Читать книгу Al filo del dinero - Сергей Бакшеев - Страница 6

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Mi viejo «Peugeot», abandonado en el medio de los charcos, se encaprichó y no arrancó enseguida. Cuando el motor reaccionó, encendí la calefacción y, cansado, cerré los ojos. No me sentía bien. Me desconecté durante la donación de sangre y, hasta ahora, la cabeza me daba vueltas de una manera desagradable.

El tormento del dolor anímico se complementó con una nueva preocupación: ¿Como recibiría Katya la noticia sobre su hija? Los médicos le habían advertido que un embarazo tardío era particularmente peligroso y debía evitar emociones. Y como no emocionarse en esta situación. ¿Con que la tranquilizo? Poco a poco llegué a la conclusión que mejor me callaba por ahora y esperar que Yulia volviera en sí.

Aunque lo dudé un poco, decidí no volver a casa e irme directo al trabajo. Eran casi las siete de la mañana, pero no llamé a Katya para no preocuparla.

En el «Jupiterbank» yo ocupo la posición de director de la sección de seguridad informática. Mi tarea consiste en mantener la funcionalidad de los cajeros automáticos, de los terminales de pago, de los receptores de las tarjetas plásticas y de los trasmisores de transferencias electrónicas. Los empleados clave de la sección son dos, yo y el ambicioso ingeniero principal Oleg Golikov. Nosotros ocupamos la misma oficina donde hay una media docena de computadores, que nunca se apagan y con sus respectivos grandes monitores.

Oleg es un cínico mercantilista pero muy buen especialista. Y aunque hay una diferencia de edad (doce años) nos tratamos amigablemente.

– Epa, hola! ¿Y eso? ¿Tú tan temprano por aquí? – se sorprendió Golikov, mirando a su pensativo jefe por encima de una taza de té frío.

A mi no me gusta ir en traje y corbata. En invierno, prefiero los sweaters tejidos, y en verano, chaquetas sencillas y jeans. Oleg, al contrario, siempre anda encorbatado. El asocia la apariencia exterior con el éxito. Por eso tiene un coupé «Jaguar», se compra trajes italianos prestigiosos y complementa con accesorios de marca. Es verdad que hay pocos que no saben que su carro no es nuevo, qué en vez de relojes suizos, él se compra copias chinas y vive en las afueras, con sus padres, en un apartamento pequeño.

– Yo no vengo de casa, estuve por ahí anoche, me encontré a alguien… ¿Y tú? – Golikov continuó su curiosidad.

Mentalmente me vi con los ojos del colega presumido. El cuello de la camisa Polo muy gastado, sudor en las axilas, pantalones arrugados, con mal semblante. El típico perdedor para un joven como él. Todavía ayer, avergonzado, hubiera arreglado mi ropa y limpiado mis zapatos, pero después de la visita al hospital, la propia apariencia disminuyó, en la escala de prioridades, a nivel de granos de arena. A mi me molestaba otra cosa: ¿qué le iba a decir a Katya?

No quería continuar la conversación con mi molestoso colega, entonces me decidí, por fin, llamar a mi esposa. Le di la espalda a Oleg.

– Katya, buenos días, – traté de hablar alegremente al saludar a mi esposa. – No te extrañe que saliera sin despedirme. No quise despertarte. Resulta que hay algunos problemas en el trabajo y me llamaron temprano. Yulia? No te preocupes por ella. Me llamó para avisarme que se iba a quedar en la casa de una amiga… Aquella, la de siempre… Era tarde para ir a la casa y su amiga vive cerca del club. —

– Una amiga que se llama Arsenio? – Oleg intervino sarcástico. Yo estuve anoche en un club… Había unas carajitas…, tentadoras y seductoras. —

– Ok. Katya, ahorita no tengo tiempo. Te llamo más tarde. – Corté la llamada no fuera que descubriera algo falso en mi voz.

Con una mirada indiferente observé el ritual acostumbrado. Golikov colocó el portafolio de cuero sobre la mesa, se quitó la chaqueta y la colocó, con cuidado, en el respaldar de la silla. De un paquete de lavandería sacó una camisa limpia. Se quito la del día anterior y se cambió. El nudo de la corbata lo dejó flojo y subió los puños de sus mangas, justo lo suficiente, para que se viera el reloj «de marca». Por la crucecita de caballería en la esfera y en el portafolio, el conocedor podía determinar que ambos accesorios pertenecían a la casa suiza y costosa «Vacheron Constantin».

– Pasó algo? Por el teléfono hablaste de problemas, – preguntó Oleg, sacando del portafolio un paquete de manzanas verdes.

Habiendo decidido dejar de fumar, las compraba todas las mañanas. Cambió los cigarrillos por manzanas según un consejo de una revista de moda. – «Vitamina en vez de nicotina», – bromeaba. El ritual ya tenía un año de cumplirse, pero la ración diaria de manzanas había disminuido bastante.

– Eso fue para mi esposa, – sacudí la mano para no explicar más.

– No puedo creer lo que dices. Eres un mentiroso, Yury Andreevich. ¿No te habrás conseguido una modelo de piernas largas como nuestro presidente Radkevich? Su esposa se la pasa en el extranjero, pero aquí, él no pierde el tiempo. ¿Viste la hembra que tiene? Agarra ahí —

Oleg me lanzó una manzana. El lanzamiento era parte del ritual, pero hoy estaba atontado y no atajé la manzana. Esta me pegó en el pecho, se cayó y rodó por el piso.

– No la he visto, ni quiero verla, – mascullé, y levanté la manzana.

– Pero esa carajita yo no la rechazaría. En cualquier momento se la quito al presidente. – Un mordisco hizo crujir la jugosa fruta, masticó y se sonrió, soñadoramente. – Quizás me levante algo mejor. —

Yo no quise seguir esa conversación vacía y traté de concentrarme en el trabajo. Fue inútil. Pronto me convencí que hoy no podía mejorar ese programa complicado. El dolor anímico no me permitía concentrarme. Me molestaba todo: el zumbido característico de los computadores, el ruido del aire acondicionado, el chirrido de las sillas y hasta la manzana mordida que caía en mi campo de visión.

Yo me dediqué a una tarea rutinaria, las que normalmente hacía Golikov. Comprobación de canales de comunicación, análisis de cifras del momento, búsqueda de operaciones dudosas. Traté de ocupar el cerebro en algo para apartar las ideas autodestructivas sobre la tragedia familiar. Poco a poco los problemas técnicos llevaron lo otro a un segundo plano. De repente una discrepancia cayó en mis ojos.

En voz alta comenté lo que vi en el monitor:

– Un error. A los terminales llegó una cantidad y en la cuenta hay una suma menor. —

– Donde? – preguntó Golikov, arrastrando su sillón hacia mí. – Ah, ¿eso? No es ningún error, ahorita lo arreglo. Muévete. —

– Que estás haciendo? – Fruncí el ceño cuando vi como Oleg hacía cambios en la tabla de las transacciones bancarias.

– Mi trabajo. Meto el coeficiente corrector secreto, de acuerdo a las instrucciones del presidente. Así. Ahora las sumas en las cuentas coinciden y no hay que hacer ninguna comprobación. —

– Algo de ese coeficiente como que no entendí. —

Golikov se sonrió.

– Yury Andreevich, no seas ingenuo. Para que crees tú que Radkevich puso esos dudosos terminales de «Jupiter pago» si nosotros ya tenemos cajeros automáticos.

– Expansión del negocio. —

– Claro. Pero, ¿cuál negocio? – Los ojos de Oleg brillaron con malicia y bajó la voz: – Por los terminales hay una comisión no contabilizada. El presidente me baja el porcentaje apropiado y yo ajusto la contabilidad para que todo salga bonito. —

– Y por qué a mí no me dijeron nada? —

– Porque tú eres muy recto y yo soy flexible. – Golikov sonrió condescendiente e hinchó su pecho. – Para que te metiste en eso?, esta no es tu zona. —

Me agarré la cabeza con ambas manos y, recordando a mi hija, le dije:

– Déjame tranquilo. —

– Tuviste una pelea ayer? – Oleg dijo, compasivo. – Sal. Relájate. Tómate un café fuerte. Te puedo dar una aspirina. —

– No quiero nada! – grité y, entonces agarré la manzana mordida y la lancé al bote de basura.

Después de ver el lanzamiento, la papelera volcada y la fruta por el suelo, Golikov comentó: – Tú eres un basquetbolista malo. —

Movió la cabeza y fue a corregir las consecuencias del lanzamiento errado. Yo me quedé solo con mis malos pensamientos sintiéndome peor que nunca. La vida y el trabajo me mostraron, de un trancazo, su lado desagradable. Largo rato estuve sin tocar el teclado y el monitor se apagó. El espejo negro del monitor me mostró mi rostro endurecido y los contornos oscuros de la oficina, como si el mundo y yo hubiéramos caído en la penumbra. Ya fue insoportable mirar esa pantalla negra.

Golpeé algunas clavijas y en la ventanita que apareció en el monitor puse mi clave y abrí las tablas de movimientos por cuentas. Había que hacer algo para que esas ideas opresivas no me afectaran más. Mi memoria visual recordaba los números perfectamente. Al fin y al cabo, yo soy matemático y no un poeta. El flujo de números que correspondían a cantidades de dinero, me metió en un embudo mental obligándome a compararlas y analizarlas. A la hora yo había encontrado toda una serie de operaciones dudosas.

– Otros errores. Algo no está bien, – mascullé y copié las sumas de dinero y los números de cuenta en un archivo separado.

– Que pasó ahora? – Golikov expresó su desagrado y se acercó hacia mí, dudoso.

Imprimí la hoja y le expliqué:

– Mira. En las relaciones diarias están las transferencias, pero en el resultado final del mes, no. —

Oleg empujó su silla con rueditas y se acercó a mí. Su mirada era punzante e irónica. Hizo sonar sus dedos cerca de mis oídos, como si me hubiera quedado dormido, para despertarme.

– Epa, idealista, despiértate! Piensa: ¿con que estamos trabajando? ¿Débitos-créditos? Esos se manejan fácilmente. Nosotros no somos el Banco Central en quien todo el mundo confía. Radkevich escogió otro nicho para el negocio.

– Tomar el dinero y hacernos los locos? —

– Hasta ahí no hemos llegado. Nuestro banco presta servicios de un tipo particular. —

– Cuales? —

– En dos palabras: el dinero ilegal hay que lavarlo, los funcionarios corruptos tienen que cobrar los sobornos y ponerlos en cuentas off shore. ¿Hay una necesidad? Habrá una sugerencia. —

– Cobrar y esconder. —

– Por fin se comprendió. —

Me sentí insultado:

– Hace meses trabajo en programas con obstáculos para ladronzuelos, y ahora esto… —

– Pero que te pasa? – Oleg empezó a disgustarse. – No eres el mismo de antes. —

– Algo sucedió. —

– Que? —

Yo no quería hablar de mi hija. Para una persona ajena era solo una información curiosa, pero para mí era un dolor constante.

– Esto sucedió! – Golpeé, con la palma de la mano, la página impresa.

Con aspecto sombrío, Golikov me miró fijamente, como si me viera por primera vez. Desafiante, le respondí su pregunta silenciosa:

– Que? ¿No te gusto? —

– Olvídalo. —

Oleg tomó de debajo de mi mano la hoja de papel con los números de cuenta, volvió a su mesa y, concentrado, mordió su manzana. Inclusive su espalda expresaba desdén. Tiró el pedazo de manzana como si fuera una colilla de cigarrillo y salió de la oficina.

«Va a chismear», – pensé, indiferente.

Pasados veinte minutos, yo me reí de mi perspicacidad: me llamaron desde donde Radkevich.

El camino a la oficina del director no tomaba mucho tiempo. Solo subir un piso.

– Ah, eres tú, Yury. Entra. – El propietario del banco me saludo particularmente amistoso.

Radkevich no me propuso sentarme, él mismo salió de detrás de su mesa para recibirme. Él es un poco mayor que yo. Yo sabía que su primera fortuna la había hecho traficando alcohol clandestino. Ese negocio riesgoso templó su carácter, le dio seguridad, pero le destrozó sus nervios. Estos últimos años Boris Mikhailovich Radkevich se había concentrado en el negocio bancario, menos ganancioso, pero respetable y cómodo. Ahora él podía apartar mucho tiempo para su pasión principal: los caballos de raza. Decían que él tiene unas caballerizas en alguna parte fuera de la ciudad. La expresión de la cara del banquero cambiaba levemente, dependiendo de las situaciones. Estaba acostumbrado a dar órdenes a sus subordinados y expresar un respeto reservado a los más fuertes de su mundo.

Viendo al presidente, me convencí una vez más, de a quién quiere parecerse Golikov. Trajes, zapatos, reloj, automóvil de marca. Solo que los de Radkevich si eran de verdad, y se actualizaban más frecuentemente.

En las paredes de la amplia oficina había colgadas, fotografías de caballos. Fotografías de estilo, en blanco y negro, impresas en tela.

– Bellos animales. – Radkevich se detuvo al lado de uno de los cuadros. – A los caballos los aman y los valoran, les crean condiciones tales, que lo pueden envidiar muchos animales de dos patas. —

Radkevich se sonrió de su chiste sardónico, pasó su mirada a mi persona y se ensombreció.

– Pero todo semental, inclusive el más costoso y espléndido, tiene su dueño. Y este decide cual va a montarse y cual va a tirar de una carreta. —

– Yo no supe que responder. El presidente hizo una pausa y entonces señaló al siguiente cuadro:

– Mira que trío tan expresivo. Animales mágicos. Se siente la potencia, la velocidad, parecen que fueran una unidad. Y mira esta pequeña cosa al lado del ojo. Es una gríngola. Es una cosa muy útil, el caballo solo ve hacia adelante y no se distrae hacia los lados. Si uno necesita doblar, el jinete le indica la dirección con un golpe de fuete. ¿Tú comprendes a que me refiero?

Yo ya había entendido, sin embargo, respondí:

– A mí me gustan más los caballos de fuerza bajo el capot. —

La mirada de Radkevich se congeló.

– Tú eres un buen especialista, Yury. Te valoro y te creo buenas condiciones. ¿No es así? —

Me sentí obligado a asentir. Fue él quien había autorizado mis créditos para la nueva casa y el auto. Y no era ofensivo con el salario.

Radkevich sonrió y me dio unas palmadas en el hombro.

– Te voy a dar un consejo. Dedícate a lo tuyo y no mires para los lados. Radkevich sacó de su bolsillo la página que yo había impreso con las tablas de las cantidades dudosas y, expresivamente, la rompió en pedacitos. – Nos estamos entendiendo? —

Otra vez asentí.

– Una cosa más. – Radkevich decidió regañarme. – Ponte una camisa limpia en la mañana. Eso mejora tu ánimo y el de los que te rodean.

Que fácil es dar consejos. Si esta receta funcionara me cambiaría la camisa cada hora.

Al filo del dinero

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