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Capítulo 1 “Este ser el día del Gran Dios”

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Un capataz australiano observó cómo un pequeño leñador salía de la selva de Papúa Nueva Guinea y entraba en su aserradero colonial. Le preguntó su nombre y qué deseaba.

–Tú llamarme Umie. Mí querer gran jefe hombre darme buen trabajo aquí –dijo el leñador.

El capataz llevó al leñador de piel oscura a su oficina y le explicó:

–Te pagaremos. Cortarás árboles, los acopiarás y los apilarás aquí.

Señaló hacia el aserradero a través de la ventana de su oficina.

–Primero, pon la impresión de tu pulgar en esta página.

El capataz abrió una almohadilla y la puso sobre el escri­torio.

Umie no sabía leer ni escribir, pero confiando en el hombre blanco presionó su pulgar en la almohadilla y luego lo presionó en la parte inferior del papel. No sabía que el contrato requería que trabajara seis días a la semana, de lunes a sábado, durante tres meses consecutivos, y que si faltaba un solo día al trabajo sería arrojado a la cárcel. Pero, aunque hubiera podido leer el contrato, la palabra cárcel no significaría nada para este hijo de la selva.

Cuando Umie terminó, el supervisor sonrió.

–Bien, compañero, ahora trabajas para nosotros.

Guio a Umie hacia las barracas.

–Descansa hoy, trabaja mañana. ¡Buen día, compañero!

A la mañana siguiente, Umie se internó en la selva con los otros trabajadores. Disfrutó cortando árboles y apilando troncos.

Todo anduvo bien hasta que se despertó una mañana y supo que era el séptimo día de la semana. En ese día, él pensaría en Dios y no trabajaría. Mientras los trabajadores se vestían, Umie se quedó acostado en su cama pensando en Dios.

El capataz irrumpió en la habitación y se encaminó rápidamente a la cama de Umie.

–¡Eh, compañero, levántate y empieza tu día! ¡Hay trabajo que hacer!

Umie miró al capataz.

–Mí no trabajar este día.

–¿Cuál es el problema? –el australiano parecía preocupado–. ¿Estás enfermo?

–Este ser el día del Gran Dios –explicó Umie–. Mí descansar de mí trabajar y mí pensar en Gran Dios.

El capataz se rio pensando que el leñador, que jamás había visto un almanaque, había cometido un error.

–Estás equivocado. Mañana es el día del Señor. Hoy trabajas, el domingo descansas. Ahora, ¡ve a trabajar, compañero!

–Este día mí no trabajar –contestó Umie–. Predicador enseña mí de Gran Libro Negro. Enseña mí día siete es día de descanso del Gran Dios. Este día mí no trabajar.

Enojado, el capataz tomó a Umie y lo arrastró fuera de su cama, lo paró sobre sus pies y le golpeó el hombro izquierdo.

–¡Alístate para trabajar! –gritó.

Temeroso de que el capataz le volviera a pegar, Umie se cubrió la cara con el codo. Malinterpretando el gesto y pensando que Umie quería pelear, el capataz sacó su cuchillo y cortó el brazo de Umie. La herida sangró tanto que el leñador no habría podido trabajar ese día aunque hubiera querido. Entonces, el capataz lo dejó permanecer acostado pensando en Dios.

La herida sanó rápidamente. El lunes Umie estaba cortando y apilando troncos otra vez. El viernes, el capataz dijo:

–Te hago un trato, compañero. El inspector colonial de agricultura, el Dr. Spencer, llega mañana. No quiero que haya ningún problema. Si trabajas mañana, te prometo que no tendrás que trabajar nunca más los sábados.

Umie no dijo nada, pero cuando se despertó a la mañana siguiente permaneció en la cama pensando en Dios. El capataz irrumpió en la habitación como lo había hecho la semana anterior y se encaminó hacia Umie.

–Levántate, compañero. ¡El inspector está aquí! Ayer hicimos un trato, debes cumplir.

–Perdón, mí no trabajar este día.

Umie permaneció en la cama.

–Dile que trabaje, hombre –dijeron los otros trabajadores a coro, ansiosos por presenciar otra pelea entre el capataz y el leñador.

El capataz levantó a Umie de la cama justo en el momento en que el Dr. Spencer, el inspector, entraba y preguntó:

–¿Cuál es el problema?

–Este leñador –el capataz señaló a Umie– se niega a trabajar. Su rebelión está causando insurrección entre los otros trabajadores.

–Yo manejaré este asunto –dijo el Dr. Spencer–. ¿Por qué no trabajas?

–Mí no trabajar. Este ser el día del Gran Dios –explicó el leñador–. Mí descansar y mí pensar en el Gran Dios.

–Debes trabajar hoy. Mañana es tu día libre.

Como Umie siguió negándose a trabajar, el Dr. Spencer dio un puñetazo en el hombro izquierdo del leñador. Para protegerse, Umie inmediatamente levantó su codo derecho sobre su cara, lo cual sorprendió al inspector. Temiendo un ataque, el Dr. Spencer golpeó al pequeño leñador hasta que se desplomó en el suelo como muerto. Luego pateó a Umie en las costillas una y otra vez hasta que su ira disminuyó.

Umie tampoco pudo trabajar ese día. Otra vez permaneció acostado en su cama pensando en Dios.

El lunes, las heridas de Umie habían sanado lo suficiente como para trabajar. Pero el Dr. Spencer llamó a un oficial de policía local, quien esposó a Umie, lo cargó junto con todas las herramientas del inspector y le ordenó caminar varios kilómetros hasta la cárcel más cercana. El oficial de policía escoltó a Umie con un rifle, para que no escapara. El Dr. Spencer, quien había terminado su inspección, caminaba con ellos.

Ir a la cárcel no era fácil. Significaba caminar a través de la selva desde el aserradero hasta la ciudad. Sin embargo, todo marchó bien hasta que los tres hombres llegaron hasta un tronco caído sobre un río caudaloso. Umie y el oficial de policía, que eran hijos de la selva, estaban acostumbrados a viajar por ella, y pasaron el obstáculo fácilmente a pesar de las cargas sobre sus hombros.

Luego fue el turno del Dr. Spencer. Aventuró un par de pasos cautelosos en el tronco cubierto de musgo, se resbaló levemente y recuperó el equilibrio.

Temeroso de que el siguiente paso del Dr. Spencer fuera desastroso, el oficial de policía apoyó su rifle en el suelo y corrió a través del tronco para ayudar al hombre blanco.

–¿Qué estás haciendo? –gritó el Dr. Spencer–. ¡Vigila al prisionero! ¡Puede escaparse o tomar el arma y dispararnos!

Obediente, el oficial de policía volvió rápidamente y continuó vigilando al prisionero.

El Dr. Spencer llegó bien a la mitad del tronco, pero cuando miró hacia abajo y vio hocicos de cocodrilos en el río entró en pánico y saltó el resto del tronco. Aterrizó en la orilla, pero uno de sus pies se metió en la cueva de un animal, se le torció y se fracturó la pierna. El dolor creció y se hizo intenso.

–¿Tú querer que yo correr a gran ciudad y traer dos hombres para ayudar? –ofreció el oficial de policía luego de examinar la pierna del inspector.

–¿Qué? ¿Y dejarme con este criminal? Puede escaparse y matarme.

El Dr. Spencer apretó sus dientes y atendió su pierna quebrada.

–¿Tú querer que Umie buscar dos hombres para ayudar? –preguntó el oficial de policía.

–¿Qué? ¿Enviar a un criminal a la selva para buscar ayuda? ¡Escapará!

En ese momento, el pequeño leñador se agachó y, a pesar de las esposas que le habían puesto, recogió algunas hojas, se arrodilló al lado del Dr. Spencer y frotó las hojas contra la pierna herida.

–Él usar hojas para calmar tu dolor grande –explicó el oficial de policía.

El Dr. Spencer notó que efectivamente el dolor había disminuido un poco.

–¡Sácale las esposas! –ordenó.

El oficial obedeció.

Con sus manos libres, Umie cosechó más hojas y masajeó las piernas del hombre blanco hasta que este sintió alivio. Luego, aunque estaba muy cargado, Umie levantó al inspector sobre sus hombros y lo cargó durante dos horas hasta la ciudad, donde recibió ayuda médica.

*****

Años más tarde, meciéndose en su hamaca, el Dr. Spencer le contó esta historia a un colega alemán.

–En ese momento, yo no era cristiano –concluyó el Dr. Spencer–, aunque había sido criado como tal. Pensé que ese leñador que no trabajaba en el día del Señor y que masajeó mi pierna dos días después de que yo lo golpeara hasta dejarlo sin conocimiento era un cristiano verdadero, si es que alguna vez había visto alguno. Dios puso a ese pequeño leñador en mi camino por una razón. Su ejempló habló más fuerte que un montón de sermones. ¡Ahora atesoro su calidad de cristianismo para mí!

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