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Una pequeña venganza
ОглавлениеNunca se sintió mexicana. Había nacido en México de padres mexicanos, abuelos mexicanos, bisabuelos mexicanos y así hasta tiempos de la Conquista. Sin embargo, no había una sensación de pertenencia. Lo que sentía no era odio, sino desapego. Y era absoluto. Un día, siendo muy niña, estaba en clase de Ciencias Sociales aprendiendo historia de México y se preguntó qué sentiría si en ese momento el país era invadido por fuerzas extranjeras. No pudo evitar sentir cierta simpatía por los invasores.
Poco después empezaron a pasar en televisión una serie que se llamaba precisamente así: Los invasores. Venían de otro planeta para apoderarse del nuestro, haciéndose pasar por humanos. La identificación con esas criaturas fue inmediata. Durante mucho tiempo vivió convencida de que ella también era una extraterrestre.
Hasta que llegó la adolescencia, acompañada de la muerte de aquella fantasía, en la que una nave espacial llegaba por ella para llevarla, por fin, a casa. La nave nunca llegó y la casa estaba en el mismo México que a todos los turistas les parecía tan misterioso, tan pintoresco, tan fascinante. «Los extranjeros se preocupan más por nuestra cultura que nosotros mismos», le dijo una maestra cuando iba a terminar la secundaria. No tuvo más remedio que aceptar que era mexicana; la indiferencia por su cultura lo demostraba.
Con el fin de la secundaria se presentó la oportunidad de ir a estudiar al extranjero por un año. Su padre no era estúpido, sabía que ella no era feliz, pero era muy buena hija y muy buena estudiante, así que arregló todo para ver si ella encontraba alegría en algún otro lugar del planeta. Entre las opciones, eligió la más lejana a México: Estrasburgo, capital de Alsacia, esa tierra que según el orden geopolítico es Francia, pero cuya cercanía con Alemania y Suiza la volvían, en lo concreto, un mundo aparte.
Los alsacianos son guapos, fue lo primero que pensó al instalarse en casa de una familia amabilísima que le daría asilo durante todo el año escolar. Ella sabía que Alsacia había sido motivo de disputa entre los franceses y los alemanes durante mucho tiempo, y cuando llegó entendió por qué: todo era bellísimo. Una belleza por la que valía la pena matar o morir. Helena, la de Troya, también pudo haberse llamado Alsacia, pensó ella, intoxicada por entender, de un golpe, lo que significaban expresiones como patriotismo y amor al terruño. Un terruño que, después de tanta sangre derramada, devino en un símbolo de paz.
Paz era precisamente lo que sentía ella cuando la brisa del Rin acariciaba sus hombros. Pero el fin de semana previo a que comenzaran las clases, la paz se acabó y en su lugar llegó Achille. Era el hijo único de la familia. De su familia. A los pocos días había aprendido a querer a Chloé y Abélard más que a sus padres mexicanos. Así lo decía en su cabeza: mis padres mexicanos, porque le parecía deshonesto pensar en Rafael y Maricarmen como sus padres verdaderos.
Achille era demasiado grande para ella. Tenía veinte años y ella apenas quince. Esto parecía causarle gran descontento a Chloé, porque en aquella muchacha mexicana tan amable, tan callada, tan hacendosa, se hallaba la respuesta a todas sus plegarias. Pero cinco años en aquel momento eran toda una vida y Achille, como siempre, parecía no estar interesado.
No es que la despreciara. Al contrario. La trataba extremadamente bien. De hecho, era la única persona con quien se portaba amable. Sostenían pláticas intensas, compartían los mismos intereses, ella se quedaba boquiabierta escuchándolo hablar acerca de la deuda moral que Europa tenía con los países de África y América Latina. En esa casa donde el sol parecía una piedra preciosa, nada le parecía más romántico que la defensa del proletariado y los sueños de igualdad que con tanta pasión describía Achille.
Los ojos verdes del Adonis alsaciano parecían acuarelas de Monet cuando hablaba de los obreros, de los campesinos, de los horrores del capitalismo. En aquellos momentos, la conexión entre ambos era innegable. Ella podía sentir cómo la amaba, casi podía tocar el amor de Achille. Pero el fulgor de su mirada se apagaba cuando la conversación se tornaba cotidiana. Era como si hablar del clima o de la sazón de un guiso le provocara una especie de melancolía que sólo lo hacía ver más hermoso. Como un príncipe decimonónico invadido por el spleen, incapaz de moverse para besar a una joven muerta de amor por él.
Pero ella no soñaba ni siquiera con un beso. Se habría conformado con una caricia mínima, un abrazo fraternal, una palmada en el hombro. Pero nada. Achille no le ponía un dedo encima. Le sonreía ampliamente cuando regresaba de la escuela y él apenas estaba despertando. La sonrisa estaba llena de dulzura que ella podía ver, pero no probar. Le preguntó a Chloé si el joven había tenido novia alguna vez y ella le respondió que no, pero le aclaró que un par de veces había tenido que prestarle dinero a su hijo (a escondidas de Abélard) para interrumpir embarazos de sus enamoradas.
Pese a lo que había aprendido en la clase de Física ese año, en el mundo real el tiempo sólo iba hacia adelante y su estancia en Estrasburgo estaba a punto de acabarse. Tal vez Achille le daría un beso en su último día en Alsacia, antes de regresar a la realidad nacional. O tal vez no haría nada. Las dos posibilidades le parecían insoportables. Lo ideal era no regresar a México y esperar a que ella se hiciera más mujer y Achille se mantuviera exactamente como estaba, hasta que fueran la pareja perfecta.
Después de varias sesiones de llanto estremecedor en el teléfono, pudo convencer a sus padres mexicanos de quedarse dos años más para concluir el liceo y hacer el baccalauréat. Chloé y Abélard estaban felices con la idea. Tú te puedes quedar aquí toda la vida, le dijeron. Y lo hubiera hecho, pero Achille no hizo nada durante el siguiente año ni tampoco en el que vino después. Sólo hablaba. Hablaba con arrebato hasta que la hacía sentir como Estrasburgo, con un río atravesándole el cuerpo.
Para no pensar en él se iba todas las tardes a la biblioteca a leer La cartuja de Parma de Stendhal (cuya lectura era indispensable para el bac). Y en una de esas tardes conoció a un noruego llamado Eberg, muy serio, atlético, responsable y callado. Muy callado y firme, como el mástil de un barco que, incluso en las peores tempestades, jamás se hubiera hundido.
Se casaron un año después en Oslo. ¿Qué caso tenía hacer la boda en México, si no tenía amigos ni quería a sus parientes? Rafael y Maricarmen asistieron, por supuesto, a la ceremonia. Ambos lloraron. Eberg también. Ella no. Mientras bailaban un vals en la boda, Rafael le dijo que ahí había vivido el dramaturgo mexicano Rodolfo Usigli. Le contó que unos amigos fueron a visitarlo y el día que se despidieron él les dijo: «Bueno, yo aquí me quedo, en mi osledad». Ella entendió perfectamente lo que su padre le estaba diciendo y respondió diciéndole que los estremecedores cuadros de Edvard Munch retrataban la vida en Oslo «El Grito también, al fondo se ve el fiordo, parece lava en vez de agua, papá».
El salto del impresionismo de Monet en los ojos de Achille al expresionismo de Oslo no parecía asustarla. Era como si la primavera y el verano de su vida hubieran acabado y ella entrara, con resignación, de regreso al invierno donde todo comenzó. Noruega era otro planeta. Tenía sueños en los que ella y Eberg eran la primera pareja en la luna. Y luego, cuando nació la pequeña Nora, también la soñaba en la luna, pero con el presentimiento de que era un bebé alienígena que un día acabaría por matarla.
La invención de las redes sociales hizo que la osledad se hiciera más soportable. Y fue ahí donde Alsacia volvió a aparecer. Chloé y Abélard le dijeron que iban a cumplir cincuenta años de casados y le suplicaron que asistiera. Eberg no se opuso y Nora dejó de llorar bajo la promesa de que su mami regresaría en unos días.
Estrasburgo no había cambiado, pero Achille sí. Era como si ella de verdad se hubiera ido a vivir al espacio unos años y, al regresar, en la tierra hubieran pasado décadas. Se veía viejo. El verde de sus ojos era distinto, ya no brillaba como antes y ella se tranquilizó al sentir que su amor por él se disolvía. Él la abrazó por primera vez durante un instante larguísimo y luego le dijo que había escrito una novela y le pidió que la leyera.
Se dio a la tarea en cuanto estuvo a solas. Ella lo amaba, sí, pero no tanto como para perder la objetividad. Era una lectora voraz, había leído toda la Comedia humana de Balzac, todo Flaubert, Tolstoi, Chéjov, Shakespeare, Hugo, Faulkner. Y en esa primera noche de vuelta en Alsacia, descubrió que Achille era uno de ellos. Toda aquella pasión seguía viva en la novela que acababa de leer. Era como una radiografía del ser humano, llena de compasión y tristeza. Una obra maestra.
Se lo dijo. Él le sonrió con la dulzura de antaño y la llama revivió. Esta vez no lo iba a dejar escapar, así que tomó su rostro con ambas manos y lo besó con furia. Para su sorpresa, Achille correspondió el beso. Aquella segunda noche en Alsacia fue la noche con la que siempre había soñado. Oyó todo lo que siempre había querido oír. Sintió todo lo que había deseado sentir. Y él parecía desearla con la misma magnitud. Ella había oído que era posible, en el encuentro carnal, fundirse con el otro hasta ser uno solo. Esa noche con Achille comprobó que era totalmente cierto. En el colmo del éxtasis vinieron a su mente un mar y un cielo volviéndose horizonte.
El regreso a Oslo dolió. Pero Eberg sabía que la cama que compartía con ella era una Siberia, así que el divorcio no fue tan doloroso. Nora insistió en quedarse con su padre. Acordaron que ella iría de visita cada dos meses.
Achille la estaba esperando en la estación de trenes. Los tres años de espera durante el liceo fueron recompensados con un año de felicidad. Achille ya tenía su propio departamento, pero con ella reía como si fuera un niño. A veces, ella se asustaba de pensar que, cuando la novela se publicara, él se convertiría en una celebridad literaria y tal vez el idilio se terminara. Pero eso estaba muy lejos de ocurrir. Achille sentía que lo que había escrito estaba muy lejos de la perfección. «Sólo tú sabes que la he escrito», le decía. «Sólo tú, mi amor, la has leído. Tal vez nunca me atreva a enviarla a una editorial. Porque aún no está lista, sí, pero también porque no quiero que mi obra de arte se convierta en un producto. No es una hamburguesa ni una Coca-Cola ni un tampón…»
Con los años, Achille se había vuelto un tanto amargo. Ahora, cuando hablaba de las injusticias contra el proletariado, había en su voz un dejo de resignación amarga. Pero mientras la conversación no gravitara hacia esos temas, el entendimiento entre ellos era perfecto. Eran el uno para el otro, como ella siempre lo había sabido.
La dicha se interrumpió de tajo cuando Maricarmen llamó para decirle que Rafael, su padre mexicano, estaba muy enfermo. Ella voló a México y lo encontró muy cambiado. No quería aceptarlo, pero la verdad es que lo que antes le parecía soso, ahora le fascinaba. Tal vez porque al fin había dejado de ser mexicana. Su padre estaba grave, en terapia intensiva, pero estable. Su madre, aunque angustiada, estaba feliz de verla y ella también estaba feliz de haber vuelto. Hasta que le avisaron que Achille estaba en coma.
Durante el vuelo de regreso a Francia, ella maldijo a México en todos los idiomas que dominaba, usando todos los insultos que conocía. Esa tierra maldita la había hecho volver sólo para arrebatarle al amor de su vida. Cuando llegó al hospital, le pareció idéntico al de México, como si hubiera estado nueve horas en un avión que no se había movido. Achille viajaba en bicicleta cuando un automóvil lo golpeó de frente. Tuvieron que inducirle el coma para salvarle la vida. Al verlo ahí, inconsciente, lo amó más que nunca, y junto a la tristeza vino un pensamiento clarísimo: pasara lo que pasara, ella había encontrado al hombre de su vida y él la había amado. De lo demás, que el destino se hiciera cargo.
A partir de ese día, ella llegaba al hospital a las nueve de la mañana y se iba a las seis de la tarde. Siempre. Luego, al llegar al departamento de Achille, llamaba a México para preguntar por su padre. La respuesta era siempre la misma. Estable, pero mal. Luego colgaba el teléfono, preparaba la tina y se quedaba durante mucho tiempo fumando Gauloises del cartón que Achille había comprado una vez que volaron a los Alpes a esquiar.
«Estable, pero mal», le dijo otra vez su madre. Ella colgó. Se encaminó hacia la tina, como todas las noches, y el teléfono volvió a sonar. Era Chloé, llamándole para decirle que su hijo escribía. «Sí, lo sé, dijo ella». «¿Él te dijo de los diarios?», preguntó Chloé. «¿Cuáles diarios, Chloé?» Su suegra le explicó que cada año Achille compraba un cuaderno que usaba como diario. Que era algo que había hecho desde que era adolescente. Le explicó que los diarios estaban en una caja azul en el departamento y que, en caso de que su hijo muriera, ella quería conservarlos. Te los llevo mañana al hospital, dijo ella, y corrió a buscar la caja azul. Ahí estaban los diarios. Eran cuadernos hermosos. Abrió uno y reconoció la letra. Lo cerró de inmediato, pensando que no era lo correcto. Pero luego decidió que sabía demasiado poco de su amado y que, luego de tantos pesares, merecía tener más información antes de que los diarios pasaran a manos de Chloé.
Abrió el del año en curso. Sabía que leer acerca de la felicidad tan reciente le iba a doler, pero no le importó. Abrió el cuaderno al azar y su mirada cayó en lo siguiente: «Hoy volvió ella. Como siempre simplona. Estúpida. El día entero fue un fiasco». Abrió otra página: «Su optimismo me repugna. A veces me dan ganas de abofetearla. Por fortuna, hoy se larga a ver a la niña insufrible que tuvo con el vikingo». Siguió leyendo. Todas las entradas en el mismo tono, además de un par de caricaturas que los representaban a ellos en el acto carnal, en posiciones denigrantes.
Cerró el diario, se agachó ante la caja y lo metió en ella. Permaneció en cuclillas durante varias horas, en la misma posición. Habría parecido un maniquí de no ser porque temblaba muy fuerte. Pensó en los lirios de Monet convirtiéndose en el fiordo de Oslo y pudo sentir sus facciones tornándose en El Grito de Munch. Pero era un grito mudo. Nadie en Estrasburgo se enteró de que había gritado.
Cuando dejó de temblar, supo que si se veía al espejo vería a un alien. De esos sin nariz y con ojos saltones y negros. Se dirigió a la computadora de Achille, la encendió, encontró el archivo de la novela y lo borró para siempre. Luego empacó sus cosas, se fue al aeropuerto y compró un boleto rumbo a Oslo. Por fin estaba lista para ser la madre de Nora.