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Pioneros del
Coworking

Ahora están de moda los lugares de coworking, donde se puede compartir el espacio para trabajar y quizá, si hay vocación, también colaborar. Sin embargo, algunos cafés de Buenos Aires ya funcionaban de ese modo en otras épocas. Uno de ellos era La Perla del Once, en la esquina de Rivadavia y Jujuy.

En la década del 20, Jorge Luis Borges, todavía muy joven, se encontraba allí cada sábado con otros escritores para escuchar a Macedonio Fernández. Luego, en la década del 60, los primeros grupos de rock nacional se juntaban a componer y tocar. Cuenta la leyenda que, en el baño de La Perla, Tanguito y Litto Nebbia compusieron “La Balsa”. También León Gieco menciona ese bar en su canción “Los salieris de Charly”. Y hace pocos años, La Perla del Once fue declarada Sitio de Interés Cultural de la Ciudad de Buenos Aires.

Pero en la época en que yo estudiaba medicina, cuando llegaba fin de año, con los tremendos finales de diciembre, La Perla era el reducto donde nos encontrábamos muchos estudiantes de medicina y de ciencias económicas para preparar los exámenes. Era un enorme local y, en el gran salón del costado, alrededor de cada mesa cuadrada de madera oscura, se sentaban cuatro estudiantes. Cada una tenía sus okupas fijos, y si la perdías era imposible conseguir otra.

Nos repartíamos en tres turnos de ocho horas: los madrugadores, que estudiaban de seis de la mañana hasta las dos de la tarde, los de la tarde, que entraban a las dos y se iban a las diez de la noche, y los nocheros, desde las diez hasta las seis de la mañana. Ese era mi grupo, el de la noche.

A las seis de la mañana, muertos de sueño, no nos entraba un concepto más ni un café más. Pero había que aguantar la mesa hasta que llegaran los de las seis, frescos y dispuestos a encarar las siguientes ocho horas. Dejar libre la mesa hubiera sido una traición imperdonable.

El problema eran los libros, pesados y de tapa dura. El de cada materia, los de consulta y la pila de apuntes. La mudanza se hacía cada vez más pesada. En la mesa no cabían y, además, había que dejar el espacio libre para el grupo siguiente. Hasta que un día, uno de los mozos, un señor gallego mayor, siempre sonriente, capaz de servirnos un café o dos por noche y dejarnos ocupar la mesa durante las ocho horas, nos ofreció guardarlos detrás del mostrador. Así, cuando nos retirábamos a las seis, le dejábamos a él todos los libros. Los escondía hasta que volvíamos a las diez de la noche, cuando los recuperábamos para seguir estudiando.

Mi grupo en ese momento era de segundo año de medicina, pero en la mesa de al lado estudiaban los de tercero y en otra, los de cuarto. Cuando teníamos una duda íbamos, libro en mano, a preguntarles, y los expertos nos asesoraban y aclaraban las dificultades.

Era así todo diciembre, hasta el día veintiocho, cuando se rendían los últimos finales, siempre entre Navidad y Año Nuevo.

A veces, al sonar las doce, en alguna mesa amiga se celebraba un cumpleaños. Allí cerrábamos los libros, juntábamos tres o cuatro mesas en una que se convertía en larga y, con un par de cervezas y unos platitos con maníes, nos regalábamos un recreo de media hora. Enseguida, las mesas volvían a sus respectivos lugares y ¡A seguir estudiando!

El evento más importante, y loco sin duda, era la Nochebuena. Tan esencial para las familias y tan secundario para nosotros que sólo podíamos pensar en el examen final. Pero había que cumplir. A las once de la noche dejábamos los libros sobre la mesa y cada uno se iba a su casa a brindar con la familia. A la una de la mañana estábamos todos de vuelta en el bar, con alguna copa encima y un pedazo de pan dulce para compartir. ¡A estudiar, que solo faltan tres días!

Los bares de Buenos Aires se prestaban para eso y más, ya que es una costumbre muy nuestra sentarnos a charlar en los cafés, compartiendo discusiones, proyectos y confidencias.

Además, a muchos de los estudiantes nos gustaba reunirnos en los bares, básicamente porque no era fácil estudiar solos ni juntar demasiada gente en una casa. Pero también porque habíamos descubierto las ventajas de tener cerca a otros estudiantes, que terminaban siendo una consultoría informal para chequear lo que no entendíamos de los textos.

La Perla del Once fue uno de esos lugares realmente genuinos donde se instaló la modalidad del coworking cuando esa palabra ni siquiera existía.

Éramos apenas un grupo de jóvenes colaborando, participando, interactuando con los otros, prestando libros, contestando preguntas, generando una comunidad de aprendizaje compartido.

La prodigiosa trama

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