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ОглавлениеMIENTRAS LLEVABA a su mujer a casa y subía Pleasant Hill hacia la residencia de Tasbrough, Doremus Jessup reflexionó sobre el patriotismo epidémico del general Edgeways. Sin embargo, al poco rato lo dejó para quedarse absorto en las colinas, como había sido su costumbre durante los cincuenta y tres años (de los sesenta que tenía) que había vivido en Fort Beulah, en el estado de Vermont.
Aunque oficialmente se trataba de una ciudad, Fort Beulah era un cómodo pueblo formado por edificios de ladrillo rojo antiguo, viejos talleres de granito y casas de listones blancos de madera o pizarra gris, con unos pocos bungalows petulantes, modernos y pequeños de color amarillo o marrón claro. Tenía poca industria: un pequeño molino de lana, una fábrica de puertas y otra de surtidores. El granito, que constituía su producción principal, provenía de las canteras a cuatro millas de distancia; en Fort Beulah mismo solo estaban las oficinas..., todo el dinero... y las precarias casuchas de la mayoría de los trabajadores de las canteras. Era una población de quizá diez mil almas, que vivían en unos veinte mil cuerpos; la proporción de posesión de almas quizá sea demasiado alta.
Solo había algo parecido a un rascacielos en el pueblo: el edificio Tasbrough de seis plantas, donde estaban situadas las oficinas de las Canteras de Granito Tasbrough & Scarlett, las del Dr. Fowler Greenhill (yerno de Doremus) y su socio el anciano Dr. Olmsted, así como las del abogado Mungo Kitterick, Harry Kindermann (representante de sirope de arce y productos lácteos) y otros treinta o cuarenta “samuráis” del pueblo.
Era una población relajada y somnolienta; una población que rezumaba seguridad y tradición y seguía creyendo en el Día de Acción de Gracias, el 4 de julio y el Día de los Caídos en la Guerra, y en la que el primero de mayo no era una ocasión para montar desfiles de trabajadores, sino para distribuir pequeñas cestas de flores.
Era una noche de mayo, de finales de mayo de 1936, con la luna casi llena. La casa de Doremus estaba a una milla del centro de Fort Beulah, en Pleasant Hill, un espolón que salía de la oscura e imponente masa del monte Terror como una mano extendida. En las crestas, muy por encima de él, podía adivinar los prados típicos de las tierras altas y la luna brillando entre los bosques de píceas, arces y álamos; por debajo, a medida que su automóvil iba subiendo, se veía el arroyo Ethan que fluía a través de los prados. Bosques profundos, imponentes baluartes montañosos, un aire puro como agua de manantial y apacibles casas de tablas de madera que recordaban a la guerra de 1812 y a la niñez de aquellos vermonteses errantes, como Stephen A. Douglas (el “pequeño gigante”), Hiram Powers, Thaddeus Stevens, Brigham Young y el presidente Chester Alan Arthur.
“No. Powers y Arthur eran unos debiluchos”, reflexionó Doremus. “Pero Douglas, Thad Stevens y Brigham, ese viejo semental...
¡Me pregunto si estamos criando algún paladín como aquellos resistentes diablos cascarrabias de antaño! ¿Se estarán criando en algún lugar de Nueva Inglaterra? ¿En algún lugar de América? ¿En algún lugar del mundo? Ellos sí que tenían agallas. Independencia. Hacían y pensaban lo que querían y todo el mundo podía irse al infierno. Los jóvenes de hoy en día... Bueno, los pilotos de aviones tienen bastante coraje. Los físicos, esos doctores de veinticinco años que violan el átomo inviolable, son auténticos pioneros. Pero la mayoría de los jóvenes actuales no tienen personalidad. Van a toda velocidad pero no se dirigen a ninguna parte. ¡Ni siquiera tienen suficiente imaginación como para querer ir a algún lugar! Consiguen su música moviendo un dial. Sacan sus frases de los cómics, en lugar de leer a Shakespeare, la Biblia, Veblen o el viejo Bill Sumner. ¡Fondones que solo comen papilla! ¡Como ese pedante cachorro, Malcolm Tasbrough, que anda rondando a Sissy! ¡Ah!”
“¿No sería horroroso si ese estirado de Edgeways y Gimmitch (esa Mae West de la política) tuvieran razón y realmente necesitáramos todos esos trucos militares, y quizá una estúpida guerra (para conquistar cualquier país húmedo y caluroso que no querríamos ni regalado), para inyectarles algo de entereza y vigor a estas marionetas a las que llamamos hijos nuestros? ¡Ah!”
“Pero, ¡diablos! ¡Estos montes! Como las murallas de un castillo. Y este aire... ¡Que se queden con sus Cotswolds, sus montañas Harz y sus montañas Rocosas! Doremus Jessup: ¡todo un patriota topográfico! Y además soy un...”
“Dormouse, ¿te importaría conducir por el carril derecho de la carretera? ¡Al menos en las curvas!”, rogó su esposa apaciblemente1.
Un pequeño valle de las tierras altas y neblina bajo la luna; un velo de niebla sobre las flores de los manzanos y los pesados ramilletes de un antiguo arbusto de lilas situado junto a las ruinas de una granja... Imágenes grabadas durante estos sesenta años y pico.
El Sr. Francis Tasbrough era el presidente, director general y principal propietario de las Canteras de Granito Tasbrough & Scarlett, en West Beulah, a cuatro millas de Fort Beulah. Era rico, persuasivo y constantemente tenía problemas con los trabajadores. Vivía en una casa georgiana de ladrillo en Pleasant Hill, un poco más allá de la de Doremus Jessup; dentro albergaba un bar privado tan lujoso como el de cualquier director de publicidad de empresa de automóviles en el próspero barrio de Grosse Point (Detroit). No era el ambiente tradicional propio de Nueva Inglaterra ni el de la zona católica de Boston. Frank presumía de que, aunque su familia había vivido en Nueva Inglaterra durante seis generaciones, él no era un yanqui estricto, excepto en su eficacia y su arte para vender: todo un ejecutivo empresarial panamericano.
Era un hombre alto con bigote rubio y una voz enérgica pero monótona. Tenía cincuenta y cuatro años, seis menos que Doremus Jessup. Cuando era un niño de cuatro años, Doremus le había protegido de las consecuencias derivadas de su mala costumbre, especialmente detestable, que consistía en golpear a los otros chicos pequeños en la cabeza con objetos, todo tipo de objetos, desde palos y camiones de juguete hasta fiambreras y excrementos secos de vaca.
Esta noche, después de la cena de los rotarios, estaban reunidos en su bar privado el propio Frank, Doremus Jessup, el molinero Medary Cole, el director de escuelas Emil Staubmeyer, R. C. Crowley (Roscoe Conkling Crowley, el banquero más importante de Fort Beulah) y, aunque resulte sorprendente, el reverendo Falck, el pastor episcopaliano de Tasbrough, con sus manos de anciano tan delicadas como la porcelana, su pelo salvaje, blanco y suave como la seda, y su rostro espiritual que denotaba haber llevado una buena vida. El Sr. Falck provenía de una sólida familia neoyorquina y había estudiado en Edimburgo y Oxford, así como en el Seminario Teológico General de Nueva York. Aparte del propio Doremus, no había nadie en el valle de Beulah que se refugiara con más satisfacción en las montañas.
El bar había sido decorado profesionalmente por un joven caballero neoyorquino que era interiorista y tenía la peculiar costumbre de quedarse de pie, con la palma de la mano apoyada en la cadera. Contaba con una barra de acero inoxidable, ilustraciones enmarcadas de La Vie Parisienne, mesas plateadas de metal y sillas de aluminio cromado, con cojines de cuero escarlata.
Todos ellos, excepto Tasbrough, Medary Cole (un trepador social para el que los favores de Frank Tasbrough eran como miel e higos maduros) y el “profesor” Emil Staubmeyer, se sentían incómodos en esta elegante jaula de loros, pero a ninguno, incluido el Sr. Falck, parecía desagradarle la soda, el excelente whisky escocés ni los sándwiches de sardinas de Frank.
“Me pregunto si a Thad Stevens le hubiera gustado esto”, pensó Doremus. “Habría gruñido como un viejo lince acorralado. ¡Pero seguro que no habría dicho ni mu acerca del whisky!”
“Doremus”, preguntó Tasbrough, “¿por qué no lo entiendes de una vez? Todos estos años te has divertido mucho criticando. Siempre contra el Gobierno, tomándole el pelo a todo el mundo y haciéndote pasar por un tipo tan liberal, que podría soportar a todos esos elementos subversivos. Ya es hora de que dejes de jugar con ideas locas. ¡Ven y únete a la familia! Esta es una época delicada. Probablemente haya veintiocho millones de personas que reciben ayudas del Estado y el asunto está empezando a ponerse feo; ahora, todos creen que tienen derecho a ser mantenidos.”
“Y los comunistas y financieros judíos están conspirando entre ellos para controlar el país. Puedo entender que, de joven, pudieras mostrar un poco de solidaridad por los sindicatos e incluso por los judíos. Aunque, como bien sabes, nunca podré perdonarte del todo por ponerte del lado de los huelguistas cuando esos matones intentaron arruinarme el negocio, incendiando mis talleres de pulido y tallado. ¡Pero si incluso te llevabas bien con ese asesino extranjero llamado Karl Pascal, que inició toda la huelga! ¡Cómo disfruté despidiéndole cuando todo acabó!”
“Pero bueno, esos mafiosos del mercado laboral se están juntando ahora con los líderes comunistas y están decididos a dirigir el país; ¡a decirnos a la gente como yo cómo tenemos que dirigir nuestros negocios! Y como dijo el general Edgeways, se negarán a servir al país si nos vemos arrastrados a cualquier guerra. ¡Sí, señores! Estamos en una época muy delicada y ya es hora de que te dejes de charlas y te unas a los ciudadanos realmente responsables”
Doremus respondió: “Bueno, sí. Estoy de acuerdo en que es una época delicada. Con todo el descontento que se palpa en el país entero, perfecto para arrastrarle al cargo, ese senador Windrip tiene una oportunidad excelente para ser elegido presidente el próximo noviembre y, si sale elegido, probablemente su panda de buitres nos meterá en alguna guerra, aunque solo sea para fomentar su orgullo demente y mostrarle al mundo que somos la nación más machota del planeta. Y entonces a mí (el liberal) y a ti (el plutócrata y conservador falso) nos darán el paseíllo y nos fusilarán a las tres de la madrugada. ¡Ya verás qué delicado!”
“¡Anda! ¡Estás exagerando!”, replicó R. C. Crowley.
Doremus continuó: “Si el obispo Prang, nuestro Savonarola particular en Cadillac, pone al público de su programa de radio y a su Liga de Hombres Olvidados del lado de Buzz Windrip, este ganará. La gente creerá que le está votando para fomentar más seguridad económica. ¡Y entonces llegará el reinado del terror! Dios sabe que se han dado pruebas suficientes de que podemos tener una tiranía en Estados Unidos: el arreglo de los aparceros en el sur, las condiciones laborales de los mineros y productores de tejidos y el haber tenido a Mooney tantos años en la cárcel. ¡Pero espera hasta que Windrip nos enseñe cómo hacerlo con ametralladoras! La democracia (aquí, en Gran Bretaña y en Francia) no ha producido una esclavitud tan triste como la del nazismo en Alemania, ni un materialismo tan hipócrita y represor de la imaginación como el de Rusia; aunque haya fabricado industriales como tú, Frank, y banqueros como tú, R. C., y os haya concedido demasiado poder y dinero. En general, con excepciones vergonzosas, la democracia ha otorgado al trabajador común más dignidad de la que tuvo nunca. Puede que esto se vea amenazado ahora por Windrip, por todos los Windrips. ¡De acuerdo! Quizá tengamos que luchar contra una dictadura paternalista con un buen parricidio: metralletas contra metralletas. Esperad a que Buzz se haga cargo de nosotros. ¡Será una verdadera dictadura fascista!”
“¡Tonterías, tonterías!”, gruñó Tasbrough. “Eso no podría pasar aquí, en Estados Unidos. ¡De ninguna manera! Somos un país de hombres libres.”
“La respuesta a tu afirmación”, sugirió Doremus Jessup, “si el Sr. Falck me lo permite, es ‘¡y un cuerno que no!’. ¡Anda! No existe un país en el mundo que se pueda poner más histérico (¡sí, e incluso volverse más servil!) que Estados Unidos. Mirad cómo Huey Long se convirtió en el monarca absoluto de Luisiana y cómo el honorable senador Berzelius Windrip es dueño de su estado. Escuchad al obispo Prang y al padre Coughlin en la radio: ¡oráculos sagrados para millones de personas! ¿Recordáis con qué indiferencia han aceptado la mayoría de los estadounidenses la corrupción demócrata de Tammany Hall, las bandas mafiosas de Chicago y la falta de honestidad de muchos de los cargos designados por el presidente Harding? ¿Pueden ser peores los grupos de Hitler o de Windrip? ¿Os acordáis del Ku Klux Klan? ¿Y de nuestra histeria durante la guerra, cuando llamábamos ‘repollo Libertad’ al chucrut y hubo gente que incluso propuso llamar a la rubeola, ‘sarampión Libertad’?2 ¿Y de la censura de la prensa honesta durante la guerra? ¡Tan horrible como en Rusia! ¿Recordáis cómo besábamos los pies de Billy Sunday, el evangelista del millón de dólares, y de Aimée McPherson, quien, según decía, nadó desde el océano Pacífico hasta el desierto de Arizona y consiguió salirse con la suya? ¿Os acordáis de Voliva y la madre Eddy? ¿Y qué me decís de nuestro miedo a los rojos y los católicos, cuando toda la gente bien informada sabía que los miembros de la O.G.P.U. (policía política soviética) estaban escondidos en Oskaloosa y que los republicanos en contra de Al Smith les habían contado a los montañeses de Carolina que si Al ganaba, el Papa haría que sus hijos fueran ilegítimos? ¿Os acordáis de Tom Heflin y Tom Dixon? ¿Y cuando los legisladores paletos de ciertos estados, obedeciendo a William Jennings Bryan (que aprendió biología gracias a su anciana abuela beata), se establecieron como experimentados científicos e hicieron que el resto del mundo se partiera de risa prohibiendo la enseñanza de la teoría de la evolución? ¿Y recordáis a la escuadra nocturna de vigilantes en Kentucky? ¿Y cuántos trenes llenos de gente han ido a disfrutar de los linchamientos? ¿Que no puede pasar aquí? La Ley Seca consistió en abatir a gente a tiros solo porque quizá transportaban alcohol. ¡No, eso no podría pasar en Estados Unidos! ¿En qué otra época de la historia ha estado un pueblo tan preparado para una dictadura como el nuestro? Ahora mismo estamos listos para iniciar una cruzada infantil, aunque con adultos. ¡Y los excelentísimos reverendos Windrip y Prang están preparados para liderarla!”
“Bueno, ¿y qué si lo están?”, protestó R. C. Crowley. “Quizá no sea algo tan malo. No me gustan todos esos ataques constantes e irresponsables contra nosotros, los banqueros. Por supuesto, el senador Windrip tiene que fingir públicamente que reta a los bancos pero, en cuanto llegue al poder, les dará su merecida influencia en la administración y seguirá nuestro asesoramiento financiero. Sí. ¿Por qué te asusta tanto la palabra ‘fascismo’?, Doremus. Es solo una palabra, ¡una palabra! Y quizá no sea algo tan malo, con la cantidad de vagos que tenemos hoy en día mendigando ayudas estatales y viviendo de mis impuestos y los tuyos. Al menos no es peor que tener a un hombre fuerte de verdad, como Hitler o Mussolini (o como Napoleón o Bismarck en los buenos tiempos), que dirija el país de verdad, para que sea eficiente y próspero de nuevo. En otras palabras, un médico que no aguante insolencias, sino que realmente mande al paciente y le haga ponerse bien, ¡tanto si le gusta como si no!”
“¡Sí!”, corroboró Emil Staubmeyer. “¿No salvó Hitler a Alemania de la plaga roja del marxismo? Tengo primos allí. ¡Yo sé lo que pasó!”
“Ajá...”, dijo Doremus, pues era una expresión que usaba a menudo. “¡Curar los males de la democracia con los males del fascismo! Curiosa terapia. He oído decir que curan la sífilis administrando malaria al paciente, ¡pero nunca escuché que curaran la malaria administrándole sífilis!”
“¿Te parece que ese es un lenguaje apropiado en presencia del reverendo Falck?”, bramó Tasbrough.
El Sr. Falck saltó: “¡Creo que es un lenguaje bastante apropiado y una explicación muy interesante, hermano Jessup!”
“Además”, finalizó Tasbrough, “de todas maneras, es una tontería seguir hablando tanto sobre el tema. Como dice Crowley, quizá nos venga bien tener un hombre fuerte al mando, pero eso no puede ocurrir aquí, en Estados Unidos.”
Y a Doremus le pareció que los labios del reverendo Falck se movían lentamente y formaban las siguientes palabras: “¡Y un cuerno que no!”