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Perfil étnico

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El aspecto específicamente étnico del pueblo comechingón reviste mucho interés por su complejidad y por las particularidades que le son propias.

Aunque está comprobado que pertenecían esencialmente al grupo huárpido, se distinguían por la presencia de otros linajes de distinto origen geográfico (pámpidos, ándidos y acaso hasta amazónidos), lo que hace presuponer una larga historia de contactos e integraciones con grupos migrantes desde los cuatro puntos cardinales.

Lo que llamó de inmediato la atención del colonizador europeo fue su aspecto físico, algo cercano al caucásico, al menos en comparación con otros grupos étnicos de América del Sur, pues los henia-kamiare ostentaban una figura tendencialmente espigada, tupidas barbas y –en un porcentaje menos significativo– hasta ojos verdosos (quienes tenían ojos de este color eran destinatarios de especial atención y eran llamados chutos, vocablo luego castellanizado como “soto”).

El hecho de que fueran barbados no es curioso solo desde el punto de vista étnico, sino también desde lo cultural, pues aparentemente los comechingones no se afeitaban y llevaban sus barbas con particular orgullo, lo mismo que sus trenzas y flequillos.

Como se menciona en otro apartado del presente libro, estas características que despertaron la suspicacia de los conquistadores españoles luego fueron exageradas y deformadas para volverse el punto de partida de teorías carentes de fundamento en las que se quiere ver a los comechingones (y aún a otros pueblos indígenas sudamericanos) como relacionados directamente con europeos precolombinos.

Un dato curioso es que se encontraron algunos cráneos comechingones achatados en sentido vertical. Pero más que de una característica propia de las etnias kamiare y henia, esta deformación craneana era consecuencia de una costumbre, compartida por otra parte con los diaguitas: los padres a menudo sujetaban la parte posterior de la cabeza de sus hijos pequeños a una tabla fijada en la cuna, dando así una forma más alargada a sus cráneos.

Con la única sustentación de infundadas especulaciones se ha llegado a decir en algunos textos no científicos que todos los comechingones eran rubios, de piel clara, con ojos celestes, y que ostentaban una inteligencia superior y una espiritualidad “metafísica” elevadísima, en un grado que no resistiría comparación alguna. Pero, como detallamos en otro apartado de este trabajo, no hay pruebas o indicios concretos de todo ello; se trata más bien de fantasías originadas en planteos puramente esotéricos.

Las pocas referencias hechas en las crónicas europeas solo nos dicen que la zona de la Comechingonia “era la provincia de la gente barbada”,8 “tierra do los indios […] habitan en cuevas […] y ellos crían barbas”.9 Estos individuos “eran morenos, altos, con barbas como cristianos y no tienen ponzoña en sus flechas”.10

También se los describe como “indios bien dispuestos y valientes”11 que, según indica Antonio Serrano, no eran tan altos como exageradamente señalaron algunos. Los restos humanos desenterrados no se corresponden con individuos de estatura descollante: los trabajos del prestigioso antropólogo y arqueólogo argentino Alberto Rex González indican incluso una talla algo inferior a la media, de aproximadamente 1,63 metros de altura.12

Claro que si la altura promedio de un español en el siglo XIX era de 1,62 resulta entendible que tres siglos antes un europeo viera a un indígena de 1,63 como alto. No debemos olvidar la carga valorativa que el europeo solía dar al tema de la estatura en ese contexto: que un “salvaje primitivo” pudiera equipararlo o incluso rebasarlo en altura debió llamarle mucho la atención.

En cuanto a la mentada barba de los comechingones, en efecto, debió ser crecida y abundante para que fuera citada con tanta insistencia. Ello es particularmente notable si se considera la tendencia lampiña que caracterizó a la mayoría de los aborígenes de América.

Esa tendencia era tan marcada que llevó a algunos pueblos americanos a fabricar mostachos y barbas artificiales de oro o plata, para ser sostenidos de las alas de la nariz por presión, y ser usados en ceremonias en las que se ensalzaban la figura del felino y sus bigotes.

En Perú dicha práctica fue muy común tanto en Nazca como en Paracas. Del mismo modo, en Tiahuanaco (Bolivia) existen litoesculturas –monolitos antropomórficos– que muestran esa misma costumbre decorativa.13 No sorprende que fueran interpretadas por autores esotéricos, arqueólogos aficionados y otros advenedizos con inclinaciones filonazis como una prueba de la presencia de vikingos en el altiplano boliviano.

8. Pedro Lozano, Historia de la conquista del Paraguay, Río de la Plata y Tucumán, Buenos Aires, Edición de Andrés Lomas, 1874, t. I, p. 189.

9. Diego Fernández, Primera parte de la historia del Perú, Madrid, Biblioteca Hispánica, 1914, t. II, p. 36.

10. Ídem.

11. Véase Reginaldo de Lizárraga, Descripción de toda la tierra del Perú, Tucumán, Río de la Plata y Chile, Buenos Aires, Ediciones de la Biblioteca Argentina, 1916, t. II.

12. Véase Alberto Rex González, “Algunas observaciones sobre los caracteres antropológicos de los primitivos habitantes de Córdoba”, Publicaciones del Instituto de Arqueología, Lingüística y Folklore, Nº IX, Universidad Nacional de Córdoba, 1944.

13. Federico Kauffmann Doig, Manual de arqueología peruana, Lima, Peisa, 1983, p. 431.

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