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4. LAS TRAGEDIAS DE SÓFOCLES
ОглавлениеUna de las innovaciones de Sófocles es haber roto la unidad temática de las trilogías al modo de Esquilo, autor con quien esa unidad temática cuadraba bien con su tratamiento de las sagas heroicas y su relación con la polis. Pero eso ya no interesa a Sófocles, cuyo interés se centra en el ser humano, para lo que una sola tragedia individual es un buen medio de transmisión.
4.1. Áyax
Áyax o Ayante 28 es el título de la tragedia íntegra más antigua de Sófocles. No tiene una datación segura: se ubica en una horquilla entre los años 450 y 435 a. C.29, época de exaltación en Atenas, de prosperidad y expansión de la ciudad, alejada aún del comienzo de la Guerra del Peloponeso, la larga contienda que trajo la muerte a muchos griegos y la destrucción del poder y el prestigio de Atenas. En ese ambiente de euforia y de creencia en el futuro, Sófocles representa esta obra, en la que hace una clara llamada a la sophrosyne, a la ‘templanza’, la mayor de las virtudes griegas, y al respeto a las normas que emanan de los dioses.
Áyax, ofendido por no haber recibido las armas de Aquiles, cree haber matado a los reyes, los Atridas, y estar torturando a Odiseo, aunque en realidad ha matado y está torturando reses. Cuando recupera la cordura, no puede resistir la pérdida del honor y el haber sido objeto de burla, por lo que, a pesar de los ruegos de sus compañeros y de su concubina Tecmesa, se suicida. Su hermano de padre, Teucro, llega a tiempo de poder evitar, con ayuda de Odiseo, que dejen insepulto el cadáver como pasto para los carroñeros.
La tragedia empieza con la locura del héroe y acaba con el anuncio de sus funerales. El argumento muestra, pues, que es esta una obra llena de patetismo, de discusiones, muy al gusto de los atenienses, y de momentos de tensión. Del suicidio de Áyax ya se tenía conocimiento desde época arcaica30; su representación en las obras anteriores a la de Sófocles era complicada: Áyax era casi invulnerable, como Aquiles. En su caso, Heracles, de paso por Salamina en el momento de nacer Áyax, cubre al recién nacido con la piel de león que viste; solo queda fuera una axila, el único lugar en el que puede ser herido. Por esa razón le cuesta al héroe encontrar el punto exacto en el que clavarse la espada31. De esta leyenda, que también aparece en Hesíodo y en Píndaro, no hay mención en Sófocles, lo que es muy propio de él, por su tendencia a humanizar a los grandes héroes, en este caso eliminando ese detalle mágico.
Esta tragedia nos muestra a uno de los más relevantes héroes de la Ilíada en una actitud diferente a la del poema homérico, donde Áyax es presentado como un guerrero descomunal, especialmente valeroso, siempre dispuesto para la batalla y que provoca pavor entre los enemigos. En el canto VII de la Ilíada, Áyax se enfrenta a Héctor por decisión de los dioses y el combate queda en tablas también por decisión de los dioses. Este episodio es recordado de manera indirecta en la tragedia.
Héctor, por decisión de Atenea y Apolo, reta al mejor de los aqueos a un combate individual. Retirado Aquiles de la lucha por su enfrentamiento con Agamenón, los griegos, asustados, no se presentan, de modo que Menelao se ve obligado a hacer amago de salir. Agamenón se lo impide, recordándole que es inferior a Héctor, por lo que su muerte es segura. Tras una dura amonestación de Néstor salen nueve guerreros y, a propuesta también de Néstor, se echa a suerte quién será el que acepte el reto, lo que en la mentalidad griega significa que se deja en manos de los dioses la decisión de quién es el mejor guerrero y debe por ello enfrentarse al troyano. Los dioses ratifican lo que todos los soldados saben: Áyax es el que ha obtenido en suerte ser el que se enfrente a Héctor. Cuando se describe el modo en que avanza Áyax, incluso el propio Héctor se llena de terror, pero no puede volverse atrás después de haber lanzado el reto (Ilíada, VII 218 ss.32); finalmente, ya cerca del anochecer los dioses deciden poner fin al combate. Héctor le propone a Áyax intercambiarse regalos33, unos regalos que están en relación con sus respectivas muertes y humillaciones: Áyax le entrega a Héctor un cinturón, que será utilizado por Aquiles para atar el cadáver de Héctor al carro que hará correr alrededor de las murallas de Troya; Héctor obsequia a Áyax con su espada, con la que este se suicidará.
Áyax no es una tragedia sobre la Guerra de Troya. La acción se desarrolla durante la tregua pactada entre aqueos y troyanos para que se realicen los funerales de Aquiles, muy cerca ya del final de la guerra. Durante los funerales, la madre de Aquiles, Tetis, entrega las armas de su hijo para que se le concedan al mejor de los aqueos. Los aqueos deciden en asamblea que le sean concedidas a Odiseo para sorpresa de algunos, entre ellos Áyax, quien se creía con derecho a ellas34. La obra, pues, comienza con las consecuencias de esa entrega a Odiseo de las armas que Áyax considera que le pertenecen.
El comienzo podría parecer extraño por irrespetuoso con la divinidad: muestra a una diosa, la prudente y sabia Atenea, burlándose de la desgracia que ha provocado en el gran guerrero. Pero, si esta crueldad de la diosa fuera inmerecida, sería de todo punto impropio de Sófocles, un autor cuyo respeto a la divinidad quedó plasmado no solo en sus obras, sino también en su vida. En la parte central de la tragedia, cuando Áyax ha salido en solitario hacia la playa, llega un mensajero trayendo instrucciones y dando información sobre el motivo del ensañamiento de la diosa (748-799). Recuerda entonces el mensajero que, cuando Áyax va a partir de su casa, su padre, Telamón, le dice: «Hijo, desea vencer con la lanza, pero siempre con la ayuda de la divinidad». A ello respondió Áyax: «Padre, con los dioses, incluso el que nada es, podría obtener una victoria. Yo, sin ellos, estoy seguro de conseguir esa fama» (764-765).
Estas palabras muestran un hombre en exceso orgulloso de su valía, como ratificó durante el combate, cuando Atenea se le acercó y él la despidió afirmando que no la necesitaba, que fuera a ayudar a otros (774-775), afrenta que la diosa no olvidó. Es este un hombre tan desmedido en su comportamiento que, si bien ha sido muy útil durante la guerra, cuando esta acabe, y su final se sabe que ya está muy cerca, no tendrá lugar en la nueva sociedad, a no ser que fuera capaz de adaptarse; situación que, por otra parte, es habitual en cualquier lugar y época. En ese nuevo contexto son necesarios hombres como Odiseo, el rico en engaños, el fecundo en tretas, el que sabe convencer en la asamblea.
Sófocles dramatiza en esta tragedia la pérdida del prestigio que sufre Áyax y la importancia que está adquiriendo en la nueva situación Odiseo. Áyax considera dañado irremisiblemente su honor, porque las armas han sido asignadas a Odiseo35. De un hombre tan desmesurado como Áyax, que ha mostrado tan poco respeto a los dioses, no cabía esperar que respetase la decisión de una asamblea.
El prólogo es en Áyax un diálogo entre Atenea y Odiseo primero, entre Atenea y Áyax después, y de nuevo entre Odiseo y la diosa. En él se comunica a los espectadores el momento concreto en el que se inicia la acción, los precedentes y la situación en ese instante, a la par que informa de lo que el espectador debe ver en el espacio escénico. Sófocles no utiliza un prólogo narrativo, en el que un personaje ponga al corriente a los espectadores, sino que dramatiza la situación: lo muestra mediante un diálogo que, además, incluye acción, porque hace que Áyax salga a escena.
La tragedia empieza cuando Odiseo se encuentra con la diosa Atenea, que siempre ha sido su protectora, ante la tienda de Áyax. Ahí se entera de que Atenea insufló una locura en Áyax de modo que este ha masacrado un rebaño que ha tomado por sus grandes enemigos, los Atridas (Agamenón y Menelao), a los que considera responsables de la decisión de la asamblea. En ese momento Áyax, dentro de la tienda está maltratando a un animal, al que precisamente toma por Odiseo. A pesar de la actitud triunfante y burlona de Atenea y de que Áyax crea que ese animal atormentado es Odiseo, este último manifiesta una gran compasión por el héroe caído; compasión sincera, porque sabe del poder de la divinidad, que todo y a cualquiera puede torcer en un instante36.
Abandonan Atenea y Odiseo la escena y entra el coro. Ya la párodos nos aporta información de las intenciones del autor: muestra un cambio con respecto a la obra de su antecesor que trata el mismo tema, Tracias de Esquilo, tragedia de la que conservamos míseros fragmentos y algunos escolios, comentarios en los manuscritos de la tragedia de Sófocles. Esquilo hace que el coro sean esclavas tracias; Sófocles, en cambio, hace que sean marineros compañeros de Áyax, que están con él desde su partida de la patria37. Probablemente la intención de Sófocles sea mostrar a Áyax totalmente solo, a pesar de que está acompañado por esos hombres que han sufrido con él durante los largos años de guerra. De este modo su soledad es aún mayor.
Los coreutas son presentados como personas sencillas, preocupados por su propia situación en esas circunstancias, también preocupados por su señor; se lamentan de la locura que sufrió y con facilidad se dejan engañar por falsos anuncios de reconciliación. Es evidente que este coro no representa la opinión del autor o al conjunto de los espectadores, como con frecuencia se cree que es función del coro. Sófocles lo caracteriza muy bien como un conjunto de hombres sencillos, mayores y cansados de una larga guerra en la que, por su posición, poco tienen que ganar.
En el prólogo han visto los espectadores a Áyax cuando Atenea le ha hecho salir para que hablara ante Odiseo. Entonces se mostró exultante, triunfante, porque cree haber matado a sus enemigos. Tras su canto de entrada, el coro pide a Tecmesa que le muestre a Áyax, pues oye sus lamentos en el interior de la tienda38. Ahora Áyax, que ha recuperado la cordura y es consciente de lo que ha hecho, es presentado ante los espectadores mediante una maquinaria escénica que saca fuera el interior de la tienda. El patetismo de la escena es innegable, propio de la dramaturgia de Sófocles, que crea cuadros escénicos impactantes, de los que esta tragedia da buena prueba. Ahora muestra Sófocles al descomunal héroe, al mejor después de Aquiles, totalmente hundido, humillado: está impregnado de la sangre del ganado que ha torturado y degollado. El temible Áyax se sabe objeto de irrisión. Como la Medea de Eurípides también Áyax se pregunta, de modo retórico, hacia dónde puede dirigirse en la situación en la que se encuentra.
El afecto que el coro siente y manifiesta por su señor es pálido reflejo del que siente Tecmesa, la compañera de Áyax, que ha tenido un hijo suyo y con la que Áyax tenía intención de casarse formalmente al volver a su patria. Tecmesa, concubina que es tratada como esposa por Sófocles, está caracterizada como es habitual en las mujeres de las tragedias de Sófocles, mujeres que respetan y cumplen el papel que la sociedad les ha asignado. Áyax manifiesta tierno afecto por madre e hijo, en especial por ese hijo, su única descendencia: insiste mucho en que su hermano de padre, Teucro, se ocupe de él y que, al acabar la guerra, lo lleve a Salamina para que el abuelo lo reconozca como descendencia suya.
Pero tanto los marinos del coro como Tecmesa y su hijo pertenecen a un mundo distinto al de Áyax. Por eso no entienden que para él es imposible seguir viviendo después de tan terrible humillación; por eso también se dejan engañar por el monólogo de los vv. 646-692, en el que Áyax les manifiesta que ha cambiado de opinión y cede, aunque en realidad anuncia su suicidio de manera velada, pero claramente inteligible para los espectadores, que ya sabían de él por la tradición anterior. El único que puede entenderlo es Teucro, que no está presente, pero que llegará a tiempo de evitar la segunda humillación, dejar insepulto su cadáver como pasto para los carroñeros, como pretenden los Atridas.
A la partida de Áyax sigue la entrada del mensajero enviado por Teucro para advertir de los riesgos que el héroe corre en ese día según el adivino Calcante, lo que provoca la salida de la escena de todos para ir a buscarlo. En ese momento volvemos a ver el grado de domino de la técnica dramática por parte de Sófocles: el autor crea un cambio de escenario y una segunda entrada del coro (cuya denominación técnica es epipárodos), procedimientos ambos muy poco frecuentes.
Del espacio de delante de la tienda de Áyax pasamos a una playa desierta39. En la orilla de la playa, en uno de los pocos monólogos reales de la tragedia, de los pocos que son pronunciados en total soledad, clava Áyax la espada que le diera Héctor y se lanza sobre ella tras despedirse de Zeus, de Hermes, el dios psicopompo (‘conductor de almas’), que lo ha de acompañar en su camino al inframundo, y del Sol. Pero no lo hace antes de pedir a las Erinias, las vengadoras de los crímenes de sangre, que venguen la suya causando males a los Atridas. Hasta en su último aliento muestra este héroe un profundo rencor hacia los que considera responsables de su muerte. En ningún momento el colosal guerrero es capaz de ver que él mismo lo ha provocado con su actitud.
El suicidio de un héroe de tanta valía, de inconmensurable valor, el aliado indispensable, caído en la mayor de las desgracias imaginables para un griego (la pérdida del honor y el castigo de la divinidad por su soberbia), debió de provocar un duradero efecto. Formaba parte del mito antes de Esquilo, quien en Tracias hacía que fuera narrado por un mensajero, un tipo de escena muy del gusto de los atenienses, amantes como eran de los discursos elaborados. Sófocles, en cambio, lo desarrolla en escena dando muestras de su afán por innovar: presenta a Áyax pronunciando su despedida y, al terminar la alocución, se lanza sobre la espada tras unas dunas o matorrales. Con la dramatización del suicidio Sófocles lleva al límite las convenciones de la época al hacer que Áyax se quite la vida ante los espectadores, aunque estos no puedan verle.
Tras el suicidio entra en escena de nuevo el coro. En esta obra tan temprana Sófocles utiliza un procedimiento que usará Eurípides en una de sus tragedias tardías, Helena: esta heroína, que en la versión que sigue Eurípides nunca fue a Troya, sino que permaneció en Egipto, es acompañada por el coro de esclavas griegas a consultar a la adivina Teónoe, lo que deja vacío el escenario y permite que el náufrago Menelao haga su entrada en total soledad y desvalimiento; del mismo modo, Sófocles deja vacío el escenario para que Áyax pueda pronunciar su discurso de despedida en total soledad.
Comienza ahora la segunda parte de la tragedia, en la que se van a poner a prueba los principios morales de los que están en el poder. Los Atridas entran por separado, primero Menelao, y después Agamenón, se enfrentan a Teucro40. Mientras Tecmesa y el niño abrazan el cadáver de Áyax, los Atridas discuten alternativamente con Teucro: no quieren permitir que el cuerpo de Áyax sea enterrado, sino que quieren dejarlo insepulto como carroña para aves y perros, de modo que su alma no pueda alcanzar el descanso eterno. De la gravedad de esta prohibición y, en consecuencia, de la importancia que confieren al cumplimiento de los ritos funerarios dan muestra los propios héroes cuando se encuentran en una situación que puede comportar su muerte: Héctor en el canto VII de la Ilíada, antes del combate con Áyax, afirma que, si vence, se llevará las armas del contrincante, pero devolverá su cuerpo a los suyos y que espera lo mismo del enemigo41.
Se produce un animado diálogo en el que Menelao se muestra inflexible ante Teucro y después entra en escena muy irritado Agamenón. Odiseo le recuerda que todos deben cumplir las normas establecidas, que a todos afectan, y en mayor medida al que detenta el poder, que no puede pisotear la justicia. Agamenón no está convencido, pero cede ante la insistencia de Odiseo, quien incluso se muestra dispuesto a ayudar en las exequias.
Ya en esta temprana obra vemos planteado el tema de la privación de sepultura al antes amigo, ahora enemigo, y la reacción de quienes quieren cumplir con los ritos funerarios y con las normas que emanan de los dioses, como en Antígona. Los límites del poder, el exceso de confianza en uno mismo, sin atender a normas de rango superior, es un tema que acompañará a Sófocles toda su vida. Áyax ha sido considerada una tragedia díptica, esto es, una tragedia doble, porque tiene dos focos de atención: la locura de Áyax y sus consecuencias, por una parte, y el debate por las honras fúnebres, por otra. Pero en el fondo el tema es solo uno: Sófocles se ocupa de la desmesura y sus consecuencias, los límites en el ejercicio del poder, la ineludible armonía que debe existir entre las decisiones personales y la justicia.
La actuación de los dioses en las tragedias de Sófocles es acorde a la de los mortales: si Atenea humilla a Áyax es porque él antes ha sobrepasado los límites asignados a los mortales. Áyax menospreció primero a todos los dioses en diálogo con su padre antes de partir a Troya y después, en el campo de batalla, a la propia Atenea. La diosa tomó buena nota de ello y le pasó factura. El castigo, sin embargo, no debe llegar hasta el punto de que el alma de Áyax no pueda encontrar reposo, no se debe producir un ensañamiento con el caído que lleve a la impiedad a quien lo provoca42. Puede considerarse, por lo tanto, que la tragedia termina con el restablecimiento del orden cósmico, roto por la desmesura de Áyax y salvaguardado por Odiseo tras la muerte del héroe.
Áyax, el gran héroe de la Ilíada, fue representado con frecuencia en la iconografía como muestra del aprecio de los griegos por las escenas en las que intervenía. Es el caso del momento en que Áyax, tras rescatar el cadáver de Aquiles, se lo carga al hombro, como vemos en una ánfora ática de figuras negras en la que Áyax lleva al hombro a Aquiles y son protegidos por Hermes a la izquierda y Atenea a la derecha, fechada en 520-510 a. C.
El impactante suicidio fue representado antes y después de la tragedia de Sófocles. En una ánfora de figuras negras, firmada por Exequias y datada en torno al año 540 a. C., se presenta a Áyax clavando la espada, con la armadura y el escudo a la derecha y una palmera a la izquierda (Bolonia, Museo Municipal 558); un lécito ático de figuras rojas, atribuido al pintor de Alcímaco, fechado el 460 a. C. (Basilea, Antikenmuseum), muestra al héroe hincado de rodillas dirigiendo la plegaria a los dioses con la espada clavada en el suelo ante sí; en una copa ática de figuras rojas del Pintor de Brygos, del primer cuarto del siglo V a. C. (Nueva York, Metropolitan Museum), Áyax está muerto, tendido en el suelo con la espada clavada y una mujer, muy probablemente Tecmesa, se dispone a cubrir su cuerpo con una tela. En algunos vasos aparece Áyax ensartado en una postura extraña, por la axila por el único lugar en el que la leyenda antigua hacía vulnerable a nuestro héroe. Así sucede en una crátera de Etruria de figuras rojas datada entre 400-350 a. C. (Londres, British Museum cat. IV, F489).
En una copa corintia del Pintor de la Cavalgata (circa 580 a. C. Basilea, Antikenmuseum), se muestra el cadáver de Áyax tendido en el suelo con la espada clavada y varios personajes que parecen discutir animadamente: Néstor, Fénix, Agamenón, Odiseo, Diomedes, Teucro y Áyax Oileo (los nombres están indicados en la copa); cabe destacar el tamaño descomunal del cadáver. En Áyax anticipa esta posibilidad el coro en los vv. 1040-1041.
A pesar de su enorme patetismo, Áyax no ha sido muy representada en épocas posteriores, ni adaptada o utilizado su material para crear obras nuevas. De tanto en tanto encontramos representaciones de la tragedia o bien vemos al personaje de Áyax en otro tipo de obras, como el poema Ájax en el infierno del poeta peruano Jorge Eduardo Eielson43 o la novela Dolor Ayanteo del colombiano Nikólaos Chalavazis Acosta44.
Entre 1967 y 1969, Yannis Ritsos compone el poema Áyax (Αίας), publicado con otros poemas de la misma época en Cuarta Dimensión (Τέταρτη διάσταση) en 197245. Se trata de un monólogo dramático que inicia y acaba con unas acotaciones escénicas en prosa. El autor combina el mundo clásico heroico con la vida cotidiana y algunos detalles de contemporaneidad, de modo que parece que hable un personaje eterno, que sigue sufriendo en el tiempo trágico que le tocó vivir, la Dictadura de los Coroneles.
En 1994 escribe Heiner Müller su poema Áyax por ejemplo (Ajax zum Beispiel), en el que un autor reflexiona en la habitación de un hotel sobre la obra que se plantea escribir y trata de recuperar la verdadera historia del héroe. Este poema ha sido múltiples veces leído en público, incluso está grabado en un CD46. Timberlake Wertenbaker publica su Our Ajax en 2013, escrita a partir de la tragedia de Sófocles y basada en entrevistas a hombres y mujeres veteranos de guerra47.
Pero esta tragedia ha sido utilizada de un modo peculiar en Estados Unidos. En 2009 Bryan Doerries y Phyllis Kaufman fundan Theatre of War Productions, del que Kaufman fue director de producción entre 2009 y 2016, y Doerries es actualmente director artístico. Esta fundación desarrolla programas personalizados dirigidos a veteranos de guerra y sus familias, y uno de ellos consiste en la lectura dramatizada de textos de Áyax y de Filoctetes, preparados por Doerries. Para los veteranos, estas tragedias representan atemporal y universalmente las heridas visibles e invisibles de la guerra. Se ha representado en todo tipo de instituciones militares y civiles. La finalidad, además de permitir que se expresen los afectados, veteranos y familias, es aumentar la conciencia sobre los problemas de salud psicológicos relacionados con los efectos de las guerras mostrándolos en unas obras clásicas de prestigio48.
Otra iniciativa similar es la que se encuadra en el programa nacional estadounidense Ancient Greeks/Modern Lives de Aquela Theatre, en asociación con el Centro de Estudios Antiguos de la Universidad de Nueva York, la American Philological Association y el Urban Libraries Council, y con subvención del Chairman’s Special Award del National Endowment para las Humanidades49. En este programa se realizaron lecturas de la épica y de la tragedia griega, entre ellas Áyax, por parte de actores profesionales y seguidas de intervenciones de veteranos y del público en general. Estas lecturas se realizaron en lugares diversos, instituciones militares y culturales. Peter Meineck señala los beneficios de estas lecturas de unos textos que les proporcionan una especie de reconocimiento a los veteranos y provocan que, por primera vez, muchos de ellos sean capaces de hablar de su situación.
Estas recreaciones y estos usos tan especiales de Áyax de Sófocles, con una sorprendente acogida entre veteranos de guerra, tienen también como consecuencia que observemos ahora esta tragedia desde otra perspectiva.
4.2. Las traquinias
Esta es una de las tragedias menos conocidas de Sófocles, quizá por la peculiar presentación del gran héroe Heracles, dando alaridos de dolor, o porque son muchas las dudas y las discusiones de las que aún es objeto, empezando por la fecha de composición y siguiendo por la interpretación del carácter de la heroína.
Se tiende a considerar la obra posterior al 438 a. C., fecha de la representación de Alcestis, una tragedia de Eurípides compuesta para ir en el cuarto lugar de la tetralogía, el que debía ocupar un drama de sátiros. Algunos investigadores creen que la despedida antes de morir de la heroína de Las traquinias, Deyanira, está influida por la de Alcestis, mientras que para otros esa influencia no es directa, sino que ambas siguen modelos estereotipados de despedidas de mujeres.50
El título de la tragedia hace referencia al coro de muchachas de Traquis, ciudad de Tesalia, donde está acogida la familia de Heracles, Hércules en la tradición latina, que está ausente, como es frecuente en él, pero en este caso no está llevando a cabo uno de sus Trabajos, sino conquistando Ecalia. La tragedia empieza con los lamentos de Deyanira, la esposa, por todos los sufrimientos de su vida de casada y, ahora, la larga ausencia de Heracles. A lo largo de su intervención Deyanira nos informa de la existencia de un oráculo, razón por la que está especialmente angustiada. El oráculo indica que, al cumplirse los quince meses de ausencia, que justo se cumplen ese día, Heracles puede volver a casa y vivir por siempre feliz o puede morir.
El coro muestra en su primera intervención, en la párodos, su carácter: está formado por jóvenes doncellas, desconocedoras de los padecimientos propios de la mujer casada, lo que comporta que, si bien acompañan a la protagonista, se lamentan y se alegran con ella, no pueden aconsejarle como lo harían mujeres de más edad. Mientras que, por ejemplo, en Electra el coro de mujeres adultas constantemente aconseja, incluso amonesta a la protagonista, en Las traquinias Sófocles recurre a una anciana criada para aconsejar a Deyanira que, en lugar de consumirse por la incertidumbre, envíe a su hijo a informarse.
Sófocles ha querido así mostrar el contraste entre esas jóvenes, que recuerdan lo que conocieron de la dura pelea, presidida por Afrodita, entre Heracles y el río Aqueloo por conseguir la mano de Deyanira51, y esta mujer casada, que tantos sinsabores ha experimentado y ahora lleva tiempo con el marido ausente. También crea el autor un controvertido contraste con la tragedia Agamenón de Esquilo: Agamenón, que lleva más de diez años ausente por la Guerra de Troya, regresa a su patria entrando en escena acompañado por las huestes supervivientes y las esclavas troyanas52 y a su lado la cautiva y concubina suya Casandra. Le espera ante las puertas de palacio su esposa, Clitemnestra, que ya ha trazado el plan de muerte de Agamenón y de Casandra. En Las traquinias el heraldo Licas trae noticias de la victoria y el regreso de Heracles, que se ha quedado realizando un sacrificio a Zeus, por lo que en escena entran parte de la tropa y las cautivas, entre las que destaca la joven Yole.
Deyanira manifiesta sentir una profunda compasión por todas ellas, hasta que Licas se ve obligado a confesar que la guerra que entabló Heracles estaba motivada por el amor por Yole. Esta joven, como Casandra, se mantiene en silencio53, pero hay una clara diferencia entre ambas, más allá de que Casandra sea una adivina y sepa lo que le espera tras las puertas de palacio: mientras que Agamenón participó en una guerra causada por otros, Heracles provoca la guerra por conseguir a Yole. Este hecho provoca la angustiosa reacción de Deyanira, que ve peligrar su estatus, su posición en el hogar54. Deyanira es consciente de la diferencia de la actual situación con respecto a los anteriores amoríos del esposo; ahora teme ser relegada a causa de esa bella y joven muchacha por la que Heracles ha destruido un reino.
En su desesperación cree encontrar la solución en la magia: envía a Heracles una túnica empapada con la sangre del centauro Neso, pretendiente suyo al que Heracles mató y que le aseguró que su sangre era un filtro amoroso55. Enviada ya la túnica, Deyanira vuelve a salir de casa angustiada porque ese supuesto filtro ha resultado ser en realidad una poción que hace arder lo que entra en contacto con ella56. Enterada de lo que le ha ocurrido a Heracles por su hijo, que le recrimina con gran dureza, Deyanira entra en casa y se suicida en el tálamo nupcial, escena que es narrada con detalle por una anciana criada57.
Esa narración es la que algunos estudiosos han considerado que sigue a una similar de Alcestis58, aunque Alcestis, tras llevar a cabo los ritos propios de la ocasión y de despedirse de los sirvientes, lo que es narrado por una criada, sale a escena, donde dialoga con Admeto, su esposo, y muere ante los espectadores. En Las traquinias el hijo no llega a tiempo para evitar el suicidio, provocado más por el hecho de haber perdido todo lo que tenía, su posición social en el hogar y el afecto de sus hijos, que por el miedo que pueda infundirle un furibundo Heracles, que entra en escena a continuación sufriendo horribles dolores. Heracles recuerda entonces el viejo oráculo según el cual moriría a causa de un muerto: le ha matado la sangre del centauro Neso, al que él mató.
La tragedia termina con la muerte de Heracles, que en el último momento ha pedido a su hijo Hilo que se case con Yole, petición con la que se produce una especie de recomposición del orden roto, puesto que la joven princesa, ahora cautiva, tendrá un hogar. Pero se han producido dos muertes, la de Deyanira y la de Heracles, especialmente espectacular e impactante la de Heracles, aunque el espectador sabe que no es definitiva: sabe que Heracles, hijo de Zeus, experimenta a su muerte una apoteosis y se convierte en inmortal. Deyanira, en cambio, parece ser el instrumento del destino para cumplir de manera negativa el oráculo sobre Heracles.
La caracterización de Deyanira sigue siendo controvertida. La Deyanira anterior a Sófocles es una mujer que conocía el arte de la guerra y conducía carros59; por ello algunos estudiosos han visto en la sofoclea ese mismo carácter: han interpretado como una treta de Deyanira para engañar a los presentes el decir que la sangre de Neso era un filtro amoroso, puesto que difícilmente se puede ser tan ingenua como para creer que la sangre de quien muere a manos de Heracles pueda ser un filtro amoroso para reconquistarlo60.
La opinión generalizada, sin embargo, ve en esta Deyanira una figura femenina más acorde a las convenciones de la época, como es habitual en Sófocles, esto es, una esposa desesperada que no se plantea otra cosa que intentar asegurar su posición en su hogar, que ve ahora seriamente amenazada por la llegada de Yole. Una mujer rechazada por su hijo, que la considera responsable de la muerte de Heracles. Una mujer, en fin, sometida a los vaivenes de Afrodita y que ahora lo ha perdido todo61.
También en la literatura latina podemos ver aspectos interesantes, por ejemplo, en Ovidio, quien, al comienzo del libro IX de Metamorfosis, trata la relación de Heracles y Deyanira y la muerte y apoteosis de Heracles; en los vv. 140-157 explica las dudas de Deyanira al saber que Yole llega como esposa y se plantea diversas reacciones, pero opta por enviar ese filtro, desconocedora de sus efectos funestos. En los vv. 149-151, entre las posibles reacciones que se plantea, reflexiona sobre la posibilidad de tener una reacción violenta, no contra Heracles, sino contra su rival. Este es el único indicio de ese espíritu belicoso de Deyanira, que Ovidio atribuye a su pertenencia al linaje de Meleagro, el belicoso héroe que cazó al Jabalí de Calidón, que se consideraba hijo de Altea y del dios Ares, el dios de la guerra. Esa misma referencia al linaje vuelve a utilizar Ovidio en la Heroida IX, una muy lograda carta de Deyanira a Heracles, durante cuya escritura se entera Deyanira de que la sangre de Neso no es un filtro amoroso, sino un veneno. Al final insiste ella en que no quiere que se le considere traidora, puesto que fue engañada; los celos de Deyanira se ven reforzados por la actitud de Yole, diferente a la de Las traquinias, que se muestra triunfante; por último, Deyanira explica la razón por la que se suicida con la espada: lo hace porque así lo hizo su madre, Altea62.
En cambio, en Hércules en el Eta, tragedia atribuida a Séneca, Deyanira está caracterizada de modo similar a la Medea de Séneca, incluso vemos las mismas reacciones, las mismas dudas sobre el modo en que debe proceder. Es conocedora de los antiguos amoríos de Hércules, que fueron fugaces, pero cree saber que este nuevo no lo es; por ello se anticipa a lo que sucederá, a la humillación de verse relegada y, con claro espíritu vengativo, desea la muerte del marido antes de ser abandonada y solo cede ante las súplicas de la nodriza; en ese momento cambia el discurso y habla del filtro amoroso, lo que lleva a pensar que en este caso no se trató de un error.
En Las traquinias Sófocles nos muestra que los oráculos se han cumplido y el que preveía una alternativa se ha cumplido del peor modo. La tragedia termina con la sensación de que los dioses se han cebado en esa pareja, que ya había llevado una penosa y difícil existencia. Como es frecuente en la tragedia, se contrapone apariencia y realidad: empieza con un Heracles, al que se espera ver regresar de una de sus batallas o de uno de sus esforzados trabajos, pero regresa un hombre que ha destruido un reino por una mujer; y su esposa, Deyanira, parece que va a recobrar su amor y mantener su posición en el oikos, en su hogar, pero en realidad lo que logra es perderlo todo, el marido, el respeto del hijo y la posición social. Veremos cómo esta oposición se convierte en un elemento central años más tarde en Edipo Rey.
Heracles es el más importante de los héroes griegos, hijo del gran Zeus, odiado por encima de todos por Hera63, el gran héroe matador de monstruos y colonizador, que se sacrifica en beneficio de los demás, muy presente también en la literatura y el arte latinos y en épocas posteriores, incluso con valor alegórico64. Algunos emperadores se identificaron con él y los Habsburgo lo consideraban su ancestro. Sus grandes hazañas y la apoteosis tras su muerte son consideradas muestra de su glorificación y, en consecuencia, de la relación de la monarquía con la divinidad. Muchos nobles, siguiendo el ejemplo de los reyes, lo consideraron también su antepasado. Esta es la razón por la que fue representado en múltiples mosaicos y pinturas en cerámica en la época clásica y posteriormente en frescos, incluso en joyas. Son muy espectaculares las aventuras del héroe, en especial sus Trabajos, pero también los sucesos provocados por su relación con Deyanira.
En las artes plásticas es muy frecuente la presencia de Heracles, puesto que sus Trabajos se prestan mucho, por su vistosidad, a su representación, pero también lo son los temas relacionados con Deyanira, especialmente el rapto por parte del centauro Neso. En este motivo el artista puede resaltar varios aspectos: la oposición entre el salvajismo del medio hombre-medio animal frente al mundo civilizado de Heracles, la potencia y la fuerza de ambos en la plasmación de la tensión de sus músculos, la delicadeza de la joven frente a la bestialidad del centauro, el valor y la insistencia de Heracles, entre otros.
En la iconografía Heracles ataca a Neso con espada o maza, rara vez con flecha, como en la tragedia de Sófocles, lo que es una incongruencia con la historia del filtro amoroso65. Nos parece muy interesante el ánfora ática de figuras negras, de finales del siglo VII a. C. (Museo Arqueológico Nacional de Atenas), pintura que precisamente da nombre al artista, el pintor de Neso, considerado el introductor de esta técnica corintia en Atenas. Heracles ha alcanzado ya al centauro y lo obliga a inclinarse, con una mano lo agarra por el pelo y con la otra sostiene su espada, mientras el centauro, en gesto de súplica, alarga una mano para tocar la barba del héroe66, quien, como símbolo de hombre civilizado, viste una túnica y tiene la barba recortada, mientras el centauro con su bigote y barba desaliñados representa los instintos animales.
También en pintura es muy frecuente esta escena, por ejemplo, el cuadro de Antonio de Pollaiolo (Florencia 1432-Roma 1498), Rapto de Deyanira por el centauro Neso, datada en torno al 147067, en el que el pintor recalca el movimiento de la mitad caballo del centauro, lo que contrasta con la delicadeza de Deyanira y la agitación de Hércules y Neso.
Son también numerosos los grabados con este motivo, que, además, han tenido mucha influencia en el arte posterior. Es muy fiel al texto de Ovidio el grabado de J. W. Bauer (1641-1703), en el que puede verse a Hércules, con la piel de león puesta, disparando la flecha, tras haber lanzado la maza a la otra orilla; al fondo, sobre una roca escarpada, vemos de nuevo a Hércules arrojando a Licas al vacío68. Los grabados más influyentes han sido los realizados para las ediciones de Metamorfosis, como los de Antonio Tempesta (1555-1630) para la edición de 1606 en Ámsterdam o los de Andrea dell’Anguillare para la edición de 1840.
En España se conservan varias representaciones pictóricas69 de este motivo, como El rapto de Deyanira, de Rubens, en el Museo del Prado. En este mismo museo se conserva La muerte del centauro Neso, de Luca Giordano (1634-1705), fechado entre 1692-1700. En él Heracles aparece al fondo, muy lejos; en primer plano, el centauro, abatido en tierra, moribundo, mira suplicante a Deyanira y se va desprendiendo de la camisa ensangrentada; en el aire, una Victoria alada, sostiene un águila en una mano y en la otra un manojo de rayos. Este cuadro podría haber formado una serie con otros dos que se encuentran en la Casita del Príncipe de El Escorial: Hércules en la pira y Píramo y Tisbe.
En frescos podemos verlo en el palacio de Viso del Marqués (Ciudad Real), El rapto de Deyanira, en la primera bóveda de su escalera. La decoración pictórica de este palacio es obra de pintores italianos (hasta el 1585), frescos manieristas elaborados por los Peroli y César de Bellis, con los que exaltan las virtudes militares del dueño y su linaje. En el primer tramo de la escalera se encuentra un fresco dedicado a la Ignorancia, rodeado de los siete pecados capitales; la Ignorancia se representa con la escena del rapto de Deyanira y la reacción de Hércules. En el palacio de Can Vivot de Palma de Mallorca, Giuseppe Dardanone, pintor italiano afincado en la isla antes de 1712, representa El rapto de Deyanira, fresco de la biblioteca.
En el Museo Nacional de Artes Decorativas se conserva una interesante placa heráldica de vidrio y cristal grabada con el motivo del rapto (de 1788, CE00951). Nos parece especialmente interesante que se trate de la prueba que tenían que superar los oficiales para llegar a maestros vidrieros en la Real Fábrica de Cristales de La Granja.
En este mismo museo un aguamanil de cerámica de la fábrica de Alcora (Castellón, datado entre 1738 y 1749, CE00136) muestra en la escena central el rapto de Deyanira y a Heracles lanzando una flecha desde la otra orilla. También aparece en un plato esmaltado del taller de Limoges, datado entre 1876 y 1925 (Museo Lázaro Galdiano, 03179). Tampoco Picasso pudo sustraerse a la representación de la figura del medio animal en Neso y Deyanira, aguafuerte de 1920 (colección de la familia de Morton G. Neumann).
Uno de los motivos favoritos de la iconografía de época arcaica es la lucha entre Heracles y Aqueloo, a la que hace referencia el coro en la tragedia. Esta lucha aparece en los vasos áticos de figuras negras, algunos también de figuras rojas, desde el año 570 hasta el primer cuarto del siglo V a. C., como el ánfora de cuello ática de figuras negras, atribuida al grupo Leagro, de 510-500 a. C. (The Toledo Museum of Art, Estados Unidos); o la cerámica ática de figuras rojas, de 530-500 a. C. (British Museum, Londres), donde Aqueloo tiene forma de serpiente.
En España se conserva un colgante de oro, cuentas de vidrío y de ágata (Museo Arqueológico Nacional, inv. 1929/35/4), que incluye un amuleto con una imagen de Aqueloo como un toro androcéfalo, grabado en un ágata ovalada, muy posiblemente original de Sicilia del siglo IV a. C.; alrededor del ágata se han montado elementos reaprovechados, probablemente en un taller en España en el siglo I d. C.
Estos episodios de lucha fueron los favoritos, pero también encontramos otros, como alguna cerámica en la que vemos juntos a Heracles y Yole, como la cratera corintia de Cervetri de en torno al año 600 a. C., en la que Hércules está comiendo con Eurito, padre de Yole, y sus hijos, mientras Yole permanece atenta, en una escena previa al enfrentamiento; en cambio en una ánfora ática de figuras negras de Vulci, de en torno al 510 a. C. Heracles ya ha matado a dos de los hijos de Euripo y ahora apunta al padre, mientras, por detrás, uno de sus hijos corre a defenderlo y Yole da muestras de dolor.
También es interesante el pélice ático de figuras rojas de entre los años 440 y 430 a. C. de Campania (Londres, British Museum E 370), en el que Heracles toma de Deyanira la túnica, lo que no es acorde con la narración de la tragedia, donde es Deyanira quien se la da a Licas para Heracles, aunque reproduce lo que realmente sucede, que Deyanira se la envía.
La muerte de Heracles también ha sido reiteradamente reproducida por su espectacularidad. Entre otras, es interesante un psicter ático de figuras rojas de en torno al año 460 a. C., en el que Hércules, descansando en la pira, sobre su piel de león, entrega su arco y flechas al héroe Filoctetes70. La pira aparece en otros vasos áticos y del sur de Italia de figuras rojas y en algunos Filoctetes se aleja con el arco; en otros aparece la pira vacía y Heracles es conducido, hacia los cielos en un carro por Atenea o Niké como muestra de su apoteosis. En pintura también podemos verlo, por ejemplo, en el cuadro de Zurbarán (1598-1664), Hércules atormentado por la túnica de Neso (Museo del Prado), que recoge el momento en el que el héroe, al ponerse la túnica del centauro, empieza a abrasarse, una escena de gran dramatismo y de un especial contraste entre las llamas y las sombras.
La apoteosis de Heracles es tratada con frecuencia en los palacios barrocos porque se consideraba a este héroe el antepasado de las familias reales y era utilizado para glorificar a la monarquía. Baste recordar el fresco de la cúpula de la sala de mármol del palacio de Liechtenstein, de Andrea Pozzo, 1705; o el techo del salón de Hércules del palacio de Versalles de François Lemoyne (1688-1737), en el que hasta 142 figuras reciben a Hércules a su llegada al cielo.
También en la lírica podemos encontrar recreaciones del tema de Las traquinias, como es el caso de Händel (1685-1759), que compone en 1744 un drama musical basado en la tragedia de Sófocles y en Ovidio, libreto de Thomas Broughton, en el que la protagonista es Deyanira. La obra se estrenó como oratorio en 1745 y fue un fracaso, aunque posteriormente ha sido bien valorada. En ella no hay mención a las infidelidades de Heracles71 y los celos de Deyanira están provocados por su locura. Tampoco obtuvo éxito la Déjanire de C. Saint-Saëns (1835-1921), estrenada en 1911 en Montecarlo con libreto de Louis Gaillet, que, aunque sigue a Sófocles, como Händel, da mayor papel a Yole acorde con los gustos de la época.
4.3. Antígona
Años después de representar Áyax, cuya segunda parte trata la discusión sobre la prohibición de enterrar el cadáver del héroe, Sófocles retoma el tema como foco central de una tragedia. Admiración, no exenta de estupor, es lo que Antígona ha provocado desde que Sófocles creara el personaje, una admiración que la ha convertido en uno de los personajes más veces recreados.
El argumento de Antígona sigue allí donde terminó Siete contra Tebas de Esquilo: los siete pares de comandantes enfrentados en las siete puertas de Tebas han muerto, incluidos los hermanos Polinices y Eteocles por mutua mano, y el coro entona un canto de lamento, probablemente acompañado de Antígona e Ismene, y se dirige a enterrar a los hermanos en la tumba de su padre. Antígona empieza con el diálogo entre las dos hermanas, buscado por Antígona, que ha conocido el decreto de Creonte, su tío y el nuevo rey, según el cual Eteocles será enterrado con todos los honores, porque murió defendiendo Tebas, mientras que prohíbe el entierro de Polinices y ordena que su cuerpo quede insepulto como pasto para aves y perros, porque murió atacando a su patria con las tropas de su suegro, el rey de Argos. La estrecha relación entre Siete contra Tebas y Antígona llevó a un anónimo reelaborador posterior a intentar unirlas: alargó el final de Siete añadiendo los versos 1005-1078, en los que un heraldo anuncia el decreto de Creonte que vemos en Antígona.
En ningún momento se considera relevante que Eteocles se hubiera negado a cederle el trono a Polinices cuando llegó su turno: Polinices es responsable, sean cuales sean los motivos. En Fenicias de Eurípides, que trata el mismo motivo, ocupa un lugar importante en la primera parte de la obra el intento de la madre, Yocasta, de lograr un acuerdo entre sus hijos y evitar así el enfrentamiento; pero este intento fracasa por la dura negativa de Eteocles a abandonar el poder72.
El único lugar en el que encontramos la prohibición de honras fúnebres para los caídos en esta contienda es en Eleusinos de Esquilo, representada junto con Argivas y Epígonos, trilogía de la que solo conservamos míseros fragmentos. Esquilo hace que sean las mujeres de Argos, las esposas y madres de los atacantes, las que pidan poder enterrar a sus muertos; una prohibición colectiva y una también colectiva reclamación. Así lo trata también Eurípides en Suplicantes. Sófocles, en cambio, individualiza la prohibición, que solo afecta a Polinices, por lo que la reacción también está individualizada y personificada. La consecuencia es la creación de una figura dramática imponente, Antígona, especialmente destacada por la soledad en la que actúa y por su firmeza, a pesar de su juventud.
Esta tragedia ha atraído la atención desde el momento de su representación debido precisamente a esa magnífica figura que crea Sófocles73. Por esa razón, son tantas las interpretaciones de la obra que también plantea problemas en cuanto a su datación: se ubica habitualmente en el año 442 o 440 a. C. Pero hay un problema aún más relevante: la discusión sobre el personaje protagonista de la obra. Frente a la opinión mayoritaria que lo ve en Antígona, por lo que la segunda parte de la obra es considerada menos importante, algunos estudiosos defienden, basándose en la comparación con otras obras de Sófocles, que el personaje principal es Creonte: él es el que empieza la tragedia en una situación de prosperidad y la acaba totalmente destrozado y reconociendo su error74.
Muertos Eteocles y Polinices, Creonte, hermano de Yocasta, es el nuevo rey y entre sus primeras decisiones ha querido distinguir en los honores fúnebres que se preste a los hermanos: prohíbe que se dé sepultura a Polinices75. Al hacerlo, va contra las leyes, que proceden de los dioses, que exigen a la familia del fallecido cumplir con los ritos funerarios para la tranquilidad del alma en el mundo de ultratumba. Antígona y su hermana Ismene son la única familia directa de Polinices, además de su esposa Argia, que ha quedado en su palacio en Argos. Por esa razón, Antígona busca la colaboración de Ismene en el prólogo, pero esta no se atreve a ir contra el decreto de Creonte.
Ambas hermanas actúan correctamente, como después veremos en el caso de las hermanas Electra y Crisótemis. Es cierto que en ocasiones las acciones y los posicionamientos de los personajes femeninos de Sófocles pueden parecernos que exceden de algún modo ese marco. Antígona y Electra de Sófocles tienen en común el desarrollo en escena de una firmeza en sus resoluciones que puede ir más allá de lo que es esperable en una mujer, pero es precisamente eso lo que les confiere ese carácter singular. Ante la presión del entorno la mujer puede ceder, pero puede incumplir total o parcialmente algunas de sus obligaciones como mujer. En el caso de Antígona el incumplimiento faltaría a las obligaciones que tiene hacía el cuerpo sin vida de Polinices.
Antígona y Electra actúan en el ámbito que les es propio, situándose en uno de los extremos de la franja de acción que se considera propia de la mujer; Ismene y Crisótemis, en el otro extremo, en la aceptación de las órdenes y la reclusión en casa. Ismene solo vuelve a aparecer cuando, ya descubierta Antígona, se ofrece ella también a sufrir la misma condena, pero Antígona no se lo permite: ella es la que decidió y ejecutó, ella la que debe asumir las consecuencias. La indefensión y la tristeza que muestra Ismene, que la hace más vulnerable, ha dado lugar a que su figura haya sido objeto de recreaciones, en las que se explica y argumenta sus decisiones.
Frente a las interpretaciones que ven en la obra la contraposición de las leyes del Estado y las leyes divinas76, en nuestra opinión aquí trata Sófocles un tema que también aparece en otras obras suyas: los límites del poder. Creonte, inexperto en el arte de gobernar, ha querido dar una muestra de su poder y anular la oposición que pudiera existir. Al hacerlo, se equivoca y va más allá de lo que le permite el ejercicio del poder. Así se lo dicen primero Antígona, en un duro y famoso diálogo (441-525), y después Hemón, su propio hijo, prometido de Antígona (635-765). El coro, ancianos tebanos que acompañan a Creonte, mantiene una actitud prudente: le da la razón a Creonte, pero le aconseja que escuche a Hemón y a Tiresias, porque el rey, en su terquedad, llega incluso a acusar al anciano adivino de confabulación para tomar el poder.
Los sentimientos que despierta Creonte son muy similares a los que despierta Egisto en Electra, como veremos, y también las medidas que desde el poder ha dictado: ambos ejercen el poder de modo equivocado y deciden deshacerse de una joven molesta.
El coro interpreta dos conocidos cantos corales: el primer estásimo77 canta al ser humano, al progreso y a sus capacidades, que lo pueden convertir en un ser terrible, con lo que reflexiona sobre las maquinaciones de las que son capaces los mortales (332-383); y el tercer estásimo, que sigue al enfrentamiento entre Hemón y su padre, es el conocido como «Himno a Eros», entendiendo Eros como una fuerza primigenia invencible (781-805), canto con el que el coro se refiere al sentimiento que sabe que mueve a Hemón, aunque el joven nunca haya hecho referencia a él.
La escena en la que Antígona es llevada ante la gruta que será su tumba78 es aprovechada por el autor para que la joven exponga sus razones al margen de la discusión acre y precipitada que antes mantuvo con Creonte y, a la vez, para que Antígona se muestre como es, una joven que va a ser privada de la vida sin haber llegado a disfrutar de ella, sin esposo, sin hijos, sin el apoyo de la ciudad. Se trata de una escena impactante, en la que la rígida Antígona de la discusión con Creonte se muestra como una joven asustada ante la muerte, que precisa justificarse, reforzarse en la decisión tomada y sus consecuencias.
Tiresias insiste en las nefastas consecuencias de la decisión tomada por Creonte: los templos están llenos de restos putrefactos de los combatientes. Cede por fin Creonte y se dirige hacia la gruta, pero llega tarde. Un mensajero narra al coro lo que ha sucedido en ella: han encontrado a la muchacha colgada y a Hemón llorando a sus pies; el joven se ha lanzado espada en mano contra su propio padre y, al fallar, se ha dado muerte. Estas funestas noticias son escuchadas por la esposa de Creonte, Eurídice, que sale de palacio.
La condición de madre de Eurídice es lo que explica sus palabras y actos. Muestra con total claridad los límites de actuación de la mujer, cuyo ámbito es la casa y cuyas salidas están restringidas a la participación en actividades muy concretas, especialmente religiosas: la reina, que suponemos aliviada tras la batalla, pero preocupada por las muertes habidas, se dirige al templo. Esa total adecuación al comportamiento esperable también se observa en la reacción que tiene esta mujer: la pérdida de sentido al escuchar incidentalmente las nuevas desgracias.
A instancias de su señora, que le insiste en que es una mujer experimentada y sensata79, el mensajero cuenta con todo detalle lo que ha ocurrido, el suicidio de Antígona, el ataque de Hemón a su padre y su posterior suicidio (1192-1243). Eurídice, sin pronunciar palabra, abandona la escena, un ademán que recuerda mucho al de Yocasta de Edipo Rey y al de Deyanira de Las traquinias. Coro y mensajero quedan preocupados por un silencio que no augura nada bueno, pero se tranquilizan a sí mismos con el argumento que la propia Eurídice había utilizado, que es una mujer experimentada, y prudente, añaden ellos (1244-1256), pero insiste en la excesiva solemnidad de ese silencio, que le lleva a presentir lo que realmente va a suceder. El coro no llega a entrar en palacio, porque aparece el rey, que porta el cadáver de Hemón, pero al que apenas permite el autor que se lamente: de inmediato sale de palacio un criado que relata la muerte de Eurídice y las últimas palabras que pronunció.
Eurídice considera que la muerte del hijo está causada por las decisiones precipitadas y equivocadas de su esposo y rey. Por ello se suicida con la espada ante el altar doméstico: vierte su sangre y pronuncia imprecaciones contra el esposo para que recaiga en él la responsabilidad de su muerte y la de su hijo80. Creonte fue más allá de lo que debía, no supo dónde estaban los límites del poder ni supo hallar la imprescindible concordia entre los decretos y las leyes consuetudinarias. El hachazo a las creencias tradicionales que impulsan los sofistas se pone aquí en cuestión; es así como Sófocles muestra su convencimiento de que hay límites. Antígona lo demostró pagando con su vida por ello y Creonte acaba la tragedia en total soledad, abatido, vencido por su propio error.
Unos años posterior a esta es la Antígona de Eurípides, de la que conservamos una veintena de fragmentos, que, al parecer seguía en lo esencial la Antígona de Sófocles, con la salvedad de que Hemón ayudaba y al final, tras enfrentarse a Creonte, se casaban y tenían un hijo81.
Otros autores se ocuparon de Antígona, como Astidamante II en 341 a. C.; pero ninguno tuvo el éxito de Sófocles, hasta el largo poema épico latino Tebaida (ca. 91 d. C.) de Estacio (45-96 d. C.), que durante siglos condicionó la recepción de este mito. Aquí es colectiva la prohibición de honras fúnebres, que, conocida en Argos, provoca la salida de las mujeres hacia Tebas para pedir que se revoque, entre ellas Argia, la viuda de Polinices, que está encinta y que, ante las vacilaciones de las restantes, avanza sola buscando entre los muertos al esposo. Es presentada Argia como la amantísima esposa, que, por amor a Polinicies, convenció al padre para que le ayudara y ahora es víctima de sus propios errores. En el campo encontrará el cuerpo deformado del esposo y también aparecerá Antígona. La introducción de Argia y su mayor protagonismo se debe a varias razones: por una parte el mayor patetismo de la presencia de una joven viuda embarazada; por otra, la relevancia de la figura de la matrona en Roma, que gozaba de una mayor independencia que la esposa griega y hacía fácilmente comprensible la actitud de Argia, mientras que la de Antígona, la hermana aún no desposada y subordinada a la voluntad del pater familias, debía de apreciarse en exceso transgresora. Tampoco eran bien entendidas las razones religiosas, confundidas con las afectivas, que podían llevar a una hermana a una acción de tan funestas consecuencias; incluso daba lugar a lo que vemos en recreaciones, esto es, que se haya insinuado o mostrado una relación incestuosa entre Antígona y Polinices.
Desde el Renacimiento, cuando se redescubre la tragedia griega, hasta el momento actual se ha venido recreando la figura de Antígona en obras de todo tipo, incluyendo las paródicas: desde las que la utilizan para mostrar conflictos de sucesión dinástica, problemas religiosos o étnicos, lucha social o de género, hasta otras en las que se crean nuevos personajes y tramas secundarias con intrigas amorosas para adecuarlas al gusto de un público noble y eliminar las lecturas políticas.
Jean Rotrou estrena en 1638 Antigone con un argumento que integra Tebaida de Estacio y Antígona de Sófocles, como también hace Jean Racine con su Thébaïde ou les frères ennemis (1664). Pedro Montengón y Paret publica en 1820, estando exiliado en Nápoles, una interesante Antígona y Hemón, cuya intriga amorosa es utilizada para mostrar aspectos de la sociedad que fueron causa de su exilio, en especial, los relacionados con la educación y, en general, la situación de las mujeres, así como con la búsqueda de la felicidad en una sociedad más justa y solidaria.
Muchos han sido los dramaturgos que buscan alguna vez en su vida enfrentarse a una adaptación de una tragedia griega; en ese contexto algunas Antígonas han sido tan exitosas que se han convertido en referente de las posteriores, en plan de igualdad con respecto a la obra de Sófocles, incluso en ocasiones son el único referente. Es lo que sucede con Antigone de Jean Anouilh (1944) y Antigonemodell 48 de Bertolt Brecht (1948). La influencia de ambas obras y autores ha sido permanente en todos los países. En Latinoamérica las versiones del mito tienen un denominador común, la marcada finalidad política en casi todos los casos: Antígona es la rebelde que se enfrenta a los españoles, a los criollos, a los gringos, a los gobernantes autóctonos, a los hombres... a cualquier forma de poder tiránico. Las adaptaciones son muchas y de notable calidad, como Antígona Vélez, del argentino Leopoldo Marechal (1951), o El límite, del también argentino Alberto De Zavalía (1958), La Pasión según Antígona Pérez, del puertorriqueño Luis Rafael Sánchez (1968), o la tantas veces estudiada Antígona furiosa (1986), de Griselda Gambaro.
En el caso de España, la Guerra Civil marca un punto de inflexión. En el filo mismo del final de la guerra, en marzo de 1939, Salvador Espriu escribe una Antígona comprometida ideológicamente, en la que aboga por la superación del conflicto que desembocó en la guerra y por el establecimiento de una paz social que aúne al pueblo. Después de la guerra han sido muchas las obras de españoles escritas, en el exilio o en España, como denuncia explícita del abuso del poder o como muestra de la desilusión ante las ocasiones desperdiciadas, con planteamientos localistas o más universalistas, desde la Antígona del autor afín al régimen José M.ª Pemán (1945) a las claramente opuestas, como La sangre de Antígona, de José Bergamín (1955), pasando por adaptaciones más poéticas, sin referencias políticas claras, como La tumba de Antígona, de María Zambrano (1967). En 1922 se estrenó la ópera Antigone, música de Arthur Honegger y libreto de Jean Cocteau, con vestuario de Coco Chanel y decorados de Pablo Picasso.
La vigencia del enfrentamiento entre Antígona y Creonte y las posibilidades de adaptación a nuevas circunstancias son tan actuales y flexibles que incluso se han realizado varios proyectos colectivos en países diferentes, como Antigone project, dirigido por Wendy Greenhill (1992), que consistió en la escritura de seis Antígonas por seis escritores con seis estudiantes de seis regiones de Reino Unido, representadas en el festival The Other Place de Stratford, con un resultado tan heterogéneo e interesante como que una obra se desarrolla en ambiente urbano y Creonte es el director de un periódico sensacionalista; otra, en una comunidad celta precristiana o en el año 2243. En 2004 Women’s project de Nueva York propuso a cinco escritoras que escribieran una respuesta de quince minutos al poder del Estado a partir del desafío de Antígona como mujer y del mundo masculino, y el resultado fue tan variado como el anterior.
Antígonas negras, indias, celtas, del futuro, del pasado remoto o del momento coetáneo; acompañadas de Argia o de Ismene, enamoradas o indiferentes, conscientes de sus actos o movidas por impulsos, enfrentadas a Creontes malvados o paternales, criollos o gringos, policías o patrones; vivas o ya muertas nos hablan de sus dudas y sus certidumbres, de sus obligaciones y de sus temores, de las causas por las que se enfrentan a la muerte.
4.4. Edipo Rey
Si una tragedia desconcierta al conocedor de las obras de Sófocles, esa es Edipo Rey, la que fue tomada como modelo por Aristóteles en su Poética. Fechada por la mayoría de los estudiosos entre los años 429 a. C., año de la peste de Atenas, hecho que se refleja en la situación inicial de la obra, y el 425 a. C., fecha de la representación de la comedia de Aristófanes Acarnienses, en la que se ve una parodia de esta tragedia. Cabe ubicarla, pues, en los primeros años de la Guerra del Peloponeso, cuando aún la ciudad tenía esperanzas de salir bien librada y por ello aún se conservaba intacta la confianza en las propias capacidades, afianzada por las enseñanzas de los sofistas.
Quizá vemos aquí, como en ninguna otra obra, al héroe trágico tal como lo define Aristóteles, un personaje noble en ambos sentidos que, desde una posición de prosperidad, tras las peripecias, cae en la mayor desgracia. Pero ¿qué hamartía, qué ‘error’ ha cometido Edipo para hacerse merecedor de tan terrible castigo?
La obra empieza con una representación del pueblo de Tebas, que acude a las puertas del palacio para suplicar a su rey que le ayude a vencer la peste que asola la ciudad. Desde el comienzo se recuerda el papel fundamental de Edipo en la resolución del enigma de la Esfinge que causaba la muerte de los jóvenes. Al vencer a la Esfinge, Edipo obtuvo la mano de la reina viuda, Yocasta. Cuando la obra empieza, ya han pasado algunos años desde que se casaron y la pareja ha tenido cuatro hijos. Edipo informa a los que han acudido de que ya ha enviado a su cuñado, Creonte, a preguntar a Apolo. En ese momento, aparece Creonte portando la respuesta: hay que expulsar de la ciudad al que asesinó al antiguo rey, Layo. Se hicieron averiguaciones, pero no se llegó a nada y se abandonó la búsqueda porque se presentó la Esfinge. En ese momento, Edipo inicia un proceso de investigación para averiguar quién es ese criminal, durante el cual se encara con su cuñado y con el sacerdote y adivino Tiresias, enfrentamientos duros y de creciente acritud. Durante la discusión con Creonte sale a escena la reina, para poner fin a la reyerta y durante la discusión con Tiresias, este llega a decirle de modo no muy velado que él es el asesino, pero Yocasta calma a su esposo y le anima a no hacer caso de los augurios, puesto que ya en el pasado no funcionaron.
La llegada de un mensajero de Corinto anunciando la muerte del rey, el supuesto padre de Edipo, desencadena el descubrimiento: Edipo confiesa que huyó de Corinto porque un vaticinio le auguraba que se convertiría en asesino de su padre y tendría hijos con su madre. Al conocer la muerte de su supuesto padre, en un primer momento, se alegra, pero de inmediato es informado de que no era hijo de los reyes de Corinto y es traído ante ellos el pastor de los reyes de Tebas, que entregó un recién nacido al mensajero, que era entonces pastor de los reyes de Corinto. Contra su voluntad este anciano tebano, que también presenció el asesinato de Layo, desvela la verdad.
Antes de que se sepa con certeza la verdad, Yocasta ya lo sabe y ruega a su esposo que no siga investigando; al no conseguirlo, entra en palacio y se suicida sobre el tálamo nupcial. Edipo, frente al cuerpo de su esposa-madre, se arranca los ojos con el broche de Yocasta, un tipo de castigo que se reserva para crímenes impíos, como Sófocles dramatiza en una obra que no conservamos, Fineo I 82, en la que el protagonista, casado en segundas nupcias, ciega a los hijos tenidos con su anterior esposa porque la nueva los ha acusado de intentar violarla. O lo que hace Hécuba en la tragedia de Eurípides a la que da nombre: ciega a Polimnéstor tras obligarle a ver la muerte de sus hijos, porque traicionó la ley de la hospitalidad y mató a su último hijo, Polidoro.
Edipo, que se considera a sí mismo un impío, se ciega, pues, y sale a escena totalmente destrozado. Ya no puede ni siquiera decidir si se queda o se va de la ciudad, si puede estar con sus hijos o no, ha de esperar a que los sacerdotes digan qué es lo que se debe hacer. Edipo era totalmente ignorante de lo que ha hecho, lo que en cierto modo nos puede parecer extraño, si aplicamos la lógica: no es creíble que durante tantos años nadie se hubiera preocupado por los asesinos del anterior rey. Pero no debemos olvidar que Edipo Rey es una tragedia, no una novela policíaca, como con frecuencia es calificada, por lo que no cabe pedir coherencia lógica.
Edipo sigue en toda la obra un proceso racional, del que alardea, aunque no le abandona un temor incierto a que se cumpla el oráculo. Yocasta, en cambio, rechaza esas creencias, que considera supercherías, porque cree que no se ha cumplido el oráculo y las advertencias que Apolo hiciera a Layo, dado que ella está convencida de la muerte de su hijo recién nacido y de que a Layo lo mataron unos bandidos. A pesar de todos los conocimientos de Edipo, se demuestra que su vida entera ha sido un engaño y que hay conocimientos superiores no racionales. En ese mundo en el que, por efecto de las enseñanzas sofísticas, se está sometiendo a crítica las leyes y las costumbres antiguas, Sófocles compone una tragedia que exalta el poder de la divinidad.
El origen de esa maldición que se ha cebado en la saga era conocido por los espectadores. Al parecer, se debe a Esquilo la innovación de hacer a Yocasta madre de los hijos que tiene con Edipo83; en la tradición anterior Edipo obtenía la mano y el reino de Yocasta, pero tenía los hijos de la hermana pequeña de esta, Epicasta o Eurigania. A Sófocles no le interesa insistir en la perversión del linaje en cada nueva generación, como hizo Esquilo, aunque los estudiosos se han esforzado en buscar el error de Edipo84: con frecuencia se ha visto en él una persona en exceso orgullosa de sus capacidades hasta el punto de cometer hybris, ‘soberbia’, ahí estaría su error trágico, lo que también nos parece acertado, razón por la cual incluso al final de la tragedia Creonte le recuerda que ya no puede decidir nada. Con todo, la interpretación más extendida es la que ve en la tragedia una demostración del poder absoluto de la divinidad y de la inexorabilidad del destino, que se ceba en este caso en un hombre noble que se ve metido en una vorágine de destrucción, a la que arrastra a los suyos.
Edipo Rey es una tragedia de estructura compleja con numerosas escenas y personajes, con la que Sófocles da buena muestra de su dominio de la técnica dramática. Es fácilmente comprensible que Aristóteles la tomara como modelo también en este aspecto, porque las escenas se suceden con rapidez, bien justificadas, y se producen diálogos entre personajes de variada procedencia: la familia real, el sacerdote adivino, un mensajero que fue pastor de los reyes de Corinto, el antiguo pastor de los reyes de Tebas y un coro de nobles ancianos tebanos. Los diálogos entre estos personajes son vivos y acordes a la posición social de cada uno de ellos.
Entre todos esos personajes masculinos destaca uno femenino, la reina. En esta obra Yocasta es totalmente desconocedora del terrible matrimonio que llevó a cabo y de la impía descendencia que ha dado a luz. Desde su primera aparición en escena, cuando sale a poner paz entre Edipo y Creonte, se muestra en su papel de reina, con gran aplomo y solemnidad; es muy significativo que sea ella quien impone el final de esa agria pelea intempestiva (634-638 y 646-648). Está caracterizada como una mujer sensata, prudente, que sabe cuál es su lugar como esposa y como reina; incluso el coro recurre a su autoridad para que se lleve dentro de palacio a Edipo, cuya actitud airada e imprudente le está poniendo en evidencia ante todos. Su única reacción apasionada se produce cuando discute con su marido-hijo sobre el valor de los vaticinios: Yocasta los rechaza con rencor porque por culpa de ellos tuvo que sacrificar a su hijo recién nacido.
Este dominio de la situación, ese saber estar en su sitio de una reina que se comporta como tal, es acorde con el motivo de la segunda salida a escena, motivo que comparte con Eurídice: sale para hacer sacrificios a los dioses y particularmente a Apolo, porque Edipo está muy alterado (911-923), una salida, pues, propia del ámbito femenino en la que la reina se muestra respetuosa con la divinidad.
Mientras permanece en escena, Yocasta se muestra también como una afectuosa esposa, que ha podido por fin convertirse en madre de hijos con futuro esperanzador, hasta que la evolución de las pesquisas de Edipo hace que sea consciente de lo que realmente ha creado. Los reiterados consejos y las advertencias que Yocasta le hace a un Edipo empeñado en conocer toda la verdad nos muestran a una mujer consciente de la aberración de sus actos. Esta mujer, que ha mantenido su compostura durante toda la obra, la pierde cuando se da cuenta, antes que Edipo, de que ella es su madre. Ante la incomprensión del rey, Yocasta entra en palacio. Como en el caso de Eurídice, el coro sabe del buen sentido, de la sensatez, de su señora. También en este caso el corifeo repara preocupado en el silencio de la reina, pero Edipo, con una actitud muy propia de él, atribuye esa rabia a una supuesta altivez.
En la descripción de la muerte de Yocasta y del acto de cegarse Edipo, se reitera la referencia a la ira de la reina (1241-1242): culpa al esposo, al primero, pero también al segundo, y lo hace una vez se ha encerrado en su tálamo nupcial, donde echa en cara a gritos a sus esposos y al lecho la unión con ellos, los abominables actos que ha cometido sin saberlo, que convierten a sus hijos en frutos ignominiosos (1245-1250). En obras posteriores la reina sigue teniendo un papel importante; es el caso de Fenicias, de Eurípides, donde apenas se menciona a Edipo, mientras que Yocasta es el alma de la obra85.
En la iconografía de la Antigüedad aparecen con frecuencia personajes de esta tragedia, como es el caso de la crátera de cáliz siciliana de figuras rojas del Museo Regional de Siracusa (66557), atribuida al pintor Capadarso, del año 340 a. C., en la que aparece Yocasta en segundo plano escuchando a un anciano que habla a Edipo, probablemente el mensajero de Corinto. Sin embargo, la escena más frecuente tanto en la Antigüedad como posteriormente es la que muestra a Edipo y la Esfinge, un motivo al que se hace referencia en Edipo Rey, pero que no es tratado en esta obra. Es especialmente interesante, porque permite el contraste entre el perverso elemento femenino y el civilizado masculino, el monstruo frente al hombre, la belleza perversa frente al joven dialogante. Es el caso del lecito de figuras negras del pintor de Emporion datado en el año 480 a. C. (Universität Zürich 2494); en España se conserva una cornalina con este mismo motivo, datada en el siglo I d. C. (2006/52/1691, Museo Arqueológico Nacional).
El motivo fue especialmente tratado en el siglo XIX y comienzos del XX: Gustave Moreau (1828-1898), en 1864, muestra un adolescente Edipo y una bella Esfinge con rostro también adolescente sujetada con sus garras al cuerpo casi desnudo del joven; Jean Auguste Dominique Ingres (1780-1867) pinta al final de su vida, en 1864, tres versiones en las que Edipo dialoga con una Esfinge casi oculta entre las sombras; pero sobre todo nos parecen interesantes las dos versiones, una como borrador, de François-Émile Ehrmann (1833-1910), también tardías, de 1903, en la que frente a un asustado Edipo destaca una terrorífica Esfinge de pelo alborotado y brazos con las garras en movimiento, lanzándose hacia él, sin duda dentro del movimiento finisecular, especialmente en Francia, que muestra la perversión femenina (Musée d’art modern et contemporaine de Strasbourg). Totalmente opuesta es La Sfinge (Des caresses) de 1898, una Esfinge pantera en actitud amorosa, con los ojos cerrados, que apoya su mejilla en la de un Edipo de belleza femenina.
Era esperable que un artista como Salvador Dalí se ocupase de Edipo. Con frecuencia trata el tema del «complejo de Edipo» o de sus sueños, pero también lo hace de la escena con la Esfinge, por ejemplo, en Edipo y la Esfinge, grabado de 1960. Especialmente interesantes son las creaciones de Pablo Picasso, muy influido por la iconografía antigua. Picasso, como años antes con Antigone, también creó los bocetos de los decorados y de las máscaras para la representación de Edipo Rey de Pierre Blanchar en 1947. Pero más rompedoras, más originales son cuatro láminas de la serie del Minotauro en las que hay una fusión entre el animal y Edipo: son Minotauros ciegos acompañados de una muchacha.
Edipo Rey, como Antígona, es la tragedia que todos los dramaturgos han querido y quieren adaptar, empezando por Séneca. Pierre Corneille la eligió para su regreso a las tablas (1659); Dacier, en 1692, publica L’Œdipe et L’Electre de Sophocle. Tragedies grecques, que, según el propio autor en las palabras preliminares, está motivada por el deseo de ofrecer a sus alumnos, a los que les había explicado la Poética de Aristóteles, la regla y el ejemplo en dos obras modélicas griegas traducidas al francés. El Œdipe de Voltaire de 1718 es su primera obra de teatro, que gozó de mucho éxito, en gran parte porque se ve en ella una alusión a un incesto en la Corte; en la misma línea son numerosas las adaptaciones, como la de Pier Jacopo Martello, Edipo Tiranno de 1721, entre muchos otros.
En cambio, no han sido muchas las adaptaciones en España; entre ellas una de las más exitosas fue la de José María Pemán, Edipo, de 1953, una versión muy libre. La Esfinge sin secreto (1958), de Ricardo López Aranda; Edipo aceptado, los sueños (1961), de Rafael Pérez Estrada, y El retorno de Edipo (1980), de Juan José Vega González son otras recreaciones destacables.
4.5. Electra
El azar ha permitido que podamos leer tres tragedias, Coéforas de Esquilo y sendas Electra de Sófocles y Eurípides, que tratan el mismo momento: el asesinato de quienes mataron a Agamenón, esto es, su esposa, Clitemnestra, y su amante y primo del rey, Egisto. Gracias a ello podemos estudiar las tres obras contrastándolas, lo que ha aportado mucha información sobre la dramaturgia de cada uno de los autores. Son las diferencias, obviamente, las que más nos enseñan.
La trilogía se adapta bien al pensamiento de Esquilo, quien, en la única que conservamos, se ocupa de la segunda parte de la saga de los Atridas. En Agamenón se produce el regreso de la Guerra de Troya del rey triunfante, acompañado de su concubina, la sacerdotisa troyana Casandra. Su esposa y su primo los matarán. Clitemnestra explica sus razones ante el coro86: la llegada de una joven esclava como concubina es solo un motivo nimio; la verdadera razón es vengar la muerte de su hija Ifigenia, inmolada por su padre antes de partir a Troya para lograr vientos favorables, momento que es dramatizado por Eurípides en Ifigenia en Áulide 87.
En Coéforas el hijo de Agamenón Orestes, vuelve, y da muerte a los asesinos de su padre en cumplimiento de las órdenes de Apolo, de modo que sigue la cadena de asesinatos a la que se pone fin en Euménides, mediante un juicio en el que, a pesar de las Erinias, las deidades vengadoras de la sangre vertida, se libra a Orestes de la mancha provocada por el matricidio. Sófocles y Eurípides, en cambio, optan por tratar el tema en una sola tragedia, centrada en el mismo momento de Coéforas, aunque con finalidades distintas. Mucho se ha discutido sobre la cronología de las Electra. Las diferencias entre ellas son tantas que incluso se ha propuesto que se representaron el mismo año, puesto que parecen compuestas una a espaldas de otra88. Se ha apuntado como fecha para esta tragedia en torno al año 413 a. C.
En la época arcaica no se presta atención a Electra. De hecho, en los pasajes homéricos, en los que, aunque de pasada, se hace referencia a la muerte de Egisto solo se habla de Orestes89. Muy significativo es el comienzo de la Odisea de Homero, donde, en los vv. 32-43, Zeus se lamenta de que los mortales culpen a los dioses por sus propios errores y recuerda que avisó numerosas veces a Egisto de que no debía pretender a Clitemnestra porque después Orestes llegaría para vengarse; se trata de un pasaje en el que el autor reflexiona sobre la responsabilidad humana en sus propias acciones.
La Electra de Sófocles formó parte de la tríada bizantina, es decir, fue incluida en la selección de tres obras que se consideraron las mejores de Sófocles. Su estructura es excelente, entre otras razones porque al retrasar la anagnórisis, el ‘reconocimiento’, de los dos hermanos, Electra y Orestes90, se mantiene la tensión y se logra que la joven sufra en soledad. Este aislamiento de Electra es especialmente perceptible porque, aunque vive en palacio, se ha excluido de la vida en común, se ha apartado de las mujeres de la casa, de su madre y su hermana.
Sófocles hace que el palacio domine la escena. Desde el comienzo mismo de la tragedia el autor nos dice cuál es el tema: Orestes vuelve acompañado de su amigo Pílades y de su pedagogo, que antes lo fue de su padre, lo que lo convierte en el hilo que une las dos generaciones. Él es el que le recuerda la finalidad del regreso: recuperar el trono para la estirpe de los Atridas. En las primeras palabras de la tragedia informa del lugar, los personajes y la finalidad. Acorde con él es caracterizado Orestes, cuyo pragmatismo le muestra dispuesto a realizar cualquier acto con tal de recuperar su herencia, hasta el punto de que no es problema para él el matricidio, ante el que no tiene ninguna duda ni reparo moral.
Por esta última razón también son diferentes los sueños que tiene Clitemnestra en Coéforas y en esta obra de Sófocles: en Esquilo la madre sueña que le da el pecho a una serpiente, que le muerde y saca sangre con la leche, con lo que se está refiriendo a la relación filial con el vengador91; en Sófocles, en cambio, un cetro, plantado en el centro de la casa, florece, es decir, se pone en primer plano el poder.
Orestes regresa y, como en Coéforas, finge su muerte para poder entrar en palacio sin levantar sospechas; pero no informa a su hermana del fingimiento hasta bien avanzada la obra. Con la frialdad y el cálculo de Orestes contrasta Electra, una mujer que, a pesar del paso de los años, se mantiene soltera92, es decir, que vive en una marginalidad cuya causa desconocemos: actitud suya de rechazo del matrimonio por perennes duelos o desinterés del responsable y tutor. Ese diferente carácter de los dos hermanos se muestra con gran claridad en el diálogo entre ambos una vez se ha producido la anagnórisis, el reconocimiento (1232-1287), en el que una Electra emocionada canta su alegría mientras que Orestes solo recita.
El coro, formado por ciudadanas, le dirige prudentes reconvenciones; Electra, en cambio, no es capaz de ceder. Le advierte de su temeridad y afirma que hay un momento oportuno para todo, pues el tiempo tiene un gran poder, dulcificador, pero también restaurador. Sin embargo, del mismo modo que Orestes, habla de su herencia, ella insiste reiteradamente en la privación en que vive: no solo está anormalmente soltera, sino que hace gala de los andrajos que viste y del mal trato que recibe. Para reforzar la soledad en que se encuentra, Sófocles crea dos enfrentamientos, ninguno de los cuales está en la tragedia de Esquilo, ambos entre Electra y otra persona allegada: primero, su hermana Crisótemis; después, su madre.
El enfrentamiento entre Electra y Crisótemis es muy propio de la dramaturgia de Sófocles, ideado a partir de la pareja Antígona-Ismene, con la que comparte muchos rasgos: en ambos casos tenemos a una muchacha que se acomoda a las nuevas circunstancias, que reconoce la autoridad del que en ese momento gobierna casa y país y que, sin olvidar sus sentimientos, no lo desafía; una persona, por lo tanto, dispuesta al compromiso, Ismene-Crisótemis. La hermana, en cambio, se mantiene fiel a la memoria, Antígona-Electra, no reconoce la autoridad de la persona que la está ejerciendo, ni lo oculta, sino que la desafía; y arrostra todo tipo de penalidades por no ceder en su posición, por lo que su actitud es incómoda para sus allegados, a los que causa problemas.
El enfrentamiento entre madre e hija se encuentra en el momento culmen de las desgracias de Electra, después de que su hermana le haya anticipado que la van a encerrar de por vida. Sale la madre, temerosa por el sueño que ha tenido y se produce una dura discusión, a la que siguen inmediatamente las noticias de la falsa muerte de Orestes, por lo que Electra queda por un instante totalmente destrozada. Pero reacciona y se decide a ser ella la que asuma la responsabilidad de vengar al padre, lo que no será necesario, porque Orestes se da a conocer.
La asunción de tal empresa por parte de Electra la sitúa en una posición que no le es propia, no corresponde a las mujeres dar respuesta a las exigencias de una sangre derramada dentro de la familia. Pero en el diálogo con Crisótemis, Electra desvela unas razones propias del ámbito femenino: no se plantea obtener el honor y los bienes que comporta estar al frente de la casa de Atreo, sino aquello que como mujeres les corresponde tener a ambas y que Egisto no les va a proporcionar, esto es, honor que las lleve a un buen matrimonio.
La escena del asesinato de la madre es muy breve: se escuchan las súplicas de Clitemnestra desde palacio y fuera dialogan Electra y la corifea93, sin que se plantee Orestes ningún escrúpulo moral. Le sigue el asesinato de Egisto, aún más rápido, precedido de un golpe escénico: se saca a escena el interior de palacio y se ofrece a los espectadores, Egisto entre ellos, el cuerpo sin vida que él considera de Orestes, pero los demás saben que es Clitemnestra, flanqueado por los jóvenes que él considera portadores de buenas noticias, pero que los demás saben que son portadores de muerte.
Es esta una espectacular imagen que evoca la presentación del cuerpo sin vida de Agamenón en Esquilo. Tras esta visión terrible, se llevan raudos a Egisto al interior para asesinarlo en el mismo lugar en que Agamenón murió. A Sófocles no le interesa el matricidio, con sus componentes en parte morales, en parte sociales; Sófocles aquí, en la línea de su restante producción quiere hacer un llamamiento a la sophrosyne, la ‘templanza’, la virtud más valorada por los griegos, con la que contrasta la actitud de Electra; un llamamiento a no forzar el curso natural de las cosas, confiando en que la justicia de Zeus antes o después se cumpla, seguros de que el tiempo tiene el poder de sacar la verdad fuera y de restablecer un orden roto.
Del mismo modo que para los autores, también para los pintores en época clásica fue muy atractiva la saga de los Atridas: hombres violentos y ambiciosos, que matan a sus familiares más directos; niños asesinados por sus padres o tíos; mujeres dolientes y vengativas... Todo ello se presta muy bien a imágenes impactantes. El episodio de la venganza de los hijos de Clitemnestra es, con mucho, el motivo más representado: es el caso del cáliz ático de figuras rojas fechado entre los años 480-465 a. C. (Boston, Museum of Fine Arts: 63.1246), que muestra a Orestes sujetando a Egisto y a Clitemnestra intentando detener el homicidio blandiendo su hacha94; esta escena es anterior incluso a la trilogía de Esquilo, como también lo es la crátera de columnas ática de figuras rojas del pintor de Egisto (Bolonia, Museo Cívico Arqueológico 230) fechada entre los años 500 y 450 a. C.; o, ya con posterioridad, el ánfora de cuello lucana de figuras rojas, fechada en el año 310 a. C., en la que Electra, a la derecha, en alto, parecer animar a un Orestes que empuña la espada contra la madre, que suplica de rodillas y muestra un seno.
La angustia de esta Electra es reiteradamente reproducida en cerámica. Podemos verla, por ejemplo, en una crátera de figuras rojas, fechada entre los años 350 y 340 a. C. (Nápoles, Museo Arqueológico Nacional 82338), en la que dos jóvenes, Orestes y Pílades, con una urna funeraria con las supuestas cenizas de Orestes se acercan a una mujer, Electra, con velo y con un gesto que sugiere ansiedad. También en el pélice lucano de figuras rojas, fechado en la misma época (París, Louvre K 544), muestra ansiedad la joven que está sentada en la tumba de Agamenón, mientras la observan los dos jóvenes. La pintura de épocas posteriores también ha mostrado su interés por esta sufriente joven, como el prerrafaelita Frederic Leighton (1830-1893), que la presenta enlutada, descalza y rodeando con los brazos la cabeza en un gesto de desesperación en Electra at the Tomb of Agamemnon (1869).
«La familia de los Atridas ofrece gran cantidad de recursos a quien quiere estudiar los refinamientos y las brutalidades de la naturaleza humana, pero para mí cualquiera que sea la mirada que se lance hacia Argos, destaca allí Electra. ¡Electra!» Estas son las palabras que, en boca de un coreuta, preceden al comienzo de la Electra de Jean-Pierre Giraudoux95, escrita como homenaje a la obra homónima que tres décadas antes había escrito su padre96.
La literatura posterior ha combinado con frecuencia rasgos de la Electra de Sófocles y la de Eurípides, de la primera porque mantiene los rasgos heroicos del mito primigenio, de la segunda por la fortaleza de su carácter, su energía más allá de los límites que imponen las convenciones. Durante siglos la atención se dirigió a la última parte de la saga, a la venganza del asesinato de Agamenón; interesaba la concatenación de muertes y, sobre todo, la tensión dramática que provoca en Orestes el conflicto moral y afectivo del matricidio. Con frecuencia intentaron evitarlo, al menos el matricidio consciente. En ello tuvo mucho que ver el pensamiento cristiano, que en modo alguno puede justificar un crimen de este tipo. Piénsese en el cuidado que pone Shakespeare en evitar que Hamlet vengue al padre en la persona de la madre, aunque la cubra de reproches y ella termine muriendo.
En este contexto cultural la figura de la hija que guarda fiel la memoria del padre ineludiblemente fue de gran agrado a autores y público. No debe ser casual que la primera adaptación en prosa en una lengua vernácula de una tragedia griega sea la de Electra de Sófocles por Fernán Pérez de Oliva, quien, durante su estancia en Roma, bajo la protección papal, entre 1512 y 1524, y movido por el mismo interés que llevó a Juan de Valdés a utilizar la lengua romance para temas serios, escribió su Venganza de Agamenón, solo precedida por una adaptación en verso en italiano de Hécuba, de Giovanbattista Gelli (en torno a 1519). Esta obra, aunque fue editada muy tarde, por el sobrino de Pérez de Oliva, en 1583, fue muy apreciada por los humanistas de la época. Probablemente influido por ella escribiera también García de la Huerta su Agamenón Vengado (1768), en este caso en verso, una de las obras más relevantes del neoclasicismo español, a pesar del ideario neoclásico que impide el exceso en las pasiones.
El furor incontrolable caracteriza a la protagonista de Elektra de Hugo von Hofmannsthal (1909), música de Strauss, una obra en la que se plasma las pulsiones irracionales del espíritu en un momento en el que estudios científicos, que provocaban gran conmoción social, estaban poniendo de manifiesto la importancia del subconsciente en el comportamiento humano. En un escenario dominado por el palacio, pero claramente contrapuesto al de Sófocles, Hofmannsthal hace que toda la acción se desarrolle en el patio interior, un lugar cerrado lleno de sombras, en el momento en que empieza a clarear y hace coincidir el final de la obra y la muerte de Electra con la llegada de la radiante luz del día.
Muchos dramaturgos relevantes han creado sus Electras, los dos Giraudoux (padre e hijo), O’Neill, Hauptmann... En España, José María Pemán, Alfonso Sastre, Josep Palau i Fabre, Arcadio López Casanova, Domingo Miras, Lourdes Ortiz, Fermín Cabal, Raúl Hernández, Itzíar Pascual, Lluïsa Cunillé, Carlos y Ricardo Iniesta, entre otros; en Iberoamérica Virgilio Piñera, Sergio De Cecco, Nelson Rodrigues, Gabriela Mistral, Enriqueta Ochoa, Albalucía Angel, Magaly Alabáu, Aida Cartagena Portalatín... De la relevancia de la tragedia de Sófocles dice el hecho de que la Electra Garrigó de Piñera, representada en 1941, es considerada el inicio del teatro moderno cubano. El poeta Arcadio López Casanova, que de estudiante escribió Orestes, finalista en el I Certamen Galaico-Portugués do Miño y publicada en Grial, en 1963, retoma el mito en su poemario Herdo do canto (2007), en el que en composición anular hace hablar a Electra en el poema Pórtico y a Orestes en el Epílogo.
4.6. Filoctetes
En la parte final de la producción de Sófocles se puede observar un replanteamiento de sus posiciones anteriores, algo especialmente perceptible en Filoctetes y en Edipo en Colono. El autor evidencia un cambio en la percepción de la realidad y por ello en una reformulación del conflicto trágico. Es especialmente visible en la relación de la tragedia con los dioses y también en la reconfiguración e integración de sus personajes en la acción dramática.
El asunto de Filoctetes fue objeto de tratamientos diversos antes de que los tres grandes trágicos se sirvieran de este antiguo material mítico, pero de las tres tragedias solo ha llegado íntegra hasta nosotros la de Sófocles (409 a. C.), una tragedia especial en el conjunto de todas las conservadas: es la única en la que todos los personajes son hombres, no aparece una sola mujer, ni libre ni esclava, lo que refuerza la sensación de anormalidad en la que vive el héroe97.
Según la tradición, de camino a Troya, los expedicionarios hacen una escala en el islote de Crisa, en la actualidad desaparecido, con el objeto de llevar a cabo un sacrificio; allí Filoctetes es mordido en el pie por una serpiente enviada por Hera, irritada con él por haberse atrevido a prender fuego a la pira en la que Heracles alcanzó la inmortalidad. La herida del pie le produce fuertes dolores y de ella sale un fuerte hedor, por lo que los expedicionarios, hartos de sus gritos y del olor, lo abandonan en el islote de Lemnos, un tema que ha sido reproducido con mucha frecuencia en la iconografía griega. Después de diez años de duros combates, la situación en los campos de Troya se encuentra estancada. Los aqueos saben por el adivino troyano cautivo Heleno que la toma de Troya depende de la participación de Neoptólemo, hijo de Aquiles, y de Filoctetes; el uno provisto con las armas de su padre; el otro, con el arco y las flechas que le diera Heracles, un arco que procedía de Apolo. Diomedes marcha en busca de Filoctetes, y Odiseo en busca de Neoptólemo, al que entrega las armas de su padre que le habían sido concedidas a él (lo que causó la ira de Áyax). Unas armas, pues, símbolo de los héroes, de origen divino en ambos casos, están detrás de esta tragedia, que empieza cuando Odiseo y Neoptólemo llegan a la costa de Lemnos.
En el prólogo, Odiseo, en diálogo con Neoptólemo, le va informando de la situación en la que abandonó a Filoctetes, a la par que argumenta la razón por la que no puede acercarse al héroe para pedirle las armas. A pesar de las reticencias del joven, al que le repugna mentir, acepta la propuesta de Odiseo de llevar a Troya engañado a Filoctetes, lo que es representado en múltiples ocasiones en la iconografía. Encontramos aquí una confrontación que ha sido y sigue siendo objeto de constantes discusiones: la razón de Estado frente a los principios morales. Es imprescindible contar con Filoctetes y su arco para conquistar Troya, tras diez duros años de lucha, pero, para lograrlo, los griegos tendrán que engañarlo, puesto que está muy resentido con ellos y particularmente con Odiseo. Neoptólemo tiene escrúpulos morales, le repugna mentir, aunque acepta en un primer momento por esa razón de orden superior. Sus escrúpulos, sin embargo, no lo permitirán.
Cuando Odiseo parte a esconderse en la nave, entra el coro, que no está formado por habitantes de la isla, como en las tragedias de Esquilo y de Eurípides, porque en esta tragedia la isla está deshabitada, sino por marinos de Neoptólemo, que han llegado acompañando a su joven señor. De este modo queda patente desde el comienzo la total soledad en que ha vivido este guerrero. La párodos presenta una forma dialogada (epirremática) entre el joven señor y los marinos, como también el resto de los cantos corales, con excepción del primer estásimo, lo que no es frecuente; probablemente la intención del autor sea mostrar una estrecha relación entre el joven y los marinos, que en cierto modo son el contrapunto al astuto Odiseo. El diferente modo de hablar de ambos, coro y Neoptólemo, muestra la diferencia de caracterización: el coro se expresa de un modo muy emotivo, con profusión de procedimientos estilísticos que contribuyen a esta impresión98, a la par que solicita con insistencia indicaciones sobre el modo de actuar. El coro se ha aprendido bien la lección: en una peculiar estructura que sustituye al que debía ser el primer estásimo pronuncia dos breves cantos, la estrofa los vv. 391-402 y la antístrofa de los vv. 507-518, separadas por más de cien versos, en los que en un tono y un ritmo muy patético sigue el juego de su joven señor.
Cuando entra Filoctetes en escena, Neoptólemo, siguiendo las indicaciones de Odiseo, engaña al viejo soldado y finge estar enemistado con los Atridas y por ello va de regreso a Grecia. Filoctetes, aunque tiene reticencias al principio, acoge al joven con afecto por ser hijo de Aquiles: se dirige a él con apelativos cariñosos como «hijo mío», por ejemplo, en los vv. 249, 260, 276, entre otros. Esa confianza que el hijo de Aquiles ha despertado en él es causa de que le pida que lo lleve de vuelta a casa, lo que Neoptólemo le promete. Por ello también, cuando le sobreviene un nuevo ataque de dolor, le entrega su arco y flechas para que los custodie mientras él esté inconsciente.
Ante la tardanza de Neoptólemo, acude Odiseo y Filoctetes, recobrado el conocimiento, se niega a ir con ellos. A pesar de la insistencia de Odiseo, Neoptólemo decide finalmente no seguir con los engaños ni obligar por la fuerza al héroe, sino que sus escrúpulos morales y sus inclinaciones naturales le llevan a decidir cumplir su promesa y, si Filoctetes no acepta su consejo de acudir a Troya para dejarse curar por el médico y luchar con él por la victoria, está dispuesto a llevarlo de regreso a Grecia. El héroe no cede; su rencor es tan enorme que prefiere la muerte antes que satisfacer a Odiseo y los Atridas. La toma de Troya, por lo tanto, no podrá tener lugar.
Cuando ya están dispuestos a partir, y con ellos se hace evidente la imposibilidad de victoria de los griegos, lo que es contrario a la decisión de la divinidad de castigar la falta de Paris y Helena, aparece Heracles como deus ex machina para poner orden en esta situación sin salida. Se dirige a Filoctetes como amigo suyo que fue y le ordena que vaya a Troya, donde primero será curado99 y después conseguirá matar a Paris y tomar Troya junto con Neoptólemo. Filoctetes acepta, ahora sí rápidamente: se lo pide el amigo, ahora un inmortal. Esto posibilita que la tragedia termine con el anuncio del restablecimiento del orden roto por los griegos al abandonar a uno de los suyos, esto es, de la corrección de la injusticia que se había cometido, y a la par se asegura el cumplimiento de la decisión de la divinidad de destruir Troya.
Como Áyax en la primera tragedia que conservamos de Sófocles, Filoctetes se siente solo en su desgracia, objeto de irrisión y sin lugar en el mundo: en el v. 1018 lo resume muy bien: «sin amigos, abandonado, sin patria, como un muerto entre vivos», un verso que también recuerda mucho los lamentos de Antígona antes de ser llevada a su gruta-tumba en soledad, así como las palabras con las que le define el coro en los vv. 170-172, «desdichado, sin que se preocupe de él ningún mortal, y sin ninguna mirada que le acompañe, siempre solo, sufre...». Para evocar más a aquella primeriza tragedia, cuando Neoptólemo finge las razones por las que abandona Troya, irritado porque los Atridas no han querido darle las armas de su padre, que ahora posee Odiseo, Filoctetes afirma que es increíble, porque Áyax no lo hubiera permitido. Esto da pie a que le informen de que ha muerto y que él pregunte por otros conocidos.
Pero en esta obra esa soledad no se debe a que sea un héroe caduco portador de unos valores que no se corresponden con los nuevos tiempos, como le ocurría a Áyax, sino porque así lo decidieron los jefes de la expedición: la misma asamblea que decidió que las armas de Aquiles corresponden a Odiseo, aquí, también a propuesta de los Atridas y siguiendo la opinión de Odiseo, decidió que Filoctetes fuera excluido de la comunidad. Una decisión errónea, como lo muestran los dioses a través del adivino troyano, primero, y por la intervención directa de Heracles, amigo de Filoctetes, después.
El joven Neoptólemo sirve de catalizador: a lo largo de la tragedia su confrontación con Odiseo y Filoctetes hace que aflore todo lo bueno que hay en el viejo soldado y las cualidades naturales que a él le vienen por ser el hijo de Aquiles, proceso que, a la vez, contribuye a hacer patente la degradación del pragmático y oportunista Odiseo. El proceso de degradación de Odiseo, especialmente evidente si comparamos esta caracterización con la del Áyax, es similar al de gran parte de los griegos, a consecuencia fundamentalmente de la larga y cruenta guerra que les enfrentaba.
La tragedia nos muestra también la influencia de Odiseo sobre Neoptólemo en ese mismo sentido negativo: el pragmatismo de Odiseo convence en un primer momento al joven y está dispuesto a dejar de lado sus principios morales por un supuesto beneficio general. Pero, en este caso, en la pugna entre las inclinaciones naturales del ser humano y las influencias externas, prevalecen las inclinaciones naturales: el joven se muestra digno hijo de su padre, de Aquiles. Con ello, Sófocles alerta de los peligros de un excesivo peso del medio degradado por la prolongada guerra y cuyos resultados son evidentes en la Atenas de aquel momento. Las constantes apelaciones a la physis, la ‘naturaleza’, de Neoptólemo van en esa línea (por ejemplo, los vv. 79, 902, 1310). Del mismo modo que la tragedia termina con la esperanza de sanación del héroe y de victoria en la guerra, también la sociedad ateniense puede esperar salir victoriosa de su larga contienda si reconduce la situación.
Hay, pues, una degradación de Odiseo desde Áyax hasta Filoctetes y una revalorización de aquellos héroes de viejo cuño en la figura del viejo soldado, que se proyecta en la de Neoptólemo, herencia de Aquiles, por medio de la antigua y arraigada creencia de los griegos en la unidad sustancial del linaje a través de las generaciones. Además, el hecho de que sea la instancia divina, Heracles, la que facilita las cosas y no las supuestas habilidades retóricas de los hombres y sus argucias hace aún más patente el cambio.
Los sufrimientos, la soledad y la injusticia cometida con Filoctetes tuvieron una gran acogida entre los griegos, como muestra el hecho de que los tres grandes trágicos escribieran una tragedia sobre este héroe por las implicaciones morales que comporta el abandono. También la pintura y la escultura se han ocupado con frecuencia de él, especialmente porque se presta bien a mostrar el contraste entre el aguerrido soldado y las manifestaciones de dolor que sufre. Desde época clásica se han tratado tres motivos, a dos de los cuales se hace referencia en la tragedia de Sófocles y el tercero constituye el núcleo de la obra.
Con frecuencia el héroe es presentado, ya herido, manifestando el profundo dolor que experimenta sea en la isla de Crisa, con la serpiente a sus pies, como el stamnos ático de figuras rojas (Museo del Louvre), datado en el año 450 a. C., donde también se reproduce el altar de la diosa Atenea y Agamenón, Aquiles y Diomedes, que le rodean; sea en Lemnos, como en un lécito ático de figuras rojas fechado hacia el 430 a. C. (Metropolitan Museum of Art de Nueva York), en el que Filoctetes, sentado sobre una roca bajo un árbol, con aspecto descuidado (largos cabellos y barba), expresión de dolor y el pie izquierdo vendado, se sujeta la rodilla y a sus pies yace el carcaj con las flechas y el arco.
También se hace referencia en la tragedia a la futura curación del héroe, lo que aparece grabado en un espejo etrusco de finales del siglo V o principios del IV a. C., en el que Filoctetes de pie contempla al médico que sana la herida.
El tema de la tragedia, la embajada para conseguir las armas, ha sido tratado en múltiples soportes, como la crátera de campana de figuras rojas de Sicilia de alrededor del 380 a. C. (Museo Arqueológico Regional de Siracusa), en la que Filoctetes está en el centro en el interior de la caverna, el arco está colgado y flanquean la cueva Odiseo, que lleva una espada en la mano, y la diosa Atenea, que habla con un joven, probablemente Neoptólemo o Diomedes. O bien la urna etrusca del siglo II a. C. (Museo Guarnacci de Volterra): Filoctetes a la salida de su cueva con un aspecto salvaje, desnudo, con el manto sobre la pierna cuyo pie está vendado, largos cabellos y barba descuidada; fuera, a ambos lados, están Odiseo y Neoptólemo en actitud de salir. También en una copa de plata de Hoby (Museo de Copenhague) está grabada la embajada: el héroe, sentado en una roca, levanta con fuerza un brazo por encima de la cabeza mientras que con el otro se apoya en el bastón, con el pie vendado, mientras su rostro muestra un gran dolor; al lado se encuentra sentado Odiseo y otro personaje, Diomedes, o bien el joven Neoptólemo, que pone la mano en el arco del héroe.
Hasta el siglo XVIII no volvemos a tener reproducciones, cuando es propuesto como tema en las Academias de Bellas Artes de Francia e Italia: es el caso, por ejemplo, de Philoctète dans l’île de Lemnos, de 1798, de Guillaume Guillon-Lethiére, en el que un dolorido Filoctetes intenta llegar a un ave que ha abatido. Muy interesante por el momento que trata, sin duda en relación con esas reproducciones pictóricas, es el poema Philoktet, de Johann Baptist Mayrhofer (1787-1836), musicado por Schubert en 1817100, y en el que un desolado Filoctetes se lamenta del robo de su arco por parte de Ulises, de modo que se encuentra totalmente indefenso, sin poder ni siquiera cazar las aves de las que se alimentaba.
Son muy relevantes los autores que se han ocupado de este héroe, como es el caso de Fénelon, Voltaire, Châteaubrun, Herder, La Harpe, Gide, Karl von Levetzow, Pannwitz, Bernt von Heiseler, Mandel, Heiner Müller y, en España, Sastre. Algunas recreaciones han marcado época. Es el caso de la de André Gide, que publica en 1898 Philoctète ou le traité des trois morales, en la que cada uno de los tres personajes es portador de un principio moral: Filoctetes, de la virtud y el sacrificio; Ulises, de la defensa del interés de la patria, y Neoptólemo, del honor y la honestidad. Yannis Ritsos escribe entre 1963 y 1965, en el exilio, su poema Filoctetes, en el que reflexiona sobre las contradicciones, la soledad y la necesidad de actuar.
Muy original es la novela de ciencia ficción El hombre en el laberinto (The Man in the Maze), de Robert Silverberg, publicada primero en la revista Worlds of If a lo largo de 1968, y luego como libro en 1969, en la que para salvar el mundo se precisa la participación de un personaje, Muller, que fue abandonado porque, afectado por una raza diferente de humanos, su mente proyecta en la de los demás sensaciones de modo involuntario.
En la dramaturgia moderna han influido dos adaptaciones en especial, la de Heine Müller de 1968, que aborda el problema de la fidelidad a los ideales y el peso de la memoria como condición de la acción, y, en un sentido totalmente distinto, la de John Jesurun, quien comenzó a trabajar en ella en 1993 por sugerencia del actor Ron Vawter, que murió de sida el año siguiente, reiteradamente representada, incluso en español en Ciudad de México.
Recientemente, en 2018, se ha representado en los escenarios grecorromanos en España la versión de Jordi Casanovas y la puesta en escena de Antonio Simón, que le agregan un acento antibelicista utilizando un coro femenino, con una desolada escenografía de Paco Azorín, un barco encallado en un extremo.
4.7. Edipo en Colono
Al final de su vida Sófocles retoma el personaje de Edipo, también al final de su vida, que él ubica en el demo de Colono, donde él nació. Aunque no llegó a ver la derrota definitiva de su patria, sin duda era consciente de las graves dificultades en las que se encontraba, como lo fue del deterioro de su sociedad, preocupación que plasmó en sus obras. Por ello esta última obra suya, que se representó ya fallecido el autor, es un llamado a la armonía cívica como medio para conseguir la victoria101.
Sófocles hace morir a Edipo en su demo natal, aunque según la tradición anterior Edipo moría y era enterrado en su propia ciudad, en Tebas (Ilíada XXIII, 678-680), lo que también cantan las hermanas en Siete contra Tebas de Esquilo (1002-1004), cuando proponen enterrar a ambos en la tumba del padre. Eurípides, como hace habitualmente, sigue a Esquilo: en Fenicias está en Tebas, como un muerto en vida (66). Con el tiempo, sin embargo, se consideró peligroso que una persona impura como Edipo fuera enterrado en su ciudad, razón por la cual él mismo quiere irse de allí al final de Edipo Rey, cuando se entera de los actos impíos que, a su pesar, ha realizado. Se conocen ubicaciones diferentes de su tumba y de las desgracias que esta causó. Sófocles innova: no solo la lleva a Colono, sino que añade un oráculo según el cual aquel lugar en el que fuera acogida gozaría de prosperidad, lo que debemos poner en relación con la voluntad del autor de hacer una llamada a la esperanza.
Es esta una tragedia con peripecias vinculadas a temas tratados en otras obras anteriores: aparecen Ismene, Creonte y Polinices; también interviene el mítico rey de Atenas Teseo, lo que provoca la sensación de que es una tragedia abigarrada en exceso, lo que se ha visto ajeno a la dramaturgia de Sófocles y por ello atribuido a la intervención del nieto, que habría terminado la obra102. Sin negar la intervención del nieto, la presencia de peripecias no es en absoluto ajena a Sófocles, como hemos visto en Filoctetes, con entradas y salidas de Odiseo, la intervención de un falso mensajero, la pérdida de conciencia del protagonista y la intervención de un deus ex machina.
En ambos casos esas peripecias no son simples artificios para complicar la trama y supuestamente hacerla más amena, sino que son la piedra de toque en la que se someten a prueba los caracteres y se muestra la complejidad del asunto tratado. Tampoco el final feliz puede ser rechazado por impropio del autor: también en Filoctetes se produce ese final feliz en la corrección de la injusticia cometida y la esperanza de cura del héroe y de victoria de los griegos.
También el ambiente religioso, la presencia de lo divino, une a estas dos obras tardías. En Filoctetes es la divinidad la causa de la herida del héroe, aunque son los hombres los que deciden cometer la injusticia de abandonarlo; y vuelve a estar presente la divinidad al final de la obra para reconducir una situación sin salida. En Edipo en Colono la presencia divina es evidente desde el comienzo de la tragedia, como se observa en la descripción del lugar, lo que es ratificado por el caminante que sale al paso a Edipo y Antígona y les informa de que están en el bosque de las Euménides; aunque la decisión de acoger a Edipo depende de los hombres y en particular de Teseo, la divinidad es la que se manifiesta claramente al final de la obra en la aceptación divina del anciano héroe.
También en estas dos últimas obras muestra el anciano autor su preocupación por la evolución de la guerra que asolaba Grecia: en Filoctetes vemos su recelo ante la deriva que ha tomado la sociedad, sometida a una guerra que no se creyó en sus inicios que fuera a durar tanto —la de Troya en la tragedia; la del Peloponeso en la vida real— y en la que algunas decisiones equivocadas han provocado su prolongación; en Edipo en Colono se produce una llamada a la unión a la par que una alabanza a Atenas, cuya victoria y prosperidad espera que se produzca gracias a la intervención divina.
Edipo en Colono empieza mostrando al anciano Edipo acompañado de su hija Antígona, su lazarillo y constante apoyo. Padre e hija han deambulado como vagabundos mendigos, sufriendo la desgracia de no tener lugar de acogida ni de descanso por la consideración de impío del anciano a causa de sus actos anteriores, por los que sufrió castigo en Edipo Rey. Antígona es caracterizada de modo similar a como la vemos en Antígona: amante hija, muy unida a su familia, digna hija de su padre.
Un caminante les conmina a abandonar el lugar por su carácter sagrado y les informa de dónde están y quién es el rey. Edipo, para sorpresa del ateniense, se niega a abandonar el lugar y pide que el rey Teseo acuda a hablar con él. El ateniense, sorprendido por las propuestas de un anciano mendigo ciego, le anuncia que no acudirá al rey, sino a los lugareños, que sabrán lo que se debe hacer. Esto es lo que motiva la salida a escena del coro de ancianos de Colono. A lo largo de toda la obra la vejez de Edipo está presente en todos sus actos y reflexiones, especialmente en el estásimo 3º, dedicado precisamente a los males de la vejez, que se aplican a sí mismos los ancianos del coro. No debemos olvidar que Sófocles ya era nonagenario cuando escribió la obra.
Entretanto Edipo informa a su hija de la existencia del oráculo sobre su muerte y el futuro del lugar que lo acoja, como hemos comentado. Podría parecer incoherente que Antígona, lazarillo de su padre, no supiera de este oráculo, pero no debemos buscar coherencia absoluta en una obra literaria.
El coro, avisado por el caminante, entra en escena muy alterado, porque el anciano se niega a abandonar el lugar sacro. En conversación con Edipo le asegura ayuda, pero, cuando tras una dura insistencia Edipo es obligado a decir quién es, el coro, horrorizado, quiere obligarle a abandonar el lugar. Ante las peticiones de Antígona y de su padre, el coro consiente en llamar a Teseo para que decida lo que se debe hacer.
Se suceden los episodios: Ismene les informa de la contienda entre los dos hermanos; Creonte pretende llevárselo a la fuerza y secuestra a sus hijas, y Polinices reclama su ayuda puesto que tanto él como Creonte han sido informados de que prosperará quien lo acoja. Teseo, que ya había aceptado que el anciano permaneciese en el bosque de las Euménides, rescata a las muchachas y le ruega que escuche a su hijo103. El anciano sabe que ya ha llegado el final de su vida y parte para adentrarse en el bosque; un mensajero relata la despedida del anciano de sus hijas y cómo una voz sobrenatural le llamaba.
La muerte de Edipo, del anciano héroe que tantas desgracias ha sufrido, se produce sin dolor, como un tránsito tranquilo en el que el héroe se ve ensalzado y recupera su buen nombre, a la par que se convierte en esperanza de prosperidad para Atenas. No hay conflicto trágico, se ofrece a los ojos de los espectadores la aceptación plena de Edipo por los dioses: los espectadores ven al héroe caído pero reintegrado. Para serlo plenamente Edipo ha hecho posible que se cumpla la voluntad divina: al maldecir a sus hijos, que se van a dar mutua muerte, desaparece de la faz de la tierra el linaje de Layo, el que nunca debió ser engendrado104.
De esta obra se han conservado un par de representaciones iconográficas que, sin ninguna duda, se inspiran en la tragedia. Una es un ánfora lucana de figuras rojas datada entre los años 390 y 380 a. C., en la que una Antígona, lujosamente vestida y con una cesta se acerca por la izquierda a la tumba de Edipo, que es un monumento funerario con vasos votivos y otros objetos que muestran que allí se realiza un culto heroico; a la derecha un joven doríforo, esto es, que porta lanza, pone una cinta ritual en torno a la lápida y tras él se ve a una muchacha con una vasija a la cabeza, probablemente Ismene (París, Louvre CA 308).
La segunda también es italiana: es una crátera procedente de Apulia, de la escuela de Darius (Melbourne, Geddes Coll. A 5:3), datada en torno al 340 a. C., en la que Edipo está sentado en un altar en el bosque de las Euménides, personificado por una Furia sobre él; a su derecha está Antígona, con la cabeza velada y en actitud recatada, caracterizada de un modo similar a Edipo; a la izquierda, Ismene, con vestidos lujosos y muy engalanada, en un marcado contraste con Edipo y Antígona.
En época posterior fue especialmente tratada la pareja Edipo anciano ciego y Antígona durante el neoclasicismo: son numerosas las representaciones que ponen de manifiesto el sufrimiento moral del anciano y el afecto de la joven, un asunto que se presta al contraste pictórico entre la vejez y la juventud. Nos parecen especialmente interesantes la de Fulchran-Jean Harriet (1798-1799), en la que vemos al anciano con la cabeza inclinada hacia su hija, que descansa con la parte superior del cuerpo sobre sus piernas, una obra en la que contrasta la placidez de las figuras con el movimiento del manto de Edipo en vuelo, las nubes tras ellos y una paloma volando hacia lo alto; o bien las de Christoffer Wilhelm Eckersberg (1818) y Aleksander Kokular (1825-1828), en las que Antígona está haciendo de lazarillo, la primera atravesando un pequeño puente de madera. Un expresivo Edipo en la representación de Jean-Antoine T. Giroust (1788) rechaza con el brazo derecho a Polinices, que aparece armado, y a una angustiada Ismene, mientras a su izquierda está Antígona de rodillas apoyada en él, suplicante.
No han sido muy frecuentes las adaptaciones de esta obra en época moderna. Con frecuencia, los autores optan por añadir a sus recreaciones del Edipo en Colono escenas de Edipo Rey, como es el caso de Edipo XXI, versión y dirección de Lluís Pasqual (2002), en la que, en un ambiente posmoderno, la pareja del anciano y su hija constituyen el núcleo de la obra.
Las tragedias de Sófocles siguen despertando el interés de lectores y espectadores por sus valores implícitos y por su carácter de obras maestras. Con todo, lo más importante es que continuemos disfrutando de su lectura, es el modo de asegurar su pervivencia y, con ella, la de las bases de nuestra cultura.