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Capítulo 7 La segunda ceremonia de ayahuasca

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Los gritos de un grupo de monos que parecían estar dentro de mi cabeza me despertaron súbitamente. Por la intensidad de la luz pude deducir que ya era pleno día y, a pesar de ello, seguía estando aún en posición fetal. Como buenamente me fue posible, con medio cuerpo dormido y el otro medio dolorido, conseguí salir de la mosquitera. Sin darme cuenta, en un acto casi inconsciente, observé si mis compañeros de habitación seguían por allí. Parece ser que por el día prefieren la parte superior de las hojas y suspiré algo aliviado. Noté que mi olor había perdido frescor por contacto del colchón y decidí regresar al riachuelo a lavarme de nuevo.

Hoy celebraríamos la segunda ceremonia de ayahuasca y tenía que estar centrado en el trabajo. Había un nuevo manojo de hojas en la mesa y al cogerlas me di cuenta de que eran diferentes. Estas eran alargadas, de un tono verde apagado, con un aroma mucho más fuerte. Bebí un poco del brebaje rojo, que parecía gritarme de impaciencia, deslizándose por mi garganta con sorprendente ligereza a pesar de ser muy poco agradable. Entendí que mi cuerpo estaba completamente vacío y cualquier ingesta era gratamente recibida. Lo sorprendente era que, a pesar de esta sensación, cada día desde la llegada había tenido que visitar el agujero negro para aliviar mis intestinos.

Desnudo y descalzo, pisando con cuidado, regresé por el caminito hacia el fresco arroyo. Me sitúe en el mismo lugar del día anterior, frotándome con fuerza las hojas en la piel; el olor era mucho más agudo, con unos tonos muy fuertes a raíz y tierra. Esta vez mi cuerpo pareció absorber esas esencias apreciando una especie de armonía con todo el entorno. Centrado en restregarme bien las quebradizas hojas, un fuerte zumbido se me acercó por la espalda. Sorprendido y asustado, me giré bruscamente encontrándome cara a cara con un hermoso colibrí azul brillante que revoloteaba de un lado a otro a velocidad asombrosa. Fascinado por la increíble belleza de ese admirable ser, me entretuve un buen rato con sus maniobras aéreas y su delicadeza al sorber el néctar de unas coloridas flores que asomaban al borde del agua. Estiré mi mano con la vana esperanza de que se acercara, pero en dos zigzagueos desapareció entre la vegetación, tan rápido como había aparecido.

Sentí que la selva me mandaba un guiño de confianza al ofrecerme ese espectáculo.

Regresé, aunque justo dos minutos después de salir del agua ya estaba de nuevo húmedo y sudoroso. La luz solar iba y venía, aumentando súbitamente y apagándose, al igual que los golpes de bochorno. Era evidente que estaba nublado y que sin duda iba a llover. El trabajo de la noche sería duro y decidí, temeroso por lo que pudiera pasar, guardar fuerzas estirado en la hamaca donde, balanceándome, quedé traspuesto entre calores.

Desperté súbitamente cuando mi corazón me zarandeó de forma brusca al escuchar el sonido del cuerno. Recogí el verde traje del improvisado tendedero de ramas, lo examiné bien no fuera el caso que tuviera algún habitante inesperado, me lo puse y recorrí nuevamente entre dudas el trayecto a la casa de las ceremonias. Estaba completamente nublado y más temprano que tarde llovería.

Me senté en los dos escalones de la entrada para sacudirme los pies mientras algunos de los participantes iban entrando. Nuestros saludos eran fugaces al igual que nuestras miradas, creo porque era mejor evitar mucha complicidad en un proceso como ese. Me coloqué en el que ya parecía por asignación ser mi sitio observando que faltaban otros dos asistentes.

El último en entrar fue don Pedro que iba acompañado del joven nativo Raúl, cargado de objetos para realizar el trabajo. Cruzaron en silencio y sentándose, extendieron un paño naranja donde fueron disponiendo encima los enseres en unas posiciones que parecían ya predeterminadas. Cuando estuvo todo preparado, en un acto casi reflejo, levanté la mano. Don Pedro me miró e indicó que hablara.

—He estado reflexionando y quería ante todo pedir disculpas por lo sucedido en el anterior trabajo de ayahuasca. Abrumado por un poder que desconocía me dejé llevar por él, molestando con mi egoísmo al conjunto del grupo. Lamento profundamente cualquier mala sensación que ello os haya provocado, así como espero y deseo me perdonéis por mi ignorancia y falta de respeto. Sinceramente, os pido perdón.

A pesar de no estar seguro de que me hubieran entendido con toda la claridad que deseaba, por mi limitado inglés, la mayoría asintió con la cabeza en actitud de satisfacción y agrado.

No tardó don Pedro en iniciar sus icaros, al tiempo que se abría la ceremonia. Con su pacheco y el vasito dorado, fuimos bebiendo por orden el líquido sagrado. Esta vez el sabor era mucho más pronunciado y con solo tragarlo mi cuerpo de nuevo se estremeció en un frío espasmo que me recorrió de pies a cabeza. Intenté desesperadamente producir un poco de saliva para poder tragar los restos en mi boca y abandonar cuanto antes ese vomitivo sabor, percibiendo cómo su textura descendía arrastrándose por mi esófago hasta el estómago. Angustiado, me fui relajando, inhalando y exhalando con suavidad mi respiración, centrándome en deshacer toda mala sensación que me invadiera.

Poco a poco, los silbidos de don Pedro fueron tomando protagonismo y forma en el aire, envolviendo todo el espacio de colores esencialmente musicales. De nuevo, mágicamente, las notas empezaron a atravesarme, como si mi cuerpo estuviera compuesto de éter. Esta vez, reconociendo el proceso me dejé llevar más intensamente por él. Mi parte material y mental se desvanecieron convirtiéndome por unos instantes en una esencia básicamente musical que vibraba con cada una de esas notas. Cada uno de los silbidos que me atravesaban me extasiaba en su propia pureza, bañándose mi alma entre vibraciones como si fuera una guitarra a la que don Pedro tocaba con intensa maestría y cariño.

Mi espíritu inmaterial se mostraba para que descubriera mi naturaleza más esencial, entendiendo que nuestra esencia va mucho más allá de este mundo físico construido de materia.

Don Pedro agregó al ritmo el sonido de unas maracas que indujeron al unísono los vómitos de la mayoría. Multitud de emociones atrapadas en esos frágiles cuerpos que se veían arrancadas y hundidas en las profundidades de los cubos.

Raúl, a la orden de don Pedro, fue disponiendo y encendiendo las velas ante la caída de la noche.

Plácidamente sumergido en mi sensación me dejé llevar agradablemente, ignorando el entorno hasta que me pareció escuchar un susurro a mi derecha. Me dijo algo que no comprendí. Abrí los ojos y miré, pero no había nadie y todos parecían estar en su sitio. Arrastrado por la música, suavemente cerré los ojos y me dejé llevar de nuevo hasta que otro susurro me hizo regresar de mi estado para volver a prestar atención. Todos estaban sumergidos en sus procesos cuando, observando alrededor, pude ver un ligero destello en la parte exterior del gran tambo.

Repasé el susurro mentalmente deduciendo finalmente que decía algo así como:

«Ven».

Cuidadosamente y en sigilo, procurando no molestar, me levanté para dirigirme intrigado hacia fuera.

Al pisar la tierra húmeda con ambos pies noté cómo desde el suelo ascendió a través de mí un calor que, como si de un imán se tratara, me obligó a postrarme de rodillas al suelo. Esa sensación se enredó por mis piernas hacia el estómago, llegando a mi garganta, incitándome a un potente espasmo que fue acompañado de un fuerte vómito. Con la mirada al suelo, en plena oscuridad, puede contemplar cómo de mis restos surgían pequeños escarabajos de un rojo brillante que corrían a sumergirse bajo tierra. Al desplazar mi vista a los laterales, pude ver con perfecta claridad una hilera de hormigas que por allí transitaba. Su color era amarillento brillante. Al levantar la mirada quedé asombrado, los árboles brillaban, así como plantas y flores. Todas estaban acompañadas por una especie de halo brillante que rápidamente identifiqué como energía o aura.

Notaba cómo toda la hierba vibraba y respiraba al igual que lo hacía yo. Decidí no moverme para relajarme y aprender de lo que estaba viendo. Al acercarme a las pequeñas flores que habitaban en el suelo justo delante de mí, estas mostraban un halo luminoso y de los pétalos se extendían unos finos pelos brillantes que parecían sentir. Si los soplaba o intentaba tocar, estos reaccionaban con mucha rapidez encogiéndose y extendiéndose como inspeccionando lo sucedido. Entendí por qué las plantas son tan sensibles y frágiles a los cambios ambientales y energéticos de su entorno. Los árboles se comunicaban entre ellos a través de esos grandes halos energéticos, así como absorbían parte de esa energía de la tierra que los alimentaba. Percibí instintivamente cómo todo lo que allí habitaba estaba perfectamente conectado y en armonía. Poco a poco las formas se fueron desvaneciendo, empezando a aparecer de ellas estructuras geométricas, convirtiéndose también el suelo en una especie de plano cuadriculado. En él, la energía se movía de lado a lado como si de un cableado eléctrico transparente se tratara. La imagen de la película Matrix resonó en mí, pero sinceramente aquello no era la plasmación de una realidad holográfica, sino la muestra de la geometría sagrada subyacente de la que toda la realidad material está formada.

Atento, consciente y plenamente despierto, a lo lejos escuché cómo algunos vómitos se asemejaban a las voces de determinados animales, identificando sin esfuerzo el chillido de un cerdo que parecía balbucear algo al igual que la risa entrecortada de una hiena. Intuí que otros estaban pasando por el camino que yo transcurrí en la anterior ceremonia reflejando sus animales de poder.

Perdí la noción del tiempo maravillado por ese espectáculo hasta que, de nuevo, un susurro atrajo mi atención hacia la entrada de la palapa. Comprendí inmediatamente que ya era hora de regresar. Con cuidado y lentamente, me levanté sacudiéndome suavemente las manos mientras seguía extasiado ante aquel paisaje geométrico tan fácilmente expresable y comprensible. Una vez me puse de pie, la oscuridad lo envolvió todo y ya solo era capaz de ver la luz que desprendían las velas en el interior de la ceremonia.

La verdad es que inconscientemente me había alejado un poco y podía ser peligroso.

Rápidamente regresé cuando, al aproximarme, el reflejo danzante de las velas me hizo surgir una tierna sensación de amor que se iba incrementando a medida que me acercaba. Justo en la entrada el susurro pronunció algo como:

«Tu hogar, la luz».

Inexplicablemente un poderoso calor me invadió la zona del pecho, provocando que cayera de nuevo de rodillas. Era el calor del amor, un amor tan inmenso, tan majestuoso, un amor de comprensión, de cariño, de bondad, de alegría, de satisfacción; un amor pleno y de plenitud, un amor que llenaba de luz y esperanza todos los poros de mi piel. Rendido ante tal experiencia, ante ese amor universal mi cabeza no pudo más que postrarse en el suelo en una clara señal de reverencia y humildad. Había estado muchos años perdido, jugando por el mundo, y la luz me había estado esperando con el mismo amor que lo hace una madre al regreso de su hijo tras un largo y difícil viaje. Empecé a llorar de gratitud al tiempo que un velo de afecto, ternura y cariño me envolvió cubriéndome completamente como lo hacen los cálidos brazos de una madre a su recién nacido.

Suavemente, me fui estirando en el suelo en un estado de profunda paz. En posición fetal, un gran universo estrellado me acunaba como si fuera su único hijo, cuidándome y protegiéndome con todo el amor que alguien es capaz de sentir. Visualicé cómo mi cuerpo retrocedía en el tiempo para convertirse en aquel bebé que un día fui, un pequeño lleno de amor y felicidad iluminado por la grandeza de la vida. De fondo, la lluvia inició sus mágicos cánticos, bendiciendo mi estado en un suave balanceo lleno de estrellas que me fue arropando cálidamente hasta quedarme dulcemente dormido.

El libro de Shaiya

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