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Ocho

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La cena en casa de los Baxter era inevitable, ya que la invitación se había enviado y había sido aceptada semanas atrás.

Era la primera vez que salía a una reunión social tras el fiasco del teatro Haymarket y se alegró de que la reunión fuese a contar con pocos invitados.

Cristo Wellingham no estaría en ella.

Él frecuentaba otra clase de eventos, según le contaban sus sobrinas, que seguían fascinadas por él. La edad de todos los presentes en aquella velada iba a pasar de la cincuentena, y el anfitrión era un hombre devoto que no conocía forma alguna de grosería o vulgaridad. Ser consciente de que si Anthony Baxter tuviese la más remota idea de cuál era su pasado no le permitiría ni poner el pie en el umbral de su casa le hizo tragar saliva.

El pensamiento le hizo enfadarse consigo misma. La exaltación de su juventud no era tal que tuviera que conducirla forzosamente al ostracismo, y ¿acaso no había pagado ya bastante por sus errores desde entonces llevando una existencia piadosa y desinteresada? Una existencia de completa ocultación.

Dio un respingo al notar de pronto que Martin había entrado en la habitación porque no había oído girar las ruedas de su silla.

—Estás un poco nerviosa estos últimos días, Eleanor, y en alguien tan joven resulta un poco preocupante. Tienes que salir más. Florencia se las arregla perfectamente sin ti durante unas horas.

A la luz de los pensamientos que había tenido un poco antes, aquella crítica le escoció más de lo que lo habría hecho en cualquier otro momento.

—Estoy perfectamente bien así —respondió, y en sus palabras notó una ira que no correspondía, pero aquel día, sintiendo el peligro que amenazaba a su mundo tan cuidadosamente construido, cualquier censura le resultaba irritante.

—Si tuviera que buscar una palabra más exacta escogería «distraída» para definir tu comportamiento de los últimos tiempos, y es algo que no te cuadra en absoluto —llevaba en la mano la corbata y se la tendió—. ¿Me ayudas a ponérmela?

Siempre lo había hecho, pero aquel día sintió una incómoda irritación mientras terminaba con los últimos e intrincados pliegues. Estaba distraída, distraída hasta el punto de ofuscación, pero intentó no pensar en ello cuando vio que él le ofrecía una caja en la que ella no había reparado antes.

¿Garrard’s, los joyeros? Cuando abrió la caja se encontró con un collar de turquesas sobre el terciopelo y unos pendientes a juego.

—Pero si aún falta un mes para mi cumpleaños…

—Ya, pero te encuentro preocupada y he pensado que algo así podía sentarte bien. Además, hace casi cinco años que te pedí que te casaras conmigo y quería recordarlo.

Eleanor retrocedió todo ese tiempo mentalmente: Florencia en verano, con sus árboles tupidos de verde y el Arno trazando una amplia curva a su paso frente a la villa que él tenía cerca de la Piazza Della Signoria. Estaban sentados bajo la pérgola cuando ella se sintió indispuesta y él le ofreció una toalla caliente y húmeda perfumada con lavanda para que se limpiara la cara y las manos.

El lujo tras la debacle en Francia. Un hombre que podía cuidarse de todo, incluso de una hija concebida fuera del vínculo del matrimonio, sobre una cama vestida de terciopelo en el Château Giraudon.

Acariciando aquellas delicadas turquesas, la bondad sin mácula de su marido la dejó muda.

—Yo… no te merezco, Martin.

Él puso la mano en su brazo.

—Si yo hubiera sido un hombre más joven y con mejor salud…

Ella se inclinó y le besó en la mejilla deseando por un instante haber sentido pasión y buscar su boca. Pero no quería estropearlo todo con un gesto irreflexivo y cinco años de relación nunca habían contenido ni un ápice de lujuria.

—¿Vas a ponértelo hoy? —le preguntó él, y ella se agachó para que pudiera abrocharle en collar.

Luego se acercó al espejo y se encontró con la imagen de una mujer de buena posición económica con un lujoso y caro collar, el cuerpo de su vestido en encaje de Honiton y el pelo peinado con esmero y en un estilo… propio de una mujer mayor.

La idea apareció de repente. ¡Una mujer cauta, cuidadosa y digna! Obligándose a mostrarse alegre se dio la vuelta y le dio las gracias a su marido por el regalo.

Cristo reparó en Eleanor Westbury en cuanto la vio entrar en el pequeño salón empujando la silla de ruedas de su marido. Aquella noche llevaba un vestido con el mismo corte que el resto de invitadas de más edad que ella, con un escote modesto y un añejo collar de turquesas y oro sobre el encaje. ¿Le elegiría el conde de Dromorne las joyas además de la ropa?

De cerca parecía aún más viejo de lo que le había parecido en el teatro, aunque el gris de su cabello no era tan pronunciado como había creído en un principio.

Debía andar por los sesenta. O puede que rozarse los setenta. La imagen de Eleanor en la cama con su marido era imposible de soportar y la bloqueó, reemplazándola por la de ambos.

Piel de seda y calor, los sonidos del invierno en París y las campanas del domingo, una niebla fina sobrevolando el Sena y vistiendo de gris las ramas desnudas de los olmos. Tenía una presencia que nunca había sido capaz de llegar a definir. Magnética. Inolvidable. Una mujer que le había hecho arder la sangre como ninguna otra, ni antes ni después.

¿Experimentaría aquel mismo placer Martin Westbury? Reparó en cómo ponía la mano en el antebrazo de ella, reclamando su propiedad, y se fijó en cómo ella le daba la mano a su vez, devolviéndole el gesto. La ira floreció, aunque teniendo en cuenta cuál había sido su participación en la debacle de París, lo que debería haber florecido era el sentido de culpabilidad. Él había sido, sólo él, quien había abandonado a una joven destrozada en una ciudad extraña y desconocida para ella, cuando un hombre debería haberse comportado de otro modo si tuviera honor. Si pudiera dar marcha atrás lo haría. Si le fuera posible volver a aquel momento la habría protegido, manteniéndola a salvo, dejando como rastro un incidente insignificante que apenas provocaría una arruga en el tejido de la vida de Eleanor Dromorne.

Pero lo que en realidad había ocurrido… ni siquiera quería pensar en lo que habría ocurrido una vez descendió del coche que puso a su servicio aquel día.

Con un suspiro miró a los ojos de Honour Baxter, la esposa de su anfitrión.

—Es hermosa, ¿verdad?

Tenía un acento francés muy marcado.

Cristo se dio cuenta de que hablaba de lady Dromorne e intentó recomponer su expresión.

—Desde luego.

—Pero yo creo que triste también. Una flor joven que aún no ha tenido ocasión de abrirse.

Él no contestó.

—Conocí a su madre, ¿sabéis? Una mujer melancólica, constantemente preocupada por su salud. Eleanor era diferente: vibrante y llena de vida de un modo distinto a las jóvenes de su edad. A veces me he preguntado qué debió ocurrir para que esa… pasión se domesticara de tal modo.

Recordó cómo sus piernas se acariciaban, cómo le había mordido la base del cuello… ¡pasión, pasión, pasión!

¿Qué habría ocurrido tras su marcha? ¿Dónde habría conocido a Dromorne y por qué se habría casado con un hombre que tenía edad para poder ser su padre?

¡Pues por necesidad! La respuesta le llegó sin tapujos y le pareció tan clara que sin duda tenía que ser la verdad.

¿Habría echado a rodar los dados y tentado a la suerte? Un hombre de cierta edad podía no darse cuenta de que no era doncella y esa mentira podía arrebatarle le alegría de vivir a cualquiera. Como así había sido.

Una vida sin pasión.

¿Ahora? ¿Por su culpa?

La horrible verdad a punto estuvo de hacer que diera con sus huesos en el suelo y la primera punzada de dolor en la cabeza no tardó en llegar.

Que dios la asistiera… Cristo Wellington estaba allí, en la misma habitación, apenas a unos metros de distancia y hablando con la esposa del anfitrión, Honour Baxter, una francesa que llevaba ya muchos años viviendo en Londres.

Entrelazó los dedos con los de su marido y él le dio unas palmadas en el dorso de la mano; allí se quedó, con su collar nuevo de turquesas brillando a la luz de un hermoso candelabro que colgaba por encima de sus cabezas y que la iluminaba como si fuera un insecto al que quisieran estudiar. Cuando la mirada de Cristo Wellingham encontró de pronto la suya la dirigió hacia otro lado y por primera vez desde hacía mucho tiempo maldijo entre dientes. Sintió un escalofrío en los brazos al ver que se acercaba y se preparó para saludarlo.

—Lord Cristo, creo que no conocéis al conde de Dromorne y a su encantadora y joven esposa, lady Dromorne.

Anthony Baxter hizo las presentaciones y Martin le tendió la mano mientras que Eleanor se limitó a inclinar levemente la cabeza, ya que su título y su sexo le permitían ser tan glacial como deseara.

—Mi esposa se ha alegrado enormemente de la vuelta de lord Cristo de París ya que así tiene a alguien con quien recordar la belleza de una ciudad que lleva mucho tiempo en su corazón. ¿Pasasteis vos mucho tiempo allí, lady Dromorne?

—Me temo que no.

—En ese caso, debéis animar a vuestro marido y hacer un viaje hasta allí, querida. Primavera es la mejor estación para visitarla y disfrutar de su belleza, ¿no es así, milord?

—Yo me tomo la libertad de disentir. Para mí es el invierno la estación que más realza su belleza.

Unos ojos oscuros como saetas se clavaron en los de ella y tuvo la impresión de que la estancia se movía un poco. Tuvo que apoyarse en la silla de su marido para que el bucle en el tiempo que la había atrapado la soltara pronto y pudiera olvidarse de las campanas de las iglesias y de un hombre que llevaba demasiados anillos. ¡El peso de años de aventura reflejado en su ropa y en el mobiliario de su habitación!

Disimuladamente le miró las manos. Desnudas. Otra diferencia más. Sin oro y sin plata, pero con la misma sensación de temeridad que antes, palpitando en su estatura, su porte y la áspera belleza de su rostro.

—¿Habéis vivido mucho tiempo en París?

La pregunta de Martin sonó tranquila.

—Demasiado.

La respuesta de Cristo Wellingham no tenía tanta templanza y Eleanor se preguntó si su marido habría notado la ironía, pero le pareció que no porque su siguiente pregunta fue más directa.

—A mí me gusta particularmente la zona de alrededor del Louvre. ¿Dónde vivisteis vos?

—Cerca de Montmartre.

Anthony Baxter tosió al oír mencionar un nombre que hacía referencia a los peligros de la noche. Era el modo que tenía un caballero inglés de buscar un tema más apacible y Eleanor se preguntó si no habría visto una sonrisa en los labios de Cristo antes de que hubiera tenido oportunidad de ocultarla.

El alivio que experimentó fue brutal cuando Honour Baxter la tomó por el brazo para llevarla a que admirase un tapiz que hacía poco que había terminado.

«Mon Dieu», pensó Cristo cuando le sirvieron el sexto plato de aquella cena interminable, la combinación inglesa formal de chuletas de cordero, pollo frito y langosta. Más sabrosa de lo que la recordaba, y más pesada.

Ojalá hubiera estado sentado cerca de Eleanor Westbury, pero no podía estar más lejos, y la conversación de los comensales que se habían repartido en pequeños grupos ni siquiera le permitía oír sus opiniones.

Menos mal que el vino era bueno, aunque le estaba provocando el habitual dolor de cabeza, y decidió cambiar al agua. Curiosamente la mano le tembló al llevarse la copa a los labios y bajo la ropa estaba empezando a sentir un sudor frío. Decidió servirse un poco más y el líquido pareció calmarle un poco el estómago.

Cuando más tarde los hombres se unieron por fin a las mujeres en el salón, reparó en que Eleanor estaba sola junto a la ventana que había al otro lado de donde él estaba y decidió acercarse a ella, eso sí, con cuidado de no tocarla.

—Quería disculparme por mis palabras del otro día. Tuvisteis razón al reprenderme por ellas.

Eleanor no contestó, aunque el hielo que parecía empañar su mirada dejó paso al más absoluto azul.

—Sois la mujer más hermosa de toda la ciudad de Londres, aunque supongo que no soy el primero en decíroslo.

—Quizá, milord, hayáis consumido demasiado vino por el que es famosa la mesa de los Baxter.

—¿Tan errado creéis que es mi juicio?

El labio inferior le tembló.

—Errado e imprudente —contestó sin artificio, llevándose la mano a las enormes turquesas que le adornaban el cuello.

—Vuestro esposo debe haber…

Ella no le dejó terminar.

—Mi esposo tiene muchos otros asuntos importantes de los que ocuparse y sabe que las lisonjas vacías no son de mi agrado.

—Si fueran vacías nunca las habría pronunciado.

Tuvo que apoyarse en el alféizar. Se sentía mareado. Dios, aquel ataque era peor que los demás, tanto en intensidad como en rapidez.

El dolor que sentía en las sienes le nubló la visión y la estancia quedó sumida en una especie de halo amarillo. Pero tenía otras cosas que preguntarle y por el momento seguían solos.

—Mi cuñada me dijo que os había visto el otro día en el parque —continuó, agradecido de que la voz no le temblase.

—¿Lady Beatrice-Maude?

—Sí.

—Esperaba que hubiera sido más discreta.

—¿Perdón?

—¿Es por ella por quien os acercáis ahora a mí? Os ruego que no prestéis atención a lo que haya podido inferir de nuestro encuentro, porque aquel día no era yo misma.

Movió la cabeza. Aquella conversación no tenía sentido para él.

—La esposa de mi hermano es una mujer siempre prudente.

—Cometí un error en una ocasión y no pienso volver a cometerlo.

Ella le tocó la mano, casi como si le rogase, y el mundo se detuvo a su alrededor. Tuvo la sensación de que estaban solos, en cualquier lugar de la tierra, sin restricciones, flotando en un espacio que era sólo suyo, un cabo al que asirse en un mar tormentoso.

—Eleanor.

Pronunció su nombre como lo haría un amante, una dulce música que habría querido repetir una y otra vez mientras seguía reteniendo su mano.

Por un momento, ella le permitió la caricia mientras le observaba, la intimidad de aquel contacto reflejada en sus ojos azules con una inesperada necesidad antes de que apartase rápidamente la mano.

La forma redondeada del final de su espalda fue todo lo que le quedó cuando ella volvió a acercarse a su marido.

—Maldición…

El dolor de la sien se hizo insoportable, perlándole de sudor la frente, y las luces del salón comenzaron a girar en torno suyo antes de que la inconsciencia de apoderara de él.

Cristo Wellingham se había quedado pálido como la cera. Estaba intentando incorporarse, comprender lo que había ocurrido y recuperar el control.

—El doctor llegará en un momento —dijo Anthony Baxter, preocupado.

—No es necesario —respondió, moviendo la cabeza, con lo que el paño de agua fría que le habían colocado en la frente cayó al suelo. Tenía el pelo empapado en sudor y le habían abierto la camisa—. Yo… lo siento —añadió, dirigiéndose al salón en general mientras se incorporaba, una mano en el alféizar de la ventana y la otra en el sofá. Eleanor se dio cuenta del tremendo esfuerzo que le estaba costando ponerse en pie—. Padezco de migrañas que se me presentan de cuando en cuando, y el clima inglés parece despertarlas con más frecuencia.

Su voz contenía notas de acero y hielo, aunque la sonrisa que se dibujaba en sus labios ofrecía un llamativo contraste. Parecía una máscara que mostrase sólo lo que debía verse en una reunión como aquélla y que redujera su enfermedad a una mera molestia.

—¿Duran mucho estos episodios? —preguntó Honour Baxter.

—No.

Se había puesto en pie y los extremos de su corbata colgaban lacios sobre la camisa. Era un hombre que no parecía estar acostumbrado a mostrarse frágil delante de nadie y que pretendía minimizar la posible apariencia de debilidad. Ya no volvió a mirarla y tras agradecerle a su anfitrión la velada se disculpó por haberla estropeado.

Cuando Anthony Baxter le hubo asegurado en la mejor tradición de anfitrión que le hubiera causado la más mínima contrariedad, se marchó, llevándose con él la energía y la vitalidad, ya que el salón quedó sumido en un extraño silencio.

Eleanor se tragó toda la inquietud que sentía mientras su marido comentaba con dos caballeros que tenía a su lado lo ocurrido.

La debilidad de Cristo Wellingham le sorprendió. ¿Por qué no se habría recluido en Falder con su familia si su salud era tan precaria?

Su soledad le dolía y las manillas de madera de la silla de su marido le resultaron duras al tacto y muy diferentes de la piel llena de vida que había sentido al tocarle el brazo. Los ojos se le llenaron de lágrimas y sintió un extraño vacío en la garganta al recordar el modo en que sus manos se habían entrelazado.

—No nos habíais dicho que padecierais unos dolores de cabeza tan fuertes. Los salones de esta ciudad se han hecho eco del desmayo que sufristeis anoche en casa de los Baxter.

Ashe se paseaba por el dormitorio de Cristo con paso decidido. Su hermano había llegado bastante antes del mediodía y se lo había encontrado metido en la cama, desnudo y descubierto para que el aire le refrescara el pecho cubierto de sudor.

—Hace mucho tiempo que las tengo.

—Ni tampoco que tuvierais la espalda cubierta de cicatrices. ¿Cómo os las habéis hecho?

—El barco en que embarqué para marcharme de Inglaterra hizo una corta parada en las costas del sur de España. No era un barco de pasajeros, ya sabéis, sino uno de esos navíos que se dedican al pillaje de embarcaciones más pequeñas e inocentes. Yo era joven y lo bastante loco como para creer que había cierta justicia poética en eso de robar a los ricos para entregárselo a los pobres.

—¿Y no pensasteis en cambiar de transporte?

—Sí, y lo hice en cuanto me fue posible. Tomé otro barco desde Barcelona a París. Ashborne me había dejado bien claro que mi comportamiento le era insufrible y me pareció que no querría que le pidiese ayuda.

—¿Y por qué no a Taris, o a mí? No supimos nada de vos durante años desde que os instalasteis en París, excepto unas cuantas sucintas notas en las que nos pedíais que nos mantuviéramos al margen de vuestra vida.

—Me imaginaba que compartíais el sentimiento de nuestro padre.

—¿Pero y las cartas que os enviamos?

—Las devolví sin abrir. No tenía sentido revivir malos recuerdos.

—¡Dios, Cristo! ¡Sois dos veces más testarudo que Taris! Quiero que vengáis a Falder a recuperaros.

Cristo negó con la cabeza.

—¡Estáis enfermo, maldita sea! Necesitáis que alguien os cuide.

—Milne lleva mucho tiempo haciéndolo.

—Alguien cualificado.

—La experiencia le aporta toda la cualificación necesaria.

—¿Y si hay algún daño irreversible? Decidme, ¿tenemos que preocuparnos por ello?

—Si hubiera efectos secundarios, a estas alturas ya habrían aparecido.

De la mesilla de al lado tomó su reloj de oro para ver la hora. Aquella mañana veía ya mucho mejor.

—Si preferís que me marche de Inglaterra…

—¿Para iros adónde?

—A Europa. América. El este… el mundo es un lugar grande cuando no tienes nada que te ate a ningún lugar.

Tanto había practicado la indiferencia que hasta él podía llegar a creérsela.

—¿Queréis volver a desaparecer después de casi diez años de silencio? Dejadme deciros que con los antojos de mi esposa no hay quien pueda, de modo que si no consigo llevaros a casa después de esto, Emerald enviará a Azziz y a Toro para que lo hagan.

—¿A quién?

—Hombres del puerto de Kingston con aros en las orejas y espadas en la mano —sonrió.

—Tengo la impresión de que antes no erais tan feliz como ahora.

Su hermano volvió a sonreír.

—He vuelto a oír rumores de que vuestra esposa fue pirata.

—¿Y los habéis creído?

—Por sus acólitos, se diría que es cierto.

—Entonces, debe serlo.

Cristo le vio darle vueltas a la alianza que llevaba en el dedo anular de la mano izquierda.

—Cuando me marché, acababais de casaros con Melanie.

—Cuando os marchasteis aún teníais cinco dedos en cada mano y la piel de la espalda inmaculada.

—Las cosas cambian.

—Cambian, y vuelven a cambiar.

—¿Qué queréis decir?

—Que hay segundas oportunidades, Cristy.

Su nombre de antes. El que usaban entre ellos.

—Falder ofrece redención a las almas acongojadas y por lo que veo la tuya lo está —insistió su hermano, sentándose en el borde de la cama—. Vuelve a casa y cúrate allí.

Cristo tragó saliva. ¿En casa y en compañía de la familia? Los secretos que necesitaba que permanecieran ocultos serían mucho más accesibles allí.

—No puedo.

—Entonces tendrás a Emerald, a Lucinda y a Beatrice-Maude mimándote en Londres.

—No…

—A partir de hoy mismo.

El golpeteo que sentía en las sienes le impidió seguir resistiéndose y al recostarse sobre las almohadas supo que había sido derrotado. Cerró los ojos y se quedó dormido.

Noche prohibida - Delicioso engaño

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