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510 años antes de Cristo. Crotona. Antigua Grecia


El rugido de la muchedumbre bajo las ventanas se hacía más amenazador. Pitágoras2 abarcó con la mirada el rostro preocupado de algunos alumnos. Se alisó la barba blanquecina por las canas y, conservando la dignidad, salió al balcón. Abajo, decenas de antorchas, temblorosas en manos inseguras, peleaban contra la densa oscuridad de la noche. Toda la plaza de la famosa escuela de matemáticas estaba llena de una turba enfurecida. La gran casa, en la cual vivía Pitágoras con sus mejores alumnos, y también el palacio del gobernante de la ciudad de Crotona, estaban rodeados por el pueblo indignado. Se habían colocado barricadas en el interior de las puertas del edificio, pero era dudoso que fueran un obstáculo serio para los insurgentes.

Viendo en el balcón al ciudadano más influyente de la ciudad, por un momento, la turba hizo silencio.

– Que quieren Uds? – preguntó el matemático.

De la masa negra, embriagada por el vino, salió una persona obesa en túnica ancha con adornos plateados en los hombros. Entre los dobleces de la túnica se observaba un gran kinyal.

– Justicia! – gritó el susodicho. – Tu, Pitágoras, y tus alumnos, viven en comodidad, y nosotros trabajamos para Uds. —

– Uds. viven con lujo y nuestros niños mueren de hambre. Ustedes no saben lo que es trabajar y, nosotros, descansar, solamente en sueños.

A Pitágoras le pareció esa voz y esa agresividad vagamente conocidas.

El matemático quiso objetar, pero él estaba acostumbrado a trabajar con cifras exactas y afirmaciones claras, las cuales se necesitaba demostrar o contradecir. Por eso sólo sonrió.

– Dices disparates. Nosotros también trabajamos. —

– Ajá! – Se oyeron carcajadas entre la turba – Miren, él trabaja!

– Muéstranos los callos en tus manos!

– Nosotros producimos lo más importante. Conocimientos! – Precipitadamente gritó Pitágoras.

El que dirigía el populacho agarró la palabra en el aire. Las antorchas dejaron ver su rostro distorsionado por la maldad.

– Uds. convierten sus conocimientos en misterio! Son altivos y se escabullen. Ninguno de nosotros sabe que hacen detrás de esas paredes. Su hermandad se aisló del mundo. Como utilizan los misterios conseguidos? Que ritos realizan? A que dioses veneran? Exigimos respuesta! —

– Respuesta! Respuesta! – gritó la muchedumbre.

Cientos de ojos resentidos taladraron a Pitágoras. Se les veía con impaciencia codiciosa, como si vieran manjares a través de una reja.

– Al número – exhaló el matemático, y viendo, que, no lo escucharon, con pasión gritó.

– Nosotros veneramos al Número!

Quiso explicar la grandeza y el poder de la más exacta majestad, pero la muchedumbre lo calló.

– No hay tal Dios! —

– Se burla de nosotros! —

– Aprendió a contar, para robarnos! —

– Silencio! – Agitó con sus manos el rufián que dirigía. Se sentía que, de toda la chusma reunida, era el único que sabía exactamente que quería.

– En la última salida de nuestro ejército, con su propia sangre, obtuvieron una dura victoria. —

– Los ciudadanos los apoyaron con lo que pudieron. Regresaron con un gran botín. Y donde están estas riquezas?

El maleante, con la mano levantada, se volvió hacia la muchedumbre callada.

La gente, sin respirar, esperaba la respuesta. Haciendo una pausa, levantando un dedo, con ira, y apuntándolo hacia el matemático.

– Lo tomaron todo y lo dividieron entre el gobernante de la ciudad y la hermandad de Pitágoras. Y a la gente sencilla la dejaron otra vez, sin nada. Es justo?

– No! – gritaron cientos de voces.

– Quién es el culpable? —

– Él! —

– Que se debe hacer? —

– Que muera! Que muera! —

La gente, agitando amenazadoramente las antorchas, se acercaba a las paredes del edificio. El ruido de la muchedumbre no dejaba responderle. Pitágoras se dirigió a uno de los estudiantes

– Abandone el balcón, alumno. Usted sólo los enfurece más. —

Pitágoras se metió en la habitación. El rufián con túnica y adornos plateados lo siguió con la mirada triunfante.

– Quién es el que dirige a los locos? – preguntó el matemático.

– Silón. Hace muchos años usted no lo recibió en la hermandad. Él desarrolló odio hacia usted. —

– La envidia negra es capaz de convertir un muchacho con mala suerte en un malhechor vengativo. – Sacudió la cabeza con tristeza Pitágoras.

– Donde está el gobernador? Por qué no viene a nuestra ayuda? —

– Se fue en la mañana con sus guardias. En el palacio sólo queda la servidumbre. —

Gritos aislados afuera se fusionaban en un zumbido iracundo de un mar que se levantaba. En el balcón cayó una antorcha prendida. El más joven de los alumnos rápidamente la tiró de nuevo a la calle y volvió con Pitágoras. Sus bellos ojos estaban horrorizados.

– Están prendiendo las paredes del edificio. – Con miedo informó el joven.

Con una mirada triste el matemático dijo pensativamente:

– Lástima que no lo lograré. —

– Maestro! Nuestra casa se incendia. —

Pitágoras miró lentamente al asustado joven y con palmadas paternales en el antebrazo le dijo:

– El pánico es mal consejero, amigo mío. Vamos donde los hermanos. —

Por la ancha escalera bajó Pitágoras hacia la cómoda sala grande donde lo esperaban más de una veintena de alumnos preocupados. Entre ellos había tanto jóvenes de quijada lampiña como hombres maduros con tupida barba. Por muchos años Pitágoras escogió a los más talentosos y los introdujo al maravilloso y misterioso mundo de los números. Ellos vivieron como hermanos y obtuvieron resultados excelentes pero fueron incapaces de llevar esos conocimientos afuera de la escuela. La belleza descubierta y lo grandioso del mundo matemático lo guardaban como objetos invalorables en el santo altar de la ciencia. Con ayuda de los resultados obtenidos construyeron un modelo del mundo circundante y no quisieron presentar al público un trabajo inconcluso. Sin embargo hoy se destruía ese sistema.

El matemático se detuvo en el penúltimo escalón. Desde ahí el sería visto y oído mejor.

– Hermanos – Pitágoras se dirigió a los presentes. – muchos años nos hemos inclinado a su majestad El Número. Y gracias a nuestra perseverancia y paciencia hemos descubierto no pocos y asombrosos misterios. Entre ellos hay grandes, y con los cuales se puede mejorar el mundo que nos rodea. Cuidadosamente los guardamos y sólo los trasmitimos entre nosotros. Muchos envidian nuestros conocimientos. La envidia se traga sus pequeñas almas, nos temen, y por eso nos quieren destruir. Ustedes escuchan como arden las paredes de esta buena casa que siempre nos ha resguardado. Aquí nos ha visitado la iluminación. Aquí construimos una atmósfera donde el mismo aire estaba lleno de números y fórmulas. Los respiramos y nos deleitábamos con ellos. Pero hoy les ordeno que abandonen esta casa para siempre. Traten de salvar nuestros manuscritos, salvarse ustedes mismos y dispersarse por todos los rincones de la gran Grecia. Llegó el momento de compartir nuestros conocimientos con la sociedad. De ahora en adelante Uds. no son alumnos sino maestros. Nuestros éxitos en las matemáticas no deben ser destruidos! —

Se oyó un murmullo de preocupación en la hermandad.

– Maestro, con quién se irá Ud. —

– Ya estoy viejo y me quedo aquí. —


– Pero Maestro…

– No tienen tiempo! Apúrense! Dispérsense por la casa y salgan por diferentes ventanas. Alguno de Uds., sin falta, saldrá. – Pitágoras, con un gesto, detuvo los murmullos.

– Y recuerden mi último gran problema. Aquellos, que queden vivos, deberán hacer los mayores esfuerzos para resolverlo. Si ustedes no lo resuelven, pásenlo a sus estudiantes. Este problema hay que resolverlo. —

En un rincón de la sala se prendió una cortina, el fuego se extendió a la pared y alcanzó el techo.

– Ya es hora! Corran! – agitó la mano Pitágoras.

Esperó, hasta que los alumnos apresurados abandonaron la sala y se dirigió a su habitación en el ala derecha del edificio. El viejo matemático cerró completamente la puerta, tapó la rendija inferior con una cobija y se sentó a la mesa. Le quedaban algunos minutos para dedicarse a su amada actividad. En los últimos días yacía en su mesa de trabajo la fórmula de su más famoso teorema:

a2 + b2 = y2

en cualquier triángulo rectángulo la suma de los cuadrados de los catetos es igual al cuadrado de la hipotenusa. Abajo estaban escritos tríos de números enteros que satisfacen la fórmula y a la cabeza de ellos el trío más bello de todos: 3, 4, 5. Estaba también la asombrosa combinación: 99, 4900, 4901. Sus alumnos llamaron a estas combinaciones las triadas pitagóricas. Pitágoras desarrolló un método para hallar tales tríos y demostró que había un conjunto infinito de ellos. Pero en esa ecuación si, simplemente, se cambia el exponente 2 por 3 todo cambia de una manera insondable. El problema se convierte en un problema archicomplicado. En el último año Pitágoras no había podido hallar ni una sola combinación de números enteros positivos que satisficieran la ecuación de tercer grado. Ni sus alumnos más adelantados pudieron enfrentarlo. Un problema que, a primera vista, es muy simple, no se le dio a nadie.

El gran matemático se hundió en meditaciones. Con gran pasión él quiso encontrar esas misteriosas combinaciones de cifras para completar su vida y disfrutar de una nueva victoria de la razón sobre el mundo secreto de los números.

La habitación se puso caliente, ya se colaban delgados hilos de humo, pero el sabio sólo se cubrió la boca con un paño delgado, empapado en vino. El siente que la solución está cerca, en el aire. Bajo la presión del fuego chasquea la puerta y las llamas irrumpen en la habitación alcanzando con tentáculos amarillos la mesa y la silla bajo Pitágoras. El matemático se estremeció. Pero no se estremeció de las llamas que ya alcanzaban su ropa, sino de la idea extraordinaria que, como un relámpago iluminó su mente.

Y si, de repente, él busca algo que no existe? En efecto, los resultados negativos en matemáticas también pueden ser muy valiosos.

No hay tales números enteros! Precioso resultado!

Rápidamente escribe rigurosas fórmulas que demuestran su idea. Toma el manuscrito y se dispone a salir de la habitación. Estos nuevos resultados no deben desaparecer, está obligado a salvarlos!

Se lanza a la puerta pero ahí respira aire muy caliente y entonces se dirige a una ventana. Ya está agarrando el borde, la salvación! Pero, en ese momento, cae una viga encendida sobre su espalda que lo hace caer. Trata de levantarse pero sus piernas no le responden.

Y entonces Pitágoras se tranquiliza. Cierra los ojos sumido en la alucinante Belleza de su demostración genial. El fuego ya lo toma pero la felicidad que invade su espíritu es mayor que el dolor del cuerpo en llamas.

El gran matemático muere absolutamente feliz.

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Pitágoras. (c. 570—500 AC) Matemático y filósofo de la Antigua Grecia. Nació y vivió en la isla de Samos. Después se trasladó a la ciudad de Crotona (Sur de Italia) donde fundó una escuela filosófico-científica.

EL MISTERIO DE LA BELLEZA EXACTA

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