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Prólogo

Bajo el título “Violencia Social - Violencia Escolar”, los textos que se presentan a continuación abren una ventana parar mirar no sólo el espacio de la escuela y sus problemas, sino el conjunto de la sociedad argentina. Sus contenidos surgen de un marco conceptual, de un desarrollo teórico y de una metodología de trabajo que estuvieron siempre orientados por los principios profundamente democráticos y democratizados que constituyeron la marca de la escritura, la clínica y la práctica ciudadana de Silvia Bleichmar. En síntesis, llevan la impronta de la forma en que ella se colocó ante el análisis y la construcción de la realidad argentina y latinoamericana de los últimos cincuenta años. Una vida que, como ella misma dice, se orientó por los principios que formulaba en términos de “mantener la mente abierta y, junto con la mente abierta, los principios claros”. Y no hay duda de que cumplió tal como lo había soñado, sin apartarse nunca de esos preceptos. Y que nos dio el placer de discutir y discrepar con ella, disfrutarla y tener oportunidad de atisbar la profundidad de su compromiso con la condición humana. Sin impostaciones, a veces sufriendo –dolores de país–, a veces irónica, siempre esperanzada.

Como en toda su obra, la interrogación de ésta está dirigida a pensar la sociedad desde la perspectiva de los procesos de constitución de subjetividades y la relación que ellos han tenido con los procesos de devastación política y moral que atravesó nuestro país en los últimos treinta años, y sus efectos. En este contexto, el tema de la violencia es un eje fundamental, como historia y como presente, en tanto la violencia marcó nuestras vidas hasta extremos que todavía hoy no identificamos suficientemente. La herencia de la violencia se manifiesta en las relaciones interpersonales, en los sistemas de dominación social, en los espacios e instituciones en que interactuamos y, por supuesto, en el espacio de la escuela y la familia. Y se retroalimenta en las nuevas formas de violencia que van más allá de los esporádicos estallidos en las aulas y las instituciones escolares.

Por todo ello, por la centralidad manifiesta y latente que ha tenido en la configuración de nuestro presente, proceder a analizar las situaciones de violencia requiere asumir algunas decisiones de crítica epistemológica y teórica. En el caso de Bleichmar, en primer término, se trata de la ruptura del determinismo. Un determinismo que, como resultado del deterioro de las condiciones de vida de las mayorías populares, es determinismo economicista y, a la vez, perspectiva naturalista y naturalizadora de las condiciones que producen la violencia. Presagiando en esas lecturas la formulación de análisis biopolíticos, su posición es clara al respecto cuando señala la necesidad de terminar con el mito de que la violencia es producto de la pobreza. Más profundo que eso es su enfoque: “la violencia es producto de dos cosas, por un lado el resentimiento por las promesas incumplidas y, por el otro, la falta de perspectiva de futuro”.

En segundo lugar, postula la ruptura del facilismo. El abandono de la pobreza como única o predominante clave explicativa de los problemas sociales –de los que, sin duda, los más impactantes son los ligados con la violencia o los abusos sexuales– implica la ruptura de una lectura fácil de esos eventos. Fácil, porque el diagnóstico lleva implícita una solución también fácil, la de que el mejoramiento de las condiciones de vida sería el camino de superación de la violencia. Otra de las formas del facilismo es la de la explicación psicologista, particularizada en un niño, en una niña, con determinadas características personales, en una institución, en un pueblo o barrio, cuyas tramas se cruzarían de manera tal que terminarían convirtiendo a la víctima de un conjunto de determinaciones en victimaria.

Como siempre, Silvia nos dice que la realidad es mucho más compleja. Tan compleja que, desde el plano analítico, requiere dejar a un lado el practicismo pedestre, ese tercer rasgo contra el que combate y que consiste en búsqueda bienintencionada de soluciones sencillas, construidas sobre la super-simplificación de los problemas y que sólo se puede superar con la reivindicación de la teoría.

Por eso, cuando estallan episodios de violencia, ella nos dirige una invitación a mirar por fuera del engañoso límite analítico del escenario institucional (lo que pasa en la escuela) y/o las características personales de los protagonistas (lo que les pasa a los sujetos), para entenderlos en términos de su articulación con procesos más amplios, más distantes, pero activamente operantes sobre esos sujetos.

Sobre todo, en esas rupturas con el sentido común, nos invita a dejar a un lado la patologización de la vida cotidiana, que es otra de las formas que adopta el modelo de las explicaciones “fáciles”.

Volvamos entonces el foco a la falta de perspectiva de futuro y el resentimiento por las promesas incumplidas. Al hablar del futuro, introduce el tiempo en el análisis, un tiempo que no es cualquier tiempo, sino el que las ciencias sociales denominarían de “larga duración”, el que ha dejado un sedimento de sucesos y procesos que, como los de la violencia, siguen operando aunque estén aparentemente replegados en el olvido. El tema del tiempo histórico y su articulación con la construcción de subjetividades ha sido una constante en la obra de Silvia. Como evidencia, recordemos simplemente el título: No me hubiera gustado morir en los 90. Pero este tiempo del futuro tiene impactos determinantes en dichas construcciones. Como no hay proyecto, se manifiesta como un tiempo eternamente presente y que se consume en la anécdota del día tras día -el tiempo de la inmediatez. No se dispone del tipo de tiempo cuya calidad permita proyectar un futuro, entre otras cosas, porque no hay proyecto y paradójicamente se convierte en “ausencia de futuro”. Chicos y chicas todo el día en la barra o la banda de la esquina, horarios trastocados, falta de rutinas, tiempo eterno delante de ellos, sin posibilidad de plasmarlo en un sentido u orientación.

La familia y la escuela son los dos espacios institucionales, ámbitos de interacción, en los que se plasman las vidas concretas de los sujetos. Ninguno de ellos ha escapado de los torbellinos de las últimas décadas y tan profundas han sido sus mutaciones que prácticamente no se reconocen entre sí. Esto es importante, en tanto la acción de la escuela debe dirigirse a trabajar con la realidad que hay, no con la que imagina que hay, especialmente en relación con la familia. Para Silvia, la familia se redefine hoy, no como el sueño de la familia tipo de las propagandas o los libros de texto tradicionales, sino como el espacio en que una generación cuida a la otra (proceso que a veces se produce dentro del marco de la misma generación), dejando a un lado las relaciones de parentesco que fundan esas relaciones. Se trata de una nueva familia, cuya morfología no responde a la que la escuela tiene internalizada y que ahonda el sentimiento de abandono y soledad que la escuela siente sobre sí misma.

Esos chicos, esas chicas, llegan a las escuelas. Escuelas que tienen que desempeñar simultáneamente los tradicionales roles de transmisión de conocimientos, preparación para la vida, atención de las demandas materiales de los chicos, pero sobre todo, y ésa es la novedad, que tienen que enfrentar el desafío de colocar nuevamente la norma legal y legítima en el corazón de la escuela. Sin esa reconstrucción de la legalidad, no hay contexto para procesar y redefinir día tras día las subjetividades de chicos y maestros. Porque las normas son intrínsecas a la constitución psíquica. Otra vez la larga duración, que nos remonta al tiempo histórico en el que la escuela, junto con otras instituciones, abandonó la tarea de preservar y reproducir la construcción de legalidades. El incumplimiento de las promesas también forma parte del abandono de ese papel.

La escuela que necesitamos debe construir proyectos, “tiene que establecer un reordenamiento psíquico convirtiéndose en semillero de sujetos sociales”. Esta acción se expande por afuera del horizonte escolar y recompone también la subjetividad de los padres, condición necesaria –por afuera de la escuela– para hacer posible el proceso educativo de los chicos. En un sentido, la expansión del brazo de la escuela debe construir también legalidades para padres. Es en esta doble torsión, el trabajar sobre el presente y el luchar por desarrollar el horizonte temporal como un futuro posible, en que todos los sujetos nos encontramos en una lucha constante entre las necesidades inmediatas y las que plantea la construcción de futuro. Este desafío, hace falta decirlo, afecta directamente a todos los efectores de políticas públicas, maestros, profesores, integrantes del servicio penitenciario, enfermeros, todos “los aventureros del cotidiano” cuyo desempeño laboral los pone en la línea de fuego del conflicto de tener que atender la destitución de los sujetos.

En fin, en sus palabras, “la construcción de subjetividades no se puede hacer sino sobre la base de proyectos futuros. Y los proyectos futuros no se establecen sobre la realidad existente, sino sobre la realidad que hay que crear”.

En estos múltiples escenarios, con estos actores, en el entrecruzamiento del tiempo largo y del tiempo del minuto a minuto, en el contexto del cambio institucional de familia y escuela, por mencionar sólo los espacios de interacción más inmediatos, es necesario pensar el tema del ejercicio de la violencia individual como explosión puramente destructiva. Así, los estallidos de violencia visibles, que tienen prensa, que tienen minutos de televisión, hay que pensarlos coexistiendo con otras formas de violencia más sorda, más silenciosa, que ayudan a construir la de los estallidos. Pensemos hoy también en perspectiva de larga duración la singular violencia que tuvo el eslogan del terrorismo de Estado, “el silencio es salud”. La indiferencia, el desinterés ante la palabra del otro, son también formas de crueldad y de violencia que se ejercen de manera menos visible que la cachetada o la paliza. Este libro nos propone una tarea ciclópea, no la de ponerle un límite exterior a la violencia, sino la de construir sujetos capaces de definir los límites de la propia violencia. Esto, en el contexto de un momento histórico en que tenemos que reparar y superar las “formas degradadas de un país que viene de años de impunidad, de robo, de deterioro, de pérdida de valores y creencias morales y de pérdida de referencia al semejante”.

Hilo conductor en un laberinto de la historia, como en toda la obra de Bleichmar, se combinan mente abierta y principios claros, ausencia de dogmatismo, confrontación con las dificultades, ruptura del facilismo. En fin, un llamado a una construcción colectiva que vaya poco a poco desarmando el dolor y generando condiciones para la construcción de proyectos, individuales y colectivos, en el marco de nuestro reconocimiento mutuo como sujetos capaces de transformar la historia.

María del Carmen Feijoó

Santiago de Chile

Violencia social. Violencia escolar

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