Читать книгу Noche prohibida - Delicioso engaño - Sophia James - Страница 6
Dos
Оглавление—¿Quién sois? —repitió Cristo, sosteniendo el medallón en la mano y con la voz incierta. Detestaba el miedo que estaba viendo en su rostro. Ojalá la hubiera dejado allí y se hubiera limitado a salir hasta que se marchara. Pero la vida había dejado de ser sencilla para él. Beraud se la había llevado. ¿Y si aquella mujer sabía algo de su pasado? Durante años había mantenido a salvo sus secretos, pero tras haberse apoderado de su doncellez sentía que le debía algo.
Pasó otro minuto y otro más, pero ella seguía sin hablar, y la furia goteaba como el pus de una herida infectada.
Decidió valorar sus opciones.
No parecía dispuesta a hablar y él ya no sentía necesidad de conseguir que lo hiciera. Temblaba porque el fuego se había apagado hacía rato y el frío de aquellos primeros días del noviembre parisino se había colado en su cámara.
Desplegó un edredón de plumas de ganso que tenía en una silla y la cubrió con él. Un pie se le quedó fuera y lo cubrió.
Las primeras luces del alba empezaban a despejar la habitación y las campanas del Sacré Coeur reverberaban en aquellas almas que aún creían en la bondad de Nuestra Señora. Rascó una cerilla para encender un puro y sus volutas de humo ascendieron por la rácana claridad, otro recordatorio más de en qué se había convertido.
—Mon Dieu, et quel bordel tout ceci.
«Dios mío, en qué lío de mil demonios estoy metido».
Vio que el edredón se movía. La joven intentaba incorporarse.
—¿Seríais tan amable de darme algo de beber? Oír aquellas palabras le hizo palidecer porque la dignidad que palpitaba en ellas era innegable. Le sirvió una copa y aunque ella le dio las gracias, él siguió sin poder emplazar su acento.
—¿Por qué estáis aquí?
Ella siguió sin querer hablar, pero al ver unos reflejos de culpabilidad brillar en sus ojos claros sintió que su sentimiento de culpa crecía también.
—No sabía que no habíais conocido varón — le dijo intentando explicarse—. En este lugar nunca hay inocentes y cuando me he dado cuenta de que vos lo erais, ya se había hecho demasiado tarde.
A duras penas podía calificarse de disculpa, pero no era capaz de nada más.
—En ese caso, ¿me dejaréis marchar, monsieur?
Ojalá la hubiera sacado de allí antes de que la necesidad de su cuerpo hubiera sido ingobernable.
—¿Dónde están vuestras ropas?
—Abajo. Tomé una copa… más de una.
—¿Llegasteis con las… con otras mujeres? Ella asintió.
—¿Y la cadena?
—Se la regaló a mi tía un caballero inglés al que había servido bien. Una baratija que no era de su gusto. A mí sí me gustaba y ella me dijo que si la acompañaba esta noche podría quedármela, si la noche salía tal y como esperaba…
—¿Vuestra tía es una de las mujeres que hay abajo?
Ante tal explicación Cristo apretó el medallón en la mano y sintió que el escudo de armas labrado en él se le clavaba en la palma. ¿Era posible tal coincidencia? Tras casi una vida de engaños sabía que no podía ser el caso. ¿Conseguiría hacerla hablar ahora que estaba ya más sobria? El corazón le latía desaforado al preguntarse lo que Beraud podía haber intuido sobre el significado que ocultaba aquella divisa.
«Sigue hablando», se dijo Eleanor cuando la niebla de la bebida que le habían obligado a ingerir empezaba a despejarse y comprendía que tenía que sobrevivir. El terciopelo oscuro de sus iris se había vuelto más intenso. Sólo era para él una prostituta que comerciaba en un mercado al que podía acudir en innumerables ocasiones puesto que la mercancía podía ofrecerse muchas veces, tan poco valiosa la primera vez como la vigésima.
Tenía que intentar ver si aún podría salir de allí con su nombre intacto.
—No creo ni una palabra de cuanto decís. ¿Trabajáis para Beraud?
—¿Beraud?
—De la policía de París. El hombre que os envió a mi habitación.
—No sé quién es. Yo vine aquí con mi tía y… Le impidió seguir hablando con tal sólo alzar la mano.
—Mentís, mademoiselle, y quiero saber por qué. O a lo mejor preferís uniros a los de abajo y continuar con vuestro comercio —sugirió, levantándose de la silla y acercándose a la ventana—. Podríais obtener unos ingresos extras con el tipo que os trajo aquí. Sin duda se mostraba muy interesado.
El miedo se hizo palpable en su voz.
—Creo que preferiría quedarme con vos, monsieur.
Su sonrisa estaba desprovista de humor.
—Tened cuidado, ma cherie, de expresar tales deseos, porque son muchos en este juego los que no os ofrecerán el lujo de daros a elegir.
Eleanor apretó los puños bajo el edredón. «Como vos no me lo habéis dado». Estuvo a punto de decir.
Una perdida.
La palabra había quedado escrita con la sangre que había manchado las sábanas y la risa que provenía del piso de abajo parecía burlarse del silencio que había entre ellos, de la extrañeza. Le vio tomar una copa para volver a dejarla boca abajo, sin usar.
Isobel la había puesto sobre aviso de la intemperancia de los hombres como aquél cuando llegó a París, pero las cautas advertencias de su amiga habían quedado sepultadas por la necesidad. Su abuelo le había dado instrucciones para que se asegurara de que aquella carta llegase a las manos adecuadas.
—El conde de Caviglione en el Château Giraudon. Entrégale este carta sólo a él, hija mía— le había dicho una y otra vez, mientras su vida se apagaba—. Sólo a él. Prométeme que lo harás así, porque es un buen hombre, en el que se puede confiar y necesita saber la verdad.
Con qué inocencia se había imaginado que podría sin más plantarse ante la puerta del Château Giraudon y preguntar por su señor, o esperar la dignidad y el decoro que los hombres honorables de la corte de Inglaterra le habrían dispensado. Su vestido estaba un poco ajado, pero la peluca era de las mejores y se la había comprado justo antes de salir de Londres. Quizás se debiera a la presencia de las mujeres instaladas allí, sus ropas de colores y sus generosos bustos lo que había provocado la ilusión de algo que allí, en París, debía ser normal.
Les había costado menos de una hora a la gente de la planta baja conseguir que bebiera más coñac que en toda su vida junta mientras esperaba, esforzándose por no mostrar el nerviosismo que sentía.
Dios, si el conde hubiera aparecido antes le habría entregado la misiva y se habría marchado sin más como pretendía. Una nieta fiel a su abuelo que cumplía con una de sus últimas voluntades. ¿Y ahora? No se atrevía a hacer nada que pudiera despertar todavía más las sospechas de aquel hombre con todo lo que había pasado entre ellos, porque si llegase a descubrir su verdadero nombre…
La incipiente luz del amanecer le iluminaba el perfil. Era casi tan joven como ella, y al menos eso la satisfizo un poco.
—¿De dónde sois?
Sus palabras contenían la desconfianza y la precaución de alguien acostumbrado a la traición. Le vio posar la mano derecha sobre el muslo y reparó en que le faltaba el dedo meñique.
—¿Habláis inglés?
Había cambio de idioma y su acento era pura aristocracia. El cambio la hizo ponerse a la defensiva ante aquel velo de misterio que ocultaba la verdad. ¿Quién era? ¿Por qué le preguntaba eso? Tragó saliva antes de contestar.
—Pardon, monsieur, no entiendo lo que dice. Intentó que sus palabras sonaran con la cadencia de las criadas de Bornehaven, el francés provenzal tan fácil de imitar. Las líneas de sus hombros se relajaron.
—El sur queda muy lejos de París, ma petite. Si necesitáis dinero para volver a casa…
Saltaba con suma facilidad del inglés al francés.
Contestó que no con la cabeza. Aceptar dinero sería quedar en deuda, y ya que carecía de cualquier cosa que sirviera para comerciar excepto su cuerpo, tenía que andarse con cuidado.
—Pues si estáis decidida a quedaros en la ciudad, a lo mejor podemos llegar a un acuerdo vos y yo.
El fuego de su mirada la estaba calcinando.
Eleanor se apretó contra el cabecero de la cama cuando le vio acercarse.
—¿Acuerdo?
—Vuestro modo de trabajo es, digamos… inseguro. Yo podría ofreceros un futuro menos incierto.
—¿Incierto?
Él se echó a reír. Tenía unos dientes muy blancos y Eleanor reconoció el poder de la belleza, intenso e innegable, que los ojos de él parecían definir con arrogancia y autoridad. No era un hombre al que se pudiera tomar a la ligera, pero no era el exterior lo que la tenía casi hipnotizada, con una especie de tristeza oculta tras el desenfado con el que se comportaba.
Se detuvo frente a ella y le pasó el pulgar por la mejilla. Sin fuerza. El corazón se le aceleró.
—Aunque si de verdad deseáis que pare, mademoiselle, lo haré.
Y hablaba en serio. El honor afloraba en los lugares más inesperados, se dijo, y el silencio se extendió entre ellos.
Debería apartarse. Debería decir que no con la cabeza y ponerle punto final a todo, pero estaba presa de sus ojos, con los pezones endurecidos y el deseo agarrado al vientre.
¡El conde de Caviglione!
Su abuelo le había dicho que era un buen hombre, digno de confianza, un hombre relacionado con el duque de Carisbrook…
El que hace un cesto, hace ciento, se dijo.
¿Qué más daba cuando la urgencia que sentía su cuerpo era irresistible y el daño ya era irreparable?
No se inmutó cuando él apartó la sábana para dejar sus pechos al descubierto, el frío sumándose al deseo.
La colcha era de color vino cosida con hilo de oro, y sintió sus pequeños montículos cuando él fue deslizando la mano hasta llegar a su cuello. Encima de la cama había una red de gasa sujeta con un lazo a una pieza pintada en plata antigua. Más arriba de todo ello había un espejo que captaba sus movimientos a través de un velo de muselina en el que se podía ver el perfil de sus senos.
El reflejo del hombre que tenía sentado a su lado, con aquellos ojos tan negros como la noche y su magnetismo le dejaba pocas posibilidades de rechazarlo. El pelo le llegaba más allá de los hombros, era casi de hebras de plata y alargó la mano para tocarlo.
Él sonrió sin falsa modestia y los distantes sonidos de un París que despertaba les llegaban muy lejos.
—¿Cuántos años tenéis?
—Dieciocho.
Él le hizo volver la pierna hacia la luz.
—¿Qué es esto?
Los círculos de piel quemada le dolieron al contacto.
—Es que no quería que me desnudaran.
—El pudor en una prostituta es poco habitual.
—Es que tenía frío.
Se echó a reír, en aquella ocasión con libertad. De un cajón de la mesilla sacó un paño limpio que untó en un ungüento que tenía en una lata y se lo aplicó cuidadosamente, lo que apaciguó el dolor. Cuando terminó no apartó la mano sino que la deslizó por su pierna. La piel se le erizó.
—¿Cuánto os han pagado?
La pregunta fue casi una caricia.
Ella permaneció en silencio. No tenía la más remota idea de a cuánto podía ascender la remuneración que percibiese una dama de la noche.
—Lo triplico.
—¿Y si me niego?
—No lo haréis.
Un inesperado griterío la sobresaltó.
—La fiesta seguirá aún durante algunas horas —le dijo él—. Y las señoritas de Beraud son bastante inquietas. Elegid, ma petite.
Ella le tomó la mano, delgada y elegante, de uñas perfectas y limpias.
—Estoy a vuestro servicio, monseigneur. Había oído a algunas de las mujeres de la planta baja utilizar esa frase en los salones del Château Giraudon. Su seguridad radicaba en lo bien que fuese capaz de interpretar su papel, y se humedeció los labios con la lengua del mismo modo que hacían las mujeres de abajo, despacio, mirándolo directamente.
Sus ojos eran miles de veces más sabios que él, con aquel chocolate derritiéndose sobre destellos de ámbar. El peligro, la distancia y el férreo control, la despreocupación de la juventud a pesar de la amenaza… decidió correr el riesgo con aquellas manos y aquellas palabras de un hombre que no había disculpado los actos de otro que le había hecho daño.
—En lugar de un pago os pediría una promesa. La escuchaba muy quieto.
—La promesa de que cuando llegue el día me facilitaréis la salida de este lugar en vuestro carruaje y me dejaréis ir donde me plazca sin hacerme preguntas.
Él asintió.
—¿Escaparéis a París, mademoiselle?
Se limitó a sonreír mientras él apartaba el cobertor y una de las plumas blancas del relleno se salía e iba a parar sobre su vientre. Se inclinó para soplarla y cuando su cálida respiración le rozó la piel sintió que se quedaba sin aliento. Un latigazo de pasión le hundió la cabeza en la almohada e hizo que la sangre le latiera en los oídos, nublando cualquier otra percepción excepto el deseo que le palpitaba por cada poro de la piel.
—Quizás os esté causando un perjuicio, ma petite, permitiendo que dejéis París y una profesión que parece ser vuestro medio natural —concluyó con una sonrisa descarada, al tiempo que dejaba caer el cobertor de la cama al suelo.
No debería haber seguido adelante con aquel juego, pensaba Cristo, pero sus palabras ofreciéndole todo habían sido para él un poderoso afrodisíaco:
«Estoy a vuestro servicio».
Con veintitrés años que tenía ya no podía decir que fuese un santo, y si el demonio iba a tentarle para que entrase en el infierno, estaba dispuesto a correr el riesgo. Estaba listo y rebosante de deseo, y el perfil de su erección se dibujaba nítidamente en los pantalones de un modo casi… desesperado.
Ojalá se le hubiera ocurrido ocultarlo, ocultar el poder que ella tenía sobre su cuerpo, pero no podía hacerlo ya; además el reloj había dado las siete y el momento de cumplir su promesa de libertad se acercaba.
—¿Cómo os llamáis?
De pronto sintió la necesidad de conocer parte de la verdad.
—Jeanne.
Lo dijo tan en voz baja que apenas lo oyó. ¿Jeanne?
Escribió las letras de su nombre con la lengua en su vientre y luego con un dedo. El vello de su brazo derecho se erizó, y reparó en que no era tan pálido como el de su cabello, sino casi castaño. Vio cómo sus pezones se enardecían al contacto con sus manos y el palpitar de su pulso en la garganta se aceleró bajo las últimas pecas de verano.
Tan delicada y tan frágil; sólo una muchacha al borde de la edad adulta. Deslizó la mano hacia abajo para llegar a la unión de sus piernas, húmeda, caliente y cerrada.
Siguió luego por sus muslos y la curva de las caderas, haciéndola reconocer con su exploración lo hermosa que era. No sólo una prostituta, la distracción de una noche o una moneda de cambio.
Sus labios se entreabrieron y la respiración se le aceleró al volver a acercarse a su centro para abandonarlo en el último momento y no satisfacer aún su deseo. Pero lo sintió. Lo sintió en el modo en que sus caderas se elevaron y su carne se inflamó de necesidad.
El sudor le perlaba la piel encima de la boca y la frente antes de que acercara los labios a la unión de sus piernas.
Aquella vez sí que gritó por la sorpresa al sentir que su lengua la acariciaba, paladeando el buen vino que manaba de aquel lugar, y sintió que se aferraba a sus cabellos reteniéndole allí como la llama retiene a la polilla.
El fuego de la juventud, el sexo y la pasión. La lujuria de cien días de abstinencia y muchos años de cautela. El recuerdo de lo que era sentirse libre. Bebió de todo ello como un hombre que saliera del desierto hasta que lo único que quedó fue ella.
Su piel. Su olor. La sensación de tener sus manos enredadas en el pelo, reteniéndolo.
—Jeanne —musitó, y cuando no vio reconocimiento alguno en sus ojos azules, supo que aquél no era su verdadero nombre.
Pero no podía importarle porque ella estaba allí, y él estaba allí, y su sangre en las sábanas era más real que cualquier falsedad.
Moldeó sus pechos con la palma de la mano y apretó con suavidad, y su abundancia se escapó entre el pulgar y el índice. En aquello no era una niña.
Se acercó a su rostro y reteniéndolo entre las manos la besó en la boca, sorprendiéndose a sí mismo con aquel deseo, y cuando su resistencia se hundió, lo sintió como una bendición. Su lengua, sus mejillas, su rostro en las manos volviéndose hacia él, su sabiduría frente a ella, la certeza, la necesidad de poseer, de retener, de afirmar.
Cuando se desabrochó los pantalones y la colocó en su regazo, ella no se resistió, y sintió el extremo de su sexo detenerse un segundo antes de penetrarla, recibió con agrado el dolor apoyando la cabeza en su hombro. Rindiéndose. Plegándose. Todo olvidado excepto la pesada rigidez de su miembro dentro de su cuerpo.
—Ah, cariño…
Tenía la frente húmeda de sudor pegada a sus senos. Eleanor se había dejado llevar por su experiencia, por su delicadeza, por su modo de hacer crecer el deseo de ella junto con el propio hasta que no les quedó lugar alguno adonde huir excepto al dominio de la fantasía y el placer, del supremo alivio del orgasmo.
La mantuvo abrazada contra su pecho acariciándole la espalda mientras los ruidos de fuera iban haciéndose presentes. Su camisa del mejor lino estaba empapada en sudor y ella se preguntó por qué no se habría desprendido de ella. Quizá por las cicatrices que había notado en su espalda al abrazarlo.
Atrapada en un mundo en el que no cabía nadie más, se volvió más osada y trazó las formas de su oreja con la lengua como él le había hecho antes.
Él contuvo la respiración y el olor que emanó de ambos resultó intenso y penetrante, un lazo más que los unió, otra sensación indescriptible.
Cristo dejó que fuese ella quien liderara aquella vez, dejándola hacer. Le gustaba cómo le abordaba con delicadeza, extendiendo la palma de la mano sobre su pecho y con la erección presionándole con fuerza en el vientre.
Cuando lo rodeó con la otra mano y él se quedó inmóvil, ella la retiró de inmediato, pero Cristo volvió a guiarla donde estaba.
Quería moverse, quería tumbarla y colocarse sobre ella, que sus senos le rozaran el pecho, pero ella lo retuvo como estaba.
—Dios, ayúdame —susurró, en inglés aquella vez, signo inequívoco de hasta qué punto había perdido el control. Entonces la penetró sin moderación porque no quedaba ni rastro en él, ni inhibiciones, ni cortapisas. El estremecimiento acompañó a su orgasmo y sintió una liberación que siempre había imaginado como parte sólo del pasado.
—Dios.
Su voz ya no sonó del mismo modo cuando unos veinte minutos después se separó de ella y cruzó la alcoba para lavarse en su aseo, y volvió a repetir la palabra al comprender la enormidad de lo que acababa de ocurrir. La prostituta pagada por Beraud le había devuelto los sentimientos, la esperanza.
Apoyó la frente en la luna del espejo de plata y cerró los ojos. La muchacha era un peligro con su piel de alabastro y su inocente sensualidad. En su mundo, cualquier cosa que tuviese valor para él suponía una pérdida de control, la debilidad de la preocupación como arma fácil para aquellos que quisieran hacerle daño. ¡Y había tantos!
Tenía que hacer que se marchara antes de que otros pudieran percibir la importancia que tenía para él e intentaran utilizar su inocencia como cebo, su necesidad de protegerla del único modo que aún podía hacerlo.
Se abrochó los pantalones, buscó una camisa limpia y entró de nuevo en la alcoba con la ira confiriendo brusquedad a sus movimientos.