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LA NECESIDAD DEL CREDO: LA PREHISTORIA VETEROTESTAMENTARIA DE LA PROFESIÓN NEOTESTAMENTARIA
SAMSON RAPHAEL HIRSCH fue un rabino de una erudición y una talla notables. Su vida ocupó buena parte del siglo XIX (1808-1888). Considerado uno de los fundadores del judaísmo ortodoxo moderno, fue gran rabino de varias ciudades alemanas y su influencia traspasó fronteras. Frente a las tendencias aperturistas de la época —los movimientos emergentes del judaísmo reformista y conservador—, Hirsch abogaba por un enfoque renovado de la observancia de la Ley de Moisés.
Algunos de sus seguidores creían en la conveniencia de que los judíos de su tiempo contaran con un resumen sencillo de sus fundamentos religiosos. No obstante, tanto Hirsch como sus adversarios se resistían a establecer fórmulas fijas. En el mundo de habla inglesa el lema que los distinguía era el de deeds, not creeds («obras y no credos»). Cuando la gente le preguntaba por qué los judíos no tenían catecismo ni credo, el rabino Hirsch respondía: «El catecismo del judío es su calendario»[1].
Y algo de razón tenía. Las fiestas y ayunos de la religión bíblica constituyen un poderoso sistema de instrucción para la doctrina básica. Como la historia parece demostrar, las celebraciones y las conmemoraciones rituales son el medio más eficaz para que judíos y cristianos se instruyan en la fe.
No obstante, también es evidente la necesidad de codificar los fundamentos. En el siglo XII el rabino Maimónides elaboró una profesión de fe formada por trece principios de la fe, todos los cuales comienzan con la frase «yo creo con fe completa...» y abarcan una serie de fundamentos doctrinales: la unidad y la naturaleza única del Creador, su incorporeidad, la eficacia de la oración, la verdad de la Escritura, la autoridad de la Ley, la espera del Mesías, etc.
El éxito de Maimónides fue escaso. Aunque algunas congregaciones adoptaron su fórmula, en otras sus inclusiones y sus omisiones generaron una —vehemente— oposición. Medio milenio después ni los rabinos ortodoxos ni los reformistas admitían la idea de un credo judío.
Sin embargo, para los eruditos que estudian hoy en día la Torá —los cinco primeros libros de la Bibia— junto con los profetas y otros textos, el antiguo Israel sí poseía un credo. Las Escrituras de nuestro Antiguo Testamento contienen de manera recurrente un resumen de la doctrina básica que distingue al pueblo elegido de todas las religiones de las naciones vecinas.
La profesión de fe de Israel es el Shema Yisrael. Este título hebreo está tomado de las palabras iniciales de esa confesión, que procede a su vez literalmente de la exhortación de Moisés:
Escucha, Israel: el Señor es nuestro Dios, el Señor es Uno. Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma y con todas tus fuerzas.
Deuteronomio 6, 4-5
A los cristianos les resulta familiar porque aparece citado dos veces en los evangelios: una en boca de Jesús (Mc 12, 29) y otra en la de un doctor de la ley que le plantea una pregunta (Lc 10, 27). En este último caso introduce la parábola del buen samaritano.
Para Jesús y para sus contemporáneos el shemá era una piedra de toque de la identidad de los judíos religiosos. Según Josefo, historiador judío del siglo I, los judíos observantes recitaban esa oración dos veces al día, al levantarse y al acostarse, leyéndola de un texto que llevaban siempre consigo[2]; y guardaban el texto del shemá en sus tefillin o filacterias, unas cajitas generalmente de cuero (ver Mt 23, 5). También era costumbre grabar las primeras palabras del shemá en las jambas de las casas y en las puertas de los pueblos y las ciudades judías. Entre los Manuscritos del Mar Muerto de Qumrán se encontraron varios tefillin del siglo i que contenían el shemá.
Con el tiempo el texto del shemá, sobre todo tal y como se recitaba en las sinagogas, se fue ampliando hasta incluir otros pasajes de la Torá: Deuteronomio 6, 6-9 y 11, 13-21, y Números 15, 37-41. Estos versículos sirven como recordatorio de los mandamientos y de las recompensas (bendiciones) concedidas a quienes cumplan la Ley.
Las prácticas relacionadas con el shemá fueron desarrolladas en profundidad por los rabinos —incluido Gamaliel, el primer maestro de san Pablo— cuyas enseñanzas se conservan en la Mishná y el Talmud.
El shemá era la base del vocabulario religioso utilizado en tiempos de Jesús y por los judíos anteriores y posteriores a Él. Aunque no constituye una declaración de fe personal ni contiene ningún «creo», encierra un contenido doctrinal: posee características propias del credo. Aun así ¿se trata de un credo? Y en caso afirmativo ¿qué es lo que profesa o confiesa?
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Los «críticos formales» estudian los géneros literarios de los textos y los pasajes bíblicos. Normalmente suelen incluir el shemá y otros protocredos en la categoría de las «profesiones de fe»[3]. Estas profesiones conllevan «tanto un contenido cognitivo que proclama la verdad (la de que existe un solo Dios) como una participación personal y comprometida»[4] en un «mundo» concreto.
No cabe duda de que el shemá cualifica. Es cierto que le falta un «creo» introductorio, pero pedir tal cosa resultaría anacrónico. Al parecer, la expresión «creo» surgió mucho más tarde, a partir de las primeras fórmulas bautismales cristianas. En cualquier caso, ese «creo» aparece implícito en el mensaje del shemá. Quien afirma sinceramente que «el SEÑOR nuestro Dios es Uno» antes tiene que creer que el Señor es uno y divino. Quien continúa recitando el shemá verazmente tiene que creer también que el Dios Uno desea el culto exclusivo y amoroso de cada uno de los miembros individuales de su pueblo elegido. Lo cual a su vez implica algo acerca de Dios: que está involucrado en la historia y en las vidas individuales, y que busca amor.
Este «contenido cognitivo que proclama la verdad» distingue a Israel de prácticamente todos sus vecinos gentiles, quienes creían en la coexistencia y la confrontación de muchos seres divinos: de muchos «dioses». Los gentiles ofrecían sacrificios alternativamente a sus dioses o diosas, y por lo general los dioses no exigían una atención exclusiva. Entre un dios y un hombre no había amor posible. En las religiones antiguas la idea de una ley moral sancionada divinamente también constituía una novedad. Los dioses ni imponían ni cumplían unas leyes.
Algunas veces los gentiles llegaron por medio de la razón al monoteísmo: a la existencia de un dios y creador supremo (el ejemplo más conocido es el del faraón egipcio Amenhotep IV —o Akenatón—); pero por lo general aquello se redujo a unos cuantos casos teóricos abstractos e idiosincráticos. No cuajaron. En cuanto «religiones», quedaron en gran parte circunscritos a sus autores y murieron con ellos.
El shemá indica una religión muy distinta: un Dios que se da a conocer y que pide algo, cuyo ascendiente es universal y que premia y castiga la conducta humana y vive una relación de amor con su pueblo.
Además, conlleva una participación personal en la historia de las relaciones del Señor nuestro Dios con el mundo creado por Él. Recitar el shemá —así como recitar cualquier profesión de fe acuñada por judíos o cristianos— significa situarse de lleno dentro de esa historia. Significa reclamar un lugar dentro de un pueblo concreto.
Toda la historia de la religión de Israel habla de esa relación particular del Señor Dios con su pueblo: una relación que las Escrituras describen con el término hebreo b’rith o alianza. De ahí que la alianza sea el contexto necesario para entender la profesión bíblica más antigua, el protocredo que conocemos como shemá.
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El Antiguo Testamento califica de «alianza» el vínculo entre Dios y su pueblo: una alianza que es clave para entender la Biblia y que se divide a su vez en «Antigua Alianza» y «Nueva Alianza». (El término hebreo para designar la alianza, b’rith, y el término griego, diatheke, se suelen traducir como «testamento»). En la Última Cena Jesús identifica el acto ritual definitorio del cristianismo, la Eucaristía, con «la nueva alianza en mi sangre» (Lc 22, 20). En palabras de Walter Brueggemann, especialista en el Antiguo Testamento, «la fe bíblica es esencialmente aliancista en su percepción de toda la realidad»[5].
Esto no es algo que se haya descubierto ahora. En el siglo II san Ireneo de Lyon enseñaba que la «alianza» define el relato bíblico de la historia humana. Para entender «el proyecto divino y la economía de salvación de la humanidad» primero se han de entender las «diversas alianzas [de Dios] con la humanidad», así como «el carácter propio de cada una de ellas»[6].
¿En qué consiste una relación de alianza? Se trata de un vínculo familiar. El profesor de Harvard Frank Moore Cross describe la alianza como «el medio legal por el que los deberes y privilegios de un parentesco pueden extenderse a otros individuos o grupos, incluidos los foráneos»[7]. Así pues, la alianza crea un vínculo familiar allí donde no existía previamente. El matrimonio y la adopción son dos ejemplos que les resultarán familiares a los lectores de hoy en día.
En sus «diversas alianzas con la humanidad» Dios ha intentado atraernos a la comunión con Él, de modo que podamos vivir una vida no solo buena, sino divina. Él ha permanecido siempre fiel y sus criaturas humanas han incumplido reiteradamente su (nuestra) parte de la alianza.
En el mundo antiguo las dos partes establecían las alianzas por medio de un juramento del que se ponía a Dios como testigo. Luego esa nueva alianza quedaba ratificada y sellada con la ofrenda de un sacrificio y una comida ritual compartida. Así lo demuestran los relatos del Antiguo Testamento que recogen las alianzas de Abraham y Moisés (por ejemplo, Gn 15, 7-18 y 21, 27-31; y Ex 24, 3-11).
Todas las alianzas imponían unas obligaciones a las partes implicadas. El cumplimiento de esas exigencias traía consigo bendiciones y recompensas; su incumplimiento traía consigo maldiciones y castigos: algo que en ningún otro sitio se afirma de forma tan explícita como en el libro del Deuteronomio. Cuando entrega la Ley a su pueblo, Moisés le habla de «la bendición y la maldición que te he presentado» (Dt 30, 1); y concluye así: «Pongo ante vosotros la vida y la muerte, la bendición y la maldición: elige, pues, la vida, para que tú y tu descendencia viváis» (30, 19).
Cada vez que el pueblo de Israel renovaba su alianza con Dios se recordaba a sí mismo estos términos. Cualquier confesión de la existencia y la acción de Dios implicaba una aceptación de los términos de la alianza. Por eso es lógico que esas renovaciones adquirieran a menudo la forma de voto o juramento[8]. Proclamar la verdad acerca de Dios significaba insertarse en la historia de Israel, en la historia de la alianza.
Las declaraciones con las que se renovaba la alianza solían pronunciarse en voz alta. El verbo que se emplea habitualmente para referirse a ello es «confesar» o «confesar con la boca». Los judíos de habla griega utilizaban el término homologia, adoptado por los primeros cristianos para usarlo en sus declaraciones de fe.
El shemá cumplía una función de confesión que recordaba al pueblo elegido dos veces al día la verdadera doctrina de Dios tal y como le fue revelada a Moisés. En su forma más extensa le recordaba también la alianza con Israel y sus bendiciones y maldiciones.
Durante la antigüedad los judíos invocaron este principio básico con una forma abreviada y solían limitarse a decir «Dios es Uno»[9]. Estas pocas palabras constituían un símbolo representativo de toda la verdad, de toda la alianza, con toda su ley, su vida y su culto sacrificial.
Las palabras son símbolos que se refieren a personas, lugares, objetos, acciones y cualidades. Las palabras acerca de Dios intentan ir más allá que las palabras corrientes; intentan lo imposible: representar a Dios en su infinito poder, su absoluta simplicidad y su misterio insondable.
No obstante, parece evidente que vivir una relación de amor con Dios pasa por ese intento. No podemos amar lo que no conocemos y uno de los modos que Dios tiene de revelarse son las palabras. El shemá reconoce que la esencia de la alianza es el amor. Dios reclama el amor de su pueblo tanto con las obras de la ley como con las creencias que confiesa.
Esta verdad es tan antigua como la alianza. Formó al pueblo elegido y lo hizo uno. Lo dotó de su identidad y de un principio que ordenaba toda su vida. Le hace quien es.
Como profesión de fe en Dios, es una sombra de las firmes aclamaciones futuras en el designio de la Nueva Alianza.
[1] Samson Raphael Hirsch, Collected Writings, Volume II: The Jewish Year, Part Two (Nanuet: Feldheim, 1997), p. 41.
[2] Flavio Josefo, Antigüedades judías 4.8.13.
[3] Ver, por ejemplo, Vernon H. Neufeld, The Earliest Christian Confessions (Grand Rapids: Eerdmans, 1963), p. 34-41.
[4] Anthony C. Thiselton, The First Epistle to the Corinthians: A Commentary on the Greek Text (Grand Rapids: Eerdmans, 2000), p. 630.
[5] Walter Brueggemann, «The Covenanted Family», Journal of Current Social Issues 14 (1977): 18.
[6] San Ireneo de Lyon, Contra los herejes 1.10.3.
[7] F.M. Cross, «Kinship and Covenant in Ancient Israel» en From Epic to Canon: History and Literature in Ancient Israel (Baltimore: John Hopkins University Press, 1998), p. 8.
[8] Sobre este tema ver Neufeld, p. 14-15.
[9] Ver Neufeld, p. 36-37.