Читать книгу ¿Somos todos peronistas? - Sergio Berensztein - Страница 14
Capital político, balance de poder, acuerdos y gobernabilidad
ОглавлениеLa democracia permite darles poder a los gobernantes a través del voto. No es ni más ni menos que el capital político que viene de la mano de la legitimidad que otorgan las elecciones. Está representado, por un lado, a través de la masa de recursos que son delegados al ganador de la contienda para que pueda gobernar e intentar responder a las demandas de la sociedad. Pero también ese stock de capital político dependerá de la capacidad de los representantes para hacer política, es decir, para construir acuerdos y alianzas con el objetivo de garantizar la gobernabilidad. El desafío es invertirlo con inteligencia.
Si eso no sucede, los gobiernos corren el riesgo de reducir su poder o, incluso, desperdiciarlo. ¿Por qué hay presidentes que llegan débiles, sin aire, a la mitad de sus mandatos? Porque no logran generar los acuerdos que les permitan trabajar para satisfacer las demandas de la sociedad. Cuando esto ocurre, las elecciones de mitad de término funcionan como termómetro. Cuando la ciudadanía le quita su voto al oficialismo de turno, es probable que surjan problemas de gobernabilidad.
En cambio, si ese stock de capital político se invierte con inteligencia y se hace buena política, no solo se mantendrá en el tiempo, sino que también podrá incrementarse. Esto ocurrirá en función de los resultados obtenidos en la gestión, pero también dependerá de los acuerdos, coaliciones o mecanismos de cooperación con actores domésticos o internacionales que se generen en pos de garantizar la gobernabilidad.
Esto, a su vez, requerirá una organización racional del aparato del Estado, con recursos humanos, tecnología de la información e infraestructura adecuada.
De esto último carecía la Argentina cuando gobernó Alfonsín y, lo que es aún muchísimo peor, llegamos hasta nuestros días sin haber construido ese requisito básico para lograr un mínimo umbral de gobernabilidad democrática. Por eso en la Argentina fracasan todos los gobiernos. Peor aún, muchos creen que con un salvador (un “Riquelme” o un “Cavallo”), las cosas se podrían arreglar casi mágicamente. O suponen que hacen falta más aguante, sacrificios personales, sufrir una larga travesía en el desierto para alguna vez, no se sabe bien por qué, estar mejor. De lo que se trata es de hacer Política con mayúsculas. De pensar y actuar estratégicamente. De armar en serio –en vez de declamar– equipos profesionales, plurales y competentes de política y de gestión.
En la Argentina fracasan todos los gobiernos en parte porque los presidentes, al margen de su identificación partidaria o inclinación ideológica, creen casi siempre que no tienen que compartir el poder con nadie, que tienen que “cargarse el país al hombro” y terminan aislados y debilitados, imaginando conspiraciones –que a veces existen– y mascullando bronca y frustración.
Es habitual la referencia a la necesidad de tener políticas de Estado, acuerdos de gobernabilidad, comunes denominadores que permitan evitar los clásicos movimientos pendulares que nos caracterizan como sociedad. Pero por diferentes motivos seguimos postergando ese debate: nunca es “el momento apropiado”, no hay “con quién pactar”, “todo el mundo pide, pero no está dispuesto a ceder nada”.
Sin embargo, no está claro qué se debe pactar, ni quiénes deben estar involucrados. Para no ir hacia un nuevo fracaso, es imprescindible que comprendamos qué es un pacto, sus alcances y beneficios.
Desde el Pacto Roca-Runciman hasta el Pacto de Olivos, pasando por el memorándum de entendimiento con Irán, el término “pacto” es, para los argentinos, sinónimo de contubernio, una suerte de mala palabra.
Esta peculiar concepción contradice la moderna teoría democrática y hasta la aplicación de modelos matemáticos a los estudios estratégicos. En particular, desde comienzos de la década de 1960, proliferaron una enorme cantidad de investigaciones que demostraron que los acuerdos entre elites para solucionar conflictos políticos, económicos, sociales y culturales pueden ser exitosos, sustentables en el tiempo y hasta capaces de modificar conductas confrontativas.
La clave de estos acuerdos es el horizonte temporal de los actores involucrados. Pactar significa ceder algo de forma inmediata para obtener un beneficio mucho mayor a mediano y largo plazo. La gran duda consiste en si las reglas del juego, que son la base de cualquier acuerdo, habrán de mantenerse. Por lo general, los argentinos priorizamos, tanto individual como colectivamente, el aquí y el ahora, al margen del impacto futuro de esos comportamientos tan cortoplacistas.
Un desafío que nuestro país tiene por delante en este terreno es el de la construcción de confianza, de affectio societatis, de sentido de pertenencia al sistema político y de respeto por el otro. El acuerdo puede ser una maravilla técnica y estar escrito de la mejor manera posible, pero si no existe una vocación explícita de cumplirlo por parte de los involucrados, no sirve para nada. Este es otro de nuestros grandes conflictos: estamos acostumbrados a que, tras la firma del acuerdo, la misma persona que lo rubricó comience a violarlo. Eso ocurrió, por ejemplo, con Menem y sus intentos de re-reelección.
La barrera más importante a romper, no obstante, es la de entender que uno pacta con lo que hay, no con lo que quiere. El acuerdo se hace con el diferente, con “el otro”, a quien hay que reconocerle legitimidad y representatividad. Ese sí es un obstáculo muy serio, pues en la Argentina tanto los partidos como las corporaciones, y en general la sociedad, están fragmentados. Esto dificulta no solo la negociación, sino la capacidad de hacer cumplir el contenido de lo acordado por parte de los miembros de un determinado grupo.
En consecuencia, administrar la “cosa pública” conlleva, por supuesto, hacer política. Sin embargo, algunos siguen defendiendo la tesis que supone que “aislarse de la política” o hacer las cosas como en el “sector privado” es mejor que meterse en el “fango”. Esto implica, ciertamente, desconocer la naturaleza de lo público y conspira, además, contra la posibilidad de aumentar el stock de capital político.
Lo público por definición es político. Esto no quiere decir que no existan instrumentos o prácticas del mundo privado que alimenten lo público y viceversa. Pero de ninguna manera se puede gestionar en el Estado de la misma forma que en el sector privado, porque son ámbitos absolutamente distintos.
Por esta razón, la política argentina debe hacer el esfuerzo por comprender que es necesario ceder para lograr por fin salir de la decadencia secular en la que estamos metidos y acordar reglas que nos permitan funcionar mejor. Se trata, nada menos, de buscar construir consenso, no de imponer la voluntad de unos pocos, ni ciertas lógicas a la gestión pública.
Puede o no salir bien, pero es una dinámica política en la cual uno tiene que resignar y pragmáticamente buscar puntos en común, comunes denominadores. Si seguimos en la postura actual de polarizar con el otro, lamentablemente la inercia política va a seguir generando gobiernos débiles. Y la agenda de desarrollo, la agenda más estratégica que este país continúa sin discutir, va a seguir siendo postergada.