Читать книгу Al filo del dinero - Сергей Бакшеев - Страница 8

4

Оглавление

La enfermera trajo a una decaída Katya a la oficina. Yo me apuré a abrazar a mi mujer que sollozaba, solo para que ella no notara el miedo en mis ojos. Pero Katya estaba extremadamente deprimida y solo pensaba en la hija. Con esperanza ella miraba al médico y este la tranquilizaba prometiéndole hacer todo lo posible. Guelashvili mencionó algo sobre la curación en Alemania y le dijo que ya había discutido los detalles conmigo. Con mi mejor rostro, yo asentí hacia Katya, mostrando con la mirada, que todo estaría en orden. Ella creyó, no en mis gestos infantiles, sino en su intuición maternal.

Yo llevé a Katya al auto y me puse al volante. Cuando íbamos al hospital, de antemano yo sabía que ella no podía conducir, pero yo no podía suponer que yo mismo estaba cerca de un schock.

– Pero que fue? ¿Por qué? – De vez en cuando Katya se decía a sí misma. – Como vamos a vivir ahora? —

Esas mismas preguntas me atormentaban, pero si mi esposa pensaba exclusivamente en su hija, yo me las dirigía a mí mismo.

– La van a curar, conseguiré el dinero, – murmuré, pero me di cuenta que poco convincentes sonaron mis palabras.

– Yo daría todo, con tal de que Yulia… – Katya se cortó y se puso a llorar.

A mí también se me salían las lágrimas, pero pude contenerme. Inhalar-exhalar. Uno-dos.

Dejé a mi esposa en casa y me fui al trabajo. Entrando al banco, me sentí encogido. Me pareció que todos me miraban de manera distinta y que, a propósito, se apartaban como de un leproso. ¿Será posible que ya tenga escrito en el rostro que estoy mortalmente enfermo?

– Grisov, te ves mal, – Oleg Golikov confirmó la sospecha. – Ayer llegaste primero que todos, hoy estás retrasado. ¿Alguna vez miras el reloj?

Sin esperar respuesta, ironizó:

– La gente feliz no mira el reloj. ¡Ataja! —

Oleg me lanzó la manzana cotidiana, pero yo, oprimido por esos pensamientos horrorosos, no reaccioné en absoluto. La manzana golpeó el teclado, hizo iluminarse el monitor y rodó por el suelo. Y cada golpe haría aparecer, a los dos días, una marca fea en la superficie del bello fruto, lo cual sería el comienzo del daño en la fruta. Eso trajo asociaciones horribles a mi mente y yo ya me veía con daños en mi organismo.

– Un asunto malo, – Golikov comentó sombríamente y clavó su mirada en el monitor. Viendo que yo continuaba postrado, involuntariamente murmuró: – Si, tenemos un problema. —

Yo no me movía, y entonces Golikov subió la voz:

– ¿Me estás escuchando, Yury Andreevich? —

– Que pasa? – reaccioné.

– Hay que chequear la interfase de los cajeros automáticos, temprano hubo una falla incomprensible, – respondió Oleg y volteándose no quiso explicar más.

Yo entré en la red interna del banco, leí los correos, vi los códigos de errores y traté de concentrarme en el trabajo. Sin embargo, mi mente estaba completamente llena de preguntas desagradables. ¿Cuándo me contagié? Y, ¿de quién? ¿Cuánto tiempo me quedaba de vida? Y de repente me entró una esperanza: ¿y si otro examen daba negativo? Dios mío, que esté sano. Me pondría a rezar, aunque nunca lo he hecho.

Si ese estado de ánimo se ponía insoportable, me concentraba en la respiración. Este método me ayudaba a apartar la inquietud. A quitarme mis propios terrores, meterme en el trabajo. Mis dedos comenzaron a recorrer el teclado, conseguía cliquear en los comandos. Pero la frágil tranquilidad enseguida se rompía por la preocupación por la hija. Su curación va a ser larga, y se va a necesitar mucho dinero, el cual solo puedo conseguir yo. Y, si de repente, mi enfermedad se desarrolla rápidamente y me tumba el SIDA. ¿Qué pasará con Yulia, con Katya y con nuestro hijo no nacido todavía?

Inesperadamente alguien me tocó el hombro. Yo volteé y vi el rostro estupefacto de Oleg. Tocó con su dedo mi monitor en los sobrecitos rojos intermitentes de las comunicaciones urgentes.

– ¿Qué te pasa Grisov? ¿Tú no lees los correos internos? El flujo de quejas colapsó el servicio de atención al cliente. Se bloquearon todos nuestros cajeros automáticos. ¡Todos! —

– Justamente me estoy dando cuenta de eso. – Vi el programa abierto y me sorprendió. Yo había cambiado algunas instrucciones en el programa, las había corregido, pero no recordaba, exactamente, que era.

– Mira, ¡lee! Nuestros colectores no pueden recoger los recibos, las tarjetas de acceso no funcionan. —

– Las tarjetas de acceso, – repetí como un eco y abrí la gaveta del escritorio para buscar la tarjeta plástica especial con la cual se puede recoger y testear todos los sistemas de los cajeros automáticos.

– Déjame ver. – Golikov me separó del monitor y comenzó a cliquear el teclado. Aquí está el error. Tú sobrecargaste el programa y ahí empezaron los fallos. ¿Qué cambios le hiciste? —

– Yo? Creo que ninguno. —

Yo, inútil, le daba vueltas en mis manos a la tarjeta plástica.

– ¿Crees? ¡Mira! De tú computadora salió el cambio. —

– No me acuerdo. – Dije sinceramente.

– Pero lo sabes. – Oleg sacudió la cabeza en desaprobación.

En mi mesa repicaba el teléfono de servicio. El indicador mostraba el número «1» lo que quería decir que llamaba el propio dueño del banco. Sentí náuseas. Ya tenía varias horas poniéndole atención a mi organismo en busca de alguna reacción hipocondríaca y mi organismo respondió a la espera provocadora. De mi estómago venía el vómito y salí corriendo al baño.

Golikov me acompañó con la mirada asombrada y, cuidadosamente, levantó el auricular.

– ¿Que pasa Grisov? ¿Qué mierda están haciendo? – Nuestro presidente Radkevich no escatimaba las groserías.

– No es Grisov, es Golikov. —

– Donde está tu jefe? ¿Porque no me responde el teléfono? ¿Qué pasa ahí? Los cajeros automáticos no están funcionando. —

– Boris Mikhailovich, la falla fue por culpa de Grisov, —

– ¡Eso no fue una falla, lo hicieron a propósito! Tengo pérdidas y ustedes no hacen un coño. —

– No es mi culpa, por mi trabajo respondo yo. Pero Yury Andreevich…

– Que estás queriendo decir? Habla claro. —

– Él sobrecargó el programa de control de los cajeros. Después de eso empezaron las fallas. —

– Por qué? ¿Fue un error? —

Golikov comprendió que ahí le surgió una oportunidad. No es pecado utilizar el error de su superior, si eso lo hace ocupar su sitio. Él habló rápidamente, bajando la voz y mirando, atentamente, la puerta:

– Boris Mikhailovich, temo por Grisov. No está bien de la azotea. Literalmente. Ayer llegó pálido, medio ido, y hoy está igual. Le pregunté cuales cambios había hecho en el programa y él lo no recuerda. Realmente no lo recuerda, los ojos vacíos. Tengo la impresión de que a Grisov le empieza a patinar el coco. Véalo usted mismo. Él podría hacer algo. —

– Ya lo hizo. ¿Puedes arreglar eso? —

– Puedo tratar. —

– Trata. Habla con otros empleados y le dices a Grisov que venga a hablar conmigo, inmediatamente.

Cuando volví del baño, en un estado horrible, encontré al colega en mi puesto de trabajo. Oleg, sin separarse del monitor, me informó:

– Radkevich te llama. Que vayas ya. —

– Justamente, yo también quería hablar con él, – murmuré yo, sumergido en mis problemas.

Tan pronto entré en la oficina del presidente, Radkevich me lanzó una mirada irritada y frunció el ceño con disgusto a la vista del pálido y desvencijado empleado.

– ¿En qué estás pensando, Grisov? —

– Quería hablar con usted. Necesito un préstamo. —

– Préstamo? —

– Doscientos mil euros. Mi hija… Aunque sean ciento cincuenta. —

– Que? – Radkevich saltó de su asiento. – Respóndeme una pregunta: ¿tú actualizaste hoy el programa de control de los cajeros automáticos? —

– Mire… – Yo me enredé.

– Que hay que mirar? A mí me dijeron que por tu culpa perdí plata. Y eres tan insolente que vienes a pedirme dinero. No, ¡no es una simple insolencia, es una burla! —

– Disculpe, a mí hoy… —

– A mí no importa que te pasó hoy! Ayer hablamos, aparentemente estuviste de acuerdo y entonces, hoy me saboteas. —

– No. —

– Eso no te lo acepto! —

– Trataré… —

Con desprecio, Radkevich me miró a la cara.

– Estás drogado? —

– Dos pastillitas nada más, tranquilizantes. – Respondí, pero me arrepentí de haberlo hecho.

– Pastillitas, o sea… – El banquero sacudió la cabeza y movió la mano como espantando algo. – No me toques más la computadora. Estás libre. Completamente libre. Estás despedido a partir de hoy, Grisov. —

– Pero como… – Ante mis ojos apareció mi hija enferma, y ante los de Radkevich la suma en el gráfico de las pérdidas.

– Vete! – Gritó.

Yo abandoné la oficina como en un sueño. ¿Será que mi enfermedad se ve en mi rostro? Apenas hoy me entero y ya es una pesadilla. ¿Y ahora que va a pasar?

En mi sitio de trabajo me recibió un cortés y disminuido Golikov.

– Mira viejo, me llamaron para decirme que no te permitiera acercarte a los computadores. Debes recoger tus cosas y… – La mirada de Oleg, elocuentemente, se dirigió hacia la puerta. – Disculpa, es orden de Radkevich.

Y solo en ese momento comprendí lo irreversible. Me están despidiendo. No voy a recibir ningún préstamo, y los préstamos viejos no voy a poder pagarlos. Nos quitan la casa, el carro, y todo eso, legalmente. Mi hija no tendrá la curación necesaria, mi esposa me odiará y seré un pobre y enfermo.

Una empleada de la oficina de personal trajo unos papeles para que yo los firmara.

– Yo tengo derecho a una compensación, – le recordé.

– Este no es el caso. – La mujer se sonrió levemente y recogió los documentos.

– Por qué no? En el caso de despido me deben… —

Pero la amable mujer ya había abandonado la oficina. Golikov había bloqueado el acceso a todos los computadores, excepto el suyo, y se enfrascó en su trabajo, como si yo no estuviera ahí. Me sentí impotente: soy un sobrante, están botándome. Y en ese momento sentí una gran indignación. ¡Ah, ¿sí?! No tengo nada que perder y pronto muero. Por eso puedo hacer lo que quiera. Por ejemplo, romperle la jeta al presidente.

Escribí en una hoja de papel el salario de tres meses, subí corriendo el piso y entré como una tromba a la oficina de Radkevich.

– Hicimos un convenio donde yo tengo una compensación de tres meses de sueldo. – Le puse la hoja de papel en el escritorio y me acerqué al director.

Éste respondió suavemente con una sonrisa torcida y sin esconder la burla:

– Métete ese convenio por el trasero. —

Le lancé el puñetazo por encima del escritorio, pero Radkevich, ágilmente, se cubrió con la lámpara de mesa. El golpe llegó a la pantalla de mesa y el vidrio se rompió, hiriéndome la mano. Cuando vi la sangre en mis nudillos me tranquilicé. Mi propia sangre me recordó el virus incurable que me consumía desde adentro.

– Vete pál carajo, ¡engendro! – gritó el banquero. – Me voy a encargar de que no te contraten en ningún banco. ¡Haz de cuenta de que tienes una etiqueta negra encima! —

La mención de una etiqueta me golpeó. El VIH es una etiqueta negra con la cual la sociedad estigmatiza a los desgraciados.

Comencé a retirarme. En el camino cayó en mi mirada la fotografía del trío de caballos la cual utilizó el dueño de la oficina para mostrar las gríngolas útiles para dirigir al caballo. Arranqué el cuadro de la pared y estuve a punto de estrellarlo contra el piso, pero en el último momento me di cuenta de que los caballitos me caían bien. Entonces salí con el bello poster en las manos.

A mi oficina no volví, me fui de una vez hacia la puerta. En la entrada del banco me detuvo el vigilante. El debía comprobar que el funcionario despedido no se llevaba algo valioso y confidencial. En mis manos solo estaba el poster.

– No puedes llevártelo, – negó con la cabeza el vigilante.

– Si claro, yo me salí de la yunta y tú, golpeado con el fuete, recibes tu ración particular de avena. – Le tiré el poster y salí del edificio.

El vigilante, confundido, olvidó pedirme el pase de entrada.

Al filo del dinero

Подняться наверх