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I. Introducción

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El presente texto sobre la estructura y comportamiento de la Administración pública española, es el resultado de una serie de observaciones, efectuadas sin ningún propósito teórico, y con la mirada puesta siempre en la realidad presente. Se trata, por tanto, de un intento de situarse ante una concreta Administración pública, con espíritu crítico y propósito reformador, valorando en todo momento el alcance eminentemente político que tiene el tema.

Intencionadamente descarto, ya desde el comienzo, el recurso a cualquiera de los tópicos al uso. Así, la «bandera» de la llamada «reforma administrativa», de evidente corte tecnocrático, empleada siempre para eludir el planteamiento real de una serie de problemas que, nótese bien, tienen su ámbito adecuado en el marco de una acción política. Las referencias que puedan recogerse de una posible «reforma administrativa» lo son a efectos puramente convencionales. De ahí que, acaso, se advierta semánticamente una aparente contradicción: se trata de plantear la reforma de la Administración sin levantar la bandera de la «reforma administrativa», con las connotaciones de imperatividad y de falta de credibilidad políticas que tal enseña suscita siempre. Nada de «programas» espectaculares, ni de reiterados enunciados de intenciones; a ninguna parte conducen. La valoración de las «reformas administrativas», de todos los países, y de todos los tiempos, ha sido siempre negativa y decepcionante. Demasiado ruido y pocas nueces. La Ley, y en general la norma jurídica, sólo tienen valor como instrumento de transformación social —y eso es precisamente lo que se pretende— cuando hay una moral y una voluntad de llegar a un objetivo determinado. Es aquí donde es preciso hacer hincapié: en la voluntad política para afrontar la transformación de la Administración.

Contando con ello, sólo es posible enfrentarse con la realidad que hoy ofrece nuestra Administración a través de un complejo y múltiple sistema de actuaciones aproximativas: y desde ellas, establecer su tratamiento, y propiciar después una serie de transformaciones. En el bien entendido, que al hablar de actuaciones aproximativas, en ningún momento se trata de plantear una tarea que, a nada que quiera llevarse a cabo de verdad, y con un ánimo de honestidad, requeriría más de un decenio de esfuerzo ininterrumpidos y permanentes. Varias generaciones serían necesarias antes de poder establecer soluciones mínimamente válidas en torno al punto central que subyace en todos los temas de la llamada reforma administrativa y que no es otro que el de la nueva perspectiva que deben asumir las relaciones entre la Administración y los ciudadanos. Sería por demás apasionante ver hasta qué punto han condicionado esas relaciones, y han creado además una auténtica mentalidad muy concreta, instituciones tales como la del silencio administrativo, el principio de ejecutividad, la presunción de legalidad, etc. El tema queda enunciado. De todos modos, el intento que ahora se pretende es mucho más modesto; también, más inmediato. Se trata de iniciar, de abrir un proceso para el cambio de la Administración española. Una meta a la que sólo es posible llegar a través de un largo período de incidencia y modificación de los esquemas y modos de actuar vigentes.

Necesidad incuestionable de que, con claridad de ideas acerca de adonde se quiere llegar, con perseverancia en la acción y con voluntad de llevarla a cabo, se formulen y asuman, de inmediato, un conjunto de medidas. No obstante, y antes de plantear cualquier tipo de acción, hay que ser muy consciente de que no podemos movernos en el terreno de los puros deseos, ni tampoco en el globalizador y simplista de la utopía. Es preciso contar con una necesaria y permanente dosis de relativismo —que no especticismo— con la que hay que asumir todos estos temas, puesto que habrá que partir de las limitaciones inherentes que en su actuar tiene la Administración y la burocracia. De ahí que resulte obligado traer aquí el ya conocido planteamiento sobre el tema. Limitaciones inherentes, derivadas de la forma de actuar de la Administración, de los procedimientos de selección de su personal, de la forma de llevar a la práctica cualquier tipo de inversión, etc., y que encuentran su razón última, nada menos, que en el principio de legalidad.

Una literatura abundante y permanente no ha dejado nunca de enjuiciar críticamente el fenómeno burocrático y administrativo, incluso en aquellos países que a nosotros nos puedan parecer cuentan con una Administración modélica. Se trata de un hecho cierto, que en las limitaciones expuestas puede encontrar su explicación. Ahora bien; una cosa es que la Administración tenga sus defectos, innatos y consustanciales , esto es, que tenga sus propias limitaciones, y otra muy diferente es que funcione tan mal como entre nosotros ocurre. Porque ahondando un poco más en el análisis, y superando los esquemas de su propio funcionamiento, cabría indagar también sobre las «mores» autoritarias que, de siempre, caracterizan nuestra Administración, así como sobre el frecuente y no excepcional desprecio o, al menos falta de atención, hacia el ciudadano impersonal, justificado sobre la base del equívoco —sólo formalmente mantenido— de la defensa del Estado. Una Administración, en definitiva —en palabras recientemente referidas a la Administración francesa—, lenta, ineficaz, irresponsable, inhumana, cínica, arrogante e indisciplinada.

El reto de una Administración racionalizada

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