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Cinco

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Eleanor no quería salir aquella noche. Soplaba con más fuerza el viento haciendo correr las nubes por el cielo y el fuego encendido en la chimenea del salón le resultaba mucho más tentador.

Pero dado que ya lo habían organizado todo y teniendo a Sophie y a Margaret hablando de ello toda la tarde, se sentía atrapada en la decisión.

El vestido que llevaba era de seda azul zafiro, una capa con el vuelo en chenilla con flecos y una enagua con volantes color crema. Le habían confeccionado aquel vestido el verano anterior, pero el estilo aún estaba de moda y le encantaba llevarlo. Se había adornado con una pulsera de perlas y al cuello otra hilada de perlas que había sido de su madre. Llevaba todo el pelo recogido atrás y hecho bucles, algunos adornando el óvalo de su cara.

En conjunto no debía estar mal, ya que el color del vestido realzaba el azul pálido de sus ojos, pero la misma inquietud que había sentido poco antes volvió a acechar.

Respiró hondo. No debía preocuparse. Tenía veintitrés años y la catástrofe que podía haber sido su vida había quedado reducida a una existencia… confortable. Su familia estaba sana y feliz, ella gozaba de buena salud y vivía en un barrio tranquilo.

No necesitaba nada más, de modo que cuando el gusanito de la inquietud apareció de nuevo, lo aplastó sin piedad. «Nada», se dijo de nuevo y tras asegurarse de que llevaba cambio en el monedero y un pañuelo por si lo necesitaba, salió de su alcoba y bajó al salón con los demás.

Cristo llegó al Theatre Royal Haymarket tarde. Se había perdido el primer reencuentro, lo sabía, pero Milne se había tropezado con el borde de la alfombra y habían tenido que llamar al médico para asegurarse de que no había nada roto.

Una noche. Una noche para acallar los rumores que pesaban sobre la familia. Con eso bastaría. Una noche en la que encontrarse con viejos conocidos y sonreír, y le dejarían en paz para disfrutar de lo que había ido a buscar en Inglaterra.

Paz.

Soledad.

Un lugar en el que poder respirar sin temor a que lo acuchillaran por la espalda o a que un secreto quedara al descubierto a la vuelta de la esquina.

Al abrir las cortinas del palco de la familia la oscuridad le ocultó mientras sus ojos se acostumbraban a la falta de luz. Tras un instante distinguió a sus hermanos y el asiento que habían dejado libre entre ellos.

Para él.

Entró sin disculparse y reconoció a Asher a la izquierda. Tres mujeres estaba sentadas muy apretadas en la primera fila: una de cabello oscuro, otra rubia y la tercera… Lucinda. Se volvió a mirarle con unos ojos que no habían cambiado lo más mínimo en diez años y le lanzó un beso.

No pudo por menos de sonreír ante su alegría de vivir.

Al otro lado del teatro, en palcos que quedaban a la misma altura que el suyo, vio que otros lo observaban sin apenas prestar atención a la comedia que se desarrollaba en la escena. En el patio de butacas un buen número de asistentes elevó también la mirada.

¿El hijo pródigo o la oveja negra? Se alegraba de que Milne se hubiera preocupado tanto por su ropa y le hubiera elegido chaleco y chaqué de la mejor cualidad. Criticadme cuanto queráis, parecía decir, y mientras se colocaba la corbata alcanzó a ver a la mujer que se sentaba directamente delante de Taris. No le había sonreído, ni siquiera se había movido, pero sintió una corriente inconfundible. Beatrice-Maude Wellingham, la esposa de su hermano mediano, una mujer de sustancia, inteligencia y genio puro y claro. Había leído sus escritos en el London Home y admirado sus puntos de vista. Ella miró hacia otro lado, lo que él no había sido capaz de hacer, y Cristo sintió que se ponía nervioso. Cuando las luces volvieron a encenderse para el descanso, fue un alivio poder levantarse y estirarse.

Lucinda, su hermana, fue la primera en acercarse.

—¡Ya era hora, Cristo! Me han dicho que andas buscando un sitio para la crianza de tus pura raza. He oído que la propiedad de los Graveson está en el mercado por primera vez desde hace un siglo. Quizás te vendría bien.

Se había olvidado de lo directa que era. Aun así había conseguido despertar su curiosidad por la propiedad que quedaba cerca de Falder. Le habría gustado que se lo dijeran sus hermanos, pero se olvidó enseguida cuando una mujer alta y de ojos azul turquesa se acercó a él. Cuando Ashe se acercó a ellos, Cristo supuso que se trataba de su mujer: Emerald Wellingham.

No se presentó, pero le estrechó la mano durante un momento más largo de lo normal, en silencio.

—Seguro que a mi hermano le gustaría recuperar su mano, Emmie.

—Pues aún no puedo devolvérsela, amor mío, porque no he terminado.

Cristo dio un respingo al darse cuenta de que le estaba leyendo la palma.

—¿Una larga vida, riquezas y buenos ejemplares? —bromeó.

—Y el inesperado final de un viaje —añadió ella cerrándole la mano.

—Tiene un gran don —la mujer de cabello oscuro se había acercado a ellos seguida por Taris—. Y si puedo atreverme a daros un consejo, os diré que las predicciones de Emerald son siempre acertadas.

—Es cierto que hacen falta grandes dotes para saber que acabo de viajar a Inglaterra.

El sarcasmo de su tono no era agradable, pero ya le habían dicho antes la buena ventura y nadie se había acercado ni de lejos a sus demonios.

—No hablaba de ese viaje —respondió la mujer de Asher—. Hay una mujer que fue importante para vos hace tiempo…

Sus ojos se le clavaron y por un momento Cristo sintió que la cabeza le daba vueltas. Le alegró que Lucy se colara entre ambos para decir que le apetecía estirar las piernas.

Eleanor encontró encantadora la obra y sin embargo la tensión que sentía dentro parecía crecer a cada minuto que pasaba. De pie con las sobrinas de Martin y su hermana Diana, tomando el fresco en el vestíbulo, la columna que tenía a la espalda le proporcionó un agradable apoyo.

Tenía miedo. ¿Miedo? ¿De qué? Tenía el vello de punta cuando Margaret se puso de pronto de puntillas para poder ver algo que había al otro lado de la estancia.

—¡Allí está! Sabía que vendría esta noche.

Eleanor no quiso mirar y Sophie la empujó.

—¡El hermano pequeño de los Wellingham del que te hemos hablado!

La gente que los separaba empezó a dispersarse y pudo ver la espalda de un hombre alto y rubio, con el cabello recogido en la nuca.

Se quedó sin respiración. Había algo en el color de su pelo, en su porte y estatura… algo familiar.

«No. No. ¡No! ¡Que no sea él!»

El hombre en cuestión comenzó a volverse sonriendo a la mujer rubia que llevaba colgada del brazo, y sus ojos oscuros fueron a pararse en los de ella, atravesando la distancia que los separaba de un château en Francia, desnuda, borracha y perdida. Las luces empezaron a apagarse y el suelo, antes sólido bajo sus pies, empezó a moverse, a trazar arcos de horror y negación y algo más que nunca jamás habría admitido.

Se alegró de sentir la mano de Diana en su brazo cuando las rodillas dejaron de sostenerla y el suelo se convirtió en una losa fría contra la mejilla.

La incredulidad más extrema atrapó a Cristo mientras intentaba comprender lo que acababa de ocurrir. Su prostituta virgen de Château Giraudon estaba allí, con un precioso vestido azul, el pelo recogido en un elaborado peinado que la peluca rubia que llevaba en París había ocultado, un tesoro de tonos rojizos, caoba y chocolate.

—Dios mío, es Eleanor Westbury, Emerald — la voz de Beatrice-Maude sonaba preocupada—. Se ha desmayado. ¿Dónde está su marido?

¿Marido? El mundo se volvía cada vez más extraño y sintió la necesidad de adelantarse y simplemente tomarla en brazos, pero la palidez de su rostro había quedado oculta por las cabezas de aquellos que se habían acercado a socorrerla.

Un sofá que había detrás resultó ser un regalo divino al que un hombre joven que debía ser el marido del que había hablado Beatrice la subió. Fogonazos de unos iris color azul zafiro se colaban entre la gente que se había arremolinado en torno a ella cuando un médico que había en la sala se arrodilló a su lado con su maletín de instrumental.

Un momento después, Cristo vio que recuperaba el sentido y que intentaba incorporarse con movimientos torpes. Tragó saliva y oyó que le preguntaban algo. Había sido la mujer de Asher, y a juzgar por su tono de voz había algo más que la dosis normal de curiosidad.

—¿Perdón?

Estaba aturdido. La mujer a la que llamaban Eleanor Westbury no había intentado encontrarle con la mirada sino que había mantenido los párpados bajos, apretando en un puño el abundante vuelo de su falda.

Temblando por el esfuerzo de permanecer inmóvil, Cristo se enfrentó con angustia a la mirada de Emerald Wellingham.

—¿La conocéis?

Contestó que no con la cabeza y a continuación oyó cómo Beatrice-Maude le relataba la historia de lo que estaba ocurriendo a Taris. ¿Por qué lo hacía si la escena se estaba desarrollando igualmente ante sus ojos?

Otra verdad se materializó de golpe: su hermano no podía ver, ni eso ni nada. Miró a Asher para que se lo confirmara y su hermano mayor asintió casi imperceptiblemente.

Al parecer no había allí verdades o descubrimientos insignificantes. El mundo se empeñaba en modificar la inclinación de su eje a fuerza de tiempo y conocimientos: la prostituta francesa que habían dejado en su cama desnuda y dispuesta era nada menos que una dama inglesa casada y su hermano Taris se había quedado ciego.

—Ahora llega Martin Westbury, conde de Dromorne —dijo Emerald, y Cristo lo miró con curiosidad.

El marido de Eleanor, viejo, gris y confinado en una silla de ruedas llegó junto a su esposa y ésta se agarró de su mano con tanta cariño que Cristo se dio la vuelta.

—¿Ése es lord Dromorne? —preguntó sin fineza alguna. A juzgar por su aspecto y el tono macilento y gris de su piel mejor estaría en un sanatorio que allí.

Emerald asintió.

—Sí, y es un matrimonio hecho por amor, porque él es muy rico y la mima constantemente.

¿Eleanor Westbury era una mujer con una posición social que mantener? ¿Una dama de alcurnia y buena crianza a la que nada podía habérsele perdido por los callejones de París?

Fue un alivio que sonara el timbre que indicaba a los espectadores que volvieran a sus asientos.

¿Sería grave el motivo del desmayo? ¿Le habría visto?

Mil preguntas se le agolpaban en la cabeza y entre tanto estupor y tanta incredulidad otra verdad comenzó a materializarse.

Quería volver a verla. Lo deseaba con una desesperación que le hundía las garras en el pecho.

—Ya estoy bien. De verdad, Martin. Estoy bien. No sé qué me ha podido pasar. Puede que algo de la cena no me haya sentado bien.

Su marido le estaba dando tanta importancia a su desmayo que ya no sabía qué decirle. ¡El conde de Caviglione! Cristo Wellingham era el conde de Caviglione, con su cama envuelta en terciopelos y sus espejos cubiertos de gasa.

—Pero tú nunca has estado enferma. Yo creo que ni siquiera te he visto llorar…

Eleanor apretó su mano tanto por gratitud como por aturdimiento. A salvo en su dormitorio, recostada en almohadas de plumas y la chimenea encendida para disipar el fresco de la noche, todo seguía estando en su sitio. Normal. Predecible. Ni siquiera se atrevía a pensar en lo que pudiera ocurrir al día siguiente.

Por el momento estaba a salvo. En casa. A resguardo de la culpa que había mantenido controlada durante cinco largos años.

Cuando llegase la mañana un nuevo asunto podía correr de boca en boca por los mejores salones de Londres. Historias sobre estupidez y deshonor, de cómo las jóvenes alocadas podían perder su reputación.

Respiró hondo y continuó contestando a las preguntas de su marido como quien no tiene grandes preocupaciones, y sintió un enorme alivio cuando él le besó la frente y salió de su cámara para irse a descansar a su propia alcoba.

Cuando la puerta se cerró, apagó las velas y se levantó de la cama, descorrió las cortinas, abrió las ventanas y dejó entrar la luz de la luna y la brisa. Se sentía más libre en la oscuridad y fue un alivio notar la brisa fresca por encima del calor de la chimenea. Martin sentía el frío de un modo desconocido para ella, ya que su inmovilidad añadía complicaciones a los problemas de circulación que padecía.

Tenía la frente sudorosa. Las revelaciones de la velada habían venido acompañadas de una acuciante sensación de peligro.

Cristo, el tercer hijo del fallecido duque de Carisbrook, ¿era el conde de Caviglione?

¿La habría visto? ¿La recordaría? Llevaba el pelo más corto que cuando lo conoció en París y sus ropas eran muy distintas, pero la fuerza que emanaba de su persona era la misma: magnética, peligrosa, amenazadora. Era la viva representación de una pantera de ónice que había visto unos meses atrás en una pequeña tienda de antigüedades de Regent Street: un depredador que recorría su territorio, marcándolo. La batista y la lana no podían disfrazar a Cristo Wellingham ni mitigar la intensidad de su mirada.

Cuando su mirada fue a parar al retrato a carboncillo que tenía sobre la mesilla de noche, el riesgo que corría todo lo que amaba, todo lo que era querido para ella, creció de un modo exponencial.

Su hija Florencia: su cabello veteado de plata y sus pómulos perfilados exactamente del mismo modo que los de su padre.

A la mañana siguiente llegó una carta para ella.

No llevaba sello en el lacre, de modo que no pudo prepararse para su contenido. Al menos aquella vez estaba sola en la tranquilidad de su habitación y había sido su doncella quien le había llevado el correo en una bandeja de plata.

La caligrafía de Cristo Wellingham era tal y como ella se la imaginaba: atrevida y fuerte en las mayúsculas y escrita con una tinta del color del cielo de medianoche en verano.

Quería verla cuando pudiera dedicarle unos minutos. ¡Sólo eso! no añadía explicación ni de por qué, dónde o cuándo. Pensar en contestarle que no le hizo sentir todavía más miedo. ¿Cuáles serían las consecuencias de una negativa? ¿La chantajearía, la obligaría a pagar por su silencio, o requeriría de ella algún… servicio? Por segunda vez en menos de doce horas experimentó el terror de saberse vulnerable.

Por supuesto, tenía la opción de no decírselo a nadie. Martin no tenía ni idea de la otra identidad de Wellingham y nadie excepto Isobel, su amiga de París, sabía la verdad sobre sus meses en Francia. Por el momento, tampoco nadie se imaginaba nada de la razón de su absurdo desvanecimiento.

Aquello era algo a lo que debía enfrentarse sola, pero ¿dónde podían encontrarse que fuese un lugar seguro? ¿Qué destino podía ocultarlos de los demás pero siendo al mismo tiempo lo bastante público para no correr riesgos? Necesitaba un lugar urbano, pero en los parques había demasiada gente.

Tenía que ser también un lugar al que pudiese acceder andando porque pedir un carruaje para ella sola llamaría la atención ya que rara vez salía sin compañía.

Aquella noción la sacó de su ensimismamiento; hubo un tiempo en el que era valiente, libre y aventurera, y se enfrentaba a cualquier desafío con energía e ilusión. Como en aquella ocasión en que entregó el mensaje de su abuelo…. Mejor no pensar en aquello.

Su mirada se tropezó con la pila de libros que tenía junto a la cama de Hookham’s Lending Library, de Bon Street.

Una biblioteca. La elegante y espaciosa zona de la biblioteca era lo bastante pública para sentirse a salvo sin estar rodeados de gente, y podían subir a alguna de las salas de reunión de la primera planta si se encontraban con algún conocido.

Además, era uno de los pocos lugares a los que acudía sola cada semana para renovar sus préstamos de libros, de modo que no llamaría la atención.

Pero ¿cuándo? No podía ser al día siguiente, ya que no podría enfrentarse a Cristo Wellingham tan pronto.

El miércoles era el día que solía ir a las salas de lectura y no modificar su rutina sería el modo más seguro de proceder.

Rápidamente escribió el lugar y la hora, selló la carta y la guardó en su bolso de mano para llevarla al correo.

Noche prohibida - Delicioso engaño

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