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1. VALORACIÓN POLÍTICA DEL TEMA

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No se pretende hacer ni una exposición ni un análisis general de la situación actual de nuestra Administración pública, ni de las causas que la han generado. Sociólogos y politólogos tendrán bastante que decir sobre estas cuestiones, en las que expresamente no entramos. A tal fin, bastará con reconocer simplemente —dato por otra parte comúnmente admitido— que la Administración pública española no funciona o funciona muy deficientemente. También, y como complemento de la anterior hipótesis, añadir que en los últimos tiempos se ha acentuado muy gravemente su proceso de deterioro.

De todos modos, y aun asumiendo en su totalidad lo que acaba de decirse, no es correcto tematizar aisladamente la situación del setor público con desconexión con el resto del país. Se aludió antes a las limitaciones inherentes de lo burocrático y de lo administrativo. Están también, claro es —y muy importantes—, las que se derivan de la interacción de cualquier organización con el medio y con los otros grupos y fuerzas sociales del país. Si éste no funciona, o si sus instituciones languidecen y no funcionan debidamente, no puede pedirse que lo haga la Administración. Si la mediocridad y el tono gris predominan a sus distintos niveles en la vida social, no puede pedirse algo diferente a la Administración.

Ahora bien, en expresión muy simple, diríase una vez más que de lo que se trata es de que no funcione tan mal. Y diríase también, como luego se verá, que esa tarea de «regeneración» de nuestro aparato administrativo hay que encuadrarla en la más amplia de regeneración institucional, a la que nos emplaza el sistema democrático que acaba de establecerse y el modelo de Estado previsto en la Constitución.

Deterioro funcional que, y esto es lo grave, ha generado también un auténtico deterioro institucional de nuestra Administración. Es aquí, quizá, donde es preciso incidir con mayor urgencia. Situación cuyos síntomas más claros son:

- Esquemas organizativos ficticiamente inflados, y, por lo general, bastante inoperantes.

- Baja moral y escepticismo del funcionariado, con un «desenganche» psicológico casi absoluto respecto a la tarea que debe cumplir.

- Productividad y horarios de trabajo espectacularmente reducidos.

- Desequilibrio e irracionalidad en el reparto de funciones.

- Resolución tardía de los asuntos, si es que tal resolución llega realmente a producirse.

- Formalismo y, a veces, juridicismo a ultranza, sin entrar con frecuencia en los temas de fondo, que van quedando sin resolver.

- Tramitaciones lentas y engorrosas que sólo se justifican en sí mismas.

- Normativa reglamentaria de difícil lectura que se dicta y modifica con profusión.

- Rigidez de la estructura departamental, al no estar sujeto cada Ministerio a una coordinación política global y coherente, lo que en la práctica produce frecuentes conflictos o modificaciones sustanciales en las iniciativas de uno y otro Departamento con el costo de productividad y eficacia consiguientes.

- Escaso o nulo juego político del Consejo de Ministros. Y ello, aunque parezca paradójico. A su mesa llegan los asuntos que cada Departamento solicita —sin planteamiento previo de conjunto—, y cuya incidencia política, en principio, es valorada y decidida sectorialmente.

- Confusión de lo político y administrativo en las organizaciones ministeriales: «politización» innecesaria y excesiva de los altos niveles de la jerarquía administrativa.

- Abandono por nuestra Administración de «lo cotidiano» —resolución de expedientes y actuaciones concretas, cuando cabría plantear si la Administración no es precisamente «lo cotidiano»—, mantenimiento de una excesiva y patológica tendencia —a semejanza de lo que ocurre con la clase política— a incidir en «lo excepcional», pretendiendo con ello asumir y mantener de modo permanente un cierto poder carismático de innovación. O, al menos, eso es lo que se cree.

- Irracionalidad del sistema retributivo de los funcionarios que, con independencia de sus males intrínsecos (oscuridad, falta de equidad, insuficiencia), tiene además la «virtud» de generar efectos distorsionantes en otras áreas, especialmente en las estrictamente organizativas y funcionales. Recuérdese cómo la mala política retributiva en la aplicación del Estatuto del 18 dio lugar a la inflación de las categorías profesionales más altas.

- Intentos de aplicación de las técnicas de organización ensayadas en el sector privado, que sólo han pretendido un cierto «lavado de cara» y que, por lo general, caen pronto en el desprestigio al haberse introducido sin el necesario rigor y sin la obligada adaptación.

Son, obviamente, extremos puntuales y muy concretos que, sin embargo, es preciso asumir en su conjunto y que conducen a una ineficacia evidente de nuestra Administración, que —nótese bien— produce un grave deterioro del sistema político. Valorar hasta qué punto el mal funcionamiento de la Administración repercute sobre la credibilidad política del sistema, es algo tan incuestionable, que obliga a asumir con todas sus consecuencias el tema del funcionamiento de nuestra Administración. Mucho es lo que nos jugamos en acreditar la capacidad del sistema político para establecer un marco de acción que genere y produzca un impulso concreto, intenso y concentrado que permita abordar el tema con el alcance obligado.

De todos modos, será preciso convenir que una Administración como la nuestra, tan escasamente estructurada, era difícil que de no haber abordado el tema con toda su radicalidad, pudiera ofrecer un cuadro interno distinto al que se ha señalado. El cuadro que se correspondía plenamente con los hábitos del anterior régimen político, ha atravesado, sin apenas variación, el proceso de la transición política. Hoy se tiene el convencimiento de que la Administración pública es más ineficaz y está más deteriorada que nunca, aunque no se advierte suficientemente que es bastante lógico que así sea , al no haberse llevado a cabo su adecuación estructural y formal a los cometidos que en el momento presente debe desempeñar. La credibilidad misma de la democracia a nivel ciudadano se apoya, fundamentalmente, en un buen funcionamiento del aparato del Estado. Y hoy, dicho aparato no funciona bien y, además, constituye una máquina cada vez más inservible. Al menos, en relación con las esperanzas y exigencias políticas que ofrece el momento actual. Y es en esta línea que está cristalizando un auténtico estado de opinión: junto al deterioro que el sistema político sufre como consecuencia del mal funcionamiento de la Administración, son cada vez más frecuentes las críticas por inope-rancia de la misma, en cuanto se revela impotente para que funcione debidamente el aparato del Estado. Un dato que está ahí, que en gran medida responde a la realidad y cuyas consecuencias deben valorarse en todo su alcance debidamente.

El reto de una Administración racionalizada

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