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Adversidad y resiliencia

Hace casi cinco décadas apareció en Psicología, un término importado desde la Física: la resiliencia, que se refiere a la propiedad que poseen algunos materiales de volver a su estado original luego de ser sometidos a un estrés, sin que se produzcan roturas. En las Ciencias Sociales el término se utiliza para señalar la capacidad humana para sobreponerse a la adversidad y construir sobre ella. ¿Podría afirmarse que las personas como Roberto Oña, Roald Hoffmann y Mónica S. poseen resiliencia? Atravesaron circunstancias dramáticas en su vida sin destruirse, y muy a pesar de lo esperable, salieron fortalecidos.

El médico psicoanalista Aldo Melillo (Melillo y Suárez Ojeda, 2011), explica que el término resiliencia se comenzó a utilizar en las ciencias humanas a partir de los trabajos de E.E. Werner3 (1992) sobre epidemiología social en las islas de Hawái. En su investigación, la doctora Werner realizó un estudio longitudinal de una cohorte de 500 personas durante 32 años, las mismas vivían en condiciones de extrema pobreza y aproximadamente en un tercio de los casos habían sufrido situaciones traumáticas como la muerte de un familiar, violencia, abusos, alcoholismo; entre otros. Muchos niños estaban expuestos a situaciones de alto riesgo, sin embargo, con la investigación se observó que lograban sobreponerse a las adversidades y construirse un futuro.

Al principio se pensó que este grupo de gente poseía rasgos genéticamente heredados que los preparaba mejor para las desdichas, o cualidades cognitivas superiores al común del género humano. Pero las conclusiones de la doctora se orientaron en otra dirección, advirtió que todos estos niños habían gozado en su desarrollo temprano del apoyo irrestricto de algún adulto significativo.4 “Un adulto significativo” parece ser alguien que ama y cuida al niño, y que además es querido por el niño. La significatividad del adulto consiste en que lo que hace y dice es tomado por el niño/niña para construir su propia identidad y su idea de cómo es el mundo en que vive.

“El niño aprende que él es lo que lo llaman. Cada nombre implica una nomenclatura, que a su vez implica una ubicación social determinada. Recibir una identidad comporta adjudicarnos un lugar específico en el mundo. Así como esta identidad es subjetivamente asumida por el niño (“yo soy John Smith”), también lo es el mundo al que apunta esta identidad. Las apropiaciones subjetivas de la identidad y del mundo social son nada más que aspectos diferentes del mismo proceso de internalización, mediatizados por los mismos otros significantes” (Berger y Luckman, 1968, P.166).

La presencia de uno o más adultos significativos que brinden al niño o niña un universo positivo –aún en la peor de las circunstancias- parece ser decisivo para conformar una personalidad resiliente.

Esta significatividad del adulto respecto del niño o niña podría relacionarse con lo que Samuel Smiles (1895) llamó a fines del siglo XIX admiración de la juventud a los grandes caracteres. Un niño o niña que ha crecido acompañado de un adulto con virtudes admirables puede ver el lado bueno del mundo a pesar de sus experiencias negativas. Este rol revelador y privilegiado es el que debió cumplir la madre de Hoffmann en esos años de terror en cautiverio, cuando enseñaba a su hijo a leer y memorizar geografía.

Para explicarlo un poco mejor hay que decir que el infante humano, que nace totalmente indefenso y necesita de atención y cuidados exhaustivos; cristaliza en él todo lo que son la o las personas que lo atienden, lo protegen y le brindan afecto. Esto convierte en fundante aquello que estos adultos significativos hacen y dicen. Más allá de que lo deseen o no los adultos que lo crían, el/la niño/a los toma como referencia absoluta de la realidad, incluso de su propia identidad, ya que como dicen Berger y Luckman (1968) “el individuo llega a ser lo que los otros significantes lo consideran” (P.166). Es decir que no sólo el mundo es para el niño como lo ven, lo sienten y lo “dicen” sus cuidadores, sino, además, él se ve a sí mismo y se construye en el transcurrir cotidiano, de tal modo como lo ven, lo sienten, lo nombran y lo cualifican quienes se ocupan de él.

De todo este proceso resulta la construcción de una identidad, por eso los autores dicen que llega a ser lo que lo consideran, si es un importante miembro de la familia, así se evaluará a sí mismo, como alguien valioso para su mundo. Si llegó sin ser esperado y molesta, construirá una imagen negativa de sí, como aquel niño que se consideraba un “burro” ya que su padre –único progenitor presente- lo llamaba así habitualmente desde muy chico. En este caso el niño se negaba a realizar cualquier tarea intelectual, permaneciendo horas sentado en un banco vacío, en una interminable inactividad, era lógico para él, según la imagen que había construido de sí mismo a partir de la interacción con su padre: era un burro.

Lo que advirtió la doctora Werner es que la presencia de otros significativos -padres y/o cuidadores- con capacidad de apoyo, de afecto; además de permitir la construcción de una identidad positiva, confiere un tipo de fortaleza especial para las eventuales adversidades de la vida. Y en el estudio se habla de “apoyo irrestricto”, entendiéndose por tal una relación basada en un amor incondicional, lo cual no significa exento de límites adecuados. El apoyo incondicional o amor irrestricto del que hablan los especialistas no implica una adhesión sin límites a los deseos del niño. Por el contrario, este amor se expresa cuando se favorece “la autoestima y la autonomía, que estimulan la capacidad de resolver problemas y de mantener un buen ánimo en situaciones adversas, e instalan un clima de afecto y alegría” (Melillo y Suárez Ojeda, 2011, P. 125).

El amor se manifiesta precisamente allí donde hay límites, donde se realiza un cuidado del otro sin asfixiarlo, donde hay acompañamiento y guía, pero también respeto a la libertad de ese ser que es otra persona. La ausencia de límites no es testimonio de amor, sino de desinterés, debilidad y/o negligencia. La presencia de límites se extiende también a la propia influencia, ya que un progenitor que ama de verdad provee todo lo necesario para que ese niño o niña conforme su propia identidad, separada de la suya y de la de todos los demás miembros de la familia. Es decir, ayuda y habilita al niño a “ser él mismo”.

De allí que el concepto de resiliencia se relacione también con la estimulación para resolver problemas. Ayudar a otro en la acción, alentarlo a que solucione por sí mismo las situaciones que enfrenta, implica manifestarle confianza en que las zanjará, fortalecerlo en la búsqueda de sus propias soluciones. Todo esto realizado en un clima positivo, optimista, con sentido del humor y afecto.

Si leemos las historias que se narraron o prestamos atención a las que nos encontramos a diario; podremos advertir que aquellas personas que se han recuperado positivamente de situaciones traumáticas, desgracias y/o catástrofes, tuvieron en el curso de su vida algún adulto significativo del que recibieron ese “amor incondicional” respecto al cual habla la Dra. Werner. Este adulto ha estado presente desde su nacimiento, o bien, ha aparecido en la primera infancia y hasta a veces en la adolescencia o juventud. Persona significativa es en general algún progenitor, o ambos; su cuidador o quien lo ha criado; también puede ser un familiar o un maestro, y en circunstancias no muy habituales puede ser un amigo u otro adulto con el que existe una relación de afecto intenso.

Es bueno recordar en este lugar la importancia de la primera educación de los niños y niñas, una tarea no muy sencilla para muchos padres que acuciados por los problemas que tienen con sus hijos, manifiestan cuando llegan a la adolescencia, que ya no saben qué hacer con ellos. Se observa a veces desorientación, angustia y desconocimiento frente a ese ser que creció junto a sus padres y que de pronto se vuelve un extraño, porque ya no puede intercambiarse una palabra sensata con él.

Los problemas del mundo de hoy agravan esta situación. Los jóvenes están expuestos a más peligros que en décadas pasadas y los modelos no abundan. El terrorismo, la delincuencia, la trata de personas, la drogadicción, el alcoholismo, entre otros males se manifiestan más al alcance que nunca, incluso al interior de los hogares a través de las nuevas tecnologías. El trabajo educador de los padres se vuelve más difícil precisamente en el momento en que se hace más imprescindible. ¿Cómo actuar? ¿Qué hacer? ¿Qué camino seguir? ¿A quién preguntarle?

3 Emmy E. Werner nació en 1929, con el marco de la Segunda Guerra Mundial su escolarización en Eltville (Alemania) fue muy irregular. Entre bombardeos, escombros, niños huérfanos y hambrunas; recibió clases durante mucho tiempo en sótanos antiaéreos. En 1952, ya universitaria, migró a EEUU donde obtuvo su doctorado y desde entonces se ha especializado en Psicología del desarrollo infantil. Sin duda su experiencia de vida ha influido en sus investigaciones.

4 El concepto de resiliencia implica además la existencia de factores protectores frente a las situaciones traumáticas y/o circunstancias adversas como: autoestima consistente, independencia, introspección, capacidad de relacionarse, iniciativa, humor, creatividad, moralidad y pensamiento crítico. (Melillo y Suárez Ojeda, 2011)

Veinte cosas que usted puede hacer para arruinar la vida de su hijo

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