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Legitimidad de origen y legitimidad de ejercicio

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Un gobernante tiene legitimidad de origen cuando su mandato surge como resultado de una elección. Esa legitimidad es fundamental y sin ella el sistema no funciona. Quien ejerce autoridad lo hace gracias a ese voto mediante el cual los representados le delegamos la capacidad de representarnos.

Esa legitimidad de origen, entonces, surge de un hecho fundamental en el que todos somos iguales. Las elecciones son el momento de mayor igualdad de una sociedad, porque no importa quiénes son nuestros padres, dónde trabajamos, dónde estudiamos, dónde vivimos, cómo hablamos, de qué color es nuestra piel, ni cuál es nuestra religión; todos los votos valen uno. Aun en sociedades tan desiguales como la argentina, las elecciones brindan la oportunidad de que cada uno exprese libremente sus preferencias. Y eso le da a la legitimidad de origen una fuerza inigualable, ya que surge de una instancia absolutamente igualitaria en el proceso político.

Pero, como ya mencionamos, con la legitimidad de origen no alcanza. El capital político que surge de ese día se puede licuar de forma rápida y hay muchos riesgos de que eso ocurra, sobre todo en un país con problemas históricos de gobernabilidad.

En este sentido, se puede decir que a menudo la gobernabilidad depende más de la legitimidad de ejercicio que de la legitimidad de origen. Cuando un gobierno, a través de su gestión y de sus políticas públicas, consigue satisfacer al menos una parte de las peticiones de sus representados, logrará ese intangible necesario para gobernar que es la legitimidad de ejercicio.

No es llamativo que gobernantes no legítimos en su origen se vean expuestos a crisis de gobernabilidad, pero los que fueron elegidos por el voto popular también están sujetos al mismo riesgo. La historia argentina está repleta de casos de mandatarios que entran en dinámicas autodestructivas, que terminan erosionando su capacidad de acción y afectando su legitimidad de ejercicio.

Abundan los ejemplos de gobiernos débiles en nuestra historia, como los de Arturo Frondizi y Arturo Illia, cuya llegada al poder estuvo determinada principalmente por el hecho de que el peronismo se encontraba proscripto, más que por sus atributos como candidatos, lo que derivó en presidencias que carecieron tanto de legitimidad de origen, como de legitimidad de ejercicio.

Frondizi llegó a la presidencia en mayo de 1958 tras los comicios convocados por el mandatario de facto Pedro Eugenio Aramburu. Su triunfo fue posible gracias a un pacto secreto con el exiliado líder del Partido Justicialista que, a pesar de estar proscripto, conservaba un gran poder electoral. Presionado por los militares y con un contexto internacional volátil, su mandato estuvo signado por la inestabilidad política. Fue derrocado por un nuevo golpe cívico-militar en marzo de 1962.

Una suerte similar corrió Arturo Illia, que fue elegido presidente un año después, en 1963, en elecciones organizadas por el gobierno de facto de José María Guido, que mantenía la prohibición sobre el peronismo y a Frondizi detenido en la isla Martín García. Como resultado, el voto en blanco alcanzó el 19% en esa oportunidad. Tres años después, en junio de 1966, otro golpe de Estado lo sacó del poder.

El gobierno de Fernando de la Rúa, por su parte, es el ejemplo de una gestión que llegó al poder con legitimidad de origen, pero no logró legitimarse en su ejercicio. Tras ganar las elecciones de 1999, la Alianza conformada por la UCR y el FrePaSo (Frente País Solidario) comenzó a mostrar las primeras señales de descalabro durante el primer año de mandato con la renuncia de su vicepresidente, Carlos “Chacho” Álvarez. Ese hecho sumergió al gobierno en una crisis política que, sumada a la crisis económica, erosionó su poder y derivó en la renuncia de De la Rúa y posterior escape en helicóptero en diciembre de 2001, en medio de huelgas, saqueos y un clima de inestabilidad generalizado.

El caso de Néstor Kirchner, en tanto, sirve para graficar lo contrario. Si bien su legitimidad de ejercicio fue ganando efectivamente peso específico, comenzó con una legitimidad de origen débil, ya que perdió en primera vuelta con el 22% de los votos en las elecciones de 2003, y llegó a la presidencia sin poder competir en el balotaje, al bajarse Carlos Menem.

Tuvimos, también, gobiernos que llegaron fuertes, pero que se debilitaron gradualmente, como el de Raúl Alfonsín, que tuvo mucho poder al comienzo de la transición democrática, pero que, a raíz de los problemas económicos, las sublevaciones militares y los trece paros generales de la CGT, terminó con hiperinflación, situación que lo empujó, como a De la Rúa, a su retiro anticipado.

“No pude, no supe, no quise”, es quizá la frase que más sigue impactando de todas las que pronunció Alfonsín, porque expresa con sencillez la frustración de alguien que estaba convencido de que con la democracia bastaba para resolver los principales problemas de la sociedad. Su compleja y turbulenta presidencia, que dio fin a más de cinco décadas de oscilaciones entre gobiernos democráticos y militares, nos enseñó que, además de contar con legitimidad de origen, es igual de importante –o más– tener legitimidad de ejercicio.

Nos demostró que el mero hecho de votar no produce automáticamente el capital político necesario para brindar los bienes públicos esenciales –educación, salud, justicia, seguridad, infraestructura básica y cuidado del medio ambiente–, sino que gobernar implica, en la práctica, una enorme capacidad por parte del Estado, tanto nacional como provincial e incluso municipal, para gestionar y crear los acuerdos necesarios para dar respuestas reales a las demandas de la ciudadanía.

¿Somos todos peronistas?

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