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El güero que se ganó el Nobel

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Cuando yo tenía ocho años me fui a vivir a un pueblito de Michoacán llamado San José de Gracia.

Mi mamá se quedó en el df y yo me fui con mis abuelos porque ella trabajaba todo el día. Y cuando digo todo el día no exagero. En las mañanas daba clases en una secundaria técnica de Azcapotzalco (la 62), por las tardes hacía lo mismo en Naucalpan y, cuando el sol ya se estaba escondiendo, llegaba a una tercera escuela en Miramontes. A veces estaba tan cansada que se dormía un rato en su Valiant azul debajo de un árbol que le diera sombra.

Así que no hubo de otra: yo me tuve que ir con mis abuelos a San José. Estar sin mi mamá fue muy difícil, pero sobreviví gracias al amor de mi abuela y a la presencia de mi abuelo, que era de pocas palabras y menos contacto físico, pero de algún modo se las ingeniaba para hacerme saber que me quería.

La escuela a la que me metieron era la única de paga. Era conocida como «la escuela de las madres». Las madres eran unas maestras célibes, todas uniformadas de gris y religiosas de profesión, pero insistían en decir que no eran monjas, aunque el obispo les hubiera dado sus «nombres artísticos» y la escuela, que también era su casa, estuviera directamente conectada con la iglesia del pueblo.

Las otras dos escuelas no hubieran sido opción para mí. Eran de gobierno y jamás vi a nadie estudiando en ninguna: si había niñas tampoco las vi nunca, y los niños se la pasaban todo el día jugando una mezcla de basquetbol y chingadazos. Nunca estuve muy seguro de las reglas, pero creo que el equipo que acabara con menos huesos rotos y menos prendas destrozadas, ganaba.

Yo venía de la ciudad, era delicado por naturaleza (no era afeminado, pero en comparación de aquellas bestias campiranas era Blanche DuBois) y para acabarla de amolar usaba lentes de contacto, que se me caían a cada rato por las polvaredas naturales de un pueblo que apenas estaba dejando de ser un cerro. De hecho, a las primarias de gobierno se les conocía como «la escuela de abajo» y «la escuela de arriba», porque una estaba en las faldas del cerro y la otra en la punta.

Era un lugar bonito, muy rulfiano –más Jalisco que Michoacán, a decir verdad– y también muy arreoliano. Pero yo no tenía idea de quiénes eran Rulfo y Arreola en ese momento. Lo único que sabía era que no había Kool-Aid, que no se veía el Canal 5 y que conseguir un cuento (ahora les dicen cómics) era prácticamente imposible. Había que ir hasta Sahuayo –de donde son los zombies del Santos– para poder leer un pinche Kalimán. Y de Batman ni hablamos.

Siendo honesto, tengo que decir que odiaba estar ahí. Fui carne de cañón de varios bravucones hasta que dejé de presumir que ya me sabía todo lo que las monjas enseñaban (no porque fuera ningún genio, sino porque la enseñanza rural estaba un poco atrasada). También me salvó de los ataques la decisión de volverme el bufón de la clase. Pero lo más importante de todo, la clave de mi salvación, se llamó José Juan.

José Juan era mucho más grande que el resto de nosotros, pero aún iba en primaria. Quién sabe por qué. Era muy moreno, muy malencarado y muy fuerte. Los bravucones le tenían miedo y yo le caía bien, porque lo ayudaba a hacer la tarea y le prestaba mis discos de Kiss.

Él, en reciprocidad, me prestó un disco de 45 revoluciones por minuto que traía «Mi suegra llegó», gran cover en español de «Mother In Law» de Ernie K. Doe, que hasta la fecha me hace sonreír porque me recuerda a mi amigo José Juan, quien se dejaba crecer el pelo lacio y negrísimo hasta los hombros: «Soy pelo lindo», me decía, repitiendo el eslogan de un anuncio de shampoo Caprice. Me hacía reír mucho.

Sin embargo, yo no dejaba de pensar que vivía en una especie de páramo artístico. Una tierra yerma del entretenimiento. Un lote baldío de la cultura pop en el que la máxima diversión era dar vueltas por la plaza al salir de la misa del domingo. Las «muchachas» daban vueltas en el sentido de las manecillas del reloj y los «muchachos» lo hacían en sentido opuesto, para poder verse y coquetear de lejitos. Si algunos se gustaban, el muchacho se esperaba «hasta la otra vuelta» para hacer algo: irle a hablar a la muchacha, invitarle unas guasanas –garbanzos verdes al vapor– o un hot dog (con crema, mayonesa jamás). No sé por qué los muchachos se ponían tan contentos, si de ahí a la cama había una distancia infinita. Y de Batman ni hablamos.

Pero esa rutina se rompió un día. Las muchachas empezaron a dar vueltas en contrasentido del reloj, porque así podían ver mejor al Güero, que cada domingo se sentaba en la misma banca de la plaza, con gente mucho más vieja que él. Pero en vez de aburrirse de oír pláticas de viejos, parecía fascinado con todo lo que ellos le decían.

El Güero, también conocido como «el Güero chulo» o «mi marido» por las muchachas de San José, era muy alto. Muuuuy alto. Evidentemente rubio, y había en él algo que le daba distinción: su postura física o tal vez la serenidad evidente del hijo de puta, a quien yo odiaba con todas mis fuerzas. «Qué le ven a ese pendejo», decía alguno de los bravucones que apenas dos años antes me habían bajado los pantalones en el patio. «Ey, qué le ven», le contestaba yo. Y ahí andábamos, mis archienemigos y yo, dando vueltas juntos por la pinche plaza. Y de Batman ni hablamos.

El único que defendía al Güero era José Juan. Si tenía los cojones de cursar la primaria en pupitres donde apenas cabía, si se atrevía a dejarse el pelo largo y autonombrarse «pelo lindo», por supuesto que también era capaz de reconocer los atributos físicos de otro hombre. «Está tipo, el bato. Está rostro, pues». «Estás pendejo», pensaba yo. Pensaba. No decía.

Pero un día El Güero entró a la escuela. Yo estaba solo en el patio porque había sido el primero en terminar un examen semestral «que me la pelaba» (así dije doscientas veces, para que a todo mundo le quedara claro). Entonces El Güero se me acercó, y con una amabilidad que yo no había sentido en mucho tiempo me preguntó, con un acento extranjero irreconocible, que dónde estaba la oficina de la madre superiora. Se lo dije, me dio las gracias y me despeinó un poco como gesto de amistad. «Carajo, ahora resulta que me cae bien este pinche güero», pensé. José Juan había tenido razón otra vez.

Me fui a asomar a la calle para ver a dónde se iba mi nuevo amigo. Caminó calle abajo unos metros y se metió a casa del Goli –así le decían a uno que también iba en la escuela de las madres. ¿Qué iba a hacer El Güero a casa del Goli? Sabrá Dios.

Nunca volví a ver al Güero. En la Conasupo empezaron a vender muy baratos unos libritos llamados Cuadernos Mexicanos, que me servían para quitarme las ansias entre viaje y viaje a Sahuayo. Y además me empezaron a gustar mis libros de texto gratuito. En uno de Ciencias Sociales había todo un capítulo dedicado a San José de Gracia. A mí eso me parecía extraordinario. ¿Por qué, de todos los pueblos de México, la sep había decidido dedicar un capítulo entero a ese lugar irrelevante? Nadie supo decirme. Ni «las madres» ni José Juan ni mis abuelos ni nadie.

El misterio se resolvió mucho tiempo después. Yo iba en la prepa. Ya tenía cuatro años de haber vuelto al df y un día Mireya, mi maestra de historia, empezó a hablar de «la microhistoria», y del genio que la había inventado: Luis González y González, cuya obra maestra se llama Pueblo en vilo, un libro en el que cuenta la historia de un pueblito llamado San José de Gracia, con la minuciosidad de alguien que estuviera contando la fundación de París.

Lo interesante es que contando la historia de un pueblito, se sabe mucho del país que lo contiene. Tal vez más que contando la historia del país entero.

Luego supe que don Luis González estaba casado con Armida de la Vara, cuyo nombre amé desde la primera vez que lo leí. Y algunos de sus relatos y poemas que venían en los libros de texto aún los recuerdo de memoria.

Don Luis y doña Armida resultaron ser los abuelos del Goli. Y eran ellos con quienes El Güero platicaba fascinado, junto con otros desconocidos que seguramente eran Enrique Krauze, Jean Meyer, Héctor Aguilar Camín y otros grandes intelectuales, junto a quienes seguramente pasé varias veces, sintiéndome La Única Persona Inteligente de Ese Pinche Pueblo y gritando que el examen semestral me la había pelado.

La última vez que fui al pueblo era porque mi abuelo estaba muy enfermo. Al llegar lo vi muy mal. Murió al día siguiente y yo lloré mucho, pero mi llanto no era feo ni doloroso. Sabía que me estaba limpiando por dentro. En ese mismo viaje supe que José Juan también había muerto. Iba en las redilas de una camioneta que se volteó en la carretera. No volví jamás a San José de Gracia. ¿A qué?

Pero el otro día mi mamá fue para allá a ver a mi abuela, que sigue vivita y coleando. Antes de irse le encargué que tratara de conseguirme el libro Canto rodado de Armida de la Vara (título genial que podría traducirse, dylanianamente, como Rolling Stone). Le recordé que Luis González era venerado por los grandes pensadores de México. Ella me dijo que había visto a Krauze en San José varias veces. «Pues es que hasta el nuevo Premio Nobel de Literatura es fan de don Luis», le dije. «¿De veras? ¿Y cómo se llama?».

«Se llama Jean-Marie Gustave Le Clézio. Seguro lo viste en las noticias. Uno güero… francés». Entonces me cayó de sopetón el recuerdo. Con razón el Nobel se me hacía tan conocido. ¡Era el Güero!

Quisiera que José Juan estuviera vivo para decirle que aquel bato, que estaba rostro, además es un gran escritor. Quisiera decirle que ya leí su libro La conquista divina de Michoacán, en la que narra la historia de la civilización purépecha, basándose en otro libro llamado Relación de Michoacán. Según Le Clézio, la Relación de Michoacán es del nivel de la epopeya de Gilgamesh o la Ilíada.

Pero sobre todo, quisiera contarle a José Juan un pasaje en el que una tribu de purépechas furiosos, nómadas y cazadores, se encuentran a un pescador a orillas de un lago y le hacen preguntas respecto a la zona. El pescador les contesta en su mismo idioma y resulta que tienen el mismo origen y adoran a los mismos dioses.

«¡Somos hermanos!», exclaman los nómadas, que hasta ese momento se habían sentido solos en el mundo. Entonces, los pescadores y agricultores se unen a los cazadores errantes y forman una alianza muy poderosa.

Tú y yo, querido José Juan, también fuimos hermanos. Yo era el nómada que se sentía solo y tú hablabas mi mismo idioma, y oíamos a Kiss y defendías al Güero.

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