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El grito de Mildred

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La pequeña Mildred lo supo a los cuatro meses de nacida. Ni su madre ni Rogelio sabían qué hacer.

«Nunca había llorado así», dijo Mildred grande con una angustia que Rogelio nunca le había visto.

La nena gritaba con toda la fuerza que le permitían sus pequeños pulmones. Su mamá la paseaba en brazos por la sala de Rogelio, le daba mamila, le enseñaba sus juguetes. Nada. Mildred seguía aullando con un dolor cuyo origen era desconocido para todos, excepto para ella.

21 años después, Mildred estaba estudiando ciencias de la comunicación en la universidad más cara de México. Tenía un novio, Ernesto, que había sido internado tres veces en Oceánica por deshacer tres automóviles nuevecitos. A ella no la trataba mal. De hecho, era bastante tierno y caballeroso. Pero era una causa perdida y Mildred lo sabía. Sin embargo, se negaba a aceptarlo ante su madre, Mildred grande, quien para entonces estaba a punto de cumplir 50 años.

Todavía era guapa, y lo hubiera sido más excepto porque la última rinoplastia no fue del todo exitosa. Y no porque mamá Mildred hubiera ido con un mal doctor. Al contrario: el mejor de México. Lo que pasa, y él mismo se lo dijo, es que una tercera operación de nariz tiene pocas posibilidades de éxito. Pero ella insistió. Y la nariz le quedó delgadísima y puntiaguda, como de resbaladilla.

Había empezado con eso de las cirugías plásticas muchos años antes. Justo a los 21, cuando por primera vez en su vida tuvo dinero, estaba entre comprarse un coche o ponerse bubis. Se decidió por lo segundo, y un par de semanas después era talla C, con dos cicatrices marrón, una debajo de cada seno, que sólo eran visibles para algunos de sus amantes: los que le hacían sexo oral.

Mildred se dio cuenta de que su madre se había puesto implantes cuando éstos cumplieron 15 años. Ella tenía nueve y acompañó a Mildred grande al consultorio del mejor cirujano plástico de México, a que se los cambiaran. Aprovechando el viaje, salió del quirófano con una talla más. «Estoy loca, estoy loca, ya lo sé. Yo misma se lo prohibiría a mis pacientes. Tú nunca vayas a hacer algo así, ¿eh? Además, ni lo necesitas. Tan bonita mi nena». Y luego un beso muy ensalivado en la mejilla de nueve años de la niña.

Mildred grande no era doctora, pero tenía pacientes porque había estudiado fisioterapia, una carrera técnica que no hubiera sido su primera opción si su padre no se hubiera quedado cuadrapléjico cuando ella tenía 16 años. Típico accidente de carretera. Una imprudencia y hasta ahí llegó la carrera de don Víctor Hugo, que en sus mejores tiempos había sido Mister México. Su excelente condición física lo ayudó a vivir seis años después del accidente. Seis años de los cuales Mildred, que todavía no era Mildred grande, pasó cuatro cambiándole el pañal, dándole de comer, bañándolo y cortándole el pelo. Cuatro años así. Y hubieran sido los seis, de no ser porque sus hermanos –dos, hombres ambos– se dieron cuenta de que Mildred trabajaba en un table dance.

Nunca supo cómo se dieron cuenta. Ellos, sus hermanos, jamás habrían ido a un lugar así. No porque no fueran putañeros, sino porque ése era el table más exclusivo de México, donde no hubieran entrado más que en calidad de meseros. Y ni eso, porque eran demasiado holgazanes.

Su padre postrado y ella era la única que trabajaba. Y los otros nomás abrían el refrigerador y se tragaban todo lo que había adentro, como si el jamón y los yogurts y los gansitos del congelador llegaran ahí por arte de magia.

Eran un par de vagos, mantenidos, pero cuando supieron dónde trabajaba su hermana –quién se los habrá dicho, carajo– el honor fue más importante que el jamón, y el mayor se encargó de ponerla de patitas en la calle, ante el silencio de don Víctor Hugo, quien se dedicó a contemplar el mosaico de la sala mientras a Mildred, su Mildred, que le había limpiado la mierda del culo cientos de veces, le estaban poniendo la madriza que se merecía y la corrían de la casa. Y nunca vuelvas.

Sobre aviso no hay engaño. Y es que no era la primera vez que Mildred manchaba el buen nombre de la familia. Un día, don Víctor Hugo, que era muy animalero, vio dentro de la jaula de los canarios a su hija. Estaba en un recorte de periódico, en una foto a color, con traje de baño negro y una banda que cruzaba su pecho, todavía plano, con la leyenda: «Distrito Federal».

En el fondo, don Víctor Hugo tenía que admitir que le daba orgullo. A fin de cuentas, él había sido Mister México. Pero no podía permitir que su hija fuera Miss México; en primer lugar, porque ella no podía ser igual que él, y en segundo, y más importante, porque ganar un certamen de belleza era el camino a la perdición. Y ultimadamente, una hija suya no iba a andar por ahí enseñando las nalgas. Capaz que conocía a algún cabrón que le bajaba la luna y las estrellas y se iba de su lado. Por eso, cuando era niña le cortaba el pelo de casquete corto, igual que a sus hermanos. Para que no la vieran bonita y se la llevaran. Como a su madre. Porque la madre de Mildred, que se llamaba Gina, se fue con otro cuando Mildred tenía tres años.

Esto puso sobre don Víctor Hugo el estigma de Señor Dejado, que es peor que viudo o divorciado. A lo mejor por eso era un hombre tan violento. O a lo mejor lo era desde antes. A lo mejor su mamá lo había hecho así. Doña Rosalía, se llamaba.

Cuando vino lo del accidente, doña Rosalía llegó de Michoacán con las hermanas de Víctor Hugo, y lo primero que hicieron fue adueñarse de la casa y mandar a Mildred y sus hermanos a vivir al «terreno», que era exactamente eso, un terreno donde el recién accidentado tenía animales, que le gustaban tanto.

El terreno era un buen lugar para los animales, pero no para sus hijos. Pero él no tenía ni voz ni voto. Estaba en coma. Y cuando salió del coma y preguntó por sus hijos, doña Rosalía le dijo que no habían ido a visitarlo. Víctor Hugo lloró. Luego supo que no era cierto. Que los tres habían estado todos los días en la recepción del hospital, pero no los habían dejado subir a verlo. Víctor Hugo pensó que, de haber podido moverse, habría golpeado a su propia madre. Pero en el fondo sabía que no era cierto. De algún modo, había estado inválido desde siempre, al menos frente a ella. Quizá por eso se buscó a una igual de cabrona. O quizás él la volvió cabrona con sus gritos y sus celos. El caso es que Gina lo dejó botado con dos niños y una niña, y ahora la niña ya se había hecho mujer, y bonita. La más bonita del Distrito. Había que ponerla como chancla. Pegarle ya no. ¿Pues cómo? Pero una buena gritoniza sí se iba a llevar.

Tiempo después, cuando se enteró de lo del table, don Víctor Hugo supo que la gritoniza no había servido para nada. Le entró por un oído y le salió por el otro a la puta de Mildred, puta como su madre. Pero Mildred grande no iba a pasársela en el table el resto de su vida. Sólo iba a reunir suficiente dinero para poner su clínica de fisioterapia y adiós. Y si de pasada podía encontrar un buen partido para casarse y tener hijos, pues tanto mejor.

El buen partido resultó llamarse Héctor. Nunca supo lo del table, porque cuando conoció a Mildred, ella ya había dejado esa vida y rentaba un local donde tenía su clínica de fisioterapia. Su socio capitalista era un tal Pablo Romo, que se dio cuenta de que la jovencita, además de guapa, era buena para la lana. Y sabía tratar a la gente, en especial a los caballeros.

Era un don. Un regalo de Dios que le hizo ganar muchísimo dinero en el table dance más exclusivo de México. Los clientes eran todos de primerísimo nivel, excepto uno que otro patán que los patrones toleraban por conveniencia económica.

A todos les encantaba Mildred: a los de primerísimo nivel, a los patanes y a los patrones. Les encantaba porque era dócil, linda y ardiente. Luego de años de cambiarle los pañales a un viejo paralítico, bajar braguetas y aflojar corbatas de empresarios estresados era casi el paraíso. Ella estaba agradecida, y se notaba. Y los clientes, fascinados de que una vieja tan buena hasta las gracias les diera. Algunos, los que podían pagar sus servicios en la cama, se gastaban muchos miles de pesos al mes, gozándola en hoteles de cinco estrellas, lo mínimo que se merecía una reina como ella. Una reina que, sin embargo, no los intimidaba. Intimidantes, las gélidas rubias que los esperaban en casa, no aquella morena que era como la sirvienta que sólo existe en las películas: tierna, generosa, buenísima. Pero irreal. Porque luego de un par de horas en el hotel, o de un fin de semana en Acapulco, había que regresar con la señora de la casa, a pagar deudas y solucionar problemas.

Héctor nunca supo nada de esto. Para él, Mildred era como un ángel caído del cielo, la respuesta a todas sus plegarias. Una mujer hermosísima, que habría podido tener a todos los que hubiera querido, y que sin embargo lo había elegido a él para formar una familia. En agradecimiento, él se encargaría de hacerla feliz para siempre, de quitarle esa tristeza del rostro, que le venía cada vez que se acordaba de su padre, a quien Héctor nunca tuvo el honor de conocer.

Muy pronto, la clínica se desplazó a una colonia mucho mejor. De hecho, para una clínica de fisioterapia, tenía la mejor ubicación de México. Y además, el local ya no era rentado. Se casaron pronto. No por la iglesia, porque era el segundo matrimonio de él, que le llevaba trece años a la novia. Pero bueno, ni modo, las cosas no pueden ser perfectas, se repetía Mildred el día de su boda por lo civil. Ella nunca lo supo, pero se casó embarazada de Hectorín, que nació a los nueve meses, cuando los problemas entre la feliz pareja apenas habían asomado la cabeza, como pordioseros.

Tres años después, esos mismos problemas ya se habían adueñado de la casa. A él siempre se le hacía tarde para llevar a Hectorín al kínder. De hecho, a él siempre se le hacía tarde para todo. No ayudaba a Mildred con nada. Y era lógico: después de su primer matrimonio, lo único que Héctor quería eran unas buenas nalgas, alguien que no lo estuviera chingando. Y Mildred, con sus maneras de geisha, le pareció la candidata perfecta. Pero ya sabes cómo son las mujeres: en cuanto firman el papelito se transforman.

Así les decía Héctor a sus amigos, quejándose de que la geisha había desaparecido, y su lugar lo había usurpado una mujer mandona, maniática del orden, que lo hacía sentir exactamente igual que su primera esposa. ¿Para qué diablos se había divorciado entonces? Se hubiera quedado con la misma. Por lo menos aquella no quería salir tanto.

Porque, eso sí, a Mildred le encantaba salir a bailar. Si abrían un nuevo antro, ella quería ir a conocerlo. Y él, la verdad, ya no tenía la paciencia de aguantar que el cadenero los hiciera esperar en la calle. Le chocaba que los nacos del valet parking le regresaran el coche apestando a pueblo y con el estéreo sintonizado en la Ké Buena. Ponía tales jetas cuando salían, que Mildred optó por salir con sus amigas, que eran exactamente iguales a las del table, pero con marido. O sea, eran exactamente iguales que ella. Eran amigas recientes; nada que le recordara el pasado, ni el del casquete corto ni el de bailar desnuda en el tubo.

Con esas amigas se iba de antro una vez al mes. Y bailaba como loca toda la noche, con quien la sacara. Y Héctor en la casa, haciéndose cargo del niño, dándole leche de una mamila, cuando la criatura tendría que alimentarse del pecho de su madre. Pero no, porque la muy puta se había operado las tetas, y ahí andaba, enseñándolas en algún antro de mala muerte en vez de estar en su casa, cuidando a su hijo. Porque para eso había comprado él la casa, ¿no?, para que ella estuviera ahí. No para que se la pasara meneando las nalgas en quién sabe dónde, con medio mundo viéndola.

¿Pero cómo reprocharle esas escapadas mensuales, si el resto del tiempo era la perfecta ama de casa? En el refri siempre había jamón y yogurts y hasta gansitos en el conge. Y el niño estaba impecable, hermoso. Igual que la casa. ¿Cómo se le reclama algo a la mejor esposa de México? Pues no, no había manera. A callar. Y con el silencio vino la violencia. Violencia callada, de omisión y no de acto. Porque Héctor jamás le levantó la mano a Mildred... hasta que supo lo de Rogelio.

Pero para eso tuvieron que pasar tres cosas: una primera separación, una reconciliación que resultó en el segundo embarazo de Mildred, y finalmente una segunda separación, cuando Mildred chica tenía apenas dos meses de nacida.

La primera separación vino después de un viaje que Héctor hizo a Alemania. Cuando se fue, Mildred se dio cuenta de que estaba mejor sola. Nadie la molestaba, nadie le quitaba el tiempo, y Hectorín ni siquiera preguntó por su padre. Ni una sola vez. Así que, cuando Héctor regresó, ella propició una pelea terrible que terminó con él yéndose a vivir a casa de sus papás por un tiempo. Su mamá había muerto cuando él era un adolescente, pero su padre aún estaba ahí, sano como un roble, y lo recibió con los brazos abiertos.

Se reconciliaron poco después. La verdad es que Mildred ya no lo quería. Pero no podía divorciarse así como así. ¿Y su clínica? ¿Y su coche blanco, nuevecito, con su letrero amarillo de «Bebé a bordo» pegado en el cristal de atrás?

Así que Mildred decidió que ese letrero de «Bebé a bordo» seguiría teniendo vigencia: se quitó el dispositivo intrauterino sin avisarle a Héctor, y siete meses después nació la pequeña Mildred.

En cuanto la niña salió de la incubadora, Héctor se fue a vivir otra vez con su papá. Poco después, Mildred, que se acababa de convertir en Mildred grande, decidió que por primera vez en la vida se iba a dar un gusto: iba a conquistar a Rogelio, el locutor de su programa de radio favorito.

A sus amigas también les hacían gracia las ocurrencias de Rogelio, pero la obsesión de Mildred les parecía ridícula. Llevaba años oyéndolo. Cada vez que se peleaba con Héctor, se imaginaba a Rogelio llegando a defenderla y llevándosela de ahí, muy lejos. Así que una tarde levantó el teléfono, llamó a la estación y preguntó con su voz de geisha si podía ir de visita a la cabina. Le dijeron que sí y una semana después se apareció en el programa de Rogelio.

No era la primera vez que habían ido al radio a decirle que lo amaban, pero sí era la primera vez que llegaba a decírselo la mujer más guapa de México. Cuando se despidieron ese día, después de intercambiar teléfonos, Rogelio sospechó que Mildred era una actriz contratada por alguien para hacerle la broma más macabra de su vida. Podía ser, ¿no? De hecho, Mildred tenía tipo como de villana de telenovela. Era demasiado morena para ser la heroína, pero fácilmente hubiera podido ser la mala, que en las telenovelas siempre estaba más buena que la buena.

En su departamento, Rogelio tenía un póster de Liv Ullman y decía que ella era la mujer ideal. Pero la verdad es que siempre había soñado con una mala de telenovela, aunque jamás se hubiera atrevido a decirlo, por miedo a que sus amigos lo acusaran de gatero.

Tres días después de conocer a Mildred, la opinión de sus amigos le importó poco: la mujer ideal no era la sueca de mirada intensa, sino aquella morena de senos operados, que le bajaba la bragueta y se metía su miembro en la boca, sin que él tuviera que pedírselo.

Cierto, estaba casada. Pero se iba a divorciar muy pronto. Cierto, tenía hijos. Pero la niña, recién nacida, era un encanto. El niño, en cambio, lloraba por todo y le daban unos ataques de celos como de moro veneciano. Pero Rogelio lo aguantaba porque él también había sufrido con los novios de su madre. Además, Hectorín no era simpático, pero era mucho mejor que un suegro. Cuando Mildred le contó que era huérfana, Rogelio pensó que esa orfandad era la más grande de sus virtudes, porque lo habían educado para ser salvador de damiselas indefensas, y porque siempre había odiado a sus suegros.

Rogelio se enamoró como nunca antes en su vida. No lo podía creer. Y Mildred tampoco lo podía creer. Había sido su fan por tanto tiempo, y ahora él estaba ahí, diciéndole que también la amaba. Era un sueño. Para ambos. Y se sumergieron en el sueño hasta que un grito aterrador los regresó a la realidad.

«Nunca había llorado así», dijo Mildred grande. Ni ella ni Rogelio sabían qué hacer. La bebé no parecía enferma, no tenía sueño ni hambre. Pero gritaba, gritaba con todas sus fuerzas hasta casi reventar los tímpanos de su madre, que la traía en brazos y la paseaba por la sala de Rogelio, cuya espalda sentía escalofríos cada vez que la niña recuperaba el aliento y volvía a gritar como si la estuviera poseyendo el demonio.

Ni Mildred grande ni Rogelio supieron jamás que el grito de Mildred se debió a que, esa noche, la pequeña se dio cuenta de que había fallado en su misión de mantener unidos a sus padres. Para eso la habían traído al mundo y no lo había logrado, ni siquiera con un nacimiento prematuro. Tenía cuatro meses de vida y ya era un fracaso. Así que gritó. Gritó hasta que no pudo más. Gritó hasta que la geografía de su alma se fracturó en miles de islas, separadas por los mares de su llanto.

Exactamente 21 años después, Mildred aceptó frente a su madre, Mildred grande, que su relación con Ernesto era una causa perdida. Ella había fallado en su misión de reformarlo, y eso le dolía muchísimo. Le dolía con el tipo de dolor que se mezcla con la culpa. Pero ella no había arrojado a su novio a las garras de las drogas, así que no entendía por qué le daba tanto remordimiento.

Pensó en preguntarle a Mildred grande qué hacer para mantener viva su relación con Ernesto, pero la verdad es que a su pobre madre los novios no le duraban nada. Nunca le había conocido una relación importante. Su papá no contaba, porque se habían divorciado cuando ella era muy chiquita. Así que desistió de preguntar, subió a su cuarto, hundió la cara en la almohada y se puso a llorar sin que nadie la oyera.

Aquí asaltan

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