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Profundas reflexiones sobre los complicados golpes del destino me mantuvieron despierto mucho tiempo en la noche. El joven vago consiguió escabullirse de una decena de policías con el dinero robado y por mi cabeza, respetuosa de la ley, pasa un infortunio tras otro. ¿Por qué el mundo es tan injusto? Yo no infringí la ley y él pasa a través de ella. Y, mi hermano, el servidor del orden público, dispuesto a manejar borracho por un beneficio personal. Para él no es tanto atrapar a los delincuentes como ascender en la policía. Cada quien piensa en si mismo, y no le importan ni la sociedad ni las leyes.

Me dormí al amanecer y cuando desperté, decidí que yo no estaba obligado a vivir por las reglas comunes. Mi vida pende de un hilo. Yo estoy condenado a muerte, inclusive sin salir de casa. ¿Cuánto dinero me queda? No estoy seguro de que llegue hasta el año que viene, entonces para que andar con cuidado y poco a poco. Los sueños normales: el año que viene me aumentan el sueldo y dentro de tres me ascienden a un cargo mejor, lo que traen son lágrimas de rabia y no una alegría oculta. ¿Para que planificar un futuro lejano si en cualquier momento puede caer la cortina negra? Bang! Ahora me ven, ahora no me ven. Terrible. Por eso, ahora, yo puedo arriesgarme, lo peor ya me sucedió.

Reconociendo mi triste situación, llegué a la conclusión de que yo debo actuar de otra manera.

Lo primero que hice fue hurgar entre las cajas de la mudanza recién desempacadas para buscar los CD computacionales. Todos esos disquitos tenían sus etiquetas con su nombre que ya había olvidado para que servía. Mientras desayunaba, yo iba colocando cada disco en el laptop para comprobar el contenido.

Katya se atareaba, alrededor de la estufa, con paquetes y envases. De repente todo quedó en silencio, sus brazos cayeron y mirando hacia el frente, desconcertada, dijo:

– Ella no puede comer nada, nada. Yulia… – Impotente, Katya cayó en la silla y se puso a llorar.

Miré la bolsa con los productos que se iban a llevar al hospital y sugerí:

– Quizás pueda beber jugo por el tubito. —

– No, ni siquiera jugo, – con aflicción, Katya lloró, agarrándose y sacudiendo la cabeza.

– Tranquila, piensa en el bebé. —

– Para ti es fácil dar consejos. —

– Yo también me preocupo. —

– ¡Si, ya veo! No te separas de la computadora, – inesperadamente, ella estaba iracunda. – Que te distrae? Y al trabajo vas a llegar tarde. —

– Voy contigo al hospital. —

– Puedo ir sola. Mejor vete al trabajo. Ayer llegaste tarde, hoy también. Te pueden botar. —

Bajé la vista, me tomé el té y salí de ahí, rápido. El reconocimiento honesto de mi despido ya me estaba alcanzando. En algún momento se lo diré, pero no hoy. Primero tengo que intentar realizar mi nueva idea. Coloqué el laptop en el maletín, también los CD y llamé al taxi.

En vez de al trabajo, fui al lugar donde el día anterior habían robado el cajero automático. Me acerqué al «McDonald́s» cercano. Ahí podría conectarme a internet y estar horas sentado, si quería. En uno de los discos encontré lo que estaba buscando, la base de datos de mis exalumnos de la Casa de la Juventud. Además del apellido, en el disco estaban sus direcciones electrónicas, teléfonos, fotografías y la lista de sus tareas hechas. En particular, la misma base de datos era un ejemplo de un trabajo exitoso hecho por los alumnos.

En una de las fotografías vi los mismos ojos negros del día anterior y enseguida lo reconocí: Fedor Volkov. Entonces tenía quince años, ahora tiene veinticinco y, en la mirada, la misma ambición juvenil y la auto convicción vulnerable.

Coloqué sobre la mesa el billete, medio quemado, de mil rublos que había hallado en los arbustos, lo fotografié y envié la imagen a la dirección electrónica de Volkov. Claro que el muchacho podía no haber utilizado ese correo hacía tiempo, pero el encuentro con el exprofesor lo haría recordar.

Y efectivamente, la respuesta llegó rápido.

«Gracias. Me salvó»

«Tenemos que vernos. Te espero», respondí yo.

«Donde está usted?»

«Adivina».

Esto era una prueba para la perspicacia general y el nivel de

comprensión computacional. En la fotografía del billete caía un borde de la bandeja del «McDonald’s» y por la dirección IP se podía saber en cual zona estaba.

No pasó una hora para que, a la mesa donde yo estaba, se sentara Fedor Volkov. Uno a otro nos estudiamos con atención. Fedor estaba cauteloso, su visión periférica trabajaba más de lo usual y sus manos las mantenía en los bolsillos de la chaqueta contra viento.

– Un poco ruidoso aquí, ah? – observó.

Le advertí:

– Con el rabo del oído escuché que la policía busca a un tipo en chaqueta gris contra viento. —

Volkov se quitó la chaqueta y se sentó sobre ella. Se quedó en franela. En su muñeca derecha tenía un tatuaje colorido.

«Quien se puya para divertirse, tiene VIH», pensé con tristeza. No me sorprendería que se fume su hierba y sea indiscriminado con las chicas. Si alguien preguntara: ¿quién de los dos tiene el virus?, todos apuntarían al chamo. Pero, desgraciadamente, una vida familiar juiciosa no es garantía contra una insidiosa enfermedad.

La mirada desconfiada de mi exalumno se suavizó un poco.

– Yo estoy muy agradecido con usted, Yury Andreevich. —

– Llámame Doctor. —

– Ah, ¿tenemos un plan? Entonces yo soy Zorro. —

– Pero tu apellido hace pensar otra cosa3. —

– Usted tampoco se parece a un doctor. —

Ambos sonreímos. Era mi primera sonrisa desde el momento de la llamada nocturna desde el hospital.

– Bueno, Zorro, cuéntame ¿Qué hiciste después de la escuela? – le pregunté.

– Usted, por casualidad, ¿no trabaja para la policía? El tipo de uniforme lo llamaba por su nombre. —

– Es mi hermano. El es policía. —

– Hermano? – Zorro se levantó. – Yo, como que me voy.

– Siéntate! – Lo detuve. – Entiende esto: a él yo no lo voy a ayudar. Ahora, yo solo trabajo para mí mismo. —

Zorro digirió rápidamente lo escuchado, se relajó y me tendió la mano:

– Colegas. – Después del apretón de mano, volteó su cabeza hacia el mostrador: – Ya que estamos aquí, voy a comer algo. —

Me acerqué a él y le advertí:

– Pero que no se te ocurra pagar con los billetes quemados. – los ojos de Zorro mostraron sorpresa. Le expliqué: – Todos los puntos comerciales están alertados. —

Zorro volvió a la mesa con un café y una hamburguesa. Comió un poco y comenzó a relatar:

– Yo ingresé en la universidad tecnológica en la especialidad de seguridad informática. Hice dos cursos, pero después me aburrí. Para que perder tiempo si el diploma lo puedes comprar. —

– Y lo compraste? —

– La impresión es perfecta, no puedes diferenciarlo de uno verdadero. Pero trabajar… – Zorro hizo una mueca. – Eso, de estar en una oficina desde la mañana hasta la tarde en una oficina, no es para mí. —

– Y ahora destripas cajeros automáticos? —

– Esa es la última diversión que tengo. —

– Y es provechosa? —

– Depende. Ayer agarré cuatro kilogramos. La explosión fue ruidosa y mientras recogía el dinero, los Apóstoles se pintaron. La policía llegó rápido y tuve que esconderme ahí cerca. —

– Los Apóstoles? – Recordé la conversación de Gromov por teléfono: – ¿Los gemelos Noskov en la furgoneta blanca, el flaco y el gordo? —

– Pedro y Pablo. En la escuela se burlaban de ellos, y a mí se me ocurrió ponerles los Apóstoles. Desde aquel tiempo somos amigos y me respetan. Ayer ellos arrastraron a la policía tras ellos. —

– Fue pensado así? —

– No, fue casualidad, pero afortunado. —

– Tú eres sortario. – Yo bajé la voz para que no nos escucharan: – Pero cuatro kilos de billetes quemados no te ayudarán. Caerás cuando los saques. —

– Los cambio de nuevo en cajeros. Y gracias otra vez. —

– No resulta. El cajero automático no acepta un billete dañado, el tamaño ya no coincide. —

En los ojos de Zorro apareció la sospecha de nuevo:

– ¿Doctor, para que me llamó? ¿No será para hacerme un tratamiento psicológico? —

– Para advertirte. Y proponerte algo. —

– Espero que no sea confesarme. —

– Los Apóstoles realmente trabajan en mecánica? —

– Trabajan en toda vaina. Son buenos en todo. —

– Mi carro no prende. —

– Su especialidad, – aseguró Zorro. – Donde está? —

Me gustó su disposición para actuar inmediatamente. Le indiqué la dirección del «Jupiterbank», donde se había quedado el «Peugeot» y le entregué las llaves.

Zorro se rio:

– Las llaves no son necesarias. Déjeme llamarlos para que vayan allá enseguida. Los llamó, les explicó todo y me preguntó: – Le traen el auto para acá? —

– No sería malo, – asentí. – Estás seguro de su experticia? —

– Son los Apóstoles, – dijo Zorro, con ironía. – Cuéntelo como nuestro agradecimiento, por lo de ayer. —

– Gracias, pero no era de eso de lo que yo quería hablar. – Miré hacia los lados como un conspirador y le hice la pregunta importante: – Como haces para bloquear las cámaras de video? —

– Que pasó? ¿La policía todavía no lo descubre? —

– Todavía están tratando de adivinar. —

Zorro se envaneció:

– Ese es un aparato que yo idee, yo lo llamo «blockout». Lo pongo a un metro de la cámara o del cable y desaparecen las imágenes. —

Recordé que Volkov, todavía jovencito, reparaba, fácilmente, cualquier computadora o juego electrónico. A él venían, incluso profesores, hasta que el muchacho empezó a cobrar por las reparaciones. Podía hacer maravillas.

Me interesó como trabajaba el aparato:

– Obstruyes la señal de video? —

– Ese es el nivel primitivo. Intercepto la señal y puedo poner ahí lo que yo quiera, hasta pornografía. —

– Me imagino la reacción de los vigilantes. Podrías hacerte famoso. —

– Por ahora déjeme bloquear las imágenes, como un tonto inútil. —

– Eso es inteligente, – asentí yo y reflexioné.

Zorro es inteligente, calculador, arrogante, pero actúa torpemente. Demasiado ruido para un resultado mínimo. Para el delito elegante le faltan conocimientos especiales acerca del funcionamiento de los cajeros automáticos. Y yo soy el especialista en ese asunto.

– Zorro, quiero comprobar tu «blockout» en vivo. —

Volkov, de la sospecha, frunció el ceño:

– ¿Que pasa Doctor? ¿Qué tiene en mente? —

– Una conexión real a un cajero automático concreto. —

– Ja! ¿Y después qué? —

– Tú me ayudas a restablecer la realidad. Yo me llevo lo mío. —

– Del cajero? – Zorro se rio. – Y como piensa usted abrirlo? —

– Ese no es problema. Pero esta vez, en lugar de bloquear la imagen, hay que poner una fotografía. —

– Doctor, estoy confundido. Me huele a servir de carnada. —

– Tu parte es bloquear la cámara. Del resto me encargo yo. —

Zorro se reclinó en su silla, de nuevo miró a su exprofesor considerando si debía confiar en él.

– Y cuando tiene la intención de hacer eso? – le preguntó.

– Tenemos tiempo mientras los Apóstoles me arreglan el carro. —

– Ahorita? – se extrañó Zorro.

– Desde hace un tiempito me estoy apurando para vivir, – me sinceré.

– El cobarde inventó los frenos, ¿es así? – Zorro guiñó un ojo. – Nunca hubiera pensado que usted… —

– Quiere decir que estás de acuerdo? —

Volkov levantó las cejas y empezó a razonar:

– El blockout lo tengo en el carro, pero se debe encontrar el cajero apropiado, donde se pueda montar sin problemas. —

– Ya te resuelvo eso. —

En el laptop abrí, en la página del «Jupiterbank», la ventana de las direcciones de los cajeros automáticos. Tuve que exprimirme la memoria para recordar la sucesión de la carga de efectivo en ellos: ¿cuáles son los cajeros automáticos que llenan hoy?

Yo escogí uno de ellos y volteé el laptop hacia Volkov:

– Mira este. Allá podemos llegar en quince minutos. —

– Usted cree eso? – dudó Volkov.

– Créeme, allá hay dinero para agarrar. —

Zorro me miró a los ojos, vio mi resolución y aprobó con la cabeza:

– Voy a tomar un café para llevar, en el camino resolvemos los detalles.

El carro de Zorro era un «Subaru» con volante a la derecha, con los guardafangos arrugados y las puertas raspadas. Con escepticismo ponderé el feo aspecto del auto:

– ¿Y para que tienes tus amigos mecánicos? —

– La dirección y el motor están bien, también sus cuatro cauchos y la aceleración, pero la carrocería… – Zorro se cortó un poco, – Pero no me preocupo si tengo que irme rápido. Tome asiento. —

El cajero automático que yo había escogido estaba a la entrada de una mueblería. Adentro, prácticamente, no había clientes. Cuando iba pasando, Zorro pegó a la pared una cajita roja, parecida a las que tienen el botón de alarma de incendio, y entró a la tienda. Decidí no abrir el cajero enseguida y lo alcancé en el interior.

– Me dijiste que el aparato no se veía, – le susurré inquieto.

– Para esconder algo mejor lo pones a la vista. – Con cara de aburrido, Zorro iba mirando los sillones.

Tuve que estar de acuerdo con él. Sin embargo, el color rojo de la cajita, simbolizaba para mí el infierno que tenía que atravesar. Detrás de él hay otra vida, extrema y riesgosa.

– ¿Ya está funcionando el blockout? – me puse nervioso.

– Le tiemblan las rodillas? Podemos volver al carro. —

– No…, pero… Hay dos cámaras: una en el techo y otra directamente en el cajero que graba la cara del que está ahí. Quiero estar seguro… —

– En lugar de a usted, Doctor, están viendo otra cara. Como usted lo pidió. —

Recordé la foto que había escogido en internet y me tranquilicé. Al fin y al cabo, no tenía nada que perder. La enfermedad me liberó de muchos convencionalismos. Ahora puedo hacer lo que considere necesario, vivir duro, sin esperar la vejez. ¡Vamos!

Volví al cajero automático y puse la tarjeta de acceso, la cual tomé por casualidad de la oficina y puse la clave. En la pantalla apareció el menú. Perfecto, no han bloqueado la tarjeta. Escogí la operación: Carga de efectivo. Sonó el gancho de apertura…, yo hale la pesada puerta y el cajero se abrió. Adentro había pacas de billetes de mil y cinco mil.

Por lo menos había millón y medio de rublos y procedí a sacarlos.

3

– El apellido Volkov viene de la palabra Volk, que significa lobo, en ruso.

Al filo del dinero

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