Читать книгу Violencia social. Violencia escolar - Silvia Bleichmar - Страница 10
ОглавлениеLa imagen del niño como un pequeño perverso-polimorfo, acuñada por el psicoanálisis a lo largo de un siglo, nos impone hoy un trabajo de diferenciación y reconceptualización con el objeto de hacer frente no sólo al embate ideológico que retorna sobre la base de una recuperación de una pedagogía negra de manera más o menos mistificada, sino también a las ataduras que imposibilitan nuestro avance clínico.
Un mito: el del niño librado a sus pulsiones hasta la instauración del superyo como resolución del conflicto edípico. Una conclusión entonces: antes de la resolución de éste, vale decir, hasta aproximadamente los cinco años, ausencia de toda perspectiva ética en la infancia, a merced de deseos mortíferos de los cuales el niño debe ser resguardado –ideología de la puesta de límites– o que debe ser tolerada, contenida –ideología de crianza libertaria, en la cual sólo hay que aguardar que la génesis se despliegue en sus mejores términos–.
En medio de esto una falacia: la herencia estructuralista de funciones materna y paterna que deja al adulto despojado de clivaje, mostrándolo homogéneo en el ejercicio de narcisizaciones y pautaciones que aparecen diferenciadas en función de las consecuencias psíquicas de la diferencia anatómica. Funcional a la demanda de “puesta de límites” que se propone como equivalente para la infancia de la “seguridad” que se reclama para controlar el malestar vigente, es la construcción de legalidades la que debe ser rescatada como cuestión central de la infancia, y la derrota de la impunidad lo que realmente brindará garantías de la construcción de un recontrato intersubjetivo en la sociedad actual.
La agenda política no define, de todos modos, la agenda científica, pero tiene su influencia en esta última, en virtud de que el “sentido común” –vale decir la apreciación ingenua de ciertas perspectivas– invade el pensamiento de quienes tenemos la obligación de sostenernos, aunque sea un poquito, por encima de las perspectivas aplanantes que se pretenden imponer desde modelos vigentes cuya única racionalidad es pragmática y cuyo sostén se establece en razón de lo dado y no de aquello por alcanzar, que es en última instancia la única función del pensamiento en su sentido más radical.
He señalado en otra oportunidad que el concepto de función paterna parte de los descubrimientos de Lacan, que constituyen ya conceptualizaciones importantes de la teoría psicoanalítica en general, y que merecen ser revisados y despojados de los elementos de la subjetividad del siglo XX que los atraviesan.
No se puede destituir un enunciado teórico por razones ideológicas -por muy válidas que éstas fueran-, ya que lo verdadero no puede ser subordinado a lo justo en el orden de la ciencia, aunque sí puede serlo en el marco de las opciones éticas que se nos plantean. Por ello será necesario, siempre, someter a la prueba de racionalidad teórica el enunciado, y ver luego cómo se resuelve su modelización en el interior del sistema de ideas de quien lo trabaja. Lo verdadero, por otra parte, es verdadero en el interior de un universo de posibilidades y no eternamente verdadero o universalmente verdadero, más allá de las condiciones que lo producen. La teoría de la gravedad es absolutamente verdadera, pero no se cumple en el espacio exterior, y la ley de prohibición del incesto entre padre e hija es estructurante, y esto es verdadero al menos en las condiciones de producción de subjetividad que conocemos dentro del determinado sector de la humanidad en el cual nos ha tocado vivir.
Volvamos entonces a la teoría psicoanalítica para señalar que, si un mérito enorme tienen la teoría de Lacan y la revulsión que instauró en un psicoanálisis anquilosado y sin revisión, consiste entre otros en haber introducido la función terciaria de la interceptación del goce y haber arrancado el proceso de edipización infantil de la condena endogenista a la cual parecía destinado, poniendo el acento, mediante un giro teórico fenomenal, en la prohibición de intercambio de goce entre el niño y el adulto.
Sin embargo, queda abierta la cuestión de si esta interceptación puede ser sostenida bajo la denominación de Nombre del Padre, que es en última instancia el modo con el cual se definió, en términos generales, la implementación de la ley edípica en el interior de la familia patriarcal burguesa de Occidente. Atreviéndome incluso, en una nota al pie, a afirmar: ¿cómo conciliar este afán universalista con tal nivel de subordinación sin dejar entrever el pensamiento –hegeliano desde el punto de vista filosófico, colonial desde la perspectiva política- que considera a la Francia de las luces (con su región negra ensombreciéndola) como la culminación de la Historia de la Humanidad? ¿Por qué no llamar “metáfora del tío” o “del cuñado”, o del “jefe tribal” o, incluso, de la “amazona principal” al significante con el cual se introduce la ley de cultura en el hiato que arranca al niño de su captura originaria y lo precipita a la circulación? (1)
Vayamos haciendo una puntuación de problemáticas para señalar, en primer lugar, que la cuestión del padre nos lleva, inevitablemente, a lo que hemos marcado antes como construcción de legalidades. Si el mito del parricidio en Freud parecería antropológicamente insostenible, tiene, por otra parte, la virtud de poner en primer plano la cuestión de la culpabilidad como inherente a los orígenes de las pautaciones de la cultura. No se nace con “pecado originario”, pero sí con “culpa originaria”, y es esta culpa por el asesinato del otro la que opera como ordenador y regula la circulación deseante en la cultura.
Hay acá, no sólo en la supuesta historia que Freud rescata, sino en su teorización misma, un acto fundacional de peso: la ética se constituye por la obligación al semejante, y el parricidio instituye un daño necesario en su paradojal instalación, ya que uno podría plantearse, como se está haciendo en la actualidad, si habría pasión sin Judas, si habría pautación en la cultura sin el crimen y su prohibición como punto de partida. Como lo formuló Thomas Mann en su novela histórica sobre Moisés, al referirse a la presunción de que toda su historia se constituye sobre la base del asesinato de un egipcio del cual sería responsable, dice: “Supo que si matar era hermoso, haber matado era terrible, y por eso matar debía estar prohibido”. Del mismo modo ha jugado Saramago con la Pasión, pero en términos invertidos, al ponerla bajo las sombras de los Santos Inocentes, y la culpa que ello genera en Jesús por haber sido el único niño salvado. Culpa que, paradójicamente, no lo lleva al agradecimiento, sino al horror al Padre por haberle evitado la muerte, pero a costa de llevar siempre sobre sí mismo el peso de la acción altruista no realizada por aquel.
La segunda cuestión que nos parece necesario abordar es si realmente la ética surge a partir de la inscripción de la renuncia edípica que da origen al superyo o tiene antecedentes que van marcando la posibilidad de su instauración. La práctica con niños y la observación de muchas situaciones de la vida cotidiana me han llevado a plantearme que los prerrequisitos del sujeto ético son más precoces de lo que se supone, (2) y surgen en la relación dual con el otro antes de que la terceridad se instaure. Podríamos decir que la posibilidad del niño de entrar en una relación transitivista, que podemos llamar de carácter positivo, se caracteriza por la instalación temprana de modos de identificación con el semejante con respecto al sufrimiento que sus acciones puedan producirle o a las que padezca sin su intervención directa.
El complejo de Edipo implica la posibilidad de reconocimiento del daño producido a un tercero –en la teoría clásica, el padre al cual se pretende arrebatar el objeto amado, vale decir la madre, con odio y brutalidad–. Sin embargo, mucho antes de eso, esta primera etapa de la que pretendo dar cuenta se sostiene en el deseo recíproco de protección ilimitada del objeto amado y en el sufrimiento que su dolor le implica. Se trata de un complejo juego de narcisismo y altruismo, en el cual la identificación al otro permite, al mismo tiempo, la instauración de las bases de toda legislación futura como resguardo de reglas que impidan la destrucción mutua.
Tercera cuestión en la cual necesariamente desembocamos, que remite a la llamada Función del Padre y a su vigencia en la cultura. Varias aclaraciones de inicio: es ya insostenible el furor estructuralista que termina superponiendo estructura edípica con constelación familiar, en razón de una diferenciación de funciones en la cual cada uno de los miembros intervinientes se presenta sin clivaje. Me refiero a que el aporte de una estructura de cuatro términos tiene ventajas cuando es comprendida como modelo, y desventajas cuando se pretende su traslado a la realidad encarnada por sujetos psíquicos. Dicho aún más claramente: que el superyo sea patrimonio de la identificación al padre no puede ya sostenerse en la idea de que su proveniencia sea efecto de la presencia de un “hombre real” –padre, abuelo, tío o lo que fuera-. Padre, si se conserva como función, es una instancia en el interior de todo sujeto psíquico, sea cual fuere la definición de género que adopte y la elección sexual de objeto que lo convoque.
Esto trae dos consecuencias: por una parte, que hay que abandonar, definitivamente, el modelo patriarcal de la familia de occidente para ceñirse a las condiciones racionales –vale decir reales– de producción de subjetividad. En este sentido, seguimos atravesando el camino que nos lleva a diferenciar entre producción de subjetividad y constitución psíquica, para rescatar los paradigmas del psicoanálisis de su imbricación con una subjetividad-desecho que los aprisiona. (3)
Reformulé el concepto de Edipo en términos del acotamiento que cada cultura ejerce sobre la apropiación del cuerpo del niño como lugar de goce del adulto, y la familia como producto de las relaciones de filiación y no de alianza. En este sentido, es la asimetría de saber y poder entre el niño y el adulto y la responsabilidad que esta asimetría impone al adulto en función de la restricción de su propio goce lo que define los términos con los cuales la función de construcción de legalidades en el nivel de la subjetividad debe ser redefinida. ¿Cabe en el marco de estas condiciones seguir sosteniendo el concepto de Nombre del Padre? Es indudable que hay una diferencia entre los conceptos de Función paterna y Nombre del Padre –mayúscula esta última no destinada a acuñar el concepto, sino a darle carácter mayestático–.
Indudablemente, el Nombre del padre es efecto de un entrecruzamiento entre el intento de establecer un “inter”, un separador en el nivel simbólico que imponga la descaptura del niño de la madre, y la forma que toma en la familia francesa del siglo XX esta función nominativa que, pretendiendo dar cuenta de la interdicción del deseo de la madre por el hijo, regula, en definitiva, el deseo de la madre en el interior de las relaciones matrimoniales sacrosantamente y civilmente pautadas.
El segundo aspecto es de carácter político y sociológico y no nos detendremos a debatirlo. El debate psicoanalítico debe quedar centrado, entonces, en esta formulación de que es el padre quien ejerce la función separadora, transmitiendo una ley de cultura. Señalemos al respecto, y sólo con vistas a apuntar a un debate posible, que no se tiene en cuenta en esta mónada que constituyen los elementos estructurales que el padre, legislador omnisciente, es al mismo tiempo parte implicada, y que la ley no se transmite, en su caso, sino bajo dos prerrequisitos: en primer lugar, la aceptación amorosa del hijo –que la inscribe por amor a quien la imparte y no sólo por terror– y, en segundo lugar, la infiltración permanente de fantasmas y residuos sexuales del adulto que la imparte.
Es en este sentido que debemos decir que si los cuidados precoces del otro primordial –llamado usualmente madre– dejan filtrar lo que Laplanche ha llamado del orden de la implantación sexual, vale decir de la transmisión de un orden de excitación que tiende a romper el orden natural y a instaurar lo humano en términos de plus libidinal, del mismo modo la transmisión de la ley infiltra los fantasmas del adulto, deja paso a representaciones que devienen excitantes, y regula en el mismo movimiento que deja colar por sus intersticios estos fantasmas y deseos del otro. El Hombre de las ratas no es sino un ejemplo clásico de esta cuestión. Vemos en él realizado, en sus fallas y logros neuróticos, este modelo excitante que impone el fantasma sádico de la renuncia del otro, de la hostilidad con la cual el niño es pautado si el adulto no tiene a suficiente distancia aquello que debe estar reprimido.
Pregunta de rigor en nuestra práctica, entonces, ante el pedido de cómo se pone un límite: “¿Y qué siente usted cuando él o ella hacen esto o lo otro?”
Que un padre consulte sobre cómo pautar la masturbación compulsiva de un niño, que una madre no sepa cómo limitar la agresividad de uno de sus hijos contra otro, no permite el orden de una respuesta general sobre los límites, sino, precisamente, una demanda de respuesta con respecto a cómo el o ella misma sienten estas acciones lesionantes hacia sí mismo o hacia el otro por parte del niño.
Un padre se mostraba asombrado de que la madre me contara, en una entrevista, que él se había reído cuando sus niñas, de tres y cinco años, se dieron un “beso de lengua”. Me preguntaba a mí cómo debía reaccionar, dado que pensaba que la madre exageraba. La respuesta no podía ser del orden del moralismo, pero sí del fantasma implicado: si a él le daba risa este hecho, ¿qué sentía si dos mujeres más grandes lo realizaban? ¿Asco, placer? No esperando una respuesta con esto, sino simplemente proponerlo como algo sobre lo cual él mismo tenía que explorarse para poder abrir un interrogante sobre su propia sexualidad y el lugar que ésta jugaba con respecto a sus niñas, sabiendo que toda pautación es resistente a la perversión del otro, cuando la discusión toma el carácter de oposición de racionalidades.
La ley, en el campo de la intersubjetividad, no se transmite de modo despojado. El legislador romano o ateniense con el cual se ha intentado en psicoanálisis deificar la figura del padre, suerte de Moisés con las tablas en la mano, siempre dispuesto a sancionar al niño que adora a ese becerro de oro que es la madre, no es trasladable a la vida sexual cotidiana ni a los límites en los cuales ésta se juega.
Diferenciación entre la función de construcción de legalidades en la infancia de la crueldad con la cual el adulto –y por qué no el analista– puede ejercer acciones supuestamente tendientes a pautar, pero que en realidad encubren un goce sádico al cual el niño queda sometido, en razón de encontrar la racionalización en este caso teórica, si no ideológica, con la cual se recubrió en otros tiempos.
Diferenciación también entre benevolencia hacia el polimorfismo infantil y complicidad perversa, recubierta esta última de un discurso hedonista que avala hoy todo goce, y rehúsa al futuro su condición de tal en función de postergaciones y renuncias necesarias para el ejercicio del principio de placer.
Pero, yendo más a fondo: la puesta de límites dando cuenta de los bordes fallidos, pero inevitables en la construcción de legalidades, ya que no hay incorporación perfecta de la ley -salvo en la psicosis desubjetivante-. El límite periférico, como la muralla, dando cuenta de la necesidad de cercar un territorio en los comienzos, pero de su fracaso en el proceso de constitución del proceso psíquico o civilizador.
Construcción de legalidades como cuestión central, la puesta de límites como problemática fronteriza, ya que el psicoanálisis no puede formar parte, bajo ninguna coartada, del brazo represivo que intenta sofocar el malestar sobrante mediante acciones constrictivas o medicaciones aplacantes. Se trata, en última instancia, de rescatar nuestra práctica de la captura a la cual nuestras propias aporías nos lanzan.
1. Ver: S. Bleichmar, Paradojas de la sexualidad masculina, Buenos Aires, Paidós, 2006
2. Ha sido Melanie Klein quien realizó el intento de reubicar la cuestión haciendo retroceder para ello el complejo de Edipo a tiempos muy precoces de la vida. Su endogenismo, sin embargo, plantea una traba irresoluble en razón de que la propuesta naufraga en el juego entre pulsiones y defensas de la cual el otro está excluido, salvo como pantalla de proyección, remitiendo la fundación de la ética a las representaciones fantasmáticas del sujeto y no a las condiciones exógenas de partida, de las cuales estas representaciones se proponen dar cuenta.
3. Ver: S. Bleichmar, La subjetividad en riesgo, Buenos Aires, Topía, 2005.