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Capítulo 3

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Alí hizo exactamente lo que Lucia le había ordenado. En la despensa había encontrado todas las hierbas que necesitaba la muchacha, incluso la corteza de sauce, de la que no tenía claro su uso. En cocina nunca se había utilizado, sin embargo sus señores tenían una buena provisión en tarros lacrados con cuidado. Sólo entonces, el sirviente moro se había dado cuenta de que la despensa era más una herboristería que un depósito de cosas para comer. También había de esas, sí, pero muchas de las hierbas contenidas en los tarros sabía bien que eran utilizadas por hebreos y hechiceros con fines contrarios a los enseñados tanto por su religión como por la católica. A fin de cuentas, el Dios cristiano y el musulmán se parecían mucho y, si un hombre estaba destinado a morir, el propio Dios lo acogería en su gloria y sería feliz a su lado. No se podía pretender salvar la vida a quien ya estaba destinado a alcanzar al propio Padre Omnipotente en el reino de los cielos. Esto pensaba Alí mientras atravesaba la Piazza del Palio y remontaba con grandes zancadas la Costa dei Pastori, mirando bien de no toparse con los disturbios que se habían extendido hasta allí. Se paró delante del portón que le habían indicado, aquel en el que, sobre la ojiva, estaba escrito Hic est Gallus Chirurgus.

¡Otro brujo!, rumió para sus adentros Alí. Se hace llamar cirujano pero sé perfectamente que es el hermano de Lodomilla Ruggieri, la bruja quemada viva en Piazza della Morte hace unos años. Si no presto atención y no me alejo de esta gente, también yo acabaré mis días en una pira ardiente. Y también mis señores están metidos en esto hasta el cuello, ¡ahora entiendo a qué especie de herejes he servido durante años!

A continuación, se dio cuenta en su mente que, al pertenecer a otra religión, la Inquisición no podría procesarlo y decidió llamar a la puerta. Un hombre alto, robusto, con potentes bícipes, los cabellos largos recogidos detrás de la nuca en una cola y la barba sin afeitar desde hacía días, lo miró de arriba a abajo. También Alí era robusto: en su país de origen, en el Alto Nilo, era un campeón de lucha libre, no había nadie que consiguiese abatirlo, por lo que se enfrentó a su mirada y le dijo lo que tenía que decirle.

―He comprendido, cojo mis instrumentos y te sigo. Espérame aquí, Palazzo Franciolini está cerca, pero prefiero hacer el trayecto en tu compañía. Siendo dos podremos hacer frente mejor a los posibles facinerosos.

Gallo desapareció unos minutos en el interior de su mansión y reapareció con una pesada bolsa de piel de becerro que contenía los instrumentos de su trabajo y que, a juzgar por el aspecto, debían ser muy pesados. Atravesaron la plaza pasando al lado de la gente que combatía duramente. El cirujano reconoció a un amigo suyo en un jesino que estaba siendo abatido a golpes de espada e hizo el amago de ir a socorrerlo. Pero Alí estuvo diligente al tirarle del brazo para que desistiese del intento. No era el momento de hacerse notar y empeñarse en una batalla que ahora ya había tomado un rumbo muy feo para los habitantes de la ciudad. Era más urgente ayudar a su joven señor. Alí y Gallo se metieron rápidamente en el portal del Palazzo Franciolini que el moro se apresuró a atrancar desde el interior. No metería las narices fuera ni por todo el oro del mundo hasta que los combates no se hubieran acabado, no sabiendo que, de un momento a otro, le vendría impuesta una salida para un encargo todavía más peligroso del que había llevado a término.

Alí observó a Gallo extraer con delicadeza tres flechas del cuerpo de Andrea mientras que Lucia, a su lado, taponaba la sangre que salía en cuanto el arma puntiaguda era extraída, utilizando paños recién lavados y aplicando el emplasto a base de hierbas que ella misma habría preparado en la cocina. La última flecha, la que atravesaba el brazo del joven de parte a parte, no quería saber nada de salir a pesar de que Gallo tiraba de ella con decisión.

―¡Hijos de mala madre, han utilizado flechas de alas, sólo van hacia delante, no se consigue arrancarlas! Deberé romper la cola y hacer salir la flecha hacia delante, haciendo una incisión con el bisturí en la piel del brazo al lado del agujero de salida, pero me arriesgaré a provocar una hemorragia fatal. ¿Lista para taponar?

―Sí ―respondió Lucia ―¡estoy preparada!

Alí se dio cuenta de que sólo la fuerza de la desesperación impedía a Lucia desmayarse, aunque probablemente la vista y el olor ferroso de la sangre ya estaban embotando sus sentidos. Al darse cuenta de que la muchacha no conseguiría ayudar a Gallo Alía respiró profundamente y, en cuanto el cirujano acabó de extraer la flecha, se lanzó a taponar la copiosa hemorragia. En menos de un segundo la pieza que tenía entre las manos se había teñido de rojo y le hacía percibir al tacto una sensación viscosa realmente desagradable. Nuca había sentido nada igual Alí en toda su vida pero debía darse ánimos. Gallo arrancó un trozo de sábana atándolo alrededor del brazo de Andrea, por la parte alta del mismo.

―No podemos dejar el brazo tan apretado por mucho tiempo o lo perderemos y luego me veré obligado a amputarlo a causa de la gangrena que se formará. Necesito un potente coagulante y cicatrizante y el más potente es el extracto de placenta humana. Alí, debes ir a ver a la comadrona, ella siempre tiene a disposición placentas secas y...

―¡Pero la comadrona vive fuera de la Porta Valle, es demasiado peligroso ir a aquella zona!

―Entonces creo que habrá poco que hacer por el muchacho.

Por suerte, Alí conocía un pasaje que, a través de los sótanos del palacio, conducía fuera de los muros, cerca de la muralla, donde una corporación de trabajadores del condado, guiados por la familia Giombini, estaban construyendo un nuevo molino para la molienda de los cereales. En cuanto salió de la portezuela que se abría en los muros de levante, bien escondida por un espeso arbusto, se arrepintió a la vista del molino que estaba en construcción, que había sido en parte destruido hasta los cimientos por la furia de los enemigos. Pero no podía pararse en aquel detalle. La estructura semi derruida le ofreció cobijo de la vigilancia de la soldadesca anconitana que continuaba entrando en la ciudad desde Porta Valle. Alí se dirigió con decisión hacia la pequeña iglesia de Sant'Egidio, cerca de donde vivía Annuccia, la comadrona. Ésta última, cuando vio al moro, en ese momento se atemorizó, pensando que entre los invasores hubiera también sarracenos, luego reconoció a Alí y lo hizo entrar en la casa.

―¿Te has vuelto loco para deambular por estos sitios? Estaba a punto de dejarte seco con esto ―le dijo Annuccia mostrando el morillo de la chimenea que estrechaba en un puño. ―¡Realmente no estaba dispuesta a rendirme y dejarme violar por esa canalla!

―Necesito ayuda para mi señor, Annuccia. Al Capitano lo ha matado el enemigo y el joven señor está herido y necesita urgentemente una cura.

Después de unos minutos, Alí salía de la casa de la comadrona, custodiando celosamente lo que ésta última le había confiado y por lo que había debido desembolsar unos bonitos tres sueldos de plata. Volvió a alcanzar la portezuela de acceso y regresó al palacio de los Franciolini, entregando a Gallo el valioso paquete. El cirujano cogió la placenta seca, la metió en una cacerola de agua caliente, añadió algunas hierbas, entre las que se encontraba la Garra del Diablo y en aproximadamente media hora obtuvo un emplasto denso, de olor desagradable, que dispuso en un tarro de arcilla. Alí cogió con la mano el recipiente y siguió a Gallo a la habitación de Andrea, donde Lucia estaba acabando de limpiar de sangre el cuerpo semi desnudo del joven. El cirujano desató el rudimental torniquete mientras que la muchacha ponía sobre la herida un abundante estrato de emplasto, enrollando luego una venda muy apretada, pero no demasiado, alrededor del miembro herido. Andrea, en su semi inconsciencia, hizo un gesto de dolor que alegró a todos los allí presentes: todavía estaba vivo y despierto, aunque muy débil.

―Más no puedo hacer. Los próximos días necesitará ayuda continua, la fiebre subirá, deberéis refrescarle la frente con paños fríos y hacerle ingerir infusiones de corteza de sauce, esperando que consiga superar no sólo la abundante pérdida de sangre sino también la infección que se formará. Si de esta herida comienza a salir pus verde, podéis comenzar a despediros de él. Si, en cambio, veis pus amarilla, lo que los cirujanos definimos como bonum et laudabile significará que está en el camino de curarse. Pero tú, Lucia, no te quedes aquí mucho tiempo: tu tío muy pronto notará tu ausencia y entonces creo que tendrás problemas. Enseña al moro a asistir a su joven amo y vuelve a casa.

―¡Jamás! ―contestó la joven ―Estaré a su lado hasta que se cure. Es mi prometido y quiero estar cerca de él en este momento.

―¿Prometido, dices? Boh, creo que la intención auténtica de tu tío era la de no hacerle llegar hasta el altar. No soy un adivino pero pienso que la fiesta de hoy era toda una farsa para que el enemigo encontrase las puertas abiertas y matar al Capitano del Popolo y a su hijo menor. ¿Te das cuenta de que ahora tu tío es la máxima autoridad tanto política como religiosa de Jesi? Haz lo que te parezca pero no creo que el Cardenal se ponga contenta al saber que estás cuidando al hijo menor de la casa Franciolini.

Gallo recogió su instrumental, lo limpió con cuidado, lo puso de nuevo en la bolsa, se despidió de la muchacha con una sonrisa y del moro diciendo un:

―Salam Aleikum, la paz sea contigo, hermano, y gracias por tu valiosa ayuda.

―Aleikum as salam, gracias a ti por las valiosas curas que has dado a mi señor, estoy seguro que saldrá de esta.

―Quizás de las heridas ―sentenció Gallo, cerrando el pesado portón a su espalda ―Pero no ciertamente de las garras del Cardenal Artemio Baldeschi.

En los siguientes cuatro días Andrea fue aquejado por la fiebre acompañada por escalofríos y delirios. Lucia había estado a su lado todo el rato, haciendo exactamente todo lo que le había aconsejado Gallo y todo lo que sabía por haberlo aprendido de la abuela Elena. Mientras deliraba, Andrea a menudo nombraba a la bruja Lodomilla, hablaba de los símbolos extraños dibujados en la baldosa del portal junto con el pentáculo de siete puntas, hablaba de un hebreo que lo había iniciado en una forma de conocimiento particular, nombraba a veces al rey bíblico Salomón, a veces a una de las mujeres del Emperardor Federico II, Jolanda de Brienne. A menudo pronunciaba, entre otras palabras confusas, el nombre de un lugar, también conocido por ella: Colle del Giogo. Aquella localidad, que se encontraba en el cercano Appennino, a un par de días de viaje de Jesi, le hacía recordar el rito con el cual, algunos meses antes, había entrado oficialmente a formar parte de la secta de las brujas adoradoras de la Buena Diosa. Algunos días antes del equinoccio de primavera, la abuela había dicho a Lucia que estuviese preparada, ya que la noche del 21 de marzo, irían con las otras adeptas y adeptos de la congregación al Colle del Giogo, en las montañas de Apiro.

―El tío dice que son ritos paganos, que la mayor parte de los adeptos son herejes y brujos para enviar a la hoguera ―Lucia tenía un poco de miedo pero la curiosidad prevalecía sobre el temor ―¿No crees que será peligroso participar en esta reunión, en este Sabbath, como lo llamas?

La abuela había encogido los hombros, como diciendo que le daba lo mismo lo que pensase el hermano, y le había respondido con mucha naturalidad.

―Cuando hablamos de divinidades hablamos de entidades sobrenaturales que, con su infinita bondad, pueden señalarnos el camino a seguir, vías que sólo con nuestros ojos no conseguiríamos ver jamás. Ahora, si el verdadero Dios es el Padre Omnipotente proclamado por tu tío, el Jahvé invocado por el hebreo que habita en la cabaña más cercana al río, el Alá en el que creen los musulmanes, el Zeus de los griegos o el Júpiter de los antiguos romanos, ¿dónde está la diferencia? Cada uno puede llamar a Dios a su manera y recibir de él los mismos favores, independientemente del nombre con el que se dirige a él. Y si existen hombres y mujeres aquí en la tierra, también en el cielo o en el Olimpo o en el jardín de Alá, habrá divinidades que sean mujeres. La que nosotros adoramos como la Buena Diosa era conocida por los romanos con el nombre de Diana. Mira, observa la fachada de nuestro palacio. Observa arriba: ¿qué es lo que ves en un nicho entre las ventanas del último piso?

―La imagen sagrada de la Madonna, de María, de la madre de Gesù, acompañada por la frase Posuerunt me custodem, me pusieron a mi para proteger esta morada.

―Por lo tanto, es la Madonna, la Santa Madonna a la que adoramos. Pero recuerda que todos nuestros lugares sagrados, que nosotros definimos como cristianos, católicos, han sido erigidos sobre antiguos templos paganos y las antiguas divinidades han sido sustituidas por las nuevas. La misma catedral, aquí al lado, ha sido edificada encima de las antiguas termas romanas, y la posición de la cripta corresponde a la ubicación del templo que los romanos habían dedicado a la Dea Bona, otro nombre de Diana. Como puedes ver, tienen muchas cosas en común las distintas religiones. En el mismo lugar donde nos reuniremos dentro de unos días, la imagen antigua de la Buona Dea ha sido sustituida por una estatua de la Madonna, en el interior de un tabernáculo. El lugar es, lo mires como lo mires, sagrado y mágico y siempre hay alguien que adorna la imagen con lirios frescos y de colores. Es nuestra forma de continuar adorando a la Diosa, aunque bajo la imagen de María, madre de Jesús.

Lucia creía que la abuela tenía una cultura nada desdeñable, quizás por haber tenido acceso a la lectura de libros prohibidos, conservados en la biblioteca de la familia. Quizás había conseguido acceder a la sabiduría custodiada bajo llave por el tío Cardenal, puede que sin que éste último lo supiese, o quizás porque hace décadas, cuando Elena era todavía una niña, los libros podían ser consultados libremente. Luego Artemio se había arrogado el título de Inquisidor y había puesto bajo llave todo lo que era contrario a la Fe oficial. Y ya había sido un éxito que no hubiera hecho un gran hoguera con aquellos textos tan valiosos como había oído que habían hecho otros prelados insignes en otras ciudades de Italia y de Europa.

―Entendido, abuela, lo importante es creer en la entidad buena, que nos quiere y nos ayuda, prescindiendo de su nombre.

Al contrario de lo que Lucia se esperaba y que había escuchado contar de quien temía a las llamadas brujas, el rito se desarrolló con toda tranquilidad. Ningún macho cabrío se presentó para reclamar su virginidad, ninguno de los participantes intentó violarla o hacerle firmar juramentos con su sangre. El camino para llegar a Colle del Giogo no había sido agradable. Pasada la esclusa de Moje, el sendero que flanqueaba la orilla del río Esino a menudo se perdía en medio de la maleza. Lucia no conseguía entender cómo hacía la abuela para no extraviarse y encontrar el rastro del antiguo sendero incluso después de haberse desorientado durante muchas leguas en el bosque, sin aparentes puntos de referencia. Llegadas a un cierto punto debieron vadear el río y continuar ascendiendo por un camino de tierra que subía la cuenca excavada por un impetuoso torrente que descendía desde la montaña. Llegaron a Apiro a la hora de comer y fueron acogidos por una pareja de jóvenes esposos, Alberto y Ornella, que les ofrecieron pan negro y carne de ciervo seca. Ambos tenían una niña de unos tres años, con dos grandes ojos azules y los cabellos rizados y castaños; jugaba con una muñeca de trapo cerca del hogar, divirtiéndose mientras la vestía con pequeños trajes de colores, realizados con trocitos de tela. Parecía que no le importaba lo que iban a hacer sus padres, junto con las recién llegadas, esa misma noche,

―¿Cómo haréis con la niña? ―preguntó Elena a la joven pareja.

―Oh, no hay problema, a las siete la pequeña está ya en el mundo de los sueños en su jergón. De todas formas, hemos pedido a Isa, nuestra vecina, de venir a darle una ojeada. ¡Lo hará con gusto!

Lucia, que siempre había dormido en un cómodo lecho, no imaginaba cómo hiciese esta gente para dormir en aquellos montones de paja trenzada.

¡Estarán llenos de pulgas!, pensaba, sintiendo escalofríos ante la idea de que a la noche siguiente le tocaría en suerte dormir allí también a ella. Mejor muerta que tumbarse en una de esas cosas.

La ceremonia de iniciación de la nueva adepta se desarrolló según un antiguo ritual. Era noche cerrada cuando Lucia y la abuela, acompañadas por sus anfitriones, se sumergieron en el frío lacerante de la montaña. Los campos todavía estaban recubiertos de una ligera capa de nieve y el camino estaba iluminado por el disco brillante de la luna llena que resplandecía enorme en el cielo, como la muchacha no la había visto jamás. Subiendo Colle del Giogo, en ciertos puntos se podía hundir en la nieve hasta las rodillas y era difícil avanzar, pero en cuanto llegaron al claro al que se dirigían, Lucia se asombró de cómo el lugar estuviese casi todo libre de la blanca cubierta y el prado estuviese plagado de pequeñas flores de colores, blancas, lilas, fucsia, violetas, amarillas...

―Se llaman campanillas de invierno porque son las primeras flores que salen en cuanto se empieza a derretir la nieve pero su verdadero nombre es Crocus y sus estigmas secos pueden ser utilizados tanto como condimento de cocina como por sus propiedades medicinales.

―Abuela, ¿cómo es que en este lugar la temperatura sea más agradable? ―preguntó la muchacha con curiosidad.

―Se dice que es un lugar mágico pero en realidad la temperatura es mitigada gracias a la presencia de una fuente de agua caliente. Aquí el subsuelo es rico en manantiales sulfurosos y es por esta razón que la temperatura es más alta. Desde hoy aprenderás que la mayor parte de los fenómenos que la gente común señala como mágicos tienen en realidad un explicación lógica, racional: basta saber buscarla. Nos acusan de ser brujas pero no hacemos más que aprovechar conocimientos antiguos y fenómenos naturales para nuestros fines. Mira, se dice que hace trescientos años, más o menos, llegó a este remoto lugar una de las mujeres de Federico II, el emperador de Svevia, para guardar algo que su marido le había mandado esconder con celo, ya que provenía de Tierra Santa, de Jerusalén. Las leyendas y la tradición dicen que este objeto era una piedra mágica, una piedra que el arcángel Miguel había entregado a Abraham o quizás, incluso la llamada piedra filosofal que buscaban los antiguos alquimistas. Esta es la leyenda, la verdad la conocerás dentro de poco. Y, ahora, entremos en la gruta. ¡No les hagamos esperar!

La más anciana de las participantes era una mujer de largos cabellos grises, la piel del rostro marchita por las arrugas. Vestía una larga túnica azul sobre la cual, a la altura del pecho, brillaba un talismán dorado asegurado al cuello por una cadena también de oro labrado. Había encendido una fogata en el interior de la cueva, tirando cada cierto tiempo a las llamas unos polvos que, de vez en cuando, provocaban una llamarada de color distinto, ahora amarilla, luego verde, ahora azul, luego de un rojo intenso. Con cada llamarada que iluminaba su rostro pronunciaba unas extrañas palabras que los allí presentes interpretaban disponiéndose alrededor de la fogata, ya cogiéndose de la mano y dando vueltas en círculo, ya alejándose e inclinándose según los deseos de la Anciana Sabia, ahora cogiendo manojos de hierbas y tirándolos al fuego, o bien sentándose en el suelo en el máximo silencio. Llegado a un cierto punto, la única persona que había quedado en pie era la anciana maestra. Tenía en la mano un gran libro sobre cuya cubierta resaltaba el dibujo de un pentáculo, justo igual que el que estaba incluido en el diario de familia que le había entregado la abuela algún tiempo atrás, y la frase escrita en caracteres góticos Clavicula Salomonis.

―En virtud de los poderes que me ha conferido esta congregación yo, Sara dei Bisenzi, acojo en nuestra comunidad a la novicia Lucia Baldeschi. Ella es la elegida, aquella que me sustituirá un día y será designada la guía de todos vosotros. Por lo tanto, Lucia, acércate y jura obediencia y fidelidad sobre este libro, escrito de puño y letra por el antiguo Rey Salomón, y traído hasta aquí entre inmensos peligros por Jolanda, que perdió su vida después de llegar a su meta final. Es gracias a su hija Anna que el libro y sus enseñanzas nos han sido legadas y, cada cierto tiempo, una de nosotras tiene la obligación de conservarlo y protegerlo.

Mientras decía estas palabras la anciana se sacó el medallón y pasó con delicadeza la cadena alrededor del cuello de Lucia. El talismán dorado representaba una estrella de cinco puntas, el sello de Salomón. El mismo dibujo fue hecho en la tierra por la anciana por medio de una vara puntiaguda y la muchacha se tuvo que extender de manera que su cabeza, sus manos y las extremidades de los brazos abiertos y sus pies al extremo de las piernas abiertas, correspondieran con exactitud con las puntas de la estrella. Sara cogió un poco de aceite de oliva, señalando con él de manera secuencial la mano izquierda, el pie izquierdo, el pie derecho, la mano derecha y la frente de Lucia.

―Agua, aire, tierra, fuego: tú sabes como dominar los cuatro elementos. Ellos pueden ser invocados y usados indistintamente por cada uno de nosotros pero sólo tu espíritu es capaz de reunirlos y potenciar al máximo sus poderes y sus cualidades. ¡Recuérdalo Lucia! Usarás tus poderes para hacer el bien y combatirás, hasta el punto de sacrificar tu propia vida, contra cualquiera que quiera abusar de ti y de tus capacidades para fines malvados. ―Luego echó agua en la mano izquierda de la muchacha, todavía extendida, sopló sobre su pie izquierdo, echó un puñado de tierra sobre el pie derecho y acercó un bastoncito candente a la mano derecha. Al final besó su frente ―Y ahora levántate. Tu largo camino ha comenzado.

La ceremonia de iniciación había sido, por lo tanto, sencilla, no había sido traumática como la muchacha había temido. El rito se había desarrollado tal como había sido transmitido desde tiempos inmemoriales, sin coacciones, sin ninguna violencia, sin intervenciones de extrañas figuras que pareciesen machos cabríos u otro tipo de bestias. El Demonio, realmente, no se escondía entre los participantes del rito. Lucia estaba confusa pero comenzaba a comprender muchas cosas, que la abuela la ayudaría a definir en los meses siguientes. La magia, la brujería, de la manera que creía hasta ese momento, no existía. La abuela le había explicado cuáles eran las fronteras del pensamiento humano, como cada individuo estaba dotado de una enorme potencialidad vinculada al uso del mismo pero que solo unos pocos eran capaces de ejercitar ciertas funciones, ya sea por capacidad innata, ya sea por el ejercicio. Pero entonces, se preguntaba Lucia, ¿la esfera fluctuante que se materializaba entre sus manos era sólo fruto de su fantasía, de su sugestión? ¡Y sin embargo era capaz de visualizarla! Ya, pero sólo ella, los otros no la veían. Y, de todas formas, había probado sus efectos devastadores lanzando una bola de fuego hacia aquella chiquilla, Elisabetta, que se había visto realmente envuelta por las llamas. Y era capaz de leer los pensamientos del que estaba frente a ella, y era capaz de escuchar las voces de los espíritus, y conseguía prever el futuro de alguna manera. ¿Todo esto cómo se explicaba?

―Para todo hay una explicación racional ―le había dicho la abuela una noche delante de la chimenea encendida ―Algunos de nuestros adeptos, a tenor de lo hecho en el pasado por antiguos estudiosos, de los que algunos textos han huido del fuego de las autoridades eclesiásticas, han abierto el cráneo de cadáveres de hombres y mujeres para estudiar su contenido, el cerebro. La superficie de nuestro cerebro no es lisa sino que presenta pliegues, que son llamados por los estudiosos de anatomía circunvoluciones y que son capaces de aumentar muchas veces la superficie útil de este importante órgano nuestro. No es el corazón, como todos dicen, la sede de nuestros sentimientos, es el cerebro su depositario. De la misma manera todos nuestros recuerdos, cercanos o lejanos, están aquí guardados. Es el cerebro el que nos permite reconocer los sonidos, los colores, los olores, nos hace asociar los objetos con un nombre, nos hace aprender los símbolos de la escritura de forma que las personas más inteligentes, o las más afortunadas si quieres, son capaces de leer, escribir y hacer las cuentas. Es el cerebro, además, el que envía a nuestros ojos los sueños mientras reposamos. Y si ya todo esto te parece mucho, debes saber que para todo esto sólo se utiliza una pequeñísima parte de la superficie cerebral. El resto son potencialidades enormes pero desconocidas para la mayoría. Así que, quien consigue entrenar las áreas infrautilizadas del propio cerebro, consigue llevar a cabo actividades que el común de los mortales ni siquiera pueden soñar. Y he aquí que se pueden percibir conversaciones pronunciadas en un lugar, incluso en tiempos remotos. Cada palabra pronunciada deja su rastro en el aire, nada se pierde. Si tú puedes oír estas conversaciones, estas palabras, no significa que estés hablando con los espíritus, no es posible conversar con personas desaparecidas hace meses o años o siglos pero es posible escuchar lo que ellos han dicho hace mucho tiempo.

―¿Y la clarividencia?

―Esto es un poco más complicado, pero incluso aquí los estudiosos han especulado que quien prevé el futuro capta ondas cerebrales de alguien que tiene la intención de poner en marcha determinados comportamientos. Y es por esto que la clarividencia se limita a un período breve, no es posible conocer el futuro a largo plazo. ¡Quien afirma que puede hacerlo, es un charlatán!

―¿Y el hecho de poder mover objetos, hacerlos levitar o encender una lámpara sólo con la fuerza del pensamiento?

―Justo, también éstas son potencialidades del cerebro humano desconocidas para la mayor parte de los individuos. Ejercitando y entrenando las áreas del cerebro que son capaces de utilizar los elementos que están a nuestro alrededor a nuestro favor, podemos hacer de todo. Nosotros estamos acostumbrados a usar los cinco sentidos que conocemos, la vista, el tacto, el oído, el gusto y el olfato, sin ni siquiera imaginar cuál es la potencia efectiva de nuestro cerebro. Los antiguos sabían perfectamente cómo utilizar ciertos poderes, de manera que pudieron construir obras mastondónticas sin el mínimo esfuerzo. Observa los romanos, cuando llegaron para conquistar Egipto, no se podían explicar cómo habían hecho los egipcios, mucho tiempo antes de su llegada, para construir obras colosales, como las pirámides y la esfinge. Los enormes bloques de piedra con los que habían sido construidos no podían ser movidos ni siquiera por un centenar de esclavos que trabajasen juntos.

―¿Quieres decir que...?

―No quiero decir nada: extrae tus propias conclusiones.

Lucia cada día estaba más fascinada por los discursos de la abuela. Las disquisiciones sobre el cerebro la habían entusiasmado, pero incluso estaba más interesada por la curación de enfermedades con las hierbas medicinales. Durante la primavera, muchas veces con la abuela había ido de nuevo hasta Colle del Giogo, pero también en la campiña y en los bosques en torno a Jesi, para la recolección de hierbas medicinales. Cada vez la abuela le explicaba las propiedades y el uso de una determinada hierba: el beleño, la trementina, el regaliz, la peligrosa belladona. Elena había prometido a Lucia que, a partir del final del verano y durante todo el otoño siguiente, le enseñaría a reconocer las setas, a distinguir las comestibles de las venenosas, a prevenir y curar las intoxicaciones debidas a éstas últimas, y cómo utilizar las esporas de determinados hongos sobre las heridas infectadas. Pero en esos últimos días de primavera, el curso de la historia había dado un giro por lo que, en aquel momento, se encontraba asistiendo al joven Franciolini, herido por los enemigos de la ciudad.

Ya hacía más de diez días que Lucia estaba atareada junto a la cabecera de la cama de Andrea cuando el muchacho recuperó el conocimiento. Cuando éste abrió los ojos Lucia se sintió observada de manera extraña. Leía en aquellos ojos el desconcierto del joven que, quizás, creía que ya estaba muerto, que había llegado al paraíso y tenía un ángel que le cuidaba. Es verdad, era un noble y, como tenía servidores en la Tierra, seguramente su cabeza lo llevaba a pensar que tendría sirvientes allí, en el Paraíso. Pero luego, poco a poco, Lucia comprendió que Andrea estaban comenzando a reconocer las paredes, los muebles y los adornos de su habitación.

―¿Quién eres, que me cuidas, sin que yo te conozca? ¿Qué le ha ocurrido al resto de mi familia? ¿Y mis siervos? ¿Dónde está Alí? ¡Que te parta un rayo, miserable turco! Cuando lo necesito siempre se las ingenia para desaparecer, a lo mejor lo encuentras con el culo hacia arriba rezando a su dios… ―comenzó a decir Andrea, con las mejillas enrojecidas por la fiebre, agitándose de tal manera que un acceso convulso de tos consiguió interrumpir la mitad de su discurso. Lucia cogió la mano del joven entre las suyas, intentando tranquilizarlo y, al mismo tiempo, gozando de su contacto físico.

―Debéis estar tranquilo o caeréis de nuevo en la inconsciencia y en el delirio febril. Y no debéis despotricar contra Alí. ¡Si no fuese por él estaríais bajo tierra! En cuanto a mi… bueno, yo soy Lucia Baldeschi, vuestra prometida ―al pronunciar estas palabras un leve enrojecimiento se apoderó de los pómulos de la muchacha, que pudo en ese momento hundir sus ojos color avellana en los azules del muchacho, ojos magnéticos, que atraían su rostro, sus labios y todo su cuerpo hacia él.

―No imaginaba que el Cardenal me tuviese reservado un regalo semejante. ¿No me estáis mintiendo? El enemigo nos ha arrollado antes de llegar al palacio del Cardenal, ¡y creo que esto no es ajeno a la emboscada!

Con la ayuda de la rabia que sentía se levantó un poco y Lucia se apresuró a colocarle las almohadas detrás de la espalda para ayudarle a sostenerse.

―¡Debía haber imaginado que era un truco, además de un matrimonio político! Vuestro tío se ha puesto de acuerdo con los enemigos para matar a mi padre, a mí, dispersar mi familia y centralizar en él los poderes civil y religioso, después de haber pagado con dinero a los invasores. Pero ¿qué invasores? ¡El Duca de Montacuto y el Archiduque de Urbino seguro que estaban de acuerdo con él! Apuesto a que tampoco se sabe dónde está mi madre, quizás ha sido raptada, o quizás también ha sido asesinada por el enemigo. ¿Y tú? ―después e haber usado el usted de cortesía había vuelto a tutear a Lucia, como se hacía con los siervos. ―No eres la sobrina del Cardenal Baldeschi, no puedes serlo, él no permitiría nunca que su sobrina estuviese a mi lado. Tú eres una sirvienta, una mujerzuela enviada por el Cardenal porque todavía no estoy muerto y debes elegir la ocasión adecuada para acabar conmigo. ¡Venga, coraje! ¿Dónde escondes el puñal? Clávalo en mi pecho y acabemos de una vez por todas, de todas formas estas heridas me llevarán a la muerte en pocos días. Será mejor acortar el sufrimiento.

Mientras hablaba de esta manera cogió el brazo de Lucia y lo atrajo hacia sí. Se encontraron con sus respectivos rostros a poquísima distancia el uno del otro, cada uno sentía el respiro jadeante del otro acariciar sus mejillas. Lucia leyó en los ojos del joven Franciolini el miedo a morir no la maldad. El instinto hubiera sido el de retirarse, en cambio reaccionó al contrario, apoyó con cuidado sus labios sobre los de él. No tuvo tiempo ni de sentir la aspereza de la barba no afeitada desde hacía días que fue abrumada por un torbellino de lenguas que se entrelazaban, manos que buscaban la piel desnuda bajo los vestidos, caricias que la aislarían de la realidad para alcanzar alturas celestiales y luego sensaciones nunca sentidas, hasta alcanzar un inmenso placer, acompañado, sin embargo, de un profundo dolor. Ahora era su sangre y provenía de las partes íntimas violadas por aquel dulce encuentro; nunca había sentido nada igual en su vida pero se sentía satisfecha.

―¿Cómo se os ha podido siquiera ocurrir que yo estuviese aquí para mataros? Os amo, os he amado desde el primer momento en que os he visto, hace algunos días, cuando salíais de este palacio montado en vuestro caballo. Os he salvado la vida, os he curado y ahora me habéis convertido en mujer y yo os estoy agradecida.

Acabó de librarse de los vestidos y, completamente desnuda, se metió en la cama al lado de su amor. Le abrió el camisón, comenzó a acariciarle el pecho, a besárselo, luego cogió su mano y la guió para acariciar sus túrgidos senos. Y hubo besos y caricias y suspiros durante interminables y mágicos minutos. Luego ella se puso a horcajadas sobre su vientre y, guiada por su instinto que le decía que actuase de esa manera, comenzó a balancearse arriba y abajo, al principio lentamente, para luego aumentar el ritmo de forma progresiva, hasta llegar de nuevo al orgasmo.

El orgasmo provocó que Andrea se sumergiese de nuevo en la inconsciencia. La muchacha habría querido hablarle con dulzura pero con el claro objetivo en su mente de llevar el tema hasta los símbolos ligados al extraño pentáculo de siete puntas, visto en los subterráneos de la catedral, vuelto a ver sobre el portal de Palazzo Franciolini y nombrado por Andrea en sus delirios. Había tantos temas de los que hubiera querido hablar con él, ahora que había vuelto en sí, pero en ese momento era imposible.

Mientras Lucia recuperaba sus vestidos del suelo y se volvía a arreglar, sintiendo todavía en sus entrañas sensaciones que estimulaban la palpitación de su zona íntima, a sus orejas llegaron voces excitadas desde la entrada del palacio.

―¡No podéis entrar en esta mansión, no tenéis permiso! ―estaba gritando Alí. Luego su voz se debilitó hasta apagarse.

―Arrestad al moro, matadlo si opone resistencia. Y registrad el edificio. El Cardenal quiere enseguida a la condesita Lucia en palacio. En cuanto al joven Franciolini, si todavía está vivo, arrestadlo sin hacerle daño. Deberá ser procesado por alta traición y herejía. No lo mataremos nosotros sino la justicia, aquella divina y la de los hombres. Y el castigo será ejemplar para hacer comprender al pueblo a quien debe someterse: ¡a Dios y a su Santidad el Papa!

Lucia había reconocido la voz de quien había pronunciado estas últimas palabras, el dominico Padre Ignazio Amici, que junto con su tío presidía el tribunal local de la Inquisición, cuando la puerta de la habitación se abrió de par en par y en su arco se dibujaron las sonrisas desdeñosas y satisfechas de dos guardias armados.

La Sombra Del Campanile

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