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Siete

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La invitación para la fiesta de los Wellingham que tendría lugar diez días después causó un auténtico revuelo en la casa de los Dromorne por más de una razón.

Las dos jóvenes lanzaron un grito de júbilo, y ambas comenzaron a imaginarse qué vestido conseguiría llamar la atención del enigmático Wellingham más joven.

Martin Westbury decidió rechazar la invitación por su parte, pero insistió en que su esposa acompañara a sus sobrinas y su hermana porque hacía mucho tiempo que nadie los invitaba a esa clase de reuniones de primer orden. No es que Martin clasificase las cosas de acuerdo con axiomas tan estrictos y rígidos, pero tenía que considerar el futuro de las hijas de su hermana y que las jóvenes tuvieran que quedarse en Londres otra Temporada más empezaba a pasarle factura con toda la actividad social que ello requería.

Eleanor por su parte se quedó muda de asombro, incapaz de comprender el porqué de aquella invitación.

Esperaba ser persona non grata a los ojos de lady Beatrice-Maude después de lo ocurrido en el parque, y resulta que ahora le enviaba una invitación a una fiesta organizada por las personas más solicitadas de toda la buena sociedad de Londres. El temor que había despertado en ella era atroz.

—Sophie y Margaret deben ir, por supuesto — razonó, y le sorprendió que Martin alzase una mano.

—Diana y tú debéis acompañarlas, querida. Es lo correcto.

—Yo estaré encantada de cederle el puesto a Diana. Además, yo no podría dejar a Florencia durante dos días.

—Florencia tiene a su querida niñera y yo últimamente estoy mucho mejor, así que estoy seguro de que sería una estupenda oportunidad para todos nosotros —le guiñó un ojo a su hermana—. Para asegurarnos de que estamos a la altura, tendréis que ir a la modista a que os vista para la ocasión.

Tal declaración valió otra ronda de exclamaciones de júbilo, hasta tal punto que Eleanor no pudo dejar de sonreír al ver la cara de Margaret. En aquel momento llegó Florencia y Eleanor la recibió con los brazos abiertos.

—¿Lo pastaste bien ayer, Florencia? —preguntó Margaret con una sonrisa.

—Estuvimos viendo unos cachorritos. Me lamían las manos y me seguían a todas partes. ¿Podríamos traernos uno a casa, mami, aunque fuera sólo unos días?

Un rayo de sol que entró por la ventana reverberó en su pelo plateado.

—Ya sabes que papá se pondría malito si entrase un perro en casa, tesoro.

—¿Y no podríamos tenerlo en el jardín? La amiga de tía Diana dice que sí que podría.

—En invierno pasaría mucho frío mientras tú estarías calentita en tu cama.

Ojalá Martin la ayudase en aquella batalla con su hija, pero la energía de que había hecho gala cinco minutos antes, había desaparecido, dejando en su lugar su habitual aire de agotamiento. Incluso los huevos revueltos del desayuno parecían demasiado para él aquella mañana. Una punzada de preocupación le traspasó la garganta y sus propias preocupaciones le parecieron egoístas ante su enfermedad.

—¿Quieres que le pida al doctor que venga a verte, Martin? Ya sabes que nos ha dicho cien veces que lo llamemos siempre que nos haga falta.

Su marido negó con la cabeza y cerró los ojos, y Eleanor lo miró alarmada. La niña se volvió rápidamente a mirar a su madre y ella intentó serenarse. El médico les había dicho que su estado era estable y que el deterioro que tan palpable le resultaba a ella se había ralentizado. Quería buscar una segunda opinión pero Martin no quería ni oír hablar del asunto.

Abrazó a Florencia y respiró hondo el aroma de las rosas del jarrón azul que adornaba la mesa. Luego, haciendo acopio de valor, se unió a la conversación de Margaret y Sophie sobre la modista que más les gustaba y sobre cuáles serían los entretenimientos del fin de semana.

—Dicen que Beaconsmeade es una casa preciosa y que lord Taris Wellingham tiene estabulados allí a sus mejores caballos.

Sophie parecía disponer de una cantidad de información que Eleanor ni siquiera imaginaba.

—Entonces puede que haya ocasión de montar porque Cristo Wellingham es un magnífico jinete —intervino Margaret—. Me llevaré el traje de montar.

La alegría de ambas jóvenes provocó en Eleanor una sensación de pérdida.

¿Cuándo había sido joven ella? Embarazada a los dieciocho y casada antes de los veinte. Y ahora que su vigésimo cuarto cumpleaños se acercaba se sentía vieja antes de tiempo. Nunca sabría lo que era un beso robado, o el flirteo de un abanico en un salón de baile, reducidas ambas cosas a la imaginación o a algún capítulo de las novelas románticas que tomaba prestadas a veces en la biblioteca.

Beaconsmeade se transformó de pronto en un error al que se veía irremediablemente abocada. Si a Cristo Wellingham se le antojaba alguna de sus preciosas sobrinas, ¿qué ocurriría? Toda una vida intentando no tocarle, no quedarse a solas con él, cuidando de que la verdad de su año perdido pudiese llegar a ser del dominio público y una simple mirada fuera de lugar podría hacer añicos su vida.

Qué fácil era.

Alzó la mirada y se encontró con los ojos de Martin y con aquella forma suya tan particular de ver a través de las personas.

—Un penique por tus pensamientos —le dijo con una sonrisa, pero él no contestó. La melancolía que se iba apoderando de él a medida que avanzaban las semanas parecía aún más intensa en aquella estancia llena de sol, rosas y jóvenes expectativas.

La noche caía sobre la tierra mientras Cristo cabalgaba hacia la orilla a mayor velocidad de la que el buen juicio aconsejaba, con la respiración de su caballo como vaharadas de niebla.

¡Por fin en Falder! ¡Por fin en casa! Había decidido acudir solo y tarde con el fin de encontrar el castillo vacío y que el viaje le resultase más fácil. Tenía pensado volver a Londres por la mañana, después de haberse pasado por las tierras de los Graveson.

Sin embargo, el océano parecía darle la bienvenida, con la espuma de una tormenta ya distante cubriendo las piedras y humedeciendo el viento, retumbando en la distancia. Se sonrió al pensar en la fragilidad de todo cuanto el mar podía lanzarle en aquel momento; sólo sus ondas para lamerle los pies a Demeter mientras galopaba, devorando millas. Falder Castle quedaba ya lejos, a su espalda, y sus numerosas torres se teñían de rosa con los últimos rayos de sol y la luna en cuarto creciente estaba escondida aún tras las nubes altas coloreadas de rojo.

La rabia que sentía había ido transformándose en algo más parecido a la resignación ante lo inevitable y aquella libertad sin cortapisas había ido calmando la furia que le había asaltado desde que tocase la mano de Eleanor Westbury.

No iba a ser suya. Jamás lo sería.

Había vuelto a casa para ser la persona que una vez fue, hijo, hermano, lord, y no para destrozar hogares o partirle el corazón a alguien. El recuerdo de París debía quedar así, olvidado, enterrado bajo la necesidad de supervivencia y cordura. Demasiados años ya había permitido que la otra cara de su propia persona gobernase todos sus actos; tanto si era por el bien de la humanidad o por el de su propia persona, ya que había llegado a un punto en el que no podía distinguir cuál de los dos le importaba en realidad, sus incursiones en la codicia y la falsedad le habían permitido llegar a la conclusión de que todo importaba. Espiar para Inglaterra había estado a punto de costarle la cordura, obligándole a acompañarse durante años de personas con las que de ningún modo podía tener la camaradería de que habría disfrutado en su ambiente. Sin embargo, había considerado el sacrificio como un precio a pagar por redimirse de su irreflexión y embridarla en beneficio de Inglaterra, de su protección y soberanía. Había sido un verdadero alivio que el ministerio de Asuntos Exteriores le hubiera liberado de sus obligaciones con la clausura de aquel expediente.

Frenó su caballo y se detuvo a contemplar cómo la luz de las aguas más tranquilas de la Return Home Bay eran un reflejo perfecto del cielo. La pesada carga que eran para él su apellido y su herencia eran los cimientos sobre los que se había edificado todo lo ocurrido en su vida.

Recordó cómo Nigel había perdido la vida con la sangre que se escapaba a borbotones de su cuerpo y la suya propia en la cubierta del barco que como en una pesadilla le había arrancado de Londres, apartándole de la ira y la condena de su padre. La sangre de otras almas en París se mezclaba también allí, amparada por la política y su oscura venganza. A veces había matado inocentes para después acallar sus remordimientos y vestir el pecado de patriótica virtud. A veces por las noches recordaba sus rostros, su última expresión de terror grabada para siempre en su memoria. La venganza de aquellos fantasmas era implacable y su arrepentimiento crecía con el paso de los meses.

Desmontó, se agacho a por una piedra y la lanzó sobre la superficie del agua como había aprendido a hacer siendo niño. ¡Dios, cuántos errores cometidos!

El tiempo retrocedió de pronto y se encontró en la escalera de entrada a casa de los padres de Nigel con la noticia de la muerte de un hijo preparada en los labios, pero sólo hasta que la puerta se abrió y el hombre que apareció al otro lado resultó ser el mismo que les había disparado inesperadamente desde el puente que había tras el camposanto de la ciudad.

Dar a entender que le había reconocido fue fatal para Cristo, y aunque se planteó echar a correr, ya era para entonces demasiado tarde. El tío de Nigel había declarado haber visto a los muchachos utilizando armas para practicar la puntería, y cuando Cristo se lo rebatió, el hombre se revolvió furioso y achacó al alcohol que los dos muchachos habían consumido su falta de memoria. Un accidente era, al fin y al cabo, una fatalidad y a nadie había que destrozarle la vida por ello.

Cristo volvió a Londres aquella misma noche para contarle a su padre la versión auténtica de los hechos, pero Ashborne se negó a creerle y le desterró a Francia obligándole a embarcar con la siguiente marea. Con el rechazo de su padre, las falsedades del tío de Nigel y una reputación que no era precisamente buena, embarcó en aquel navío sin apenas haber cumplido los diecinueve años pero con todas las tribulaciones del mundo sobre los hombros.

Recordar las palabras de Eleanor le hizo estremecerse.

«Sabed que ya os habéis llevado una buena parte de la felicidad de mi familia».

Otro pecado. ¡Y otra condena!

Falder parecía hablarle con la sabiduría de generaciones empapando sus tierras, transmitiéndole un enriquecedor mensaje de prudencia que contenía el peso de sus ancestros que se encarnaba de nuevo en el presente y más allá, su cuerpo sólo era un receptáculo de su tutela que se extendería durante el mísero número de años que Dios le hubiera destinado vivir.

Veintiocho habían pasado ya, malgastados muchos de ellos en la búsqueda de una justicia que nunca había logrado alcanzar. Un nómada. Un desconocido. Un amante. Un espía. Un hombre con una lista de rostros tan interminable como el mar y tan cambiante. Pero ahora quería permanencia. Volvió a agacharse y tomó un puñado de arena, que dejó escapar a continuación entre los dedos en aquella orilla familiar para él, conocida y querida.

Los ojos se le llenaron de lágrimas y se los limpió con la manga de la chaqueta sorprendido por la intensidad del amor que le inspiraba aquel lugar. Luego se arrodilló en aquella tierra viva y palpitante y oró en voz alta:

—Perdóname, Padre, porque he pecado…

Eleanor vio a lord Cristo en el parque unos días más tarde. Su cabeza sobresalía unos cuantos centímetros por encima de aquellos que le acompañaban y el tejido de su chaqueta dibujaba a la perfección la anchura de sus hombros. Fue un alivio que estuviera mirando para otro lado, porque de ese modo tuvo la posibilidad de tomar otro camino que la condujera lejos de él. El sol arrancaba de su pelo todos los matices de dorado y plata, largo como lo llevaba más allá del cuello de la chaqueta. Girando la alianza de casada que llevaba en la mano lo recordó bajo las caricias de su mano, antes de que la culpabilidad bloquease el recuerdo y le acelerara los latidos del corazón.

Tiró levemente del ala de su sombrero para no seguir mirando. Había dormido mal aquellos últimos días. Sueños y pesadillas se habían entremezclado con la pasión prohibida, lo que la había obligada acudir a la iglesia a primera hora de la mañana para rezar pidiendo alivio para aquellos pecados de la carne. La imagen de Jesús crucificado realizada en el vidrio de colores le resultó un vívido recordatorio de lo que podía ocurrirle si llegaba a conocerse su indiscreción. El término elegido le hizo sonreír, porque la verdad de su ruina y de su pérdida era mucho más brutal.

Dos botas marrones y brillantes le cortaron inesperadamente el paso y supo a quién pertenecían antes de levantar la cabeza.

—Señora.

Cristo Wellingham la había saludado. A la luz del sol sus ojos eran mucho más claros de lo que ella los recordaba.

Unos hermosos ojos… ¡los de su hija!

La conexión la empujó a deshacerse del miedo y a espolear su determinación. Pidió a su doncella que se apartase un momento, caminó hasta la protección de una fila de olmos y se detuvo allí.

No había nadie a la vista excepto su doncella, y un poco más allá dos hombres a los que no conocía, de modo que respiró hondo para tomar aliento.

—Vuestra cuñada ha tenido la amabilidad de enviarnos una invitación a una soirée en Beaconsmeade. ¿Lo sabíais?

Él contestó que no con la cabeza.

—Nadie mejor que vos sabe que no puedo asistir.

—¿Porque podría poner en compromiso al personaje público que tan cuidadosamente habéis construido?

Su mirada de ira e incertidumbre le hizo dar un paso hacia atrás.

—¿Estáis felizmente casada, lady Dromorne?

El barniz de buena educación que había fingido de vuelta en Inglaterra resultó de pronto mucho menos obvio. Eleanor sintió en la boca el sabor al miedo como nunca antes, porque en el ámbar frío de sus ojos detectó algo que había visto en los propios a lo largo de aquellos últimos días: añoranza.

Una añoranza que ni siquiera la ira, la alerta o el buen juicio habían conseguido arrancarle. Permaneció allí muda de pie ante el caos de pérdida que los separaba y que se reflejaba en cada aliento que tomaba.

«Dile que sí, que estás felizmente casada. Dile que amas a tu marido, tu vida y el lugar que ocupas en el mundo, y que cualquier interferencia sería mal recibida e inaceptable. Dile que se vaya y que no mire atrás. Déjale claro que lo que ocurrió entre vosotros fue tan repugnante que no quieres volver a recordarlo».

Abrió la boca pero volvió a cerrarla, y la brisa del verano se coló entre ellos y le revolvió la seda del vestido acariciándole la piel del mismo modo en que él lo hizo una vez, despertando la pasión, desatando la lujuria.

Ni siquiera por Florencia fue capaz de pronunciar aquellas palabras.

—Reuníos conmigo esta noche. Tengo una residencia aquí, en Londres…

Fue él quien habló.

Arrancada violentamente del pasado al presente, aquel zafio intento de seducción fue mucho más fácil de contrarrestar.

No se podía creer que le hubiera propuesto algo semejante allí, a plena luz del día. Un hombre que podía dar al traste con su buen nombre por un simple capricho.

—Mi marido me quiere, lord Cristo, y yo soy una esposa que alaba la lealtad.

—En ese caso, tocadme.

Ella lo miró atónita.

—Tocadme y demostradme que no queda nada en absoluto entre nosotros.

Eleanor apretó los puños.

—Los impulsos de la carne son efímeros, monseigneur —le dijo, utilizando deliberadamente aquel título—. El honor, la confianza y el deber son los principios en los que se basa la vida de cualquier mujer razonable que se precie de serlo.

—¿Y vos sois razonable?

—Mucho.

Inesperadamente él dio tres pasos hacia atrás.

—La lógica y la razón no son ni la sombra de lo que es la pasión, ma chérie. Si bajaseis la guardia sólo un instante, la verdad de cuanto os negáis sería para vos una verdadera revelación.

—Creo que no deberías presumir que sabéis algo de mi fidelidad. Mi vida ha cambiado por completo desde París y soy una mujer que aprende bien de sus errores.

—¿Errores? —repitió, paladeando la palabra como si quisiera comprender bien su naturaleza antes de contestar—. La noche que compartimos no es para mí ni un error ni una equivocación. De hecho, si hubiera de calificarla, algo que parece que vos deseáis hacer, habría escogido algo completamente diferente.

El brillo de sus ojos era tan carnal y lascivo que Eleanor se imaginó sin dificultad lo que pensaba.

Conteniendo un brote de impaciencia, permaneció allí con la cabeza baja mientras él se alejaba y se perdía tras la siguiente esquina.

Todo había quedado claro entre ellos: su relación había sido únicamente una cuestión carnal, fácilmente duplicable en una habitación de alquiler por horas.

Se dio la vuelta y contempló a los patos en la superficie del lago en sus reducidos grupos familiares. Madre, padre y crías. Como debía ser. Como había sido diseñado y planeado. Florencia sabía quiénes eran sus padres y sin Martin era probable que no hubiera conseguido volver a Inglaterra. Días oscuros y solitarios. Días en los que se preguntaba si no habría sido más fácil dejar de existir. Respiró hondo para recuperar la compostura y que el cuadro que tenía ante los ojos recuperara la forma. Los árboles, los pájaros, los caminos, la gente que paseaba y el claqueo distante de los caballos.

Una buena vida, sin mancha y completa. Una vida de verdad. La suya.

Sin aventuras y puede que también sin pasión, pero segura, prudente y cierta.

Con un gesto de la mano le indicó a su doncella que siguiera caminando, sin prestar atención a la pregunta que vio asomarse a sus ojos al tomar el camino de casa, borroso por las lágrimas. La desilusión imprimía a su paso cierta tensión casi tan irreal como su honor, disuelto bajo el sentido de las palabras de Cristo Wellingham.

«Reuníos conmigo esta noche. Tengo una residencia aquí, en Londres…»

Sólo eso. Nada más que eso.

Las palabras reverberaban en el solitario corredor de su esperanza, señalándole con amargura que se trataba de un hombre al que en realidad no conocía. Todo había terminado entre ellos. Todo. Las uñas se le clavaron en la palma de la mano hasta que por fin las abrió y dejó que el aire aliviara el escozor.

Noche prohibida - Delicioso engaño

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