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Capítulo 2

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Porque tuve hambre , y no me distéis de comer; tuve sed, y no me distéis de beber; fui peregrino, y no me alojasteis; estuve desnudo y no me vestisteis; enfermo y en la cárcel y no me visitasteis.

Evangelio según San Mateo 25, 42-43

Ante la visión de la enésima fumata nera, el Camarlengo no pudo contenerse y no soltar un bufido. Después de la muerte de Leone X, nacido Giovanni Dei Medici, hacía ya más de un mes que los cardenales estaban reunidos en cónclave, encerrados en las habitaciones a las que sólo él tenía libertad de entrar y salir como quería. El hecho es que, justo en virtud de este nuevo privilegio, había comprendido perfectamente que los otros prelados no tenían la intención de elegir un nuevo Papa si antes no resolvían entre ellos las cuestiones atinentes a la repartición de tierras y feudos. El Obispo de Firenze, el Cardenal Giulio Dei Medici, realmente no estaba convencido de que la muerte de su pariente hubiese ocurrido por causas naturales y se lanzaba a largas y prolijas discusiones sobre sus sospechas hacia un hipotético envenenamiento del difunto Papa y sobre los probables responsables del complot. Todo esto para intentar convencer a la mayoría de los colegas para que votasen por él como nuevo pontífice. Y de esta manera, entre una y otra votación, entre una fumata nera y la otra, transcurrían, no ya unas horas, sino a veces más de un día.

Cuando veía la fumata, el Camarlengo disponía todo para que los cardenales fuesen debidamente alimentados. Enviaba a algunos sirvientes a preparar una mesa en un ancho salón vacío y, cuando todo estaba preparado, echaba a los siervos y abría la puerta que daba a las habitaciones donde tenía lugar el cónclave. De hecho, nadie, a no ser él, podía hablar con los cardenales, para que ellos no fuesen influenciados de ninguna manera con respecto a sus decisiones.

Innocenzo Cybo había sido nombrado enseguida Camarlengo a la muerte de Leone X, ya que era su brazo derecho, el que había estado más cerca de él y sabía perfectamente cómo administrar el Estado de la Iglesia en ese período vacante de la máxima autoridad. Había visto llegar las acostumbradas caras conocidas, Cardenales de los que conocía vida, muerte y milagros, vicios, virtudes y ambiciones. Enseguida se había percatado de la ausencia de una importante figura, el Cardenal Artemio Baldeschi di Jesi. Alguien le había contado, más tarde, que el Cardenal Baldeschi había muerto en trágicas circunstancias, quizás como resultado de una pelea con un sirvienta de su palacio.

Algo inaudito, nos toca escuchar cosas de todo tipo en estos días, había pensado para sus adentros Innocenzo. Tiempo atrás las sirvientas ofrecían sus jóvenes cuerpos a su Señor y calladitas. ¡Hoy en día tienen la desfachatez de rebelarse!cierto, si Baldeschi ya no existía, Jesi y su condado es una tierra muy apetecible para conquistar para muchos de los aquí presentes.

Y, en efecto, la cuestión de la designación de la Curia Episcopal de Jesi fue una de las primeras cosas a las que debió enfrentarse el Camarlengo como sustituto del Papa. Decidió que lo mejor sería nombrar un Cardenal que no participase en el cónclave, así podría partir enseguida para aquellas tierras atribuladas desde hacía años con luchas, guerras, traiciones y mal gobierno, que habían llevado a la población, sobre todo en los campos, a un estado de miseria notable y donde, últimamente, parecía que se estaba difundiendo aquella enfermedad terrible conocida con el nombre de peste. La elección cayó en el Cardenal Jacobacci, que partió enseguida desde Roma pero que, en cuanto llegó cerca de Orvieto, su tierra de origen, se paró para gozar de un período de reposo en su ciudad natal que, quizás, se estaba prolongando demasiado. Pero había quien decía que el cardenal había perdido la cabeza por una muchachita del lugar y que no se iría de allí por nada del mundo.

Gualtiero Jacobacci no había perdido la cabeza por ninguna doncella, ni joven, ni madura. Se había parado a admirar la espléndida fachada del Duomo, todavía sin terminar, y había sentido nostalgia de aquellos lugares en los que había vivido su infancia. Nunca, en toda su vida, había visto la catedral libre de los andamios. Sabía que la construcción había comenzado hacía doscientos años, pero ahora sólo quedaban los andamios en la fachada para permitir a los artistas llevar a término las refinadas decoraciones que la embellecerían y vuelto famosa en los siglos venideros. Se aprovechó del hecho de que la Curia Episcopal estaba libre, ya que el Cardenal Alessandro Cesarini, Obispo de Anagni y Orvieto, estaba de retiro obligatorio en Roma para participar en el cónclave, para hacerse hospedar por la comunidad eclesiástica local, incluso comenzó a celebrar la Santa Misa en el interior de la inconclusa catedral. Lo tenía todo planeado, en definitiva, menos llegar a Jesi, la sede que le había sido asignada por el Camarlengo. La diversión no duraría demasiado, ya que, antes o después, el nuevo Papa sería elegido y el Cardenal Cesarini debería volver a la sede. Pero Gualtiero no quería pensar en eso. Carpe diem, decía para sus adentros. Aprovechemos el instante y gocemos de estos bellos tiempos. ¡Cuando llegue el momento ya veré qué hacer! Quizás, cuando llegue podré proponer a Alessandro Cesarini un cambio: yo aquí y él en Jesi. Jesi, como toda la Marca anconitana, es una sede ambicionada por cualquier alto prelado. Los campos son famosos por su riqueza y la Iglesia quiere a toda costa reconducir esos territorios bajo su ala de manera definitiva, cortando por lo sano los viejos límites de Concejos, Señoríos y Nobleza local. Una persona ambiciosa como Cesarini no sabrá decir que no a mi oferta. Y yo podré gozar de mi vejez en mi país de origen.

Finalmente, después de más de un mes de fumata nera, el 9 de enero de 1522 de la chimenea surgió la fumata bianca. El Camarlengo suspiró aliviado y corrió al interior del ala en la que se desarrollaba el cónclave para llevar a cabo sus deberes rituales. Le parecía que había pasado una eternidad desde el día en que había muerto Leone X. Lo había encontrado él, tirado sobre la mesa en la que estaba comiendo. Había llamado a la guardia y había hecho recomponer el cuerpo en la cama, luego había golpeado con un martillo el cráneo del Santo Padre, para asegurarse de que el cuerpo no respondiese a ningún reflejo, ni voluntario, ni involuntario. Cuando los miembros, piernas y brazos, se convirtieron en rígidos, había procedido a llamar tres veces al Papa con su nombre de pila:

―Giovanni… Giovanni… Giovanni.

Al no obtener respuesta había procedido a declarar oficialmente muerto al Santo Padre. Había hecho arreglar la capilla ardiente y había organizado el rito fúnebre, al término del cual el Papa Leone X se encontraría con sus predecesores, en los subterráneos de la basílica erigida sobre la tumba de San Pedro. Después de haber convocado el cónclave, se había dado cuenta de que su posición se consideraba muy incómoda por parte de una cierta facción de los participantes en la asamblea, los más próximos a la familia Dei Medici. Él siempre había sido el Cardenal más próximo al Papa pero, como era bien sabido, pertenecía a la misma familia de Giovanni Battista Cybo, que había ocupado el solio pontificio hasta el año 1492 con el nombre de Innocenzo VIII. Las malas lenguas, desde el momento en que él era el responsable de la seguridad del Papa y todos los alimentos que llegaban a la mesa del Santo Padre debían ser aprobados por él, habían ventilado que él mismo podía ser el responsable de la inesperada y prematura muerte de Leone X. De hecho, podía haber envenenado perfectamente los alimentos, con la intención de aspirar al pontificado y llevar de nuevo al máximo cargo a un miembro de la familia genovesa. Innocenzo sabía perfectamente que era inocente y que no había perpetrado ninguna conjura contra su bien amado Papa. Giovanni Dei Medici sufría del corazón desde que era un niño y, justo por esto, no se había dedicado a las armas. Por lo tanto, nadie lo había envenenado, había sufrido un colapso y había muerto de muerte natural, aunque imprevista. El hecho de auto nombrarse Camarlengo en parte había alejado las sospechas de él, ya que no sería elegible como Papa, pero no del todo. Giulio Dei Medici y otros tres o cuatro cardenales continuaban a mirarlo ceñudos, pero él respondía a aquellas provocaciones con la mejor de las defensas: el silencio. Es verdad, aquellas semanas no habían sido fáciles pero había conseguido no mostrar jamás el flanco a sus enemigos. Ni una palabra había salido de su boca que acusase a los Medici de envidia o arribismo. Había continuado cumpliendo con su deber como si no pasase nada. Pero ahora, mientras subía las escaleras jadeando, el temor de que el nuevo elegido fuese el Medici lo atenazaba. Estaba convencido de que éste querría, de alguna manera, vengar la muerte prematura del familiar. E Innocenzo ya se imaginaba con la cabeza apoyada en un tocón a la espera del hacha que, con un golpe seco, la separaría del resto del cuerpo. Cuando abrió el sobre donde estaba escrito el nombre del nuevo pontífice suspiró de alivio por segunda vez en pocos minutos.

El Camarlengo se asomó al balcón que daba sobre la plaza delantera y gritó, con todo el aire que tenía en los pulmones, vuelto hacia los fieles amontonados que esperaban con curiosidad.

―¡Nuntio vobis gaudium magnum! Habemus Papam, eminentissimun e reverendissimum dominum Adrianus Florentz, qui sibi imposuit nomen Adrianus sextus!

Voces y exclamaciones se levantaron desde la plaza, a la espera de que el nuevo Papa se dejase ver y hablase a la multitud de los fieles. Mientras Innocenzo ayudaba al nuevo Papa a vestir los paramentos sagrados del ritual, en su mente los pensamientos corrían veloces. Este Adriano VI no durará mucho, antes de que alguien de la familia Dei Medici meta las manos. Pero que dure un mes, un año o un siglo, ya nadie podrá culparme. Desde mañana Innocenzo Cybo vuelve a Genova.

Como todos los demás, el Cardenal Alessandro Cesarini hizo el equipaje para volver a su sede, en Orvieto. Llegado el cuatro de marzo del año del Señor de 1522, en un primer momento, se quedó un poco asombrado por el hecho de que su sede episcopal hubiera sido arbitrariamente ocupada por su colega, pero al escuchar la propuesta de éste último casi no pudo creer lo que oían sus orejas. Él, que habría matado por tener la curia episcopal de Jesi, dejada vacante por el Cardenal Baldeschi, veía como se la ofrecían en bandeja de plata de quien había sido escogido como el titular, sólo porque estaba ligado a los lugares en que había transcurrido la infancia. ¡Increíble, pero cierto! ¡Una oportunidad que no podía dejar escapar! Sellado el pacto con Jacobacci, Alessandro Cesarini, deseoso, de todas maneras, de reposar unos días, envió un mensajero a Jesi para anunciar su llegada y su toma de posesión a las autoridades ciudadanas. El mensajero llegó a Jesi el 12 de marzo y el Consiglio Generale de la ciudad, reunido para la ocasión en la Sala Maggiore del Palazzo del Governo y presidida por el noble Fiorano Santoni, tuvo en cuenta el nombramiento, aunque el Cardenal Jacobacci les hubiera gustado más, y deliberó también en cuanto a reconocer a Cesarini un vitalicio de 25 florines al mes. Todo esto cuando ya el Cardenal estaba a las puertas de la ciudad por lo que ni siquiera tuvieron tiempo de preparar un digno recibimiento al nuevo Obispo, que se encontró entrando en una ciudad indiferente a su llegada. Cesarini no se quedó desilusionado sólo por la acogida sino, sobre todo, por el hecho de encontrar ciudad y condado en condiciones bien distintas de lo que se esperaba. Después del saco sufrido por la ciudad en el año 1517, habían seguido algunos años de mal gobierno por parte del Cardenal Baldeschi que había reducido la zona a condiciones de miseria jamás vistas desde tiempos inmemoriales. Además de los males y las vejaciones que habían producido los ejércitos invasores, la peste había vuelto como una pesadilla para aterrorizar a la población. Y de esta manera Cesarini, que todavía tenía muchos intereses en la zona de Anagni y Orvieto, enseguida comenzó a pasar gran parte de su tiempo lejos de Jesi, aduciendo como excusa sus agobiantes compromisos eclesiásticos en la sede Papal, y dejando en su puesto a rudos gobernadores que sólo sabían ser crueles y tiranos con la población.

Lucia se había ocupado, y no poco, para llevar consuelo a los enfermos de peste. La enfermedad había llegado a Jesi en una caja de cáñamo, proveniente de los mercados de oriente, comprada a un precio de ganga por una familia de cordeleros de Jesi. Algunas familias residentes en el burgo de Sant’Alò eran famosas desde tiempo inmemorial por la habilidad y el cuidado con el que fabricaban cuerdas. Tenían un sistema propio para obtener del tosco cáñamo cordeles y cabos de todas las longitudes y calibres, que eran vendidos en el mercado a precios competitivos con respecto a los fabricados en otras zonas de Italia. En cuanto Berardo Prosperi, el cabeza de familia, abrió la caja para comprobar la calidad del cáñamo comprado por su hijo y su sobrino, fue asaltado por las pulgas que, finalmente libres, buscaron su comida de sangre, a expensas de muchos miembros de la comunidad del burgo. Las casas de los cordeleros eran construcciones bajas que formaban una única fila, una pegada a la otra, en el borde de un amplio espacio, llamado prado, donde aquellos artesanos trabajaban, fundamentalmente al aire libre. De hecho, necesitaban espacios amplios, donde extender las fibras del cáñamo y trenzarlas hasta convertirlas en cuerdas, con la ayuda de extraños artilugios con aspecto de ruedas.

En ese momento, nadie hizo caso a las picaduras de los insectos, pero después de unos días Berardo y otros hombres y mujeres del barrio cayeron enfermos, presos de una fiebre alta y con bubones en varias partes del cuerpo, algunos sobre la espalda, otros detrás del cuello, otros sobre la barriga. La enfermedad se había difundido rápidamente de una casa a otra, conectadas como estaban, y luego se había propagado a los campos. Pero enseguida llegó a afectar a las familias residentes en la ciudad, en el interior de las murallas.

Lucia, en su momento, había aprendido de su abuela cómo intentar curar a los enfermos de peste. Había escuchado decir que en Ancona, donde la enfermedad se había difundido de manera exponencial, quien se lo podía permitir se hacía hospitalizar y curar en el Lazzaretto. Pero, según ella, no era una buena idea concentrar a las personas enfermas en un sitio. Era mejor tener aislado al enfermo en su casa para evitar que contagiase, a su vez, a personas sanas; sólo tomando las oportunas precauciones podía uno acercarse a él. Cuando debía entrar en la habitación de un enfermo, Lucia se cubría perfectamente con vestidos gruesos, pero sólo después de haber esparcido por todo su cuerpo un ungüento a base de citronela, albahaca, menta, mastranzo y tomillo. El olor que emanaba era casi nauseabundo pero era un excelente remedio para no dejarse picar por las pulgas y piojos que, quién sabe por qué, infestaban siempre las casas de los apestados. Con un pañuelo de seda cubría la boca y la nariz antes de acercarse al enfermo, con el fin de evitar respirar los malos humores emitidos por estos. Lo primero que hacía era desnudar al paciente para observar cuántas pústulas tenía encima y cuál era su aspecto. Si eran duras y oscuras, les untaba un ungüento a base de alcohol alcanforado e ictiol, con el fin de hacerlas ablandar y madurar. Las pústulas, de hecho, debían explotar y hacer salir su malsano contenido, conocido por los médicos con el término de pus. La fiebre, en cambio, se combatía con infusiones a base de corteza de sauce y con la aplicación de telas empapadas en la frente del enfermo. Toda la casa debía ser purificada con fumigaciones obtenidas por la combustión de aceite de alcanfor, en el que habían sido maceradas durante algunos días ramitas de ciprés, mondas de granadas y canela. Lucia sabía perfectamente que si el enfermo tenía dificultades para respirar estaba condenado a una muerte segura. Tanto daba llamar a un sacerdote para que le impartiese la extremaunción. Pero ningún religioso, el primero de todos Padre Ignazio Amici, se prestaba a llevar el consuelo del rito a los apestados. Todos tenían demasiado miedo a ser contagiados también. Si, en cambio, las pústulas, en el transcurso de algunos días, por lo general una semana, se ablandaban y dejaban salir los malsanos humores, dando más tarde origen a cicatrices, el paciente podía considerarse fuera de peligro y llegaría a curarse. Cuando un enfermo de peste moría, todos sus enseres, muebles, cama, mantas y todo aquello con lo que había estado en contacto, directa o indirectamente, con la persona infectada, debía ser reunido delante de su casa y ser quemado. Los cadáveres no podían ser sepultados en el interior de las iglesias sino que eran llevados a campo abierto y enterrados profundamente, bajo un buen montón de tierra, mejor si era arcillosa.

De esta manera Lucia había ayudado a cientos de enfermos, tanto en la ciudad como en los burgos y en el campo y, gracias a las precauciones que ella había tomado, nunca se había contagiado. Se sentía satisfecha pero cansada. Recorriendo en sentido contrario la vía de Terravecchia, después de haber visitado a un enfermo por la zona de la iglesia de San Nicolò, había debido pasar por delante de distintos edificios, enfrente de los cuales ardían las hogueras purificadoras. El aire de la jornada estival, ya de por sí cargado de humedad, se había convertido en más pesado por el humo que flotaba sobre la ciudad y que en parte oscurecía los rayos del sol. En cuanto llegó a la Piazza della Morte no pudo evitar pensar que, dentro de unos días, un patíbulo estaría reservado para su sirvienta Mira, acusada de haber asesinado al Cardenal Artemio Baldeschi. Apartó aquellos sombríos pensamientos y se metió por la Porta della Rocca llegando hasta Via delle Botteghe, zona mucho más agradable y sana con respecto a las calles que había recorrido poco antes. Parecía casi como si las antiguas ruinas romanas, reforzadas y reconstruidas algunos decenios antes gracias al ingenio del arquitecto Baccio Pontelli, hubiesen hecho de baluarte natural contra la epidemia de peste, que había golpeado sólo a unos pocos habitantes del núcleo histórico de la ciudad. En cuanto llegó a este espacio confortable, Lucia bajó el pañuelo a través del cual había filtrado el aire para respirar. Se soltó los cabellos, dejándolos libres para que descendiesen por sus hombros y su espalda, luego con las manos arregló un poco las ropas estropeadas. Es verdad, no tenía el aspecto elegante que le imponía su rango pero se sentía más presentable. En pocos pasos llegó a la Domus Verroni, pasó debajo del arco y buscó con la mirada a Bernardino. Lo vio atareado en restaurar su taller pero, casi percibiendo su llegada, fue el primero en hablar.

―¡Mi señora! Que alegría veros aquí. Como podéis daros cuenta, hay mucho trabajo que hacer pero me estoy esforzando al máximo. Creo que en cosa de un mes la imprenta podrá volver a trabajar a pleno rendimiento. Y todo gracias a vos. Realmente os debo estar agradecido por todo lo que habéis hecho por mí y la primera obra que publicaré será, sin duda, vuestro tratado sobre Principi di medicina generale e guarigione con le erbe.

Lucia sonrió complacida pero Bernardino advirtió lo forzado de la sonrisa que intentaba sobreponerse al cansancio que la atenazaba.

―Pero vos, Mi Señora, estáis realmente exhausta. No querría reprocharos nada pero pienso que es el momento de que dejéis de visitar a todos estos apestados. Antes o después enfermaréis incluso vos. ¿No pensáis en vuestra hija Laura? ¿Y en Anna que para vos es como otra hija? ¿Qué podrían hacer sin vos? Sois la última Baldeschi que queda con vida, ¡asumid vuestras responsabilidades de una vez por todas! Y no sólo con respecto a las niñas sino a la entera ciudad.

―¡Oh, Bernardino! No volváis a comenzar con la historia de que debo recuperar el gobierno de la ciudad. Os lo he dicho: soy una mujer, no me veo capaz de ocupar un puesto que siempre ha recaído, por derecho, en un hombre.

―No hay un hombre en esta ciudad que valga la mitad de lo que vos valéis. Y como demostración está lo que habéis hecho y estáis haciendo por los enfermos. Pero no basta. No podéis abandonar la ciudad en las manos de los nobles incompetentes que dejan que el vicario del cardenal Cesarini haga lo que quiera, aterrorizando a la ciudad y al condado y pretendiendo tasas e impuestos de hombres martirizados por la miseria y por la peste. Es el momento de echar al Cardenal y al vicario, y sólo vos sois capaz de hacerlo, tomando en vuestra mano el cetro que os corresponde por derecho. ¡Y luego está Mira! ¿Os habéis olvidado de ella? Habéis prometido protegerla y, en cambio, el proceso ha seguido su curso. Y además, para más inri, ¡está la acusación de brujería contra ella!

―¿Qué? ¿Qué estáis diciendo? El proceso contra Mira ha sido llevado a cabo por jueces civiles, por el noble Uberti, y...

―Padre Ignazio Amici ha reunido las declaraciones. Parece ser que, mientras el Cardenal se caía desde el balcón, alguien lo ha oído gritar Vuelo, estoy volando, incluso con la sonrisa en los labios. Y por lo tanto no hay otra explicación que esa de que Mira ha embrujado al Cardenal. Creo que, a estas horas, la joven está en las garras de los torturadores de la Santa Inquisición. A lo mejor dentro de unos días veremos surgir un montón de leña en la Piazza della Morte. Beh, para nosotros que conocemos la verdad, no sería agradable asistir a la muerte de una inocente y, para colmo, de una manera tan atroz.

Sin ni siquiera contestar, Lucia se dio la vuelta indignada y se dirigió a paso veloz hacia el Torrione di Mezzogiorno.

―¡Dios no lo quiera! ―la escuchó gritar Bernardino mientras se alejaba, más hablando con ella misma que con él ―He prometido que en esta ciudad nunca más una mujer acabaría en una pira ardiente. Y mantendré mi promesa.

La Corona De Bronce

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