Читать книгу Eso no puede pasar aquí - Sinclair Lewis, Sinclair Lewis - Страница 7

1

Оглавление

EL ELEGANTE comedor del Hotel Wessex, con sus escudos dorados de escayola y el mural que representaba a las famosas montañas Green, había sido reservado para la cena de las damas del Rotary Club de Fort Beulah.

Aquí, en Vermont, el evento no era tan pintoresco como podría haber sido en las praderas occidentales, pero también tenía sus atractivos: había una sátira en la que Medary Cole (molinero y propietario de una tienda de ultramarinos) y Louis Rotenstern (sastre por encargo, planchado y lavado) se hacían pasar por aquellos vermonteses históricos Brigham Young y Joseph Smith, y, con sus chistes sobre diversas esposas imaginarias, lanzaban cómicas indirectas a las damas presentes. Sin embargo, en esta ocasión reinaba la seriedad. Desde 1929, tras siete años de depresión económica, toda América estaba seria. Había pasado el tiempo suficiente desde la Gran Guerra de 1914-18 para que los jóvenes nacidos en el 17 estuvieran listos para ir a la universidad..., o a otra guerra, casi a cualquier guerra práctica.

Esta noche los temas que tocaban los rotarios no tenían nada de gracioso, al menos no de un modo evidente, pues se trataba de los discursos patrióticos del general de brigada retirado Herbert Y. Edgeways, estadounidense, que se entregaba con ira al tema: “La paz a través de la defensa. Millones para armamento, pero ni un céntimo para los homenajes”; y de la Sra. Adelaide Tarr Gimmitch, tan conocida por su valiente campaña anti-sufragista de 1919 como por haber mantenido a los soldados americanos fuera de los cafés franceses durante la Gran Guerra mediante el astuto truco de enviarles diez mil juegos de dominó.

Ningún patriota con conciencia social podía desdeñar sus recientes, aunque poco apreciados, esfuerzos por mantener la pureza del Hogar Americano, excluyendo de la industria cinematográfica a cualquier persona, actor, director o cámara que: a) se hubiera divorciado; b) hubiera nacido en algún país extranjero, excepto Gran Bretaña, pues la Sra. Gimmitch tenía en muy alta estima a la reina María, o c) se negara a jurar la bandera, la Constitución, la Biblia o cualquier otra de esas instituciones típicamente estadounidenses.

La cena anual de las damas era una reunión de lo más respetable; la flor y nata de Fort Beulah. La mayoría de las damas y más de la mitad de los caballeros vestían de etiqueta y se rumoreaba que, antes de la fiesta, el círculo más íntimo había degustado unos cócteles, servidos en secreto en la habitación 289 del hotel. Las mesas, dispuestas en tres lados de un cuadrado vacío, brillaban con velas, platos de cristal tallado llenos de golosinas y unas almendras algo duras, figuritas de Mickey Mouse, las típicas ruedas de latón de los rotarios y pequeñas banderas estadounidenses de seda clavadas en huevos duros pintados de color dorado. En la pared había una pancarta que rezaba: “El servicio a los demás por delante del interés propio”, y el menú (crema de apio, sopa de tomate, abadejo a la parrilla, croquetas de pollo, guisantes y helado de tuti fruti) estaba a la altura de la calidad del Hotel Wessex.

Todos escuchaban boquiabiertos. El general Edgeways estaba acabando su viril y mística divagación sobre el nacionalismo:

“... porque Estados Unidos, sola entre las grandes potencias, no quiere conquistar tierras extranjeras. Nuestra más alta aspiración es... ¡que nos dejen en paz de una maldita vez! La única relación auténtica que tenemos con Europa es la ardua tarea de tener que educar a las masas groseras e ignorantes que Europa exporta e intentar darles algo parecido a la cultura americana y las buenas maneras. Pero, como ya he explicado, tenemos que estar preparados para defender nuestras costas de todas las bandas extranjeras de mafiosos internacionales que se definen a sí mismas como ‘gobiernos’ y que, con una envidia tan enfermiza, tienen siempre su mirada puesta en nuestras minas inagotables, nuestros imponentes bosques, nuestras desmesuradas y opulentas ciudades, nuestros hermosos y extensos campos”.

“Por primera vez en toda la historia, una gran nación debe seguir armándose cada vez más. No para conquistar. No por envidia. ¡No para la guerra, sino para la paz! Recemos a Dios para que nunca sea necesario, pero si las naciones extranjeras no hacen caso a nuestras advertencias, surgirá, como cuando se sembraron los dientes del dragón proverbial1, un guerrero armado y valiente en cada metro cuadrado de estos Estados Unidos, cultivados y defendidos con tanto ardor por nuestros padres fundadores, en cuyas imágenes de espadas ceñidas debemos convertirnos..., ¡o pereceremos!”

El aplauso fue estruendoso. El “profesor” Emil Staubmeyer, director de escuela, saltó de su asiento para gritar: “¡Tres hurras por el general! ¡Hip, hip, hurra!”

Todos los miembros del público volvieron sus rostros resplandecientes hacia el general y el Sr. Staubmeyer; todos salvo un par de excéntricas mujeres pacifistas y un tal Doremus Jessup, editor del periódico Daily Informer de Fort Beulah y considerado en la localidad como “un tipo bastante listo, pero un tanto cínico”, quien susurró a su amigo el reverendo el Sr. Falck: “¡Nuestros padres fundadores hicieron un trabajo bastante discutible al cultivar con ardor algunos metros cuadrados de Arizona!”

El punto álgido de la cena fue el discurso de la Sra. Adelaide Tarr Gimmitch, conocida en todo el país como “la chica de los Unkies”, pues durante la Gran Guerra había abogado por llamar a nuestros muchachos de las Fuerzas Expedicionarias Estadounidenses “los Unkies”2. No se había limitado a darles dominós; de hecho, su primera idea había sido mucho más imaginativa. Quería enviar a cada soldado en el frente un canario en una jaula. ¡Imaginen lo que hubiera significado para ellos, acompañándoles y recordándoles al hogar y la madre! ¡Un pequeño y delicioso canario! Y, ¿quién sabe? ¡Quizá se les podría enseñar a cazar piojos!

Emocionada con la idea, consiguió entrar a la oficina del general del cuerpo de intendencia, pero ese estirado oficial con mente de máquina se negó (o más bien, rechazó a los pobres chicos, tan solos allí en el barro), murmurando como un cobarde no sé qué tonterías sobre la falta de transporte para canarios. Según dicen, sus ojos echaron chispas y se encaró al insolente chupatintas como una Juana de Arco con gafas, mientras “le decía cuatro verdades que no olvidaría en su vida”.

En aquella época, las mujeres realmente tenían oportunidades. Se las animaba para que mandaran a sus maridos, o a los maridos de cualquiera, a la guerra. La Sra. Gimmitch se dirigía a cualquier soldado que se encontrara (y ya se encargaba ella de conocer a cualquiera que se aventurara a menos de dos manzanas de su persona) como “mi queridísimo muchacho”. Según la leyenda, saludó de este modo a un coronel de los marines que estaba de permiso y este le contestó: “Nosotros, los queridísimos muchachos, estamos conociendo a muchas madres últimamente. Personalmente preferiría conocer a unas cuantas amantes más.” Y al parecer ella no dejó de hacer comentarios, excepto para toser, hasta una hora y diecisiete minutos después, según el reloj de pulsera del coronel.

Sin embargo, sus servicios sociales no se limitaban solo a las eras prehistóricas. Hace bien poco, en 1935, se puso manos a la obra para purificar el mundo del cine y, antes incluso, había defendido primero y luchado después contra la Ley Seca. Puesto que la habían obligado a votar, también había sido miembro de una comisión republicana en 1932 y enviaba diariamente al presidente Hoover un largo telegrama lleno de consejos.

Aunque, desgraciadamente, no tenía hijos, era apreciada como conferenciante y escritora sobre cultura infantil, y había publicado un volumen de canciones para niños que incluía el inmortal pareado:

Todos los gorditos duermen en filas,

Con lorcitas bajo las axilas.

Sin embargo, tanto en 1917 como en 1936, siempre estuvo afiliada a las Hijas de la Revolución Americana (D.A.R. en sus siglas inglesas).

La D.A.R. (pensó el cínico Doremus Jessup aquella noche) es una organización bastante confusa, tanto como la teosofía, la relatividad o el truco hindú de la cuerda y el niño que desaparece, y en realidad se parece a los tres. Está formada por mujeres que se pasan la mitad del día presumiendo de ser descendientes de los sediciosos colonos estadounidenses de 1776 y la otra mitad, mucho más fogosa, atacando a todos sus contemporáneos que creen exactamente en los principios por los cuales lucharon sus antepasados.

La D.A.R. (meditó Doremus) se ha convertido en una organización tan sacrosanta, tan imposible de criticar como la Iglesia católica o el Ejército de Salvación. Además, cabe destacar que ha proporcionado a la gente sensata numerosas ocasiones para disfrutar de sonoras e inocentes carcajadas, ya que se las ha ingeniado para ser tan ridícula como el Ku Klux Klan, desgraciadamente desaparecido, sin necesidad de llevar grandes capirotes ni camisones en público.

Así, si llamaban a la Sra. Adelaide Tarr Gimmitch para estimular la moral militar o para convencer a las sociedades corales lituanas de que comenzaran su programa con la canción patriótica “Columbia, the Gem of the Ocean”, siempre era en calidad de miembro de la D.A.R., cosa que se podía deducir fácilmente al escucharla con los rotarios de Fort Beulah en aquella alegre noche de mayo.

Era una mujer baja, rellenita y de nariz respingona. Su abundante cabellera gris (tenía sesenta años, la misma edad que el sarcástico editor Doremus Jessup) se podía apreciar debajo de su juvenil y flexible sombrero italiano de paja; llevaba un vestido estampado de seda con una enorme ristra de cuentas de cristal y una orquídea entre lirios del valle prendidos con alfileres sobre sus senos turgentes. Derrochaba simpatía hacia todos los hombres presentes: se les insinuaba sutilmente, los abrazaba y, con una voz que parecía llena de flautas y dulce como la salsa de chocolate, pronunció su discurso sobre: “Cómo ustedes, los chicos, pueden ayudarnos a nosotras, las chicas.”

Las mujeres, afirmó, no habían hecho nada con el voto. Si Estados Unidos le hubiera escuchado a ella en 1919, podría haberse ahorrado todas las molestias. No. Por supuesto que no. Nada de votos. De hecho, la mujer debe volver a ocupar su lugar en el hogar y, “como ha resaltado el Sr. Arthur Brisbane, gran escritor y científico, lo que debería hacer cualquier mujer es tener seis hijos”.

En ese mismo momento se produjo una interrupción vergonzosa, espantosa.

Una tal Lorinda Pike, viuda de un conocido pastor unitario, era la gerente de una gran casa rural llamada “La taberna del valle de Beulah”. Se trataba de una mujer más bien joven, con un aspecto engañoso de madona italiana, ojos tranquilos, un sedoso cabello castaño con raya en medio y una voz suave, teñida con frecuentes risas. Pero al hablar en público, su voz se volvía estridente y sus ojos se llenaban de una furia lamentable. Se la consideraba la gruñona del pueblo, la cascarrabias. Se metía constantemente en asuntos que no eran de su incumbencia y en las reuniones municipales criticaba cualquier tema importante relacionado con el condado: las tarifas de la compañía eléctrica, los salarios de los maestros, la censura de los libros para la biblioteca pública que realizaba la Asociación Ministerial de manera totalmente altruista, etc. Ahora, en este momento, cuando todo debía ser radiante y lleno de amor por el prójimo, la Sra. Lorinda Pike rompió el hechizo, mofándose de la siguiente manera:

“¡Un aplauso para Brisbane! Pero, ¿qué hace una pobre chica si no puede pescar a un hombre? ¿Tener seis hijos fuera del matrimonio?”

Entonces, el caballo de batalla que llevaba dentro Gimmitch, veterana en cientos de campañas contra los rojos subversivos, y entrenada para neutralizar, mediante la ridiculización, la cantinela hipócrita de los bocazas socialistas y devolverles el escarnio, pasó a la acción con gallardía:

“Mi querida amiga, si una chica, como usted la llama, posee verdadero encanto y feminidad no tendrá que ‘pescar’ a ningún hombre; ¡los encontrará haciendo cola a tropel en su propia puerta!” (Risas y aplausos.)

La metomentodo del pueblo solo había conseguido despertar la vehemencia pasional de la Sra. Gimmitch. Ya no abrazaba a nadie y fue directamente al grano:

“En verdad os digo, queridos amigos, que el problema en este país es que muchos de sus habitantes son egoístas. De los ciento veinte millones de estadounidenses, el noventa y cinco por ciento solo piensan en sí mismos, ¡en lugar de recurrir y ayudar a los empresarios responsables para que nos devuelvan la prosperidad! ¡Todos esos sindicatos corruptos y egoístas! ¡Avariciosos! ¡Solo piensan en cuántos salarios pueden arrancarle a su desafortunado patrón, con la de responsabilidades que este tiene que soportar!”

“¡Lo que este país necesita es disciplina! La paz es un sueño maravilloso..., ¡pero a veces quizá sea una quimera inalcanzable! No estoy tan segura..., quizá esto les sorprenda, pero quiero que me escuchen como a una mujer que les revelará la auténtica verdad, en lugar de soltarles un discurso empalagoso y sentimental. ¡No estoy segura de que tengamos que participar otra vez en una guerra de verdad para aprender un poco de disciplina! No queremos todas esas intelectualidades elitistas ni todos esos libros. No es que estén mal en su propia área, pero, ¿no son, después de todo, más que un juguete entretenido para los adultos? No. Si este gran país quiere mantener su elevada posición en el Congreso de las Naciones, lo que todos nosotros debemos fomentar es la disciplina. La fuerza de voluntad. ¡El carácter!”

Luego se giró con gracia hacia el general Edgeways y se rio:

“Nos acaba de contar cómo podemos garantizar la paz, pero..., ¡venga, general!, entre nosotros, rotarios y rotarias, ¡admítalo! Con su gran experiencia, ¿no piensa sinceramente que quizá, solo quizá, cuando un país se ha vuelto loco por el dinero, como todos nuestros sindicatos y trabajadores con su propaganda para aumentar los impuestos sobre la renta (para que los ahorradores y trabajadores tengan que pagar por los vagos), entonces, quizá, una guerra venga bien para salvar sus almas holgazanas y forjarles algo el carácter? ¡Venga, muéstrenos de qué pasta está hecho, general!”

A continuación, se sentó dramáticamente y los aplausos llenaron la sala como una nube de suaves plumas. El público gritó: “¡Venga, general! ¡Levántese!” y “Le ha puesto en evidencia, ¿qué va a hacer?” o solo un tolerante “¡Arriba, general!”.

El general era bajo y redondo; su cara roja, suave como el culito de un bebé, estaba adornada con unas gafas de montura de oro blanco. Sin embargo, ofreció el resoplido autosuficiente de los militares y una sonrisa viril.

“Bueno, señores”, dijo mientras soltaba una carcajada de pie y agitaba su dedo índice a la Sra. Gimmitch de manera amistosa, “como ustedes están empeñados en sacarle los secretos a este pobre soldado, mejor será que confiese que, aunque detesto la guerra, pienso que existen cosas peores. ¡Ay, amigos míos, mucho peores! ¡Como un Estado de supuesta paz, donde las organizaciones laborales están llenas de conceptos enfermizos que se transmiten como gérmenes desde la Rusia roja y anarquista! Un Estado donde los profesores universitarios, los periodistas y los escritores famosos están promulgando en secreto esos mismos ataques sediciosos... ¡contra la antigua y espléndida Constitución! Un estado en el cual, al ser alimentado con estas drogas mentales, ¡el pueblo es flojo, cobarde, codicioso y carente del fiero orgullo del guerrero! ¡Un estado así es mucho peor que la guerra más monstruosa!”.

“Supongo que, quizás, algunas de las cosas que dije en mi anterior discurso resultaban un poco obvias y ‘manidas’, como decíamos cuando mi brigada estaba acuartelada en Inglaterra. ¿Que Estados Unidos solo quiere paz y no meterse en los líos extranjeros? ¡No! Lo que realmente me gustaría que hiciéramos es salir y decirle a todo el mundo: ‘Bueno chicos, ya no importa el aspecto moral del asunto. ¡Tenemos poder! ¡Y el poder no necesita excusas!’”

“No admiro todo lo que Alemania e Italia han hecho, pero hay que reconocer que han sido lo suficientemente sinceros y realistas como para decir a las otras naciones: ‘Ocupaos de vuestros propios asuntos, ¿de acuerdo? ¡Nosotros tenemos fuerza y voluntad, y para cualquiera que posea esas cualidades divinas, usarlas constituye no solo un derecho, sino un deber!’ Nadie en este mundo de Dios ha amado nunca a un debilucho, ¡ni siquiera él mismo se ama!”

“¡Y yo les traigo buenas noticias! Este evangelio de fuerza limpia y agresiva se está extendiendo por todo el país entre los jóvenes más selectos. Hoy en día, en 1936, menos del 7% de las instituciones universitarias carecen de unidades de entrenamiento militar bajo una disciplina tan rigurosa como las de los nazis. Y, aunque en el pasado las autoridades las imponían, ahora son los jóvenes fuertes los que exigen el derecho a que les adiestren en las virtudes y habilidades bélicas. También cabe destacar que a las chicas, con su instrucción en enfermería, producción de máscaras de gas, etc., no les falta ni una pizca del entusiasmo de sus hermanos. ¡Y todos los profesores realmente inteligentes están con ellos!”

“Aquí, hace solo tres años, un porcentaje de estudiantes asquerosamente amplio estaba formado por descarados pacifistas que querían apuñalar a su propio país por la espalda. Pero ahora, cuando los desvergonzados payasos y los defensores del comunismo intentan celebrar reuniones pacifistas..., bueno, amigos míos, en los últimos cinco meses, desde el uno de enero, al menos setenta y seis de estas orgías exhibicionistas han sido asaltadas por sus propios compañeros. Y al menos cincuenta y nueve estudiantes rojos y desleales han recibido su justo merecido: ¡les dieron una paliza tan brutal que nunca volverán a izar la bandera manchada de sangre del anarquismo en este país libre! ¡Y eso, amigos míos, son BUENAS NOTICIAS!”

Cuando el general se sentó, entre un éxtasis de aplausos, la alborotadora del pueblo, la Sra. Lorinda Pike, se puso en pie de un salto y volvió a interrumpir el festín de amor:

“Escuche, Sr. Edgeways, si usted cree que puede quedarse tan fresco después de estos sádicos disparates sin...”

No pudo decir ni una palabra más. Francis Tasbrough, el dueño de la cantera y el industrial más importante de Fort Beulah, se levantó presuntuosamente, hizo callar a Lorinda con un brazo extendido y retumbó con su voz de bajo al estilo del himno “Jerusalem, the Golden”: “¡Un momento, por favor, querida señora! Todos nosotros en esta región nos hemos acostumbrado a sus principios políticos. Pero, como presidente, lamentablemente es mi deber recordarle que el general Edgeways y la Sra. Gimmitch han sido invitados por el club para que nos expresen sus puntos de vista, mientras que usted, si me disculpa, ni siquiera está emparentada con ningún rotario, sino que se encuentra aquí simplemente como invitada del reverendo Falck, quien nos honra con su presencia más que cualquier otro miembro. Por tanto, si no le importa... ¡Muchas gracias, señora!”

Lorinda Pike se había dejado caer en la silla con la palabra en la boca. El Sr. Francis Tasbrough no se dejó caer; se sentó como el arzobispo de Canterbury en el trono arzobispal.

Doremus Jessup saltó para calmar a todos, pues era amigo íntimo de Lorinda y, desde su más tierna infancia, había jugado con Francis Tasbrough y le había detestado.

Aunque Doremus Jessup, editor del Daily Informer, era un hombre de negocios competente y un redactor de editoriales ingenioso y directo al más puro estilo de Nueva Inglaterra, todavía se le consideraba el excéntrico más destacado de Fort Beulah. Formaba parte de la junta de la escuela y la junta de la biblioteca, y presentaba a gente como Oswald Garrison Villard, Norman Thomas y el almirante Byrd cuando acudían a la población para dar conferencias.

Jessup era un hombre bastante bajo, flaco, sonriente, bien bronceado, con un diminuto bigote gris y una plateada barbita bien recortada (en una comunidad en que lucir una barba equivalía a confesarse granjero, veterano de la Guerra Civil o adventista del séptimo día). Sus detractores afirmaban que llevaba la barba solo para parecer “intelectual” y “diferente”, para aparentar ser un “artista”. Quizá tuvieran razón. De todas maneras, Jessup se levantó de un salto y murmuró:

“Bueno, Dios los cría y ellos se juntan. Mi amiga, la Sra. Pike, debería saber que la libertad de expresión se convierte en libertinaje cuando se atreve a criticar al Ejército, discrepa con la D.A.R. o aboga por los derechos del populacho. Por tanto, Lorinda, creo que deberías disculparte al general, al que deberías estar agradecida por explicarnos lo que las clases gobernantes de este país realmente quieren. Venga, querida amiga, levántate y pide disculpas”

Miraba a Lorinda con severidad, pero aun así, Medary Cole, el presidente del club, se preguntó si Doremus no les estaba tomando el pelo. Ya lo había hecho antes. Sí, no, quizá estuviera equivocado, dado que la Sra. Lorinda Pike estaba diciendo alegremente (sin levantarse): “¡Oh, sí! ¡Mis disculpas, general! ¡Gracias por su revelador discurso!”

El general levantó su mano regordeta (con un anillo masónico y otro de la academia militar de West Point, en sus dedos gordos como salchichas), hizo una reverencia como Galahad o un jefe de camareros y gritó con una virilidad digna de una plaza de armas: “¡No se preocupe, señora! A nosotros los veteranos nunca nos molesta una pelea sana. Nos alegra que a alguien le interesen nuestras estúpidas ideas lo suficiente como para picarse con nosotros. ¡Ja, ja, ja!”

Todo el mundo se rio y reinó la dulzura. La programación se cerró con Louis Rotenstern, que interpretó una serie de cancioncillas patrióticas: “Marching through Georgia”, “Tenting on the Old Campground”, “Dixie”, “Old Black Joe” y “I’m Only a Poor Cowboy and I Know I Done Wrong”.

Todos en Fort Beulah consideraban a Louis Rotenstern “un buen tipo”, una casta por debajo del “verdadero caballero a la antigua usanza”. A Doremus Jessup le gustaba ir a pescar y a cazar perdices con él y consideraba que ningún sastre de la Quinta Avenida podía hacer un traje de milrayas con más gusto. Sin embargo, Louis era un patriota chovinista. Con bastante frecuencia explicaba que no eran él ni su padre los que habían nacido en el gueto de la Polonia prusiana, sino su abuelo (cuyo apellido, según sospechaba Doremus, había sido algo menos elegante y nórdico que Rotenstern). Los héroes de bolsillo de Louis eran Calvin Coolidge, Leonard Wood, Dwight L. Moody y el almirante Dewey (y Dewey era un vermontés nato, se alegraba Louis, que había nacido en Flatbush, Long Island).

No solo era estadounidense al 100%, también conseguía arrancar un 40% de interés chovinista al capital neto. En numerosas ocasiones se le podía escuchar diciendo: “Deberíamos mantener a todos esos extranjeros fuera del país. Tanto a los judíos como a los espaguetis, a los desgraciados del este de Europa y los chinitos.” Louis estaba totalmente convencido de que si los políticos ignorantes mantuvieran sus sucias manos alejadas de la banca, la bolsa de valores y el horario laboral de los dependientes en los grandes almacenes, entonces todos los habitantes del país sacarían tajada como beneficiarios del crecimiento del mundo de los negocios y todos ellos (incluidos los vendedores al por menor) serían ricos, como Aga Khan.

Por tanto, Louis puso en sus melodías no solo su ardiente voz de solista de Bydgoszcz, sino todo su fervor nacionalista, con lo que todo el mundo se unió a él en los estribillos, en especial la Sra. Adelaide Tarr Gimmitch, con su famosa voz de contralto parecida a la de los tipos que anunciaban los trenes.

La cena se disolvió entre alegres adioses que sonaban como cataratas. Doremus Jessup masculló a su querida esposa Emma (un alma sólida, bondadosa y preocupada a la que le gustaba tejer, hacer solitarios y leer las novelas de Kathleen Norris): “¿Hice mal en inmiscuirme de ese modo?”

“¡Oh, no, Dormouse! Hiciste bien. Le tengo mucho cariño a Lorinda Pike, pero, ¿por qué tiene que alardear de todas sus ridículas ideas socialistas?”

“¡Vieja conservadora!”, respondió Doremus. “¿No quieres invitar a la Gimmitch, ese elefante asiático, para que venga a casa y se tome una copa con nosotros?”

“¡Claro que no!”, afirmó Emma Jessup.

Al final, mientras los rotarios iban saliendo y se distribuían en grupos entre los innumerables automóviles, fue Frank Tasbrough quien invitó a los hombres más selectos, incluido Doremus, a su casa para una fiesta posterior a la reunión.

Eso no puede pasar aquí

Подняться наверх