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Capítulo 6

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Todo se iluminaba a causa de ella: ella era la sonrisa que iluminaba todo, por todas partes

(León Tolstoi: Ana Karenina)

Las luces de la tarde formaban sombras siniestras sobre los rostros de la multitud furiosa. Lucia se dio prisa remontando la Costa dei Pastori, recorrer en diagonal la oscura calle que pasaba por debajo de los muros de la Rocca y entrar en la Piazza del Governo, antes de que el primero de los facinerosos llegase a aquel lugar subiendo la Costa dei Longobardi. Subió los tres escalones que conducían al atrio de la Iglesia de Sant’Agostino, quedando, de esta manera, en una posición más elevada con respecto a la plaza. Enfrente de ella, por la parte opuesta de la plaza, se erguía el Palazzo del Governo, terminado hacía poco y rematado asimismo en el interior gracias a la obra de ilustres arquitectos, entre los cuales se encontraban Giovanni di Gabriele da Como, Andrea Contucci, llamado el Sansovino, y otros insignes escultores y tallistas de madera. Tan sólo el maestro tallista debía completar todavía su trabajo: le había sido asignado la delicada misión de tallar y trabajar el relieve de los techos de la Sala Grande, de la de la cancillería, de la Camera del Podestá y de otras habitaciones.

Cuando las primeras personas armadas con rudimentales utensilios, como horcas, hachas, azadas, pero también cuchillos y lanzas encontradas quién sabe dónde, comenzaron a llegar protestando a la Piazza del Governo, Lucia intentó alzarse en toda su altura, para hacerse notar por todos, sobreponiéndose a la multitud. Estaba emocionada, se le encogía el corazón, no sabía si las palabras que saldrían de su boca serían las justas. Pero debía intentar el todo por el todo. Alguien la reconoció, señalándola a los otros, a aquellos que poco a poco estaban invadiendo la plaza.

―¡Es la noble Lucia Baldeschi! ¡La prometida del añorado Capitano del Popolo!

―¡Cierto, si hubiésemos tenido a Andrea dei Franciolini a la cabeza de la ciudad y del condado, no nos encontraríamos en esta situación!

Lucia temía que alguien, en ese momento, pudiese decir que ella estaba de acuerdo con su malvado tío para echar a Andrea y que si éste último no había sido ajusticiado había sido por pura casualidad y no por su intersección. Ni siquiera se había dado cuenta de que alrededor de ella se estaba formando un aura luminosa, tan intensa que la gente casi se atemorizó al verla. Mientras el sol se ponía, la plaza estaba siendo iluminada por la luz que ella misma emanaba desde allí, desde el atrio de la iglesia. Cuando levantó los brazos y todos se callaron, a Lucia no se le escaparon las frases susurradas por quien estaba más próximo a ella.

―Es una santa. ¡Es la Virgen María en persona! ―decían arrodillándose y dejando caer al suelo sus armas. Todo aquello infundió más valor en ella, que sabía que tenía poderes más allá de lo normal y que a veces huían a su control, como en este caso. Pero no podía perder tiempo corriendo detrás de sus pensamientos, al hecho de que, si su abuela hubiese tenido tiempo para acabar de instruirla ahora sabría controlar a la perfección todas estas capacidades. Debía hablar a quien estaba enfrente de ella. Dejó, por lo tanto, que sus palabras fuesen inspiradas por el espíritu de su abuela que, quizás, todavía aleteaba indómito a su alrededor.

―Venga, señores, rebelarse contra la autoridad no tiene sentido. Allí, dentro del palacio, los nobles y los ancianos de Jesi, los que nosotros llamamos el Consiglio dei Migliori, sólo esperan un guía fuerte. Y este es el momento apropiado. Sí, porque el Papa Adriano VI ha decidido reclamar el legado pontificio ya que cree que el Cardenal Cesarini es más útil en Roma y no aquí, en Jesi, donde, por otra parte, casi nunca está. ¡Y esto es para nosotros algo bueno!

La noticia, todavía desconocida para la mayoría de los presentes, sólo en parte cierta, produjo su efecto y el rumor comenzó a levantarse entre la multitud, obligando a Lucia a elevar el tono de voz hasta casi sentir dolor en la garganta.

―Como decía, esto es bueno para nosotros. Tenemos todo el derecho de expulsar a los ambiciosos vicarios del Cardenal. Y lo haremos sin derramar sangre. Sé que tengo el apoyo del Papa, al que he enviado unas cartas a tal fin, mediante unos mensajeros que ya están de viaje hacia Roma. Padre Ignazio Amici, el dominico inquisidor, ya está haciendo el equipaje, pero estad seguros de que no será él solo el que deje la ciudad en los próximos días. Y de nuevo tendremos un obispo jesino, el Cardenal Ghislieri. Venga, vamos, deponed las armas, volved a casa y dormid tranquilos. También porque, y ésta es una promesa solemne que os hago, mañana por la mañana cruzaré ese portón, sí, el portón del Palazzo del Governo. Me presentaré al Consiglio dei Migliori y reclamaré el cargo que me corresponde por derecho, por haber sido prometida como esposa a Andrea Franciolini: ¡SERÉ VUESTRO CAPITANO DEL POPOLO!

El entusiasmo explotó entre los allí presentes, quien estaba de rodillas se levantó, todos abandonaron los utensilios y armas que tenían en la mano, alguien se dirigió hacia la joven y noble dama para levantarla y llevarla en triunfo por la Via delle Botteghe hasta la Piazza del Mercato. Lucia, izada por los brazos de algunos energúmenos, sonreía, y su sonrisa iluminaba todo y a todos. En un momento dado incluso las campanas de las distintas iglesias comenzaron a repicar festivas. Cuando el cortejo llegó delante del Palazzo Baldeschi, Lucia pidió ser puesta en el suelo, porque estaba muy cansada y quería entrar en su mansión para reposar.

―Ahora, marchad y volved mañana para festejar al nuevo Capitano del Popolo y al nuevo Obispo de Jesi.

Mientras la multitud se dispersaba y Lucia estaba a punto de cruzar la puerta de su casa familiar, a muchos no se le escaparon unos movimientos allá, en la entrada del Palazzo Ripanti. El vicario del Cardenal Cesarini estaba haciendo cargar a toda prisa su equipaje en un carro arrastrado por caballos.

¡Ese bastardo se ha aprovechado todo lo que podía y ahora se está marchando! ―dijo para sus adentros ―Mejor así. No estoy convencida de poder controlar a todos los que reclaman su cabeza.

Las emociones de aquel día habían sido tales y tantas que habían hecho caer a Lucia en un sueño profundo sin ni siquiera haber cenado. Le hubiera gustado darse un baño caliente antes de acostarse pero en palacio no había ni siquiera una sirvienta que pudiese ayudarla. Además, debido a que había preferido adoptar para las niñas la residencia del campo había transferido allí la mayor parte de los domésticos y en el austero palacio Baldeschi habían quedado muy pocos sirvientes, la mayoría masculinos, que se ocupaban de las cocinas y de los establos.

Fue despertada por una insistente llamada a la puerta de su habitación cuando todavía no se había hecho de día. Con esfuerzo se levantó de la cama, se arregló lo mejor que pudo y abrió la puerta un poco, para ver quién era el que la disturbaba a aquella hora insólita. Un muchacho joven, todavía imberbe, pero vestido perfectamente con un jubón, calzas y un sombrero con una larga pluma en la cabeza, hizo una reverencia e intentó excusarse por la hora, casi balbuciendo.

―Pido mil perdones, mi Señora, pero lo que os debo decir es de la máxima urgencia. Me manda el verdugo de la Piazza della Morte.

A Lucia se le subió el corazón a la garganta y su mente, todavía soñolienta, se volvió lúcida de repente, recordando que aquella era la hora decidida para la ejecución de Mira. ¿Qué estaba sucediendo? ¿Por qué el verdugo había mandado a este joven a importunarla?

―Espera un momento, muchacho. Me pongo presentable y enseguida voy contigo. Siéntate en un asiento en el pasillo. Lo haré lo más rápido que pueda.

Se peinó los cabellos, vistió un hábito sobrio que le diese libertad de movimientos, y en poco tiempo llegó hasta el joven que estaba en el pasillo.

―Bien. ¿Qué ocurre?

―El verdugo os reclama en la Piazza della Morte.

―¿Por qué? ―respondió Lucia indignada. ―¡Había dicho con claridad que jamás asistiría a la ejecución de mi sirvienta! Así que, ¿por qué molestarme?

―Hay un problema. El último deseo de un condenado a muerte es sagrado y debe ser concedido. El verdugo no puede proceder hasta que la víctima no haya sido satisfecha. Es una ley no escrita pero para Gerardo, nuestro verdugo, es una cuestión de honor.

―¿Y yo qué tengo que ver, si puede saberse? ¿Cuál es el último deseo de Mira?

―Ese es el meollo del asunto. Vuestra sirvienta ha pedido que estéis cerca antes de morir. Debéis venir.

―De eso ni hablar. Me he prometido a mí misma que nunca asistiría a una ejecución capital.

―En ese caso me veré obligado a ir a despertar al juez Uberti, al que no le hará mucha gracia…

Habiendo comprendido la indirecta, y sabiendo que en aquellos días era mejor no meterse en problemas con las autoridades de la vieja guardia, Lucia decidió seguir al joven a la Piazza della Morte. A fin de cuentas, en unas pocas horas se presentaría en el Palazzo del Governo y despediría a las viejas cariátides que, ahora ya, no continuarían asumiendo cargos públicos. Por lo tanto, era mejor no comenzar enemistándose con el juez y los otros antes de tiempo.

Mientras caminaba por la Via delle Botteghe en la humedad de las primeras luces del amanecer, Lucia se estrechó el vestido debido a un escalofrío, a pesar de que ya estaban en plena estación veraniega. Atravesó Porta Rocca mientras seguía al muchacho que le abría camino, pero cuando vislumbró a su joven sirvienta el corazón le dio un vuelco, lo sintió latir en el cuello y no consiguió contener las lágrimas que intentaban brotar de sus ojos. Mira ya tenía la cabeza apoyada en el cepo. El verdugo estaba allí, al lado de ella, con la capucha en la cabeza y el hacha, muy afilada, apoyada en el suelo. Ni siquiera se había preocupado en recoger los cabellos de la condenada en una cola o en un moño ya que el día anterior ya se los habían cortado casi a cero los torturadores del Padre Ignazio Amici. La noble dama sintió encima la mirada suplicante de su sirvienta y no pudo evitar acercarse, acariciándole la nuca y acercando sus labios a la mejilla de la muchacha.

―Mira…

La sirvienta bajó la mirada y se dirigió a su antigua ama con un hilo de voz.

―Ahora puedo morir feliz. Os tengo al lado. Sé que me habéis ahorrado un suplicio incluso más atroz y os lo quería agradecer personalmente antes de morir. Rezad por mi y recomendad mi alma al Señor.

Lucia cogió la mano de Mira, se le acercó más y le susurró unas palabras al oído de manera que ni el verdugo ni el muchacho que la había acompañado pudiesen oírla.

―Querría también ahorrarte este suplicio. Tengo unas monedas de oro conmigo. Podría pagar el silencio de estos dos. Mandaré al muchacho con el carpintero para pedirle que haga una caja, diciendo que éste era tu último deseo: ser enterrada dentro de un sarcófago. El verdugo no te matará pero contará a todos que lo ha hecho. Haré que llene la caja con piedras, de manera que pese como si contuviese tu cuerpo y la haré colocar en los subterráneos de la Chiesa della Morte. Nadie mirará adentro. Tu escaparás por la cuesta y llegarás al convento de las Clarisse della Valle. Vestida de monja no te reconocerá nadie. Deja pasar el tiempo y luego aléjate de Jesi. Podrás rehacer tu vida en cualquier sitio...

―No, mi Señora. La muerte no me da miedo. Mi vida acaba aquí, hoy, en esta plaza, sobre este cepo. Sólo aseguraos de que mi cuerpo tenga una digna sepultura.

Mira volvió la mirada hacia Gerardo, asintiendo con la cabeza. El verdugo lo entendió al vuelo. El deseo de la condenada había sido concedido, se podía proceder. Lucia dio un paso atrás, soltó la mano de Mira mientras el hacha se levantaba. Observó los ojos del verdugo a través de los agujeros practicados en la capucha y le pareció verlos brillantes. Pero no tuvo tiempo para comprobar la veracidad de su intuición porque con un golpe seco el instrumento se abatió sobre el cuello de la víctima. La cabeza rodó sobre el empedrado mientras que el resto del cuerpo fue movido por convulsiones durante un instante hasta que se puso rígido y cayó de lado. Los chorros de sangre provenientes del cuello rozaron a Lucia pero ni una gota ensució sus vestidos.

Después de un momento de silencio absoluto se sintió a lo lejos el canto de un gallo. Estaba amaneciendo cuando la Piazza della Morte fue atravesada por un grito prolongado, un grito proveniente de las entrañas de Lucia Baldeschi.

―¡Noooooo….!

La Corona De Bronce

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