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Capítulo 8 El segundo día de integración

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Una punzada en la mano hizo que regresara de mi profundo sueño. Rápidamente, tomando consciencia de la situación, me miré la mano derecha. Algo me había picado en el dedo gordo, justo al lado de la uña, donde se podían ver dos pequeñas hendiduras. Como cuando te cortas con una cuchilla, el dolor era mucho más agudo de lo imaginable por el daño que se veía a simple vista. Inconscientemente me chupé el dedo succionando lo que allí pudiera haber.

Inquieto, empecé a mirar por el suelo entre los tablones para averiguar qué me podía haber causado aquellas molestas punciones. Justo por debajo de mí, un río de grandes hormigas se movía a increíble velocidad, tanto, que me era muy difícil enfocar visualmente a un solo individuo por la vorágine de sus movimientos. Me miré de nuevo el dedo en un intento de identificar si la cabeza de aquellos seres se correspondía con la distancia entre heridas. Suspiré aliviado al relacionar que una de ellas, sobrestimándose, intentó agarrarme fuertemente con la intención de arrastrarme hacia su nido. Por suerte para mí, el resto no tuvo la misma idea.

Con todo el cuerpo resentido del duro suelo, me erguí apreciando claramente cómo los músculos de las piernas me empezaban a flojear a consecuencia de estar ya cuatro días sin comer. No tenía ninguna sensación de hambre, supongo porque mi estómago debía estar completamente cerrado.

La luz era de pleno día y los sonidos de la selva resonaban con una especial alegría, al igual que toda la vegetación lucía un hermoso y lustroso verde matizado por multitud de vivos colores. Está claro que, a pesar de la fuerte humedad, la lluvia refresca la zona y a sus habitantes, al igual que convierte el suelo arcilloso en una pesadilla. A los tres pasos, mis botas tenían una base de barro de unos dos centímetros de grosor que me asemejaban al andar a un pesado astronauta. Incapaz de llevar tanto peso en los pies, no tuve más remedio que coger un palo de entre la maleza para ayudarme. «Qué lástima haber perdido la capacidad de ver las auras de los árboles y plantas», pensé.

Debilitado, me costó lo mío subir la cuesta por lo resbaladiza que estaba, incluso con la ayuda del útil bastón que acababa de improvisar. Ya tenía el tambo a la vista cuando observé en el caminito una especie de sombra que se movía lentamente. Con cautela fui acercándome para descubrir con sorpresa que se trataba de una gran tarántula mucho mayor que mis dos manos juntas. Con el reflejo del sol su tonalidad cambiaba a un brillante liliáceo, cosa que me chocó por la típica imagen negra opaca que tenemos de esta especie.

Manteniéndome a un metro de distancia, la observé inmóvil fascinado por el poder que me transmitía. La lentitud de sus movimientos resultaba hasta elegante, percibiendo cómo sus miles de pelos funcionaban como antenas capaces de captar toda la información que las vibraciones en el aire le ofrecían. Plenamente consciente de todo lo que sucedía a su alrededor y, cómo no, de mi presencia, no tardó en llegar al otro extremo del camino, justo debajo del tambo, adentrándose entre el follaje que lo bordeaba. Al acercarme un poco más para seguir contemplando el fascinante espectáculo, momentáneamente la perdí de vista. Con el bastón, agité cuidadosamente las hojas para comprobar que se había desvanecido de donde creía que debía estar. Agitando de nuevo el bastón no conseguía entender cómo era posible que eso hubiera sucedido.

Asustado, me aparté del borde al comprobar que un animal de tal magnitud pudiera ser tan sigiloso y desaparecer delante de mí sin dejar rastro. Entendí la peligrosidad real de la selva que se alejaba mucho de esa imagen idílica de paraíso verde, lleno de color, donde las especies conviven felizmente para convertirse en un lugar donde la vida es algo muy sutil y fugaz, en constante estado de supervivencia.

Comprobé que, en la mesa, aparte del famoso brebaje rojizo, había un plato de madera con algo de plátano macho y arroz hervido. Al acercarme para cogerlo, un desagradable olor me detuvo. La comida olía a algo que me creaba un profundo rechazo, tanto, que al llevarme un trozo de plátano a la boca me produjo una arcada.

Enfadado y molesto por esa sensación, cogí el plato y lo tiré lo más lejos que pude. Estaba cansado de malos olores y ahora que por fin tenía la posibilidad de ingerir algo otra vez, un olor me rompía por dentro. Era la primera vez que me enfadaba y noté cómo se removían por mi mente imágenes del pasado. Enrabietado, bebí del brebaje y me estiré en la hamaca intentando calmarme para comprender qué me estaba sucediendo.

Al cerrar los ojos, cientos de flashes de la cotidianidad aparecieron en mi cabeza como si de un álbum de fotos se tratara, viajando por mi vida adelante y atrás. Algunas de esas secuencias las tenía completamente olvidadas y me sorprendió ser capaz de apreciarlas con tanta claridad. Al abrir los ojos, seguía en medio de ese gran mar verde de vegetación, pero al cerrarlos de nuevo, volvían las imágenes. Era como si una parte de mi subconsciente se hubiera abierto mostrándome todo su contenido.

Recuerdos de cuando empecé la escuela, de juegos en la playa, los amigos de la infancia, de cuando aprendí a nadar, a leer o el despertar de una mañana en la cuna de casa de mi abuela materna. Destellos de una intensa felicidad e inocencia, así como de una tristeza e incomprensión a medida que fui creciendo, iluminaron el transcurso de la tarde mientras la noche fue poco a poco abrazando el paisaje.

Ya era completamente oscuro cuando desde la hamaca escribía en una libreta aquellos lejanos recuerdos. Inevitablemente, de vez en cuando, entre líneas, mi mirada se dirigía al techo para contemplar su espectáculo luminoso. Decidí que ya era hora de acostarme al empezar a desdoblarse algunas palabras, consecuencia del agotamiento físico y psicológico que empezaba a sentir. Asomé la cabeza por el borde enfocando con atención el suelo, por si mi peluda vecina decidía darse un paseo por allí. Una vez estuve seguro de que no tenía compañía, bajé de la hamaca.

Un fuerte golpe de calor me ascendió por la columna cuando mis pies tocaron la madera. La vista se me oscureció, al tiempo que perdí las fuerzas en las piernas, cayendo bruscamente con el pecho en el suelo en un intento vano por mantenerme en pie. El impacto produjo un sonido seco que retumbó dentro de mi cabeza hasta desvanecerse en un largo silencio.

El libro de Shaiya

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