le quedan. En España hay mucho que olvidar.
Y seguidamente, doblando ceremoniosamente la servilleta, como si celebrara misa, pasó al tema que le había traído a esta mesa. Por encima de incertidumbres diversas, recelos y escrúpulos de la memoria, corrompida por el ejercicio de la política y la impunidad moral, el político mesetario planteó la conveniencia de un pacto aparentemente trivial. No necesitaban explicarse las razones, pues ambos las sabían de sobra, ni entrar en detalles acerca de la urgencia del mutuo olvido de sus ventajas.39
Lo que en este relato se abordaba de forma directa, en Rabos de lagartija es tratado –al igual que en el resto de sus novelas– de forma mucho más sutil. En todo caso, los protagonistas de Rabos de lagartija, tanto Víctor como David, son efectivamente dos promesas truncadas, dos artistas fracasados; dos hombres que encarnaron la esperanza redentora para la generación que sufrió la guerra (la de su madre Rosa) y fracasaron irremediablemente en su misión de contar la verdad de lo sucedido.
Aún no he nacido y ya me estoy muriendo. No pocas veces, en el transcurso de mi vida, habría de lamentar que ella no me llevara consigo esa noche, bien arropado en su ilusión secreta y romántica de ex maestra de escuela represaliada, en esa ensoñación ingenua que he sido para ella durante siete meses, una sombra intrauterina con una pluma en la mano. Sal y cuéntalo, habría dicho, de poder hacerlo.40
Sin embargo, no podemos interpretar los personajes de Víctor y David Bartra como metáforas de la transición española sin hacer quizás una lectura forzada del texto. Si Marsé vio en ellos a la generación que hubo de dirigir el país durante el desmantelamiento de la dictadura y los inicios del nuevo régimen, no lo expresó firmemente en su novela.
4. NOSTALGIA DEL FUTURO. LA REPÚBLICA COMO PROMESA EN EL EMBRUJO DE SHANGHAI
Mi esperanza es que retrocediendo, retrocediendo,
quizás lleguemos a la República.41
En 1993, siete años antes de que viera la luz Rabos de lagartija, Marsé había publicado su novela El embrujo de Shanghai. Pese a que el proyecto de Rabos de lagartija era anterior en el tiempo, Marsé lo abandonó temporalmente para concentrarse en esta historia que versa sobre las ilusiones y expectativas de unos jóvenes de la posguerra tanto o más que sobre las circunstancias de su vida real. Desde su publicación, y en consonancia con el discurso sobre el desencanto español, El embrujo de Shanghai fue leída como la historia de un gran desengaño. La nostalgia que impregna la novela fue interpretada en su día mayoritariamente como una expresión de desencanto. No obstante, si bien es cierto que El embrujo contiene el aroma de la decepción, alberga una ilusión –que se sitúa en el pasado y yo identifico con la Segunda República– a la que rinde homenaje por su capacidad para generar esperanza. La nostalgia no expresa tanto la decepción por un pasado no consumado, como el deseo de que se cumplan sus anhelos. En este apartado trataré de mostrar cómo esa nostalgia del pasado actúa como una promesa.
El embrujo de Shanghai está protagonizado por un niño, Daniel, cuyo padre desapareció en la Guerra Civil. Daniel ha dejado la escuela y espera poder entrar como aprendiz en un taller de joyería. Mientras tanto, le es encomendada la tarea de acompañar diariamente a su longevo vecino, el capitán Blay. Blay es un anciano que luchó en la contienda civil, en la que perdió a sus dos hijos, y ha permanecido durante años escondido en un lavabo disimulado tras un armario de su casa. La experiencia de la guerra, el encierro en vida y sus recuerdos le han trastornado la cabeza. El miedo a ser reconocido y la locura mueven al viejo a salir a la calle disfrazado con gabardina, guantes y la cabeza vendada como «El Hombre Invisible», según sus propias palabras, «como un peatón atropellado por un tranvía». Daniel le acompaña en sus andanzas por el barrio y vela para que el capitán no se meta en problemas. Defensor de una causa perdida, Blay recoge firmas para apoyar la denuncia ante las autoridades a una fábrica de plexiglás situada en las inmediaciones del barrio, cuya chimenea (más corta de lo que ordena la ley) contamina el aire del barrio. Con el objetivo de acompañar las firmas y dar mayor credibilidad a su petición, y suscitar la compasión de los responsables, el capitán Blay encarga a Daniel que dibuje un retrato de Susana (una niña enferma de tuberculosis que permanece convaleciente) en su lecho moribundo con el humo de la chimenea de fondo. Susana es hija del Kim (un revolucionario anarquista exiliado que se ha convertido en un mito) y de la señora Anita. Daniel pasará muchas tardes en casa de Susana, tratando de acabar su dibujo. Allí se aloja durante un tiempo Nandu Forcat, compañero de lucha del padre de Susana, que cada tarde va desvelando a los jóvenes la historia de la misión que habría llevado al Kim lejos de su familia, hasta la ciudad de Shanghai.
4.1 Presencia de la guerra
El embrujo de Shanghai está narrado por Daniel, que recuerda su infancia en el barrio muchos años después. La memoria posee en esta novela, como lo hace en Rabos de lagartija, una importancia capital. El recuerdo se muestra, con su habitual recurso a la imaginación, como el único instrumento capaz de preservar retazos de lo vivido en el pasado y, por tanto, de dar testimonio acerca de una época que para Marsé, al igual que para Daniel, ha adquirido la categoría de paisaje moral.
Pese a que las novelas de Juan Marsé se desarrollan generalmente en la época de la inmediata posguerra, el conflicto civil está muy presente en todas ellas a través del vacío, la destrucción y la miseria que este ha dejado. Esa presencia de la guerra se hace más notoria y evidente, aún si cabe, en El embrujo de Shanghai. Marsé se adentra en el mundo de la posguerra nuevamente de la mano de los recuerdos infantiles. Si bien sus proyectos van precedidos de un ingente trabajo de documentación, el núcleo de sus novelas remite siempre a sus recuerdos. Como ya he señalado, a diferencia de otros escritores de la memoria más jóvenes, Marsé sí vivió la primera posguerra. El escritor escoge el punto de vista privilegiado de los niños quizá porque su mirada es capaz de poner al descubierto la clase de verdad que le interesa al autor. No es de extrañar que en esta novela Marsé presente desde la mirada infantil –más benévola y capaz de comprender– la perspectiva extrañada del que, como Blay, observa desde más allá de lo que es considerado razonable. Así es como los recuerdos del Daniel adulto descubren al lector la empresa del capitán Blay, perdedor de una guerra y adalid de una nueva causa perdida.
Al igual que les ocurre a varios personajes de Rafael Chirbes, que tendremos ocasión de analizar, tanto Daniel como el capitán Blay han de lidiar con los fantasmas de la guerra. Una imagen permanece muy clara en la mente del Daniel niño, a pesar de que nunca pudo haberla visto. La imagen de su padre abatido en una trinchera que se va cubriendo de nieve, poco a poco. Esta imagen, que presidió toda su infancia, resultará sin embargo ser fruto únicamente de su imaginación. Solo hacia el final del relato Marsé descubre al lector el carácter artificioso del recuerdo de Daniel, que alude al olvido que acompaña al paso del tiempo.
... sabía que nunca regresaría y que tampoco cabía esperar noticia alguna de su paradero, pero su cuerpo abatido en la trinchera y la copiosa nevada que lo iba cubriendo seguían allí, en el rincón que yo creía más infalible y protegido de la memoria, hasta que un día ocurrió algo y la imagen se me quedó inesperadamente desprovista de emoción, revelando su origen artificioso: ocurrió que ese día mi madre, mirándome con afectuoso recelo, me preguntó de dónde puñeta había sacado yo esa trinchera y esa gran nevada, esa idea que tenía desde muy pequeño y que ella nunca se atrevió a desmentir, porque para un niño sin recuerdos de su padre era mejor eso que nada, pero que ella jamás me habló de tal cosa ya que en su día no había conseguido averiguar ni siquiera si tu padre murió en el frente, dijo, y mucho menos en qué forma y si llovía o nevaba o hacía sol cuando ocurrió, de modo que ya ves, todo eso no son más que figuraciones tuyas... Menos mal que el tiempo lo borra todo, hijo, añadió con una sonrisa ambigua, no sé si de alivio o de tristeza.42
Asimismo, el capitán Blay, que recibió un tiro en la cabeza durante la guerra, es acosado por la visión de la muerte de sus hijos en aquella. Pronto Daniel comprende que los perdedores poseen un mundo tras de sí que está más allá de lo que él mismo puede ver a simple vista.43 Ese mundo se halla entre el pasado y el presente y corresponde únicamente al lugar de la memoria.
Acosado constantemente por figuraciones y voces cuyo origen y significado yo aprendería a descifrar con el tiempo, el capitán permaneció un instante junto al armario con el espinazo doblado y la pupila alertada, tenso y diabólico, escuchando tal vez el eco del disparo retumbando en la orilla del Ebro y viendo a su hijo Oriol caer nuevamente entre las patas del caballo con la mochila y el fusil a la espalda, los prismáticos de campaña balanceándose colgados de su cuello...44
Los republicanos desaparecidos durante la guerra, que no recibieron sepultura digna y no pudieron ser honrados por sus familiares, están presentes en El embrujo de forma explícita. Así, el capitán Blay se pregunta constantemente dónde habrán enterrado a su hijo Oriol.
Me miró como si acabara de verme por primera vez y dijo: «¿Y tú quién eres, chico?», y empezó a vendarse la cabeza girando sobre los talones como una peonza, y volvió a verse a sí mismo gesticulando rabioso mientras se ceñía otra venda [...]: se sobresaltó, su cabeza herida debió rozar la lona de la fantasmal tienda de campaña plantada junto al río y se agachó justo a tiempo de ver a Oriol caer abatido de un balazo por enésima vez. Alguien sollozaba siempre a su espalda, tendido en una camilla, quizá su otro hijo de diecisiete años que regresó del Ebro enfermo de tifus. El capitán blasfemó y le ordenó callarse.45
En el universo literario de Marsé, donde prevalece la mirada de los niños, los símbolos juegan un papel muy destacado en la narración. La ruina y la desolación que siguieron a la guerra, así como el carácter del nuevo régimen, son representadas en El embrujo de diversas formas. No solo el humo de la chimenea de la fábrica Dolç que envenena el barrio representa la ponzoña del régimen, sino también el gas que sube por las alcantarillas con olor fétido. La percepción del olor no se debe esta vez a los desvaríos del capitán, sino que se extiende entre la población, que piensa que se trata de una fuga de gas. Finalmente, el motivo resulta ser que la plaza Rovira, donde supuestamente Blay había detectado la fuga, se halla construida sobre las ruinas de un antiguo cementerio. Pese a la antigüedad de los huesos encontrados, la imagen del cementerio bajo la plaza hace pensar al lector en los muertos de la guerra, sobre los que se habría construido el nuevo régimen. Los muertos de la guerra tienen una presencia constante en la novela, y el gas maldito que persigue Blay adquiere, por ello, una mayor carga simbólica. Ese gas que a ojos de Blay mantiene a la población adormecida (gaseada) es identificado por los técnicos del ayuntamiento como el gas de los muertos. El gas que en los cementerios da lugar a fosforescencias sobre el lecho de las tumbas aquí emerge por alcantarillas y sumideros. El gas actúa, por tanto, en El embrujo de Shanghai, de forma similar a como lo hace la imagen de las ratas azules (que simboliza a los fascistas) en Rabos de lagartija o la araña (forma como los chavales identifican el anagrama del yugo y las flechas) en Si te dicen que caí y otras novelas de Marsé; todas esas imágenes son símbolos del régimen franquista y adquieren gran significado en el imaginario de los niños y de los locos.46
–Es una miasma, un fluido –lo cortó el capitán–. Y hay muchas clases de gases. El grisú, por ejemplo, el gas de cloro, tóxico y asfixiante, que invade las trincheras. El gas doméstico, silencioso y rastrero. El gas verde de los pantanos y los embalses, una especie de adormidera... ¿Por qué cree usted que se inauguran tantos pantanos en este país?47
El triunfo de Franco ha supuesto para muchos de los personajes que pueblan esta novela la pérdida de su identidad. Así le ocurre al señor Sucre, pintor fracasado y amigo de Dalí, que ha olvidado su nombre y domicilio, y deambula por las calles y las tabernas preguntando cuál es su dirección e identidad. Sucre es uno de los primeros personajes a los que Blay solicita su firma. En un primer momento Sucre parece querer escaquearse de la firma de la petición y alega como excusa su desorientación. Blay le pide solícito que firme y se deje de tonterías. Marsé presenta con escenas de humor apesadumbrado una época que observa siempre desde el presente de su memoria.
[Blay] –¿Lo ves como sabes quién eres pillastre? –dijo el capitán con una sonrisa de complicidad–. Gracias, tu firma es muy valiosa.
[Señor Sucre] –Blay, no vas a creerme, pero hay días en que estoy muy poco interesado, pero que muy poco, en saber quién puñetas soy. Presiento que da lo mismo. La identidad es una engañifa, y además tan efímera... Somos un desecho cósmico, querido amigo. A mí, lo único que ahora me preocupa es recordar con todo detalle lo que hice mañana y olvidar para siempre lo que haré ayer. Abur.48
Perdedores como el capitán Blay y Forcat, que en su día habían sido amigos y compañeros en la lucha, poseen ahora una sola cosa en común: la presencia de la guerra en su memoria les conduce al extrañamiento, a sentirse ajenos en su propio país y en su propia ciudad. Es así como Forcat se explica también a sí mismo cuando habla a los niños de los sentimientos que azotan a un hombre como el Kim.
... forastero en tu propia ciudad, extranjero en tu propio país, así es como te sientes cuando has sido cegado por el odio y la pólvora como lo fue él durante tanto tiempo, cuando lejos de vosotras imaginaba este infierno de represión y miseria, esta interminable desventura que maldijo tantas veces y que hoy de pronto, inesperadamente, pretende desmentir una jornada tan apacible y primaveral, tan propicia a la festiva desmemoria que parecen disfrutar estos endomingados paseantes...49
De forma similar, Daniel recordaba el sentimiento de extrañeza del capitán Blay tras el final de su encierro como topo.
Me dijo el capitán que durante su largo encierro había soñado que al salir vería edificios en ruinas bajo una lluvia de ceniza, y también un tráfago de muebles y enseres y ataúdes, el expolio tras la derrota y en medio de una gran tormenta: rayos y truenos y puertas y ventanas abriéndose violentamente y el huracán estrellando gotas de sangre contra el empapelado de humildes dormitorios que podían verse desde las calles a través de los boquetes en las fachadas... Tengo la impresión de haber vuelto a una ciudad despoblada, abandonada a la peste o a los bombardeos, me dijo el primer día desde lo alto del Guinardó, plantado en la puerta de una bodega [con la vista perdida al frente y la memoria arrasada].50