Читать книгу La Sombra Del Campanile - Stefano Vignaroli, Stefano Vignaroli - Страница 11

Capítulo 4

Оглавление

La cultura es la única cosa que nos hace felices

(Arnoldo Foà)

El sonido insistente del despertador consiguió catapultar de nuevo a Lucia a la realidad cotidiana. Con la misma mano con la que había logrado acallar el despertador, a tientas había encontrado sobre la mesilla de noche el paquete de cigarrillos. Ahora ya era una costumbre encender el primer cigarrillo en cuanto se despertaba, pero en los últimos tiempos lo hacía incluso antes de abandonar la cama. Luego llegaba hasta el baño con el palito humeante en la boca, se dedicaba a asearse y a maquillarse aspirando de vez en cuando una calada de humo, echaba la colilla al váter y se iba a la cocina para prepararse el café, después del cual se encendía otro cigarrillo, concentrándose sobre el nuevo día de trabajo que le esperaba. En el puesto de trabajo no se permitía fumar de ninguna manera por lo que, si ocasionalmente le pasaba por la cabeza que aquel vicio a la larga sería muy nocivo, consideraba superado cualquier reparo mientras miraba la punta roja iluminarse cada vez que inhalaba.

¡Mi cuerpo necesita su dosis de nicotina, diga lo que diga ese puritano del decano de la fundación!, se encontraba a menudo pensando Lucia, encendiéndose el tercer cigarrillo del día, el que le permitía la satisfacción de llegar a una hora decente antes de la pausa prevista para el desayuno. En el año 2017 la primavera había sido muy lluviosa y, a pesar de que era a finales del mes de mayo, la temperatura todavía no había alcanzado la media estival; así que, sobre todo por la mañana a la hora de salir, todavía hacía fresco y era difícil decidir cuán fuese el vestido más adecuado para ponerse. Una rápida ojeada al guardarropa, mientras se ponía unos leotardos ligeros, color carne, casi invisibles, la decisión cayó ese día sobre un vestido rojo de manga larga pero no invernal, de la largura adecuada para dejar descubiertas las piernas poco más arriba de las rodillas. Un poco de carmín, un cepillado a los cabellos castaños naturalmente ondulados, un poco de lápiz de ojos para resaltar el color avellana de sus ojos, una última calada al cigarrillo, cuya colilla estaba perfectamente puesta en el cenicero, y Lucia Balleani, veintiocho años, un metro y setenta y cinco centímetros de belleza austera, además de inalcanzable para el común de los mortales, licenciada en Lettere Antiche7 , especializada en historia medieval, estaba lista para enfrentarse al impacto con el ambiente exterior. Era la última descendiente de una noble familia de Jesi, los Baldeschi-Balleani y, por ironías del destino, a pesar de su nacimiento nunca había conseguido vivir y habitar en la suntuosa residencia de la familia en la Piazza Federico II, ni tampoco en la estupenda villa en las afueras de Jesi, ahora se encontraba trabajando en aquel palacio. Había aceptado de buena gana el encargo que le había hecho la Fundación Hoenstaufen, que había encontrado allí su sede natural, justo en la plaza en que la tradición dice que, en el año 1194, había nacido Federico II de Svevia, príncipe y más tarde Emperador de la casa Hoenstaufen. Como todas las familias nobles, a partir de los años 50 del siglo pasado, con el final de la aparcería, con el fin de los inmensos latifundios agrarios heredados desde tiempos inmemoriales, ni siquiera los Baldeschi-Balleani fueron inmunes a jugarse la mayor parte de los bienes familiares, vendiéndolos o mal vendiéndolos al mejor postor, con tal de mantener el estilo de vida al que estaban habituados. La rama de los Baldeschi, un poco más sabia, se había mudado en parte a Milano, donde habían puesto en pie una pequeña pero rentable empresa de diseño y arquitectura, en parte a Umbria, donde gestionaba una soleada casa rural en medio de las verdes colinas de Paciano. A la rama de los Balleani le habían caído las migajas y el padre de Lucia continuaba con tenacidad y poco provecho a sacar adelante la hacienda agrícola que consistía en trozos de terreno esparcidos entre las campiñas de Jesi y Osimo. Lucia era una muchacha, además de hermosa, realmente inteligente. Gracias a los sacrificios del padre había podido hacer el bachillerato en Bologna y licenciarse con muy buenas notas. Su pasión era la historia, en especial la medieval, quizás porque sentía fuertemente, dentro de ella, por un lado la pertenencia a la ciudad que había visto nacer a uno de los más ilustres emperadores de la historia y por otro a la familia que, por primera vez, había dado un Signore8 a Jesi. De hecho, había sido la gibelina familia Baligani (el apellido se había transformado con el tiempo en Balleani) la que en el año 1271 había instituido la primera Signoria en Jesi. Con muchos contratiempos, Tano Baligani, a veces con el bando de los güelfos, otras con el bando de los gibelinos, según de donde soplase el viento, había intentado conservar el dominio de la ciudad, contra otras familias nobles, en particular contra los Simonetti, los cuales también habían tomados las riendas del mando de la ciudad en ciertas épocas. En los dos siglos siguientes los Balleani se emparentarían con la familia Baldeschi, que había dado a la ciudad algunos Obispos y Cardenales, con el fin de sellar un tácito acuerdo entre güelfos y gibelinos, sobre todo para hacer frente al enemigo exterior y contener las miras expansionistas de los Concejos9 limítrofes, en particular de Ancona pero también de Senigallia y Urbino. Y es por esta pasión suya que el decano de la fundación Hoenstaufen había querido contratar a Lucia para la reorganización de la biblioteca del palacio que había pertenecido a la noble familia. Biblioteca que se enorgullecía de piezas realmente raras, como una copia original del Códice Germánico de Tácito, pero que nunca se habían clasificado correctamente. Aparte de la clasificación de los libros allí presentes, Lucia tenía otros intereses, de los que había intentado hablar con el decano, como el de recopilar todas las fuentes históricas sobre la ciudad de Jesi presentes tanto en éstas como en otras bibliotecas de la zona, con el fin de imprimir una muy interesante publicación. O también la de cartografiar el subsuelo del centro histórico, rico de vestigios pertenecientes a la época romana, con el fin de conseguir una reconstrucción de la antigua ciudad de Aesis lo más parecida a la realidad.

―Tienes unas ideas muy buenas, eres joven y estás llena de entusiasmo, y te entiendo, pero la mayor parte de los accesos a los subterráneos está prohibido, dado que se debe pasar por los sótanos de palacios privados, cuyos propietarios la mayoría de las veces no dan su consentimiento.

El anciano decano escudriñaba a la muchacha con sus ojos gris verdoso desde detrás de las lentes de las gafas. La barba gris no lograba ocultar el sentimiento de desaprobación que sentía con respecto al cigarrillo electrónico, del que, de vez en cuando, Lucia aspiraba una calada de vapor denso y blanquecino, que en el transcurso de unos segundos se diluía en el aire de la habitación.

―No es necesaria la exploración física de los subterráneos. Se podría hacer que sobrevolase la ciudad un helicóptero para obtener registros con el radar. La técnica ahora es esta y da óptimos resultados ―intentaba insistir Lucia para ver realizados uno de sus más grandes sueños.

―Quién sabe cuánto dinero sería necesario para un proyecto de ese tipo. Tenemos fondos pero son bastante limitados. Italia todavía no ha salido de la crisis económica que la aflige desde hace años ¿y tú me quieres proponer unos proyectos faraónicos? La cultura es hermosa, soy el primero en afirmarlo, pero debemos mantener los pies en la tierra. Mira lo que puedes hacer explorando los subterráneos de este palacio. Comunican directamente con la cripta del Duomo, quién sabe si no podrás sacar a la luz algo interesante. Pero hazlo fuera de las horas por las que se te paga. Tu misión aquí está bien definida: ¡reorganizar la biblioteca! ―el decano estaba a punto de dejar a la muchacha cuando se dio la vuelta ―¡Una última cosa! Electrónico o no, aquí dentro no se fuma. Te agradecería que evitases usar ese chisme mientras trabajas.

Con un gesto teatral Lucia se sacó el cigarrillo del cuello al que estaba colgado con el cordoncito correspondiente, apagó el interruptor y lo volvió a poner en el estuche que metió dentro del bolso. Del mismo sacó un paquete de cigarrillos y el encendedor y llegó hasta el vestíbulo para ir a fumar en paz un auténtico cigarrillo en el exterior.

El martes 30 de mayo de 2017 se presentaba, desde primeras horas de la mañana, como una mañana tranquila, clara, de finales de primavera. El cielo estaba azul y, a pesar de que el sol estuviese todavía bajo, Lucia fue deslumbrada por la luz en cuanto cerró a sus espaldas el portal de su casa. Había encontrado un óptimo alojamiento, alquilando un apartamento reestructurado en Via Pergolesi, en el centro histórico, a unos cien metros de su puesto de trabajo. Pero lo que era más interesante para ella era el hecho de encontrarse justo en el palacio que había albergado, en la planta baja, una de las primeras imprentas de Jesi, la de Manuzi. El enorme salón destinado a tipografía había sido utilizado a través del tiempo para otros fines, incluso como gimnasio y sala de reuniones de algunos partidos políticos. Pero esto no le quitaba la fascinación a aquel sitio. Después de salir por el portón y haber atravesado un pequeño patio, Lucia habitualmente se demoraba mirando el arco por el que se salía a la antigua calle adoquinada, Via Pergolesi, en otro tiempo el Cardo Massimo de la época romana, luego renombrada Via delle Botteghe o Via degli Orefici, por las actividades prioritarias que se habían desarrollado en distintos períodos. De los antiguos talleres de un tiempo, en efecto, había quedado bien poco. Muchas tenían las rejas bajadas desde hacía ya muchos años y las que estaban abiertas ostentaban en los escaparates bienes y servicios que con la antigüedad, con el fasto y el esplendor de los negocios de joyería de un tiempo, compartían bien poco. El cartel turístico ensuciado por las cagadas de las palomas indicaba que el arco del Palazzo dei Verroni no era de origen romano, como su aspecto podía hacer creer, sino que había sido realizado en el siglo XV por un tal Giovanni di Gabriele da Como, arquitecto que había trabajado al lado del más famoso Francesco di Giorgio Martini en la construcción del cercano Palazzo della Signoria. Tanto que alguien en el pasado había atribuido también ese arco a Di Giorgio Martini. Según Lucia, los romanos no debían ser del todo ajenos a esa obra que se asomaba al Cardo Massimo. A lo mejor los arquitectos renacentistas se habían limitado a restaurar un antiguo arco, cuyos vestigios habían sobrevivido a los siglos y al devastador terremoto del año 848.

Unos pocos pasos entre los austeros palacios del centro histórico fueron suficientes para hacer pasar a Lucia de la umbrosa Via Pergolesi a la luminosa Piazza Federico II. Faltaban todavía unos minutos para las ocho, hora en la que debía comenzar a trabajar. Le daría tiempo de fumar otro cigarrillo antes de entrar en el palacio, pero su atención fue atraída por las cuatro estatuas de mármol que hacían las veces de cariátides del balcón del primer piso. Durante un momento tuvo la impresión de que los cuatro telamones estuvieran animados, casi como si quisiesen venir hacia ella para hablarle, para contarle viejas historias de hacía siglos, de las que se había perdido la memoria. Tuvo una especie de mareo que le hizo imaginar el balcón, no sujetado por las poderosas estatuas, inclinarse peligrosamente hacia el suelo y le trajo a la memoria el sueño que ahora ya, desde hacía muchas noches, la hacía protagonizar una historia ocurrida exactamente hacía cinco siglos, en estos mismos días del año y en esos lugares. Las imágenes de los sueños discurrían por su cerebro durante el sueño como las escenas de una novela por entregas. Eran tan claras que Lucia se encarnaba en su homónima antepasada como si estuviese reviviendo su vida pasada, al mismo tiempo como intérprete y como espectadora.

¡Sugestión, sólo sugestión!, repetía por enésima vez la joven a sí misma. Todo es culpa de los libros con los que estoy trabajando y de las partes que faltan de la Storia de Jesi. ¡Mi inconsciente me hace inventar la parte que falta en el libro!

Respiró profundamente dos veces, fue a un banco, se sentó y observó que la fachada del palacio estaba allí, íntegra e indemne. Decidió atravesar la plaza, ir al bar y tomarse un café solo bien cargado, antes de entrar a trabajar. Aquella distracción la retrasaría unos minutos pero daba igual ya que el decano no llegaba nunca antes de las nueve. Consumido rápidamente el café y ya salida del Bar Duomo, en unos cuantos pasos llegó al lado de la plaza en la que confluía Via Pergolesi. A su izquierda la entrada a la cuesta de Via del Fortino, a su derecha el comienzo e la Costa Lombarda, a través de la cual se podía llegar a la parte más baja de la ciudad. Justo debajo de sus pies, en una gruesa baldosa de bronce estaba grabado el plano de la antigua Aesis. Un poco más allá, la misma inscripción en varias lenguas, incluido el árabe, sobre las baldosas blancas alrededor de todo el perímetro de la plaza: El 26 de diciembre de 1194 nace en esta plaza el Emperador Federico Segundo de Svevia. Otro mareo, otra visión. Ahora la plaza ya no tiene el aspecto actual. La fuente de los leones, con el obelisco, no está ya en el centro sino que hay un espacio completamente libre. El Duomo, del lado opuesto a aquel en que se encontraba, era una construcción blanca, de dimensiones más exiguas respecto a como estaba habituada a verlo, de estilo gótico, con agujas y arcos ojivales, una especie de Duomo di Milano en pequeño. El campanile estaba a la derecha de la fachada, aislado y en posición avanzada con respecto a la iglesia. El Palazzo Baldeschi, a la izquierda con respecto a la catedral, era distinto, más macizo, más suntuoso; por encima de la fachada, como un adorno, tres arcos de piedra, cogidos quién sabe de qué antigua construcción romana y puestos allí arriba de manera postiza, como elemento decorativo, con ninguna utilidad. La estatua de la Madonna con el niño Gesù en brazos estaba ya presente en un nicho entre las ventanas del último piso, mientras que no había ni rastro de los cuatro telamones que sostenían el balcón del primer piso. Es más, el balcón, aunque no estaba del todo ausente, era bastante pequeño con respecto al que estaba habituada a ver. Todo el lado derecho de la plaza estaba ocupado, en lugar del Palacio Episcopal y de Palazzo Ripanti, por una enorme fortaleza, una especie de castillo, adornado con la típica arquitectura y las almenas gibelinas de cola de golondrina. En la parte izquierda la iglesia de San Floriano con su cúpula y su campanile y el palacio Ghislieri, todavía sin terminar, rodeado por los andamios de los albañiles. Lucia echó un vistazo hacia el comienzo de la Via del Fortino, donde estaba el taller de un tintorero, delante del cual el artesano había encendido un fuego para poner a hervir el agua en un caldero con una costra de humo negro. Una chavalita se había acercado peligrosamente al fuego y un borde de su vestido se había incendiado. En unos segundos la muchacha se había encontrado envuelta por las llamas. Lucia hubiera querido correr hacia ella para ayudarle pero no conseguía moverse ni un paso. Se horrorizó mientras oía resonar en sus oídos los gritos desesperados de la muchacha. Luego una, dos gotas de lluvia, un chubasco y las llamas se apagaron. La sensación de no tener los pies en la tierra. Lucia estaba tumbada sobre el adoquinado. Cuando volvió a abrir los ojos vio el azul del cielo, un cielo del cual no podía haber caído ni siquiera una gota de lluvia. Un hombre distinguido, vestido de manera elegante, con un maletín en la mano, intentó ayudarle a levantarse.

―¿Se encuentra bien?

―Sí, sí ―y rechazando cualquier tipo de ayuda Lucia se levantó ―Ha sido sólo un mareo, una bajada de tensión. ¡Todo está bien, gracias!

Atravesó la plaza que ahora tenía el aspecto de siempre, a buen paso, para intentar llegar al puesto de trabajo lo antes posible, antes de que el decano pudiese darse cuenta de su retraso, pero tenía bien grabadas en la mente las imágenes que había vivido hacía unos minutos.

Sugestión, sólo sugestión, nada más que sugestión. ¡No hay otra explicación lógica para los sueños y ahora para las visiones!

Y sin embargo, una voz en su subconsciente parecía decirle que eran recuerdos, que eran episodios que había vivido en otra vida, en un pasado remoto, como una persona distinta, pero que siempre tenía el mismo nombre: Lucia.

Entró en el palacio, subió la escalinata que conducía al primer piso y puso en marcha el ordenador de su puesto de trabajo. La tentación de dar una ojeada a sus perfiles de las diversas redes sociales se había quedado en nada por culpa de la inspección que aquel idiota del decano verificaba puntualmente, por medio del servidor, de los archivos log de su ordenador y le reñía si se había permitido navegar por Internet por motivos no estrechamente ligados al trabajo. Por lo tanto abrió el fichero de trabajo de Excel en el que estaba clasificando los textos y los archivos de Access en el que grababa los datos para tener una base de datos completa de la biblioteca. Cada texto era luego escaneado y metido en una memoria en un archivo PDF, que había que subir al sitio web de la fundación, para una posterior consulta. Los textos con los que estaba trabajando aquellos días, y que quizás habían sido el motivo desencadenante de sus sueños y sus recientes visiones, eran una Storia di Jesi, editada por Manuzi, justo el Benardino Manuzi que en el siglo XVI tenía una imprenta en el palacio en el que ella vivía, y un librito, cuya autora era Lucia Baldeschi, que se titulaba Principi di medicina naturale e guarigione, con le erbe. Además tenía sobre la mesa un manuscrito de unas pocas páginas, según ella atribuible también a Lucia Baldeschi, que intentaba describir el significado y la simbología de un singular pentáculo de siete puntas. Los tres era auténticos rompecabezas, Lucia no se daría por vencida hasta que no hubiese desentrañado los misterios que se escondían dentro de cada uno de aquellos textos. La Storia di Jesi era realmente interesante, un trabajo comenzado por Bernardino Manuzi, tipógrafo en Jesi, sobre la base de documentos antiguos y de tradición oral, y llevado a término gracias también a la contribución de otros autores. Sobre su mesa había una copia original del libro, impresa por el propio Manuzi, a la que se le habían arrancado unas cuantas páginas, quién sabe en qué lejana época, quién sabe por quién, quién sabe por qué motivo. Justo las páginas que hacían referencia a un período doloroso de la historia de Jesi, desde el 1517 al 1521, periodo señalado por el saqueo di Jesi y por el gobierno del Cardenal Baldeschi que, gracias al hecho de estar al frente del Tribunal de la Inquisición, había perseguido y hecho ajusticiar a muchos individuos sólo porque obstaculizaban su poder. Y Lucia Baldeschi era su sobrina nieta. Un tío inquisidor y una sobrina que se dedicaba a la medicina natural y a la curación con las hierbas, consideradas en aquel tiempo prácticas de brujería. ¿Cómo podían convivir y quizás vivir en el mismo palacio? El hecho de que los escritos de Lucia Baldeschi estuvieran allí, hacía que se inclinase por la teoría de que hubiese vivido allí, y seguramente aquella también había sido la morada del Cardenal. El Tribunal de la Inquisición tenía su sede allí cerca. A principios del siglo XVI, justo por voluntad del Cardenal, había sido transferido desde el convento de San Domenico al más incómodo complejo de San Floriano, mientras que el Torrione di Mezzogiorno había permanecido como la sede de la prisión en la que eran retenidos y torturados los procesados. Quién sabe de qué trataban aquellas páginas arrancadas del libro; quizás se contaba una escabrosa historia en el que el tío abuelo acusaba a su sobrina de brujería, la encerraba en los calabozos del Torrione di Mezzogiorno o en las más cómodas del Complesso di San Floriano, hacía que la torturasen y finalmente arder en la hoguera en la plaza pública. Es cierto, esta historia hubiera enfangado la memoria del Cardenal Baldeschi, y de esta manera alguien de la familia habría arrancado aquellas páginas para hacer desaparecer el rastro.

Comenzaba a hacer calor y Lucia abrió el ventanal de la habitación, justo el que daba a la balconada sostenida por las cuatro extrañas estatuas, teniendo cuidado de cerrar la gran mosquitera, de manera que entrara el aire pero no los fastidiosos insectos. En ese momento hizo su aparición el decano que reprochó a Lucia con la mirada, una mirada inquisidora, que parecía querer interpretar en el gesto de abrir la ventana el deseo, por parte de la joven, de querer encender un cigarrillo.

¡No te satisfaré, vieja cariátide! No fumo aquí dentro, no sólo para no soportar tus improperios sino por respeto a los valiosos objetos, los libros, los estucos, los cuadros, que se conservan aquí dentro, farfulló para sus adentros Lucia mientras observaba la semejanza entre el decano, el casi setentón Guglielmo Tramonti, y el Cardenal Artemio Baldeschi, así como lo veía todos los días en un retrato colgado de las paredes de la sala y así como le aparecía en sus recientes sueños.

―Aunque aquí dentro no hay aire acondicionado, mejor tener las ventanas cerradas. ¡Sudar nunca ha hecho mal a nadie, mientras que el aire podría ser nocivo para las obras que tenemos guardadas!

Lucia vio al decano dirigirse hacia el ventanal pero, en vez de cerrarlo como debía ser su intención, abrió la mosquitera y se asomó a la balaustrada metálica del balcón. En un momento, el decano desapareció. Lucia fue corriendo hacia el balcón y miró abajo. El cuerpo de Guglielmo Tramonti yacía exánime sobre el adoquinado de la plaza, con el rostro vuelto hacia el suelo, vestido de Cardenal y rodeado por una mancha rojiza, que se expandía poco a poco, constituida por su misma sangre. ¿Cómo había podido suceder? ¿De dónde provenía toda aquella sangre? ¡La altura no era excesiva! ¿Quizás se había roto el cráneo y su líquido vital lo estaba abandonando por una herida que se había abierto en la frente? ¿Y los vestidos? ¿Cómo era posible que llevase puesto el hábito purpurado? ¡Hacía unos segundos no lo llevaba! Levantó la mirada para buscar los detalles de la plaza y la vio de nuevo como era en la visión que había tenido poco antes, cuando había salido del bar: la plaza de una ciudad renacentista. La voz del decano, proveniente de su espalda, la devolvió a la realidad. Se encontró observando con cuidado las lápidas con las que, en la fachada que daba a la iglesia de San Floriano, se recordaba a Giordano Bruno como víctima de la tiranía sacerdotal. Todo estaba en su lugar, la fuente con el obelisco, el Complesso di San Floriano, la Catedral, los Palazzi Vescovili, el Palazzo Ghislieri. Un poco más adelante, sobre el campanile del Palazzo del Governo ondeaba la bandera tricolor.

―¿Y bien? Digo que cierres la ventana y ¿tú que haces, sales al balcón? Pero… ¿estás segura de que te encuentras bien, muchacha? Estás muy pálida, ¿quieres volver a casa?

―No, no, gracias, estoy bien. Ya ha pasado todo, sólo ha sido un mareo. Instintivamente he necesitado salir para oxigenarme, para coger un poco de aire fresco. Pero ya está todo bien, puedo volver al trabajo.

―Bien, pero me gustaría que te planteases seguir un control médico. ¿No será que estás embarazada?

―Todavía no ha venido a verme el Espíritu Santo ―concluyó irónicamente Lucia, acompañando estas últimas palabras con un gesto evasivo de la mano. Cogió el libro sobre la Storia di Jesi y comenzó a escanear las primeras páginas. Cuando llegó a la décima página abrió el programa OCR en el ordenador y se puso a corregir manualmente los errores, lo que le permitía leer noticias para ella desconocidas.

LA LEYENDA DE UN REY

La historia de Jesi comienza en un lejano día de hace tres mil años. Un comienzo sin espectadores. Un pequeño grupo de gente remonta el curso de nuestro río, en fila por la orilla izquierda. Avanza lentamente, abriéndose camino entre la espesa maleza y los altos chopos que se reflejan en las aguas del río.

Es gente extraña, con un nombre extraño, pelasgos les llamaban en su tierra, los rostros bronceados, marcados por el cansancio de un viaje largo y aventurado. Llevan indumentaria raída, algunos visten pieles de animales que parecen salvajes. Los rostros de los hombres están encuadrados por melenas y barbas densas que interminables jornadas de sol han convertido en áridas, estropajosas.

Son los supervivientes de una flotilla de pequeños y veloces barcos que han vencido la batalla contra las tempestades del Adriático. Han desembarcado hace unos días en la desembocadura de aquel río que ahora rompe en mil destellos los rayos del sol. Emigrados de su tierra que ha sido la patria de los ancianos, de sus héroes cantados por un poeta ciego por los pueblos de la lejana Grecia, van en busca de una nueva tierra, de una nueva patria.


Y helos aquí que han llegado, después de una marcha extenuante, a los pies ed un monte crecido como por arte de magia en el corazón del valle que los había acogido allí abajo, en la desembocadura del río. Todo alrededor, bosques hasta donde se perdía la mirada, cubrían las colinas circundantes. Y el silencio de una naturaleza adormecida desde hace milenios. Desde siempre.

Un hombre, de aspecto venerable y majestuoso, con la enseña del grupo, señala aquel promontorio que parece casi un isla emergida deliberadamente, en el medio del valle, para acoger a los náufragos. Y se dirige en esa dirección. Los otros lo siguen, manteniendo su paso, sin hablar. En la parte más alta de la colina, el anciano rey mira hacia lo lejos, descubriendo un paisaje maravilloso, dibujado con las centenares de tonalidades de un verde inmenso, trazado apenas por el sinuoso rastro del río que se pierde abajo, hacia el mar.

El anciano rey, volviéndose ahora hacia los suyos, hace una señal de asentimiento y todos dejan en tierra sus pobres haberes. Así que han encontrado finalmente la tierra prometida, han llegado a la meta del largo peregrinar por mares y tierras.

Ésta, de ahora en adelante, será nuestra nueva patria.

Y de esta manera fue que el rey Esio fundó la ciudad de Jesi.

Así que los primeros jesinos eran griegos, fugados de la ciudad destruida de Troya. Como Eneas, que con los suyos había remontado las costas del Tirreno para instalarse en el Lazio, el Rey Esio había encontrado el camino más sencillo remontando el Adriático y llegando a la desembocadura del Esino. Lucia se había entusiasmado con la historia y los sueños y las visiones estaba ahora relegadas en un rincón lejano de su mente. Su cerebro y su fantasía ya estaban en funcionamiento.

Estos datos y estas noticias podrían ser utilizadas para una hermosa publicación o, por qué no, para la elaboración de una novela histórica ambientada en esta zona, comenzó a pensar Lucia meditando incluso sobre las posibles ganancias.

La Sombra Del Campanile

Подняться наверх