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Capítulo 1

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La magia no es brujería

Paracelso

Bernardino sabía que vivía en unos tiempos en los que era realmente peligroso imprimir un texto sin haber obtenido la aprobación eclesiástica. Si, además de eso, el texto era blasfemo y ofendía a la Iglesia oficial, sacando a relucir doctrinas contrarias a ella, corrían el riesgo de acabar en la hoguera no sólo los libros impresos sino también el autor y el editor. Su imprenta, en Vía delle Botteghe, marchaba bien. Hacía poco que había comenzado el siglo XVI y Bernardino era se había dado a conocer como tipógrafo en toda Italia por haber sustituido los caracteres móviles de impresión de madera por los de plomo, mucho más resistentes y duraderos. Con el mismo cliché conseguía imprimir un millar de copias frente a las trescientas que sus predecesores de la escuela alemana estampaban con los estereotipos de madera, aunque el manipular aquel metal le estaba creando bastantes problemas de salud. Había comprado, hacía ya más de treinta años, la imprenta de Federico Conti, un veronés que había hecho su fortuna en Jesi, creando la primera edición impresa en toda Italia de la Divina Comedia del gran poeta Dante Alighieri. Conti había alcanzado en poco tiempo la cima de su fortuna, de la misma manera que rápidamente había caído en desgracia. Bernardino había aprovechado la ocasión y había adquirido la estupenda imprenta por cuatro cuartos. Con la calma y la paciencia propias de aquellos que provienen del condado Jesino, (Bernardino era originario de Staffolo), había hecho crecer su actividad hasta el máximo nivel, sin enfrentarse con las autoridades, siempre honrado y respetado. Hasta ahora, la obra más importante a la que se había dedicado, había sido la Storia de Jesi, desde sus orígenes hasta el nacimiento de Federico II, basada sobre todo lo que se había transmitido por tradición oral y por documentos históricos, antiguos manuscritos, contratos, mapas y todo aquello que se conservaba en los palacios de las nobles familias de Jesi: Franciolini, Santoni y Ghislieri. En la preparación de la obra habían trabajado Pietro Grizio y él mismo; aunque no era un auténtico escritor, en realidad, a base de estampar pruebas de impresión, había adquirido una fantástica familiaridad con la lengua italiana. Una obra que todavía no había terminado y que sería impresa por sus sucesores sólo en el año 1578, después de un notable trabajo de revisión y acabado. Una obra que sería durante mucho tiempo la más importante fuente histórica sobre la ciudad de Jesi y en la que se inspirarían, aproximadamente dos siglos después, y aún más, Baldassini para sus Memorie Historiche dell’antichissima e regia città di Jesi y Annibaldi para su Guida di Jesi, desaparecida nada menos que en los primeros años del siglo XX. Una obra grande e importante, todavía en marcha, que había dejado pendiente, para publicar un librito que había sido encargado por una muchacha de unos veinte años. ¿Qué había pasado por la cabeza de Bernardino para imprimir un opúsculo dedicado al culto pagano de la Diosa Madre y a la curación con las hierbas medicinales? El Inquisidor jefe de la ciudad, el Cardenal Artemio Baldeschi, podría irrumpir en su taller de un momento a otro, a lo mejor instigado por algún otro tipógrafo celoso por sus éxitos. Y todo esto por hacer un favor a la sobrina del Cardenal, Lucia Baldeschi. ¿A los cincuenta años había perdido la cabeza por aquella doncella?

No, era improbable, decía para sus adentros el impresor. No podría seguramente mantener una noche de amor con una joven potranca, aunque… Aunque la sola idea de poder acariciarle las manos con las suyas le excitaba un poco, pero mandaba aquellos impulsos a los ángulos más recónditos de su mente.

A cambio de la impresión del manual, la joven bruja había prometido a Bernardino una cura eficaz para la ciática que lo afligía desde hacía años y un ungüento que le protegería de la absorción del polvo de plomo a través de la piel agrietada de las manos.

―La culpa de tu anemia y de los dolores de hueso son del plomo que manejas cada día. Se absorbe a través de la piel e inhalando su polvo mientras se respira. Si quieres vivir mucho más tiempo sigue mis consejos.

Lucia era una mujer joven, en ese momento tenía veinte años, más bien alta, morena, con los ojos color avellana siempre en movimiento, siempre a la búsqueda de todo tipo de detalles. No se le escapaba nada de lo que sucedía a su alrededor, tenía un oído finísimo y también la capacidad de la clarividencia; además, era capaz de curar, con las hierbas y los remedios naturales, una gran variedad de enfermedades. Esto era lo que sabía oficialmente quien la conocía. En realidad, Lucia estaba dotada de unos poderes desconocidos para la mayor parte de las personas normales pero intentaba no revelarlos a nadie, sobre todo por el hecho de que vivía bajo el mismo techo que su tío. Era un niña de nueve años cuando, mientras asistía a la quema de Lodomilla Ruggieri en la plaza pública, se había quedado conmocionada por el espectáculo escalofriante de la ejecución. La abuela la mantenía cogida de la mano en medio de la multitud que esperaba que la condenada saliese de la fortaleza, en la cima de la Salita2 della Morte. La mujer, montada en un mulo, con las manos atadas a las riendas, los vestidos rotos que dejaban al descubierto su desnudez, estaba visiblemente destrozada por las torturas que los inquisidores le habían infligido con el fin de que confesase sus pecados. Tenía un ojo morado, un hombro dislocado y, cuando le hicieron bajar del mulo, casi no era capaz de tenerse en pie. Fue atada al palo, con los brazos en alto, de manera que no se desplomase sobre las rodillas. A continuación fue dispuesta la madera debajo de sus pies y alrededor de sus piernas. Un sacerdote se le acercó con la cruz:

―¿Reniegas de Satanás?

Por toda respuesta Lodomilla había escupido a la cruz y al sacerdote y las llamas habían prendido en el montón de leña. Los gritos de la mujer que se quemaba eran inhumanos, Lucia no podía soportarlos y había pensado con intensidad que si en ese momento se produjese una lluvia torrencial el agua apagaría el fuego y, de alguna forma, la pobrecilla se podría salvar. Miró al cielo y lo vio cargarse enseguida de nubes negras que amenazaban lluvia. Lucia comprendió que bastaba que el pensamiento ordenase a las nubes que lloviese y se desencadenaría el diluvio. La abuela, que conocía las capacidades de la niña, a la que había comenzado a enseñar los rudimentos de la magia, la paró a tiempo.

―Si no quieres tener el mismo fin que Ludomilla, frena tus instintos. Es la Diosa la que ha llamado a nuestra amiga, de lo contrario con sus artes mágicas se habría librado de las llamas. Dentro de poco dejará de sufrir y su espíritu será acogido por la Buena Diosa.

Se sintió el estruendo de algún trueno pero no cayó ni una sola gota de agua. Las nubes se desvanecieron y el cielo se serenó. El azul de la jornada de finales de mayo era atravesado solamente por una columna de humo negro que se alzaba desde la pira. Lodomilla era ya un tizón ardiente sin vida. Alguien continuó tirando haces de leña y alimentando el fuego hasta que de la bruja no quedaron más que cenizas.

Desde aquel día Lucia había intuido que, con sus poderes, podía dominar los diversos elementos de la naturaleza, poniéndolos a su servicio, tanto para el bien como para el mal. Su abuela había intentado guiarla en el camino para conseguir el control de sus artes mágicas, le había enseñado a reconocer las hierbas medicinales, las que curaban y las tóxicas, las que tenían actuaban como estupefaciente y las que poseían presuntos poderes mágicos. Le había enseñado a pronunciar encantamientos y a realizar talismanes y, cuando cumplió los catorce años, le había dicho:

―Sólo las brujas más poderosas logran controlar los cuatro elementos: aire, agua, tierra y fuego. La unión de estos está representada por la quintaesencia, por el espíritu, que puede liberarse hacia lo alto, hacerte volar y, desde el cielo, permitirte ver cosas que de otra manera no verías. Puedes ver el pasado, prever el futuro, conversar con los espíritus de nuestros antepasados o escuchar lo que yo, o un ser querido, querría decirte sin estar cerca de ti. Puedes penetrar en la mente de los otros y leer sus pensamientos más íntimos. Creo que tu puedes ser capaz de usar todas estas facultades, pero recuerda, úsalas siempre para hacer el bien. La magia negra, la que algunos usan para fines malvados, antes o después, se vuelve contra quien la practica.

Mientras hablaba de esta manera había abierto un arcón y había dado a la nieta un antiguo manuscrito, en el interior de un estuche de piel negra sobre el que estaba grabado un pentáculo, una estrella de cinco puntas inscrita en un círculo. Era el diario de la familia que pasaba de madre a hija, en este caso de abuela a nieta porque la mamá de Lucia había muerto cuando ella era todavía muy pequeña. El diario en que cada bruja incluía sus experiencias, los sortilegios inventados, las curaciones hechas, las experiencias mágicas que cada una de ellas había podido experimentar, de manera que el conocimiento y la sabiduría aumentasen con el tiempo. Lucia había comprendido que ahora ya era capaz de controlar los cuatro elementos cuando, concentrándose, conseguía materializar una esfera semi fluida que fluctuaba entre sus manos unidas en forma de copa, apartándose de sus palmas un poco. La esfera no era otra cosa que su espíritu, una mezcla de colores que, girando, en ciertos momentos, se mezclaban entre ellos produciendo infinitas tonalidades, en otros se dibujaban como si cada elemento quisiese recuperar su naturaleza y separarse de los otros. Reconocía el aire por el color amarillo, la tierra por el color verde, el agua por el color azul y el fuego por el color rojo. Podía ordenar a cada uno de esos elementos que hiciese lo que su mente deseaba, para el bien o para el mal. Si, por ejemplo, quería utilizar el fuego, su mente seleccionaba aquel elemento y desde la esfera podía partir una bola de fuego, más o menos grande, según sus exigencias. Encender el fuego en el brasero era lo más sencillo del mundo: bastaba con que la leña estuviese dispuesta para ser encendida, una pequeña bola ígnea era dirigida por Lucia hacia ella y enseguida tenía un bonito fuego crepitante. Pero aquellos poderes también podían ser peligrosos. Un día, una chavalita de su misma edad, llamada Elisabetta, la había apostrofado por la calle, burlándose de ella porque ya había cumplido quince años y ningún joven le había prestado atención.

―Dicen que eres una bruja, ningún hombre te querrá, porque las que son como tú hacen el amor sólo con el diablo. El hecho es que, aquel con quien os apareáis, no es el diablo sino el cabrón de Tonio, el labriego que tiene las tierras más allá del río.

Lucia le lanzó una bola de fuego tan grande como nunca la había hecho hasta el momento y los vestidos y los cabellos de la desgraciada se incendiaron. Luego invocó al aire, levantó los brazos sobre la cabeza y, con movimientos circulares de los mismos, dio origen a un remolino que se separó de ella en dirección a la otra muchacha. El viento alimentó aún más las llamas, Elisabetta sintió el dolor lacerante sobre su piel y comenzó a chillar. Entonces Lucia se acordó de las recomendaciones de la abuela y sintió piedad por aquella impertinente. Invocó al agua e hizo desencadenar un imprevisto chubasco, luego pidió a la tierra que le suministrase unas hierbas para hacer una cataplasma para aplicar sobre las quemaduras de la muchacha. Después de todo, no había sucedido nada grave, la muchacha sólo tenía la túnica medio quemada y la piel enrojecida, ni siquiera se habían formado ampollas. Tendría que cortarse el pelo, dado que los que le quedaban se habían encrespado de tal manera que la hacían parecer un puerco espín, pero ya le crecerían.

―No te cruces más en mi camino, la próxima vez podría no conseguir frenarme.

―Bruja, te denunciaré a las autoridades. Acabarás ardiendo viva. En la hoguera. En la plaza pública. Y yo estaré observando mientras las llamas te consumen. ¡Bruja! ¡Bruja!

Aquellas palabras le trajeron a la mente la ejecución de la bruja Lodomilla, a la que había asistido de niña. Sin decir nada más y sin invocar otra vez a sus poderes, Lucia se alejó de aquel lugar, esperando que el posible relato de Elisabetta no fuese tomado en serio y volvió a casa, en el Palacio Baldeschi, un enorme edificio que se asomaba a la Plaza del Mercado. Se había acabado la ampliación del palacio hacía unos pocos años, sobre la base de una construcción que se remontaba a más de tres siglos antes, por la voluntad de su tío, el Cardenal Artemio Baldeschi, que además era el hermano de su abuela. La suntuosa mansión estaba ubicada entre la nueva iglesia de San Floriano y la Catedral. Ésta última era una magnífica iglesia de estilo gótico, embellecida por hermosísimas agujas en la fachada, por un interior amplio de tres naves, capaces de acoger a más de dos mil fieles. Por desgracia había sido construida sobre la base del templo de Júpiter y de las antiguas termas romanas, sin que, quien la había construido en su día, se hubiese preocupado mucho por afianzar los cimientos, dado que la construcción era inestable y se debería tirar para hacer sitio a una nueva iglesia dedicada al patrón de la ciudad, San Settimio, cuyas reliquias habían sido conservadas en la cripta de la antigua catedral. Por ahora, el Cardenal celebraba la Santa Misa cada domingo en la iglesia de San Floriano y había conseguido también que el convento anejo, que debía ser destinado a los frailes de la orden de los Dominicos, se convirtiese, en cambio, en la sede del Tribunal de la Santa Inquisición, siendo él el Inquisidor Jefe. Los dominicos habían sido relegados a un convento en el valle, realizado en una vieja construcción del siglo XII, cerca de la iglesia de San Bernardo y del convento de las hermanas Clarisas del Valle.

A Lucia se le encogió el corazón cuando, después de pasados unos días, fue llamada por su tío abuelo Artemio3 a su estudio, en la otra ala del palacio, diferente a la que habitaban ella y su abuela. El estudio del tío era una habitación enorme, amueblada de manera espléndida, las paredes embellecidas con tapices, el suelo recubierto en parte con una enorme alfombra. Toda una pared estaba ocupada por una librería que contenía textos sagrados y profanos, manuscritos de encomiable factura y algunos textos impresos, entre los que se encontraba una copia de la Divina Comedia de Dante Alighieri, realizada algunos años atrás por Federico Conti en su imprenta de Jesi. Lucia habría dado cualquier cosa por poder consultar esos textos pero siempre se lo habían prohibido taxativamente.

El olor de los terciopelos que recubrían sillas y butacas contribuían a convertir el aire de la estancia en pesado e irrespirable, casi al límite de la asfixia. Las ventanas que daban a la plaza permitían al Cardenal dar una ojeada al corazón neurálgico de su ciudad, manteniendo bajo control a sus ilustres conciudadanos, pero siempre estaban cerradas herméticamente para impedir a los ruidos de la plaza y de las calles molestar la concentración del más alto prelado del lugar. El cargo cardenalicio le permitía estar por encima de cualquier otro cargo político, pudiendo impugnar incluso cualquier decisión del Capitano del Popolo que residía en el cercano Palazzo del Governo. El poder que le había conferido el Papa Alessandro VI y que había sido confirmado por sus sucesores, Pio III, Giulio II y Leone X, era, de hecho, respetado y temido por todas las otras autoridades locales.

El Cardenal ofreció la mano anillada a la nieta para que la besase, luego la invitó a sentarse en una de las imponentes sillas dispuestas enfrente de su escritorio.

―Lucia, mi querida sobrina, ya no eres una niña y es el momento adecuado para encontrarte un hombre que sea un digno marido. Si en tu mente no hay ningún otro joven, querría proponerte al hijo del Capitano del Popolo, Andrea. Tiene veinte años, es un joven guapo y es muy bueno tanto cabalgando como utilizando las armas.

Se volvió hacia ella mientras limpiaba las lentes de sus gafas, de exquisita factura veneciana, con un pequeño paño. A la espera de que la joven respondiese, echó un poco de hálito sobre sus lentes, las frotó con cuidado con el paño y volvió a ponerse las gafas, mirando fijamente y de manera penetrante a los ojos de Lucia.

El Cardenal, que frisaba los sesenta, a parte de los cabellos grises, era todavía una persona fuerte, robusta, alta y esbelta; los ojos marrones de mirada aguda resaltaban sobre la piel clara del rostro que, a pesar de la edad, no aparecía todavía surcado por arrugas evidentes. Sólo en aquellos raros momentos en que sonreía se le formaban, a los lados de los ojos, unas patas de gallo. Lucia sabía que no era aquel el motivo por el que había sido llamada e intentaba penetrar en la mente del tío para saber qué quería realmente, pero sus pensamientos estaban sellados detrás de barreras invisibles y muy resistentes. La abuela la había advertido, el tío Artemio formaba parte de la familia y, como todos sus miembros, estaba dotado de poderes quizás incluso más fuertes que los de todos ellos. Sin embargo, aparentemente y a los ojos del pueblo, él había dedicado su viada a combatir la brujería y la herejía.

―Si también él es un brujo, ¿por qué lucha contra sus iguales? ―le había preguntado un día Lucia a la abuela.

―Porque es debido a sus derrotas que él consigue aumentar sus poderes. No le des nunca la espalda, nunca te fíes de él, si descubriese que eres una criatura con grandes poderes, aunque seas su sobrina nieta, no dudaría en condenarte a la hoguera y observar cómo te quemas mientras tus poderes se transfieren a él. Cuando estés en su presencia, no pienses, él lee tus pensamientos, incluso los más escondidos y además te impide que leas los suyos.

¡Y era verdad! En aquel momento Lucia estaba experimentando que no conseguía de ninguna manera penetrar en su mente, era como si no tuviese pensamientos, sin embargo debería tenerlos.

―Debería saber si me gusta, conocerlo y entender si puedo enamorarme de él.

―¡Enamorarse, menuda palabra! En las familias nobles como la nuestra uno se casa en base a un contrato. La familia encuentra un buen partido para la muchacha y ella honrará al marido que le han escogido. Pero quiero llegar a un pacto contigo. Yo y el Capitano del Popolo, Guglielmo dei Franciolini, organizaremos una fiesta en la que tendréis oportunidad de conoceros, tú y Andrea. Y ahora vete, ya te diré cuándo tendrá lugar la fiesta.

Sin responderle, Lucia se levantó de la silla y estaba a punto de irse cuando el Cardenal le dirigió otra vez la palabra.

―¡Ah, me olvidaba! ―dijo, casi como si fuese una cosa a la que no daba ninguna importancia ―Me han dicho que hace algunos días has ayudado a una compañera tuya a la que se le habían incendiado los vestidos. ¡Brava! Nosotros, los Baldeschi, debemos distinguirnos en esta ciudad y mostrar que ayudamos al prójimo en cualquier tipo de circunstancias.

En ese momento Lucia tuvo la percepción de la mente del tío que estaba investigando los lugares más remotos de su cerebro. Todavía no conseguía imponerse no pensar pero intentó recordar la escena en su mente de manera distinta a cómo había ocurrido realmente. Perfecto, Elisabetta se había acercado a la hoguera que el maestro tintorero había encendido enfrente de su taller al comienzo de la bajada del Fortino, para poner a cocer la enorme cacerola con agua donde debería sumergir los tejidos para teñir con sus colores llamativos. Un trozo del sayal de la chiquilla había sido lamido por las llamas que habían ascendido en un santiamén y habían llegado hasta quemarle los cabellos. Por suerte, de repente se había puesto a llover y Lucia, que pasaba por allí por casualidad, había observado su piel enrojecida y había sacado del morral un frasco de ungüento a base de áloe vera y semillas de lino, un remedio natural para las quemaduras que preparaba la abuela.

―¡Brava, estoy orgulloso de ti! ―repitió el Cardenal.

Lucia salió de la habitación esperando en el fondo de su corazón haber engañado al tío, aunque no podía estar segura.

Si sabe que soy realmente una bruja y tengo poderes que él podría envidiarme ¿qué hará? ¿Me tendrá bajo control hasta que no esté seguro de mis capacidades para, más tarde, enviarme sin piedad a la hoguera y observar como muero entre las llamas? Pero ¿entonces por qué me propone un marido? ¡Bah! Quizás es un juego político. Casar a su sobrina nieta con el hijo del Capitano del Popolo aumentará todavía más su poder temporal en esta ciudad, en la que aún muchos habitantes se proclaman gibelinos. No me asombraría que el tío quiera centralizar sobre él tanto el poder religioso como el político. Estate atenta, Lucia, y no te dejes embaucar ni por el tío ni por este joven Andrea.

Habría querido saber más sobre Andrea antes de conocerlo en la fiesta oficial. Quién sabe cuándo tendría lugar este evento. Si el tío lo había planteado, era seguro que no tardaría mucho en organizarlo.

Inmersa en sus pensamientos, atravesó el largo pasillo que la llevaba al ala del palacio en la que vivía. Ya en el fondo del pasillo descendió la escalinata, encontrándose en el piso de abajo, en el vestíbulo enfrente del portalón de entrada. Debería haber subido la escalera que había enfrente de ella para llegar a sus dependencias. A su derecha, a través de una puerta de madera, se podía acceder a los establos. Morocco, su corcel preferido, percibió su presencia y relinchó para saludar a la muchacha que fue tentada a empujar la puerta lo necesario para meterse dentro e ir a acariciar al negro caballo. Pero su atención fue atraída por otra puertecilla de madera que conducía a los subterráneos del palacio. Habitualmente aquella puerta estaba cerrada pero aquel día, sorprendentemente, estaba entreabierta. La abuela le había advertido más de una vez que no se aventurase en los subterráneos. Allí abajo había un laberinto en el cual era fácil perderse, representado por las calles y las estancias de las antiguas construcciones de la época romana. De hecho, todos los edificios más recientes apoyaban sus cimientos sobre las antiguas construcciones romanas. La curiosidad de Lucia era demasiado fuerte. Pensaba que si aquellos rincones, los que ahora eran túneles, galerías y bodegas, hubieran estado en un tiempo habitados, los espíritus de los antiguos habitantes podrían hablar con ella, contarle historias, confiarle sus miedos y sus sentimientos. A fin de cuentas el Palacio Baldeschi surgía justo coincidiendo con lo que en tiempos de los romanos era la acrópolis, el foro, el centro comercial y político de la ciudad. Allí estaban los templos, allí estaban las termas, un poco más allá, donde ahora se alzaba el novísimo Palazzo del Governo, había un enorme anfiteatro; más cerca, próxima a las murallas occidentales de la ciudad, la gran cisterna para el aprovisionamiento del agua.

Allá abajo habrá una oscuridad total, pensó Lucia. Necesitaré una fuente de luz.

Entró en el establo y dio dos caricias a Morocco que reclamó la zanahoria que la muchacha habitualmente le llevaba como regalo. Lucia la sacó del bolsillo y el animal se dio prisa en cogerla con delicadeza, con los labios, de sus manos. Acarició al caballo sobre el morro mientras buscaba con la mirada una linterna. La vio, la desenganchó del clavo en la que estaba colgada, comprobó que estuviese cargada de aceite, luego concentró su mirada sobre la mecha que, en unos segundos, se encendió. Reguló la llama al mínimo, salió del establo y se aventuró por las irregulares escaleras que se dirigían hacia las vísceras de la tierra. Aunque la Tierra era uno de los elementos sobre los que tenía el control, en ese momento le tenía un poco de miedo. Casi parecía que aquella escalera no terminaría nunca, de lo larga que era. Pero quizás era sólo una impresión de Lucia. Finalmente llegó con el pie al último escalón. Había mucha humedad allí abajo, a la muchacha se le estaba congelando el sudor encima y el aliento se condensaba en pequeñas nubecitas de vapor. Levantó la llama de la linterna. Había distintos pasillos, delimitados por antiguos muros de piedra y rústicos ladrillos. Uno, longuísimo, se perdía en la oscuridad delante de ella. La abuela le había dicho que existía un largo pasillo que podía ser utilizado durante los asedios para traspasar las líneas enemigas y procurar provisiones para el pueblo asediado y armas para los defensores de la ciudad. Tal pasadizo rebasaba incluso los alrededores de la residencia de campo de la familia Baldeschi, al comienzo del camino para Monsano, una población situada a algunas leguas de distancia de Jesi y desde siempre un aliado histórico de nuestra ciudad. A su derecha, un pasadizo llevaría hasta los subterráneos de la catedral, quizás incluso hasta la cripta que acogía las reliquias de San Settimio. El pasadizo a su izquierda la podría conducir tanto a la base de la iglesia de San Floriano como a la antigua cisterna romana. Quién sabe si ésta última estaba todavía llena de agua, se preguntaba Lucia. Decidió ir hacia su derecha, hacia los subterráneos de la Catedral y, en poco tiempo, se encontró en una pequeña capilla cuadrada. Cuatro estatuas de mármol blanco, sin cabeza, a modo de columnas, sostenían la bóveda de crucería de la capilla. Con toda probabilidad eran estatuas que, en su momento, habían embellecido las termas romanas. Privadas de las cabezas, que yacían acumuladas en un ángulo escondido y oscuro, habían sido utilizadas, por quien había proyectado la catedral, como columnas. En el centro de la capilla, debajo del arco sujetado por los arcos góticos, un pequeño altar de piedra hacía de marco a una teca que contenía las reliquias del primer obispo de Jesi, Settimio. El santo, como muchos cristianos de la época, había sido martirizado por orden de las autoridades romanas. El gobernador romano que dirigía la ciudad de Jesi había ordenado su decapitación, después de que Settimio hubiese convertido al cristianismo a gran parte de la población, incluida la hija del mismo gobernador. Settimio había sido considerado un peligroso enemigo del Imperio de Roma y ajusticiado. Los huesos habían sido robados por los primeros cristianos para salvarlos de la profanación de los paganos y escondidos tan bien que, durante siglos y siglos, nadie supo donde estaban. El santo fue decapitado en el año 304 y sus restos mortales fueron encontrados sólo después de 1.165 años en Alemania. Por consiguiente, habían sido devueltos a aquel lugar de culto sólo unos cincuenta años antes.

¡Qué extraña es la humanidad!, se dijo Lucia para sus adentros. El mismo tratamiento que los romanos reservaban a los primeros cristianos que eran perseguidos, ahora la Iglesia Católica parece reservarlo a quien no piensa como ella: quien se aparta de la doctrina oficial es tachado de herejía y puede acabar muerto en la plaza pública. Brujas, herejes, hebreos… son procesados y puestos en la hoguera, sólo porque, a lo mejor, han tenido el valor de manifestar sus propias ideas y sabiduría. Pero, ahora la Iglesia se desquita con los herejes; puede que un mañana, en un futuro, cualquier otra facción tomará el control y puede que sean de nuevo los cristianos los perseguidos. ¿Por qué en este mundo no es posible la justicia? ¿Qué Dios es éste que permite que en el mundo, pero sobre todo en el corazón del hombre, exista tanta maldad?

Mientras seguía el recorrido de sus pensamientos un débil rayo de luz generado por un sol cercano al crepúsculo consiguió filtrarse desde una pequeña ventana con parteluz, situada en lo alto, enfrente del ábside de la catedral que estaba encima, yendo a iluminar aquella zona en que habían sido amontonadas las cabezas de las estatuas romanas. La atención de Lucia se paró en algunos detalles que no había conseguido notar antes, allí, cerca de aquellas cabezas esculpidas en piedra muchos siglos antes. En el suelo de tierra batida había sido dibujado una especie de pentáculo, distinto del que habitualmente veía dibujado en la cubierta del diario de la familia que le había sido entregado con anterioridad por su abuela. El dibujo parecía asimétrico, representaba una estrella de siete puntas generada trazando una línea continua en el interior de un círculo. Cada punta de la estrella cortaba un punto de la circunferencia, enfrente de cada uno de ellos habían sido escritos unos caracteres hebraicos, de los que Lucia no conocía el significado. Coincidiendo con cada uno de los siete puntos se podía ver el rastro de cera caída, dejada por una vela que había sido encendida. En el centro de la figura dos muñecas de trapo, realizadas con paja alrededor de la cual se habían envuelto vestidos en miniatura. Representaban a una mujer anciana y a una muchacha: los vestidos de la anciana estaban quemados mientras que la joven tenía un alfiler clavado a la altura del pecho. Lucia tuvo un sobresalto, el corazón comenzó a latirle a lo loco, en un santiamén había comprendido todo. En aquel lugar habían sido realizados ritos de magia negra y las muñecas simbolizaban a su abuela y a ella. Era evidente que alguien las quería ver sufrir, e incluso muertas. ¿Quién? ¿Quién podía ser? Una sola persona podía haber bajado allí. La iglesia que estaba encima ahora ya estaba cerrada, prohibida para los fieles desde hacía más de un año, y por lo tanto la cripta no podía ser accesible desde la catedral. El pasadizo que había recorrido ella estaba cerrado por una puerta constantemente bloqueada y la llave sólo la tenía su tío, el Cardenal, el Inquisidor jefe Artemio Baldeschi. Era verdad, hacía mucho tiempo que en Jesi no tenían lugar ejecuciones capitales, la última hoguera se había encendido seis años antes, en la que había perdido la vida Lodomilla. Ahora el Cardenal debía aplacar su sed, su necesidad de víctimas, su deseo de asistir al sufrimiento y a la muerte directamente bajo sus ojos, bajo su mirada. Ya, porque al contrario de la mayoría de los inquisidores que, una vez pronunciada la condena, entregaban la víctima al brazo secular de la ley, evitando presenciar el suplicio de los que había condenado, Artemio a menudo contemplaba la ejecución en primera fila, a veces cogiendo la antorcha y prendiendo fuego a la pira. Parecía que sentía un gusto sádico al ver a su víctima retorcerse entre las llamas, continuaba mirándola fijamente hasta el fin y por un motivo concreto: capturar el alma del condenado en el momento mismo en que abandonaba su cuerpo mortal.

Entristecida por estas reflexione, atemorizada por lo que había visto, Lucia aferró la linterna y se precipitó hacia las escaleras con la mente ocupaba por un único temor. ¿Encontraría la puerta abierta? ¿Y si el tío se hubiese acordado de no haberla cerrado y hubiese vuelto a atrancarla? ¿O si quizás lo había hecho adrede, para inducirla a bajar y enterrarla viva? No, no hubiera sido bastante para Artemio, él debía ver en la cara el sufrimiento de la propia víctima, no sería algo propio de él dejarla morir allí. Quería sólo atemorizarla y lo había conseguido. La pequeña puerta de madera estaba abierta, Lucia salió al vestíbulo, volvió a poner la linterna donde la había cogido, ni siquiera miró a Morocco y salió corriendo al aire libre, a la plaza, todavía con el corazón sobrecogido.

Casi era la puesta de sol de un cálido día de finales de mayo y la luz rojiza del sol regalaba unos colores espectaculares a la estupenda plaza en la que tres siglos antes había nacido el Emperador Federico II di Svevia4 . Se dijo a sí misma que debería buscar el significado de los símbolos descubiertos en la cripta en el Diario de Familia, en aquel valioso manuscrito que le había entregado la abuela. Pero ahora debería calmarse y decidió dar un pequeño paseo por la ciudad. Atravesó la plaza hasta llegar al lado opuesto, giró a la izquierda y descendió por la Costa dei Longobardi, para llegar a la parte más baja de la población, donde vivían mercaderes y artesanos. Los edificios eran menos suntuosos con respecto a los de la parte alta de la ciudad pero, de todas formas, estaban ennoblecidos con elementos decorativos, con refinados portales y molduras alrededor de las ventanas. Las fachadas estaba casi todas embellecidas con enlucidos, pintados en color pastel, como el azul celeste, el amarillo, el ocre, el naranja suave; por lo general no se dejaban los ladrillos a vista, como en cambio sucedía en los edificios señoriales del centro. Como recordatorio de que aquellas moradas habían sido construidas gracias al dinero ganado por quien las habitaban, a menudos sobre los arquitrabes de los portales o las ventanas del primer piso aparecían frases como De sua pecunia o Suum lucro condita – Ingenio non sorte. En el fondo de la Costa dei Longobardi, girando a la derecha, en poco tiempo se podía llegar a la iglesia dedicada al apóstol Pietro, hecha construir por la comunicad longobarda residente en Jesi en la segunda mitad del siglo trece. Principi Apostolorum – MCCLXXXXIIII, se leía encima del portal; quien había grabado la fecha no se acordaba muy bien de cómo se escribían los números en latín o quizás nunca lo había sabido al ser un arquitecto de origen bizantino, ya habituado a tener que lidiar con las cifras árabes, mucho más simples de memorizar. Enfrente de la iglesia, el Palazzo dei Franciolini, acabado de construir, era la residencia del Capitano del Popolo, Guglielmo dei Franciolini. También él había hecho su fortuna como mercader dado que, después del descubrimiento del Nuevo Mundo, nuevos canales comerciales habían sido abiertos y muchas mercancías nuevas habían llegado incluso hasta Jesi. Quien había podido, había aprovechado la ocasión y había conseguido en poco tiempo acumular notables riquezas. Lucia se paró bajo el rico portal del palacio, limitado por dos columnas y por algunos azulejos cuadrados de piedra arenisca, decorados con representaciones de Dios y símbolos de la época romana. Con toda probabilidad, al excavar los cimientos del edificio, habían sido descubiertos elementos decorativos de una casa de algún patricio romano y estos habían sido reutilizados para adornar el portal. Lucia reconoció al dios Pan, Bacco, la Diosa Diana, y luego también los lirios de tres puntas y… una estrella de seis puntas formada por dos triángulos entrecruzados – extraño, ¿no era por casualidad el símbolo de los hebreos? –y otra estrella de cinco puntas, un pentáculo5 y… una estrella de siete puntas inscrita en una circunferencia, igual en todo a la que había visto poco antes en la cripta. Estos últimos dibujos no podían remontarse a la época romana y, de hecho, observando con atención las baldosas sobre los que estaban realizados, se notaba que éstas eran de factura diversa, más recientes respecto a las otras, quizás hechas con el fin de decorar el portal. ¿Pero qué significado tenía todo esto? En aquella plaza convivía lo sagrado con lo profano: por un lado la iglesia dedicada al principal de los apóstoles, Pedro, el primer Papa de la historia del cristianismo, de la otra figuras paganas y símbolos que podían acusar al dueño de la casa de ser un herético. Y sin embargo el tío Cardenal estaba en buenas relaciones con los Franciolini, ¡incluso le había propuesto al hijo como su prometido! Cuanto más miraba aquellos símbolos más pensaba Lucia que en aquel lugar hubiese algo mágico. Quizás aquel palacio había sido construido sobre las ruinas de un templo pagano y había mantenido sus peculiaridades. Intentó concentrarse, abrir su tercer ojo a las visiones, invocó a su espíritu, para liberarlo hacia arriba y que escrutase los elementos que de otra manera no habría visto. Entre sus manos juntas, en forma de copa, se estaba materializando la bola semi fluida de distintos colores, cuando el portalón del palacio se abrió de par en par de repente, mostrando en la penumbra a un joven que llevaba puesta una ligera armadura de batalla, montando un potente caballo, a su vez, con la cabeza cubierta para protegerse de eventuales golpes que le podían ser infligidos por espadas o lanzas.

El caballero mantenía en la mano derecha el estandarte de la República Jesina, constituido por el león rampante adornado con la corona real. En cuanto el portalón se abrió completamente, incitó al caballo a salir al exterior, casi arrollando a Lucia que estaba allí delante. La muchacha, atemorizada, se desconcentró y la esfera desapareció enseguida. El caballo, enfrente del obstáculo imprevisto, se encabritó dando patadas al aire con las patas delanteras. Lucia sintió una pezuña a poca distancia de su cara pero no se dejó llevar por el pánico y clavó su mirada en los ojos azul marino del caballero, que tenía la visera del yelmo alzada. Durante un momento se perdió en aquellos ojos, el caballo se tranquilizó y el caballero respondió a la mirada de la damisela, mirando fijamente, a su vez, a los ojos color avellana de la muchacha. Hubo un momento de calma, de total silencio, el cruce de dos miradas parecía haber parado el tiempo.

¿Quién era aquel guapo caballero, preparado para una hipotética batalla en defensa de su ciudad? ¿Quizás era Andrea? Si hubiera sido así, ¡tendría que estarle agradecida a su malvado tío! Pero quizás los Franciolini tenían otros hijos. No tuvo tiempo de abrir la boca porque después de unos segundos, las campanas de la iglesia de San Pietro comenzaron a sonar y a ella, poco a poco, se unieron las de la iglesia de San Bernardo, luego las de San Benedetto y, en fin, las de San Floriano. Lanzando una última mirada a Lucia, el caballero incitó a su caballo, llegando a la limítrofe Piazza del Palio, el enorme espacio en el interior de los muros, dominado por el Torrione di Mezzogiorno. En breve, otros caballeros armados se pusieron alrededor de aquel que estrechaba en su mano el estandarte, luego llegó también gente a pie, armada de ballestas, puñales y cualquier tipo de arma que pudiese ser usada contra el enemigo.

―¡Los anconitanos nos están atacando! ―gritó el noble Franciolini ―Los han avistado nuestros vigías desde el Torrione di Mezzogiorno. Hoy, 30 de Mayo de 1517, nos preparamos para defender los muros de nuestra ciudad.

Todas las puertas se cerraron, la mayor parte de los hombres de a pie se dispusieron sobre el adarve mientras que los caballeros se reunieron en el espacio interior de Porta Valle, preparados para una salida contra el enemigo. Pero por esa noche, el ejército anconitano, guiado por el Duca Berengario di Montacuto, no se acercó a Jesi, quedó acampado más abajo, a pocas leguas de la población de Monsano, semi escondido en el bosque ribereño cercano al río Esino.

Durante algunos días se mantuvo la alerta. Al anochecer las escoltas llegaban hasta el adarve para reforzar la guardia habitualmente delegada en algunos vigías y desde los muros se escuchaba la advertencia de un canto que la población, desde hacía bastantes años, no oía:

¡Ya suena la trompeta, el día acabó ya del toque de queda, la canción subió! ¡Venga, centinelas, a la torre soldados, upa ¡Atentos, en silencio vigilad!

El Capitano del Popolo había impuesto el toque de queda a los ciudadanos. A las nueve de la noche quien no subía al adarve de los muros debía retirarse a su casa. Pero la guardia estaba destinada a descender muy pronto. Para la noche del 3 de Junio estaba prevista la fiesta en el Palazzo Baldeschi, en la que sería anunciado el noviazgo de la sobrina del Cardenal, Lucia, con el más joven de los hijos de la casa Franciolini. En esos días, cada vez que Lucia cruzaba la mirada con su tío, aunque no era capaz de leer sus pensamientos, en su rostro veía dibujada una sola palabra: traición. Pero no conseguía imaginar qué interpretación dar a aquella palabra, al mismo tiempo tan sencilla y tan compleja.


La Sombra Del Campanile

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