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Capítulo 2 Alimentado por un gato
ОглавлениеEn tiempo de guerra, un joven adventista del séptimo día llamado Pieter fue reclutado para realizar el servicio militar. Dedicado en su deber, cada mañana, se levantaba temprano antes de que cantara el primer gallo, corría alrededor del campamento, lustraba zapatos y hebillas, y hacía distintas flexiones. Durante el resto del día aprendió a marchar y a obedecer órdenes sin pensar. Si el oficial gritaba: “¡Salten, señoritas!”, en lugar de sentirse insultado respondía al instante: “¿A qué altura, señor?” Entonces saltaba vigorosamente en el aire hacia un punto imaginario. Si los hombres luchaban, él luchaba; y si cocinaban, él cocinaba. Las raciones diarias de alimentos desaparecían en instantes y, si era necesario, fregaba los pisos con un cepillo de dientes.
Todo funcionó razonablemente bien durante los primeros seis días. Pero el viernes, el soldado comenzó a pensar sobre el día siguiente.
Por lo tanto, fue a visitar a su oficial comandante, quien lo hizo pasar a su oficina amablemente. Lo saludó y, hablando en forma respetuosa, Pieter le dijo:
–Solicito permiso para hablar, señor.
Levantando la mirada de su escritorio, el oficial comandante se quitó con cansancio los lentes para leer, los apoyó en la mesa sobre los papeles que estaba leyendo y suspiró.
–Permiso concedido, soldado. ¿Qué desea?
Esbozando su mejor sonrisa, Pieter fue directo al grano.
–¡Señor, solicito tener el día libre mañana, señor!
La cara del oficial enrojeció.
–Usted está allí y yo estoy aquí, y cada cosa está en su lugar. Y así es como sabemos lo que hay allí y lo que hay aquí. Cada cosa tiene su lugar. Y cada uno sabe su lugar. Usted ¿sabe su lugar, soldado?
–¡Sí, señor! –respondió Pieter.
–¿Seguro lo sabe, soldado?
El oficial comandante movió su cabeza y se rascó la oreja con su dedo meñique. Luego, exclamó:
–¿A quién cree que le está pidiendo para tener el día libre mañana?
–¡Con su permiso, señor! –dijo el soldado a la vez que hacía un breve saludo y entrechocaba sus talones–. Mañana es el día en el que adoro a Dios. Necesito el día libre para estudiar mi Biblia y para orar a Dios.
Una vena sobresalía en el cuello del oficial mientras miraba al soldado a los ojos y preguntaba:
–¿Qué quiere decir con “estudiar la Biblia mañana”? ¿Sabe lo que pienso, soldado raso?
–¡No, señor! ¡No lo sé!
–Bien, le contaré lo que pienso, soldado Pieter.
–¿Qué es, señor?
–Está muy confundido, soldado. ¡Mañana es sábado, no domingo! –entrecerró los ojos–. ¿Piensa que es tan fácil engañarme?
–¡Oh, no, señor! –exclamó el soldado, todavía parado en posición de firme.
Saludó, entrechocó los talones y añadió suavemente:
–Discúlpeme, señor, pero yo creo que Dios quiere que lo adoremos en sábado. La palabra viene del vocablo shabbat, porque eso es lo que dijo Dios en la Biblia cuando escribió el cuarto Mandamiento con su propio dedo.
–¿Qué, es judío?
El oficial se inclinó mientras tomaba una taza de café.
El soldado no quería ser llamado judío y se paralizó involuntariamente mientras un escalofrío corría por su columna vertebral. Era peligroso ser llamado judío, pues su oficial odiaba a los judíos y a menudo los enviaba a la cárcel cuando solicitaban consideraciones especiales, tales como comida kosher.
–No –dijo el soldado en voz alta–. No soy judío: soy un cristiano adventista del séptimo día.
El oficial casi se atragantó con el café.
–¿Es un qué?
–Un cristiano adventista del séptimo día, señor –respondió el soldado.
–¿Qué diablos es un adventista del séptimo día?
–Los adventistas del séptimo día asistimos a la iglesia los sábados en vez de los domingos, porque seguimos las enseñanzas de la Biblia –explicó el soldado.
–Nunca escuché un disparate como ese –explotó el oficial–. ¿Acaba de inventar esa tontería sin sentido?
–No, señor. –el soldado hizo el saludo nuevamente–. Es la verdad, señor.
–No sé si debería reírme o llorar.
–¡No, señor! Quiero decir: ¡Sí, señor! –la cabeza del soldado giró tratando de no hacer enojar a su oficial comandante.
–¡Permiso denegado!
Tomando los lentes de arriba del escritorio, el oficial se los puso con violencia, se irguió cuan largo era y miró despectivamente a Pieter.
–Hay que mantener la autoridad, ¿verdad? ¡Sí, por supuesto! Está en el ejército ahora, soldado. Haga como le digo. Ahora los dos sabemos cuál es el lugar del otro. ¡Debe reportarse a sus tareas, muchacho! Y si no se reporta mañana, lo enviaré a la cárcel y estará aislado sin comida, el mismo castigo que les damos a esos infames judíos que tienen las agallas de pedir una dieta especial. Permanecerá en la cárcel hasta que decida obedecer órdenes. ¿Lo entendió, soldado?
–¡Entendido, señor! –Pieter saludó y entrechocó sus talones otra vez.
–Debe mantenerse la autoridad.
–¡Sí, señor!
–Cada cosa tiene su lugar. Y cada uno conoce su lugar. ¡Espero que esté en su lugar!
–¡Sí, señor!
–¡Puede retirarse!
Obedientemente, Pieter giró sobre sus tacones y marchó fuera de la habitación.
Al día siguiente, Pieter no se presentó a sus tareas. Su oficial comandante lo encontró en su barraca leyendo la Biblia.
–No estaba en su lugar esta mañana y parece que ha olvidado su lugar. ¡Y no respeta mi autoridad!
Levantando su vista de la Biblia, Pieter respondió:
–Yo respeto su autoridad, señor.
–¿Qué le dije sobre presentarse a sus tareas hoy? ¿Pensó que no hablaba en serio?
–¡Oh, no, señor!
–Entonces, ¿por qué desobedeció una orden directa? –preguntó el oficial comandante.
–Porque yo creo que Dios quiere que lo adoremos en su santo día. Como dijo el apóstol Pedro a los sacerdotes: “Debo obedecer a Dios antes que a los hombres”.
–¡Arréstenlo! –gritó el oficial comandante.
Inmediatamente, Pieter fue esposado, lo llevaron al otro lado del regimiento y lo echaron ceremoniosamente en una celda de la cárcel. Cuando sus ojos se acostumbraron a la oscuridad, Pieter descubrió que su celda era realmente pequeña y tenía una sola ventana con rejas ubicada inconvenientemente cerca del techo. Había sido ubicada a propósito allí, para que nadie pudiera escalar hasta ella. La pequeña cantidad de luz que caía sobre el piso de piedra se veía a rayas por la sombra de las rejas. La ventana era tan pequeña que nadie podría pasar por ella. Solo un pequeño animal podría pasar entre las rejas.
Pieter permaneció en la celda durante una semana sin comida. Una vez al día, el carcelero le pasaba una pequeña cantidad de agua a través de una puertita. Naturalmente, el estómago del soldado chillaba y se quejaba, pero él no podía hacer nada.
Luego de una semana, el oficial comandante entró a la celda.
–Bien, veo que ha perdido algo de peso. ¿Tiene hambre?
El soldado admitió que tenía hambre y solicitó comida.
Con frialdad, el oficial comandante contestó:
–¿Va a obedecer mis órdenes?
–Señor, si lo que quiere decir es si voy a quebrantar el sábado, la respuesta es: ¡No, señor! Esa es una orden que no puedo obedecer.
La cara del comandante enrojeció de ira.
–Entonces, seguirá sin comida.
Agitado, caminó por la celda gritando:
–La autoridad debe respetarse. Un lugar para todo y todo en su lugar. ¿Verdad? ¡Verdad!
Inclinándose, levantó el mentón de Pieter y lo miró a los ojos.
–Cuando tenga suficiente hambre, aprenderá que estoy hablando en serio. Entonces obedecerá mis órdenes.
Irguiéndose cuan largo era, el oficial salió apresuradamente de la celda, golpeando la puerta detrás de sí. Las llaves chocaron con estrépito mientras el comandante encerraba a Pieter.
Sintiéndose solo en su celda, el tiempo parecía no transcurrir más. Cerca de las cuatro y media o cinco de la tarde, se sintió débil por el hambre. Se arrodilló en el piso, juntó sus manos, cerró sus ojos y oró:
–Oh, Señor, tú prometiste que mi pan y mi agua estarían asegurados. La semana pasada, cada día, me diste agua. Gracias. Lo único que falta es el pan. Hoy reclamo el resto de tu promesa. Por favor, que mi pan y mi agua estén asegurados.
Mientras oraba, algo se apretujó contra su pierna. Terminando su oración, el soldado abrió sus ojos y vio en el piso frente a él un trozo de pan.
Lo recogió y lo comió con hambre, y luego oró nuevamente, agradeciendo a Dios por contestar su oración en forma tan rápida y milagrosa.
Al día siguiente tenía hambre nuevamente más o menos a la misma hora. Otra vez se arrodilló, cerró sus ojos, cruzó sus manos y oró por comida. Otra vez sintió algo que se apretujó contra él. Cuando abrió sus ojos, otra vez vio un trozo de pan en el piso, que devoró con hambre.
Esto sucedió una y otra vez, día tras día, durante dos semanas.
Entonces, la puerta de la celda se abrió y el oficial comandante entró.
–Veo que no está demacrado por perder peso –dijo el oficial–. ¿Cómo puede ser?
–He comido todos los días, señor –respondió Pieter respetuosamente.
–¿Quién ha estado alimentándolo? –demandó el oficial.
–¡Yo pensé que era usted, señor!
–¡Yo no fui! –gritó el comandante y la vena de su cuello comenzó a abultarse otra vez–. ¡Con seguridad que no fui yo!
– Si usted no fue, señor, entonces seguro que fue Dios, señor. Cada día, señor, más o menos a la misma hora, encontré un trozo de pan en el piso.
–¿Un trozo de pan en el piso? –la voz del comandante mostraba incredulidad.
–Correcto, señor.
–¿Quién lo está alimentando con ese pan?
–No lo sé, señor.
–¿Cómo que no lo sabe?
–Pensé que usted me estaba alimentando, pero estaba equivocado, señor. Ahora no sé quién fue, pero alguien me alimentó.
–Diga lo que sabe.
–¿Me promete no enojarse, señor?
–No me enojaré.
El comandante le regaló su mejor sonrisa, aunque un extremo de su boca se alzaba más que el otro. En un tono contenido y paciente, añadió:
–Necesito saber quién es el que lo alimenta.
–Bien, señor. Cada día oro por comida, y mientras estoy orando algo se apretuja contra mi pierna y, cuando termino mi oración, encuentro un trozo de pan en el piso.
–Pero ¿no sabe quién le está dando pan?
–Honestamente, señor, no lo sé.
–Y ¿por qué no?
El oficial sonaba un poco irritado, pero apretó sus dientes para contenerse.
–Porque, señor, cuando oro cierro mis ojos. Y no los abro otra vez hasta que termino de orar.
El oficial asintió con su cabeza como si entendiera, y terminó el pensamiento:
–Entonces, no puede ver qué sucede mientras ora.
–Correcto, señor. Porque mis ojos están cerrados.
–Bien, ¡descubra quién es! –dijo el comandante–. ¡Es una orden!
–¡Haré lo mejor que pueda!
–¿Cree que puede orar con los ojos abiertos?
–Creo que haré una excepción en este caso, señor.
–Hágalo.
–¡Sí, señor!
–Es una orden. Ore con los ojos abiertos. Volveré mañana. Quiero saber quién lo está alimentando.
–Haré lo mejor que pueda, señor, pero no puedo prometer nada. ¿Y si es mi ángel guardián? En ese caso, no vería nada. Espero que entienda, señor.
–Quiero saber quién está alimentándolo; ¿entiende lo que quiero decir?
–Entiendo, señor.
No habló con tanta confianza como sintió que debería tener. Temía que fuera su ángel guardián, y en ese caso realmente no lo vería.
Al día siguiente, más o menos a las cuatro y media o cinco, su estómago comenzó a hacer ruidos. Pieter se arrodilló en el piso de piedra como era su costumbre. Pero, esta vez hizo algo diferente: no cerró sus ojos para orar.
Mientras estaba orando, vio, por el rabillo del ojo, un gato que llegaba hasta la ventana, se escabullía entre las rejas y saltaba hasta el piso. Se acercaba a él sigilosamente y se apretujaba contra su pierna. En ese momento, Pieter se dio cuenta de que el gato llevaba algo en su boca. No pudo creer lo que vio. Parpadeando, sacudió su cabeza y volvió a mirar para asegurarse de no estar imaginando cosas. Con toda seguridad, sus ojos no lo estaban engañando. ¡Era un trozo de pan!
Paralizado por la sorpresa, Pieter observó cómo el gato dejaba el pan en el piso, daba la vuelta, saltaba hacia la ventana, se escurría entre las rejas y desaparecía.
Maravillado, Pieter oró nuevamente:
–¡Gracias, Señor, por realizar un milagro tan impresionante solamente para mí!
Luego, levantó el pan y se lo comió con ansias.
Al día siguiente vinieron guardias hasta la celda de Pieter y lo llevaron a la oficina del comandante. Una vez allí, Pieter se paró firme, entrechocó sus talones y saludó al oficial.
–¡Descanse, soldado! –ordenó el comandante luego de devolver el saludo.
Pieter obedeció. Yendo directo al grano, el oficial le preguntó:
–¿Sabe quién ha estado alimentándolo?
–¡Sí, señor!
–¡Dígame quién se atreve a hacer una cosa así!
Pieter cambió de pie y miró a un punto detrás de la cabeza del comandante.
–Usted no va a creerme, señor.
–¿Quién es?
–Creo que le resultará difícil creerlo, señor.
–Simplemente, responda.
–Bien, señor.
Pieter respiró profundo.
–Es un gato.
–Explíquese, soldado. Espero que lo haga bien.
–Sí, señor.
Pieter pasó su lengua por su boca, pues estaba seca.
–Cuando ayer me arrodillé a orar, mantuve mis ojos abiertos, aunque no es mi costumbre.
Al hablar, su corazón latía más fuerte de lo normal.
–Mientras estaba orando, un gato llegó hasta la ventana... ¡No podrá creer esto!
–Estoy escuchando, soldado.
–¿Me promete que no se reirá, señor?
–¡Lo prometo! Cuénteme qué sucedió.
–Bien, señor. Mientras estaba orando, un gato llegó a la ventana trayendo un trozo de pan en su boca. Luego de saltar desde la ventana, dejó el trozo de pan a mis pies, luego subió hasta la venta, se escabulló y desapareció, señor.
Pieter estaba tan seguro de que el oficial lo acusaría de mentir que sus manos temblaban. Para su sorpresa, los ojos del oficial se iluminaron y una media sonrisa se dibujó en su rostro. ¿Comenzaría a reírse del soldado?
–Usted ¿me cree? –preguntó Pieter con duda.
–Muchacho, me ha ayudado a aclarar un misterio –respondió el comandante.
–¿Qué misterio, señor?
–¿A qué hora dijo que oraba por comida? ¿Cerca de las cuatro y media o cinco?
–¡Sí, a esa hora, señor! ¿Cómo lo sabe?
–El gato de mi hija se ha comportado en forma muy extraña este mes todos los días a eso de las cuatro y media o cinco de la tarde.
–¿Qué es lo que hace, señor?
–Comienza a maullar de la peor manera y no se detiene hasta que no le damos un trozo de pan. Pero nunca lo come enfrente de nosotros. Toma el pan y desaparece. Supusimos que tenía más hambre de lo habitual o que tenía un lugar secreto en alguna parte. Ahora entiendo: ¡el gato de mi hija ha estado dándole mi pan!
Pieter estaba maravillado y alababa a Dios en su corazón.
–Si el gato de mi hija lo seguirá alimentando todos los días con mi pan –continuó el comandante–, supongo que nunca podré hacerle pasar hambre para lograr que cumpla mis órdenes.
–¡Sí, señor! –estuvo de acuerdo Pieter.
–Es decir que es en vano que lo ponga en confinamiento solitario o que trate de matarlo de hambre hasta que sea sumiso.
–¡Sí, señor!
–No funcionará.
–¡No, señor! Quiero decir: ¡sí, señor!
–Su Dios está tratando de decirme algo. Y eso es que, usted soldado, necesita el sábado libre para adorarlo. ¡Bien, lo tendrá!
–¡Sí, señor! ¡Gracias, señor! –Pieter saludó nuevamente.
–Es libre. ¡Puede retirarse!
Pieter saludó, entrechocó sus talones y regresó a las barracas.
El comandante cumplió su promesa. Permitió que Pieter adorara a Dios cada sábado mientras estuvo bajo sus órdenes. Y todo sucedió gracias a un Dios poderoso que le pidió a un gato que llevara un trozo de pan a través de la ventana de una celda para alimentar a un soldado fiel que tuvo la valentía de obedecer a Dios en lugar de a un oficial obstinado, sin importar las consecuencias.
Pieter todavía asegura: “Las promesas de Dios son verdaderas. Si crees y actúas por fe, tendrás asegurados tu pan y tu agua. ¡Hasta un gato puede ayudar a proveer para ti!”