Читать книгу Veinte cosas que usted puede hacer para arruinar la vida de su hijo - Silvia Prost - Страница 13
Оглавление1. Enamórese de él
La maternidad, salvo circunstancias extraordinarias, es un acontecimiento feliz. Para muchos tener un hijo es el principal objetivo de sus vidas, para otros tiene que ver con su realización personal. Hay también quienes ven en los hijos la culminación de una relación amorosa. Con independencia de los sentidos que el hecho pueda tener para quienes lo deciden, la maternidad es sobre todo la posibilidad de aprender a desempeñar el rol materno. En efecto, es el momento en el cual se tiene la oportunidad de proteger, cuidar y educar a un/a bebé, el/la cual crecerá hasta convertirse en un individuo adulto y autónomo, integrante activo de la sociedad. Esto será así, si todo resulta bien.
Para las madres y con frecuencia también para los padres, es difícil asumir los primeros días que su bello, inofensivo, necesitado de todo y productor de ternura y felicidad pequeño; será en un futuro no muy lejano, un hombre o mujer que habitará el mundo que construyeron sus padres y la comunidad para él. Es fácil olvidarse de la realidad cuando se tiene entre las manos un/a bebé de piel suave y rosada que derrite con sus miradas y sonrisas, y balbucea palabras respondiendo con monerías a mamá y a papá.
Estudios realizados en distintos centros relacionados con la procreación, aseguran que el amor maternal es ciego y que los progenitores, sobre todo las madres, corren el riesgo de desplazar sus necesidades de afecto y admiración masculina hacia el recién nacido. Esto tiene como consecuencia el desarrollo de un amor auto compensatorio, que puede caer en el enamoramiento del hijo. Más allá de que la teoría de Freud tome la tragedia de Edipo como modelo de este amor incestuoso, otros han considerado que el mejor paradigma del amor entre un hijo y su madre sería el mito de Agripina, la emperatriz romana que sedujo a su propio hijo Nerón.
Sin embargo y sin transgredir la moral ni el tabú del incesto, la historia está llena de madres que no quisieron o no supieron ponerle límites a su amor. O bien, no pudieron separar el amor parental del amor erótico y dejar libres a los hijos para que construyeran su identidad lejos del hogar materno. En los padres varones se da menos esta problemática, aunque no están exentos del amor ciego a las hijas.
Algunas investigaciones han identificado en este tipo de madres, la desactivación de una zona del cerebro cuya función es emitir juicios y realizar observaciones objetivas de los acontecimientos de la vida personal y social. Por esta razón, las madres que aman demasiado son proclives a absorber de manera insólita a sus hijos e hijas para compensar problemas personales, como, por ejemplo, los desafectos de una crisis matrimonial o la carencia de cariño genuino.
Es decir que se trata de dos cuestiones: por un lado, una madre o un progenitor solo, carente de amor o que no se siente amado por su pareja, que toma al hijo o hija como objeto de amor exclusivo. Y por el otro, de un infante que por su inmadurez lógica no distingue entre el amor filial y el amor erótico, lo cual le traerá consecuencias negativas en la vida.
Dice Norah refiriéndose a su futuro marido: “Tiene 24 años y no tiene amigos, solo quiere estar con su madre. Ella solamente tiene a su hijo en la cabeza, tanto es así, que, si intento darle mi opinión, se pone a gritar como una loca y no hay nada que hacer. Ella sólo escucha lo que dice su hijo. Como pareja no tenemos intimidad, mi amor llega en las noches corriendo a ver como estoy, a besarme y ella se molesta porque no pasó a saludarla primero a ella. Si nos ponemos a hablar, siempre le pido a él que cierre la puerta del cuarto pues seguro su mamá abre de la nada para preguntar qué hacemos o para meterse y sentarse en la cama a ver que vemos en la tv. Buscamos momentos para estar solos, ir al cine, salir a comer, pero siempre va con nosotros y cuando salimos no deja ni que él me tome de la mano, tiene que llevarla a ella. Mi suegra se mete en nuestras conversaciones, el chiste es que casi nunca estamos solos. Él por otra parte, ya me dejó bien claro que la única persona que tiene en su vida es su madre y que no piensa dejarla vivir sola. Cada vez me siento más lejos de él. No puedo opinar en nada, ni tengo vida propia. Todas las decisiones tanto de trabajo, de inversión o de vacaciones, las toman ellos; y yo comparto nuestra vida de tres.” (Testimonio real).
Según la Psicología profunda, la relación de pareja de los padres es fundante en la salud psíquica del niño y la niña, ya que la existencia de hostilidad o “huecos” entre los progenitores permite que el infante sueñe con ocupar el lugar parental abarcando con su sola presencia todo el amor de su madre. Entre los tres y cinco años, los pequeños varones atraviesan una fase de romántico enamoramiento de la madre y empiezan a ver a su padre como un rival. Esta fase se supera con éxito cuando la rivalidad se convierte en identificación y como consecuencia, el pequeño ya no compite, sino que pacta con su padre.
Para la niña, el proceso es un poco más complicado, también ella dirige sus primeros sentimientos de amor hacia la madre, pero al hacerse mayor debe transferirlos al padre, una persona del sexo opuesto. En este devenir le ayuda el hecho de que su creciente trato con otras personas -por ejemplo, en el nivel inicial- le hace sentirse un ser distinto de la madre: una pequeña mujercita enamorada que hace todo lo posible para atraer la atención de su objeto de amor.
En ocasiones los padres pueden cumplir también este rol castrador y clausurante de los deseos del/a hijo/a, muchas veces este pegoteo con el hijo hija se da en el marco de un complejo freudiano mal elaborado, entonces es el padre que tiene a la hija como aditamento y la chica no puede crecer ni encontrar el amor afuera de hogar. Del mismo modo como ocurre en el complejo de Edipo, madres cuasi casadas con sus hijos varones. Sin embargo, existen este tipo de crianzas con hijos del mismo sexo, y así pueden encontrarse mujeres adheridas a la madre y varones adosados al padre varón. En fin, proezas del amor filial.
Los vericuetos de los llamados Complejos de Edipo y de Electra, han sido tratados con suficiencia por S. Freud (2007), quien explicó de una manera clara cómo se establecen entre el/la niño/a y sus padres, relaciones de amor, pero también rivalidades, hostilidades e identificaciones que condicionarán el futuro de la identidad de los hijos. Esto quiere decir que cuando la madre o el padre no tienen la madurez o el equilibrio suficientes para poner límites a los pequeños y brindarles un amor sano, habilitan la posibilidad futura de múltiples patologías más o menos graves.
Una versión más vernácula del enamoramiento de los hijos suele verse en las redes sociales. Hace algún tiempo circuló una carta al lector que se difundió como noticia, la cual reclamaba a una madre sus diarias publicaciones relativas a su hija. Allí se le hizo ver a la orgullosa progenitora, que está lleno el mundo de niñas hermosas e inteligentes, y sus madres no pasan cada día subiendo sus fotos a las redes. A raíz de esta carta, algunos medios dedicaron un espacio a reflexionar sobre el sentido de contarle al mundo a cada minuto lo que hacen los hijos e hijas. Se percibe en esta exposición de fotos de los niños, y en la descripción de sus hazañas, una especie de competencia absurda.
Todos solemos hablar de nuestros hijos y felicitarlos en las redes, pero nos estamos deteniendo en aquellos casos en los cuales hay fotos diarias y expresiones del tipo “te quiero más que a mi vida” a cada momento. Lo cual es absurdo, porque si el pequeño está allí, si no se trata de una maternidad o paternidad a distancia y es un/a bebé que ni siquiera lee, para qué colgarle mensajes en la red. Y si es para los demás, por qué pensar que al mundo le importa la relación de un hijo/a con su padre/madre.
Se trata de una necesidad exagerada de demostrar que “mis hijos/as son los/las mejores”. Circunstancias similares se dan en las reuniones femeninas, donde participar y no exponer al propio hijo parece significar condenarlo a la inexistencia. Ni que hablar de las chochas abuelas que desbaratan cualquier tertulia describiendo las monerías de sus nietos y tapando al primer desprevenido que se arrima con fotos, donde el mismo corroborará para su tranquilidad que se trata de niños y niñas como todos los demás. Desentrañar qué chip se activa en la madurez y convence a las abuelas de que su nieto es el único que hace lo que además hacen todos los niños, es tarea propia de una investigación.
Pero volvamos a hablar de los hijos/as y de los padres y madres. Es probable que, si nuestros hijos/a oyen que siempre los estamos promocionando, les creemos la necesidad de cumplir con nuestras expectativas, cosa de la que hablaremos más adelante. Pero hay otra posibilidad, y es que se vuelvan adictos a la alabanza, se acostumbren en el futuro a adaptar sus acciones a lo que se espera de ellos. Hasta puede que se convenzan de que el cariño depende de sus virtudes proclamadas, de ese modo se volverán menos espontáneos, originales y creativos.
Padres enamorados de sus hijos/as crían niños dependientes e inseguros, en algunos casos sumisos y en otros ocultos detrás de una fachada de prepotencia y desinterés por el prójimo. Se trata de jóvenes que no tendrán claro en qué consiste el amor familiar y tampoco podrán identificar el amor de pareja, por eso como adultos podrán presentar serias dificultades para independizarse material y psicológicamente. Algunos no lo lograrán jamás. Cuando se habla de una madre que ama al hijo o a la hija “por los dos” porque el padre ha desertado de su rol o ha muerto, hay que prestar atención. La ausencia de un progenitor no autoriza el exceso de amor hacia el hijo.
Las madres que dan a sus hijos e hijas un amor de madre adecuado, que tienen sus propias necesidades eróticas y maritales compensadas, que habilitan la separación entre las relaciones mujer-pareja y madre-hijo, asignándoles diferentes planos y funciones; preparan mejor a sus hijos para la vida. Los niños amados con un amor racional son más sanos, estables, extrovertidos y obtienen mejores resultados escolares; pero, sobre todo, son más felices. Porque crecen desde la estabilidad de un mundo donde los adultos que los rodean tienen su propia intimidad y participan de otro tipo de relaciones amorosas sin temer que su amor se gaste.
Los hijos e hijas bien amados resultan luego adultos maduros, saben amar y recibir amor sin exigir dedicación exclusiva ni atención constante. Se reconocen valiosos, no menos ni más que los demás, pero con talentos y disposiciones propias que saben fortalecer mediante el esfuerzo y el trabajo. Pueden subsistir sin tener la necesidad de mostrar en un escaparate sus logros, porque tienen conciencia de que todos los seres humanos obtienen triunfos y que evitar pregonarlos confirma que una persona no es lo que adquiere, sino lo que es.
Los padres y madres que aman bien a sus hijos les enseñan que lo importante es lo que somos, eso que no se expone públicamente, ni tiene sentido hacerlo, porque la opinión de los demás no es decisiva. De una crianza semejante resultarán individuos humildes y discretos que podrán compararse únicamente consigo mismos, con sus anteriores puntos de llegada, con sus objetivos pendientes y sus metas alcanzadas, para perfeccionarse y crecer como seres humanos. Todo lo cual nada tiene que ver con lo que se dice o muestra en un post o se vocifera hasta el hartazgo en el cumpleaños de una vecina.