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Capítulo 7

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Las cabalgaduras eran veloces y no temían las cuestas, las bajadas y los senderos en medio del bosque. Así que, para evitar el centro de Ancona, Andrea y Gesualdo habían atravesado el estrecho valle entre las colinas, habían vuelto a subir por el Taglio di Candia y, dejando a su izquierda la Rocca di Montesicuro, habían descendido hasta Paterno. Desde allí, habían llegado enseguida al castillo delle Torrette, posesión de los pacíficos Conti Bonarelli. Las puertas del castillo, como de costumbre, estaban abiertas y, por lo tanto, Gesualdo hizo una señal a su joven amigo para atravesar el patio interior sin pararse a dar explicaciones.

―¡Eh, vosotros! Paraos y bajad del caballo. ¿No conocéis las buenas maneras, descarados villanos? ―les apostrofó un guardia que ya había cogido una flecha del carcaj y estaba armando su ballesta mientras los dos caballeros levantaban el polvo del patio haciendo que se marchasen atemorizados cualquiera que se encontrase en su camino.

Gesualdo levantó el pendón con la enseña del Duca di Montacuto, invitando a Andrea a que hiciese lo mismo, para hacer comprender con quien se las tenía que ver quien se entrometía en su camino. El guardia los miró ceñudo, escupió al suelo, pero bajó el arma. En unos minutos los dos aparecieron desde la puerta septentrional del castillo y se encontraron sobre el amplio sendero de tierra que discurría por la costa hasta la desembocadura del Esino.

El sol ya estaba en lo alto cuando Gesualdo dirigió la palabra a Andrea. El mar, a su derecha, era atravesado por espléndidos reflejos debidos a los rayos del sol. Era tal el resplandor que se corría el riesgo de quedar ciego si se volvía la mirada hacia la extensión de agua. A la izquierda, la colina descendía abrupta hasta el camino, a ratos con cornisas rocosas, a ratos con los últimos confines de un intrincado bosque de encinas y robles.

―Dentro de poco estaremos en Rocca Priora. Es territorio jesino pero tengo amigos. Nos pararemos a recuperar fuerzas y a pedir información sobre la seguridad del recorrido. Sabemos perfectamente que unos malencarados han debido pasar antes que nosotros. Si son personas inteligentes no habrán debido hacerse notar. Pero me ha dado la impresión de que aquellos dos eran unos idiotas ―dijo Gesualdo tirando de las riendas y frenando a su caballo.

Andrea se adecuó y los caballos pasaron del veloz galope a un paso más moderado, a un trote que obligaba a los caballeros a apretar las rodillas y secundar los movimientos de los animales.

―Idiotas y borrachos, ¡pero no por esto menos peligrosos! ―replicó Andrea dando una ojeada a la fortaleza a la que se estaban acercando. ―¡Mira, Gesualdo! ¿No te parece raro? Es un puesto avanzado de frontera pero no hay vigías en el paseo de ronda de la guardia.

Ni siquiera había terminado la frase cuando su caballo se encabritó dado que dos flechas llegaron silbando y se clavaron en el terreno a pocos pasos de sus dos patas. Andrea tuvo que agarrarse bien para no ser desmontado, pero consiguió mantenerse en la silla, lanzó una mirada hacia su anciano compañero y comprendió al vuelo lo que Gesualdo tenía intención de hacer. Este último hizo que su caballo hiciese un brusco movimiento lateral hasta obligarlo a girar sobre sí mismo para dar la impresión al enemigo de que se estaba batiendo en retirada. Andrea lo imitó yendo detrás. Retrocedieron un poco por el camino, luego doblaron tierra adentro y se sumergieron en el intrincado bosque ribereño, constituido en su mayoría por álamos y sauces. Mientras que los álamos se elevaban hacia lo alto, los sauces ofrecían una buena protección a los dos caballeros que, moviéndose con circunspección, intentando actuar de manera que su paso no agitase las ramas de los árboles, ya que no hacía viento, llegaron a las orillas del río Esino, que en esa época del año estaba bastante bajo, por el hecho de que la estación seca ya duraba bastante tiempo. Metieron a los caballos en el agua para salir por la otra orilla y llegar hasta la Rocca sin atravesar el puente que estuvieron a punto de cruzar poco antes, cuando habían sido atacados.

―Ten cuidado. La otra orilla está formada por terrenos pantanosos. Los caballos podrían hundirse en el fango y nos veríamos obligados a abandonarlos. Y no sería una buena idea continuar a pie. Debemos quedarnos en el agua. ¿Ves aquel canal? Lleva el agua del río al foso que rodea la fortaleza. Llegaremos a la parte de atrás del castillo a través del foso. Recuerdo que allí hay una puerta de servicio que no será difícil de abrir. Es una puerta de madera que permite que nos introduzcamos en los sótanos. No sabemos lo que ha ocurrido. Quizás nuestros dos amigos han cogido por sorpresa a los guardias y están en el interior del castillo pero no estoy seguro. He oído con mis oídos que nos esperarían en la torre de Montignano, que es un fortín mucho menos protegido y está ya en territorio de Senigallia.

―¿Y qué piensas que ha sucedido aquí?

―Quizás el castillo, sin nosotros saberlo, ha sido víctima de un ataque enemigo, a lo mejor ha caído en las manos de los soldados del Duca della Rovere. No lo sé, pero de algo sí estoy seguro: que sea quien sea el que nos ha lanzado aquellas flechas se encuentra en el interior de la fortaleza. No han sido arrojadas desde arriba, desde el paseo de ronda de la guardia, sino desde alguna de las aberturas que hay entre el primero y el segundo piso. Si tenemos suerte, entraremos en la Rocca desde los sótanos y cogeremos por sorpresa a nuestros enemigos que, tal como yo lo veo, no deben ser numerosos.

―No, Gesualdo, podría ser un suicidio. No sabemos con quién nos toparemos, ni sabemos cuántos hombres encontraremos allí dentro. Intentemos escondernos en la parte trasera del castillo y alejarnos hacia el norte.

―Quizás tienes razón, mi joven amigo. Veo que tienes la mente de un hábil estratega más que la impulsividad de un viejo guerrero como yo, que siempre busca la pelea a cualquier costa. Y esto es algo positivo.

Mientras tanto habían alcanzado el foso que rodeaba la fortaleza y ahora estaban debajo del puente levadizo, extrañamente bajado, a pesar de la hostilidad mostrada poco antes desde el interior. Permaneciendo siempre en el agua y haciendo el menor ruido posible, rodearon la construcción, llegando al lado que miraba al mar sobre el que no se abría ninguna ventana, con el fin de no ofrecer un fácil acceso a los piratas provenientes del Adriático.

―En este momento no debería ser arriesgado abandonar el foso ―susurró el Mancino procurando mantener el tono de la voz lo más bajo posible ―Terminaremos en el terreno pedregoso que, desde aquí, llega hasta la orilla del mar.

En efecto en aquella zona el suelo no era pantanoso y los detritos llevados por el río Esino durante siglos habían formado una playa de gravilla y piedrecitas, tan hermosa de ver como traicionera para los cascos y las patas de los caballos. Cuando los animales estuvieron en seco, los caballeros los incitaron para alejarse a paso veloz pero el fondo de gravilla obstaculizaba los movimientos de los animales que cuanto más intentaban alejarse más se hundían entre las piedras. Llegado un momento, el caballo de Gesualdo se dobló sobre las patas anteriores, permaneciendo arrodillado; el caballero, desequilibrado hacia delante, fue lanzado desde la silla y cayó al suelo pero consiguió ponerse en pie con una hábil cabriola. Volvió al caballo, cogió las riendas, le gritó para que se levantase y saltó de nuevo a la silla.

―Veo con placer que todavía eres ágil como un jovenzuelo a pesar de la edad y de que tú sólo puedas usar un brazo. Felicidades. ¡Tenía razón en quererte a mi lado para este peligroso viaje! ―dijo Andrea que, no obstante la situación, no había perdido el espíritu.

Pero el alboroto, el ruido de las patas de los caballos sobre la gravilla, los gritos humanos y los relinchos equinos, realmente no habían pasado inadvertidos desde el interior de la fortaleza, desde la cual, en aquel momento, estaban saliendo tres caballeros ataviados con armadura, con las celadas en la cabeza y con las lanza en ristre.

―¡Como se quería demostrar! ―imprecó Gesualdo ―Los emblemas son los della Rovere. Escapemos mientras estamos a tiempo. No me apetece ser atravesado por sus lanzas. Tenemos algo de ventaja. Y también sus caballos tendrán dificultades para galopar sobre la gravilla. Pongamos los nuestros al paso y vayamos hacia el norte siguiendo la playa. Si mantenemos la distancia no nos alcanzarán. En cuanto sea posible nos meteremos tierra adentro y nos dirigiremos hacia la población de Monte Marciano. Los Piccolomini siempre se han mantenido neutrales tanto en relación con Jesi como con Senigallia. Los esbirros de della Rovere no nos perseguirán.

Pero un poco más adelante, todavía en la playa, hacia el norte, se toparon con un grupo de guerreros a pie, vestidos con las casacas rojas, que también portaban las enseñas de Della Rovere. Se oyó una primera explosión acompañada por una nube de humo. Andrea sintió un objeto silbar pasando rápido cerca de su oreja.

―¿Qué era? ―preguntó a su amigo.

―Una bala de plomo. Tienen armas de fuego. Fusiles de carga delantera. Mucho menos precisos que las flechas pero más mortíferos si te alcanzan.

―Hemos caído en una trampa, Gesualdo. ¿Qué hacemos ahora?

―¡Mira allá! ―respondió éste último que, de una ojeada, había ya concebido un plan. Una pequeña faja de hierba había conquistado una lengua de playa y se dirigía hacia la colina, a breve distancia. ―Esa es una buena vía de escape.

Mientras otras balas de plomo silbaban cerca de sus cabezas los caballos, en cuanto llegaron a la faja de terreno más estable, relincharon satisfechos, recuperando las fuerzas y ganando en poco tiempo la falda de la colina. Por su parte los tres caballeros enemigos se habían lanzado en su persecución y ahora lo que pasaba cerca de ellos no eran ya balas metálicas sino peligrosas flechas con una punta afiladísima. Por fortuna, los caballos de Andrea y del Mancino eran mucho más veloces que los otros y tampoco iban cargados con caballeros vestidos de armadura. Los dos amigos lanzaron los caballos hacia arriba por el escarpado sendero que subía hacia el núcleo habitado de Monte Marciano. Cuando llegaron a lo alto de la colina, con el pueblo ya a pocas leguas de distancia, se giraron hacia abajo y vieron que los hombre de Della Rovere no se habían aventurado más allá de un cierto punto.

―Como estaba previsto, en los territorios de los Piccolomini no entran. Por ahora hemos puesto a salvo la vida ―afirmó el Mancino.

―¡Por ahora! ―fue la respuesta de Andrea.

Los dos esbirros, Amilcare y Matteo, eran originarios de un pequeño pueblo de las montañas en el territorio de la Reppublica Serenissima di Venezia. Ponte nelle Alpi se encontraba en el camino hacia Alemania, que seguía hacia el norte, más allá de los baluartes rocosos de los Dolomitas, hasta llegar a tierras alemanas. Al menos una vez cada dos meses los habitantes del pueblo invadían el Tirol para aprovisionarse de cerveza. Algunos de ellos habían intentado aprender el arte de destilar la cebada y el lúpulo para producir el hermoso líquido color ámbar y espumoso pero, dada incluso la dificultad para entender la lengua de los amigos tiroleses, nunca habían conseguido obtener un producto lo bastante bueno como el que iban a comprar más allá del paso transalpino. Amilcare, que era un goloso de la cerveza, había llevado una buena provisión que, ahora ya, estaba a punto de acabarse.

―En esta zona, no sé porqué, la cerveza es imbebible. Hace sólo una hora y media que estamos cabalgando y ya está caliente como el pis ―dijo Amilcare, bebiendo del odre y emitiendo un sonoro eructo.

Lanzó el contenedor vacío y flácido al compañero más joven que lo cogió al vuelo y lo levantó sobre la boca abierta haciendo caer las últimas gotas del líquido. Luego, desilusionado, lo colgó detrás de la silla. A Matteo, con tal de meter en el cuerpo algo estimulante le iba bien incluso el vino local y de esta manera había robado un par de odres de Rosso Conero de las bodegas del castillo de Massignano. Se había dado cuenta de que el vino tinto era bueno aunque no estuviera fresco pero que se podía ingerir una cantidad muy inferior con respecto a la cerveza antes de que comenzase a marearse. Así que, por el momento, intentaba no pasárselo al compañero que habría bebido una cantidad exagerada sin darse cuenta.

―¡Todavía tengo sed! ¡Pásame el vino, Matteo! ―casi gritó Amilcare volviéndose a su compañero, inconsciente de que estaban acercándose a los muros del castillo de Rocca Priora, después de haber atravesado ruidosamente el puente de madera que permitía superar el río Esino.

―¡De eso ni hablar! ―respondió el otro ―Debemos permanecer lúcidos, por lo menos hasta la hora de comer, para llevar a cabo la misión que nos ha confiado el Duca. Después de que hayamos ensartado al petimetre y a su guardaespaldas, podremos celebrarlo. Intenta permanecer en silencio. Estamos debajo de los muros del castillo. ¿No querrás que nos caiga encima toda la guarnición de soldados?

Amilcare hizo un gesto con la mano como si quisiese aplastar un fastidioso insecto.

―El Duca ha dicho que no debemos preocuparnos, ni aquí en Rocca Priora, ni cuando lleguemos a la Torre di Montignano. Ha engrasado las bisagras de las puertas justas y nadie se preocupará por nosotros. ¿Ves soldados que nos observen desde el paseo de ronda de la guardia?

―No, pero esto no me tranquiliza. Estarán bien escondidos pero seguro que nos están observando.

―Pero no nos pararán. Y en la torre de Montignano no encontraremos ninguno. Tenemos el campo libre, tomaremos posiciones, esperaremos a los dos y los dejaremos secos sin que se den cuenta. Un trabajito sencillo y limpio. Luego no nos quedará otra cosa por hacer que volver a Ancona a recoger la recompensa y ya está… A casa. No veo la hora de volver a nuestras queridas montañas. Y, en cuanto sea posible, ten la seguridad de que llamaré a la puerta del burgomaestre de Vipiteno para hacer una buena provisión de cerveza. ¡Aparte de vino!

Y hablando de esta manera emitió otro sonoro eructo en dirección a una abertura en los muros del castillo, detrás de la cual había tenido la impresión de ver brillar unos ojos que observaban la escena. Pero nadie, en la fortaleza, dio señales de vida y los dos la superaron sin problemas. Avanzaron hacia septentrión siguiendo la ribera del mar, con los caballos a los que les costaba un poco avanzar en el terreno pedregoso, hasta que llegaron al Mandracchio, un baluarte hecho erigir por Piccolomini para defender la zona interior de las correrías de los piratas. Entraron en la fortaleza e hicieron abrevar a los caballos, luego se saciaron ellos mismos en la fuente de agua fresca. El patio, ya desde primeras horas de la mañana, era un ir y venir de personas de todo tipo, desde campesinos que con la carreta cargada de frutas y hortalizas se dirigían a vender sus productos al mercado de Monte Marciano, a los señorones locales que exigían los diezmos a los labriegos para que continuasen cultivando los terrenos de su propiedad, a los hombres armados que montaban a caballo, después de escogerlos con cuidado en los establos. Un mozo de cuadra se acercó a Matteo y Amilcare y, después de haber superado el asco debido al olor que los dos emanaban, se dirigió a ellos de manera amable.

―¿Quizás necesitáis cabalgaduras frescas, messeri? Por dos piezas de plata cuido vuestros caballos y os doy otros bien frescos. Cuando volváis a pasar por aquí a la vuelta podréis recoger vuestras cabalgaduras.

―No volveremos a pasar por aquí a la vuelta ―replicó Matteo, haciendo lo posible para que no fuese Amilcare quien respondiese, siendo éste último más rudo de modales que él. ―Los caballos son del Duca di Montacuto y es mejor que se los devolvamos. Nos va en ello nuestras cabezas. Realmente debemos llegar a la torre de Montignano. Ahora ya no debería estar muy lejos. Indícanos el mejor camino.

―¿Cuál es la recompensa por la información? ―preguntó el muchacho a Matteo poniendo al mal tiempo buena cara.

Matteo echó un poco de vino tinto de uno de los odres llenos en aquella que había contenido la cerveza, vaciada poco antes, y se la ofreció al joven mozo de cuadra.

―Esto debería ser suficiente. Si no te basta siempre puedo invitarte a husmear el aliento de mi compañero. ¡No tienes más que pedirlo!

El muchacho observó a Amilcare con aire asqueado y aceptó el odre que le ofrecían.

―Coged por la cañada y llegad hasta el pie de la colina. No vayáis hacia la localidad de Monte Marciano, manteneos a la derecha para alcanzar la cresta de la colina. Seguid siempre el sendero en lo alto de la colina y llegaréis a la torre mucho antes de la hora de la primera comida. ¡Mucha suerte!

―Suerte a ti, muchacho. Y gracias. ―Matteo casi estuvo a punto de sacar una moneda del talego que les había dado el Duca el día anterior pero la mirada de Amilcare le hizo desistir de recompensar aún más al mozo de cuadra.

Tiene razón Amilcare, dijo para sus adentros Matteo. Con su actitud amable, este podría ser un espía y ponernos detrás unos ladrones, una vez visto el saco con las monedas. ¡Mejor no arriesgarse a perder tiempo teniendo que degollar a unos vulgares ladrones!

Para el Duca Francesco Maria Della Rovere, expulsar a los Medici de Urbino y volver a poseer sus tierras feltresque era ya una cuestión de principios y había llegado el momento justo. Su padre, Giovanni Della Rovere, señor de Senigallia, había hecho edificar por el arquitecto y estratega Francesco di Giorgio Martini, una majestuosa fortaleza en Mondavio, en realidad a mitad de camino entre Senigallia y Urbino. Francesco no entendía muy bien la posición estratégica de aquella suntuosa fortaleza ya que ésta se encontraba en el interior de sus posesiones y no en un puesto de frontera, donde sería justo que estuviese. En ese lugar nunca serían atacados y, de hecho, la fortaleza nunca había sufrido asedios desde que había sido terminada la construcción, y ya habían pasado casi treinta años. Pero el edificio era una impresionante fortaleza y se presentaba ante el ojo humano como una terrorífica máquina de guerra, en la que cada forma y estructura estaba estudiada para resistir los ataques perpetrados tanto con armas tradicionales, de lanzar, como de las modernas armas de fuego que se estaban difundiendo cada vez más. La misma fortaleza estaba provista de las más mortíferas armas de guerra conocidas: catapultas, trabuquetes, bombardas y otros inventos mortíferos. En la armería había también un cantidad tal de fusiles, pistolas y arcabuces como para armar a una guarnición de un millar de soldados. El depósito donde era conservada la pólvora para disparar estaba perfectamente aislado y protegido y los guardianes habían colgado en las pareces una imagen de Santa Bárbara, para prevenir, gracias a su protección, el peligro de explosiones accidentales.

Por lo tanto, el Duca había elegido transferirse aquí, dejando la Rocca Roveresca de Senigallia, porque Mondavio representaba el lugar ideal del que partir para la conquista de Urbino. Y debía hacerlo antes de que llegase Malatesta desde Rimini o, peor, desde Pesaro. El final de la primavera del año del Señor de 1522 era el momento adecuado para mover las propias guarniciones. El Papa Leone X había muerto y había sido sustituido por el Cardenal Adriano Florensz de Utrecht, que había tomado el nombre de Adriano VI. Éste era una marioneta, de cuyos hilos tiraba la oligarquía eclesiástica, y todos estaban convencidos de que no duraría mucho antes de que el Cardenal de Firenze, Giulio Dei Medici, hubiese tramado algo para reconquistar el solio pontificio. Por lo tanto, era necesario aprovechar el momento, anticipándose a los movimientos tanto de los Malatesta como de los Medici. Pero creía a su lugarteniente, Orazio Baglioni, un incapaz. Y, si incluso no hubiese sido un incapaz desde el punto de vista estratégico y militar, lo creía, de todas formas, un espía de Malatesta. Sólo unos meses antes, en diciembre, Francesco estaba aliado con Malatesta y junto con él había mandado las legiones pontificias desde Fabriano y desde Camerino, restableciendo el poder de los Duchi di Varano y dirigiéndose, a continuación, con las milicias unidas hacia Perugia. Se habían parado a la noticia de la muerte del Papa Leone X, volviendo, respectivamente, a sus territorios de Senigallia y Pesaro. Oficialmente Francesco Maria Della Rovere todavía estaba aliado con Malatesta y prueba de eso era aquel lugarteniente que continuaba a tener entre sus pies. Era necesario eliminarlo y coger un buen sustituto para su puesto, si quería entrar en Urbino rápidamente, burlando a su viejo aliado. Sólo un nombre le rondaba por la cabeza, el de Andrea Franciolini. Había hecho averiguaciones sobre él, en la época en que había asaltado la ciudad de Jesi, unos años antes. Los mercenarios a sueldo lo habían puesto al borde de la muerte pero se las había arreglado. No había comprendido muy bien cómo había escapado a la condena de muerte que pendía sobre su cabeza, quizás gracias al largo brazo del Duca di Montacuto, por lo menos eso se decía por ahí. Franciolini era joven pero tenía fama de ser muy bueno, como condottiero y como combatiente. Pero con el estado actual de las cosas parecía que estaba retenido, desde hacía ya unos años, en la Corte del Duca Berengario di Montacuto. Gracias a algunos espías que tenía en el castillo de Massignano, dos jóvenes siervos de origen senigalliese, finalmente había obtenido la información que necesitaba.

―Montacuto se ha puesto de acuerdo con Malatesta para enviar a su servicio al joven Franciolini. El 22 de mayo, Andrea Franciolini, con un hombre de escolta, pasará por la zona de Senigallia, para llegar hasta Malatesta en Pesaro y unirse a su ejército ―le había contado el joven cocinero Giuliano, un día que había vuelto a Senigallia con la excusa de ir a buscar a su madre ―Pero no llegará jamás porque es una trampa. En efecto, el Duca di Montacuto se ha puesto de acuerdo en secreto con el nuevo Papa para malvender la Marca Anconitana al Estado Pontificio por unos miles de florines de oro. Y, por lo tanto, ahora Franciolini es un personaje incómodo. Lo hará matar por dos sicarios cerca de la Torre di Montignano. Poco importará, cuando llegue ese momento, que esté por medio también aquel que, hasta ahora, ha considerado su brazo derecho, Gesualdo, llamado el Mancino. El Duca di Montacuto necesita dinero, mucho dinero, es ha endeudado hasta las cejas para hacer edificar una enorme, a la vez que inútil, fortificación para la defensa del puerto de Ancona. Y ya no consigue justificar sus gastos ante el Consiglio degli Anziani. Así que...

―He comprendido ―dijo Della Rovere haciendo deslizar en las manos del muchacho algunas monedas de plata ―Así que ha decidido vender al mejor postor la ciudad, la fortaleza, el puerto y los territorios, eliminando los personajes incómodos. Creo que dentro de unos días encontrarán muertos a todos los componentes del Consiglio degli Anziani de la ciudad de Ancona. Quién sabe, a lo mejor una epidemia, ¡repentina y providencial!

Esa misma noche, el Duca Francesco Maria Della Rovere, entró en Mondavio. A la mañana siguiente, los sirvientes de Orazio Baglioni encontraron al lugarteniente tendido en su propio lecho con los ojos abiertos de par en par y con espuma que le salía por los labios. Sobre el mueble de al lado de la cama fue encontrado un vaso que todavía contenía residuos de líquido envenenado.

―Se ha suicidado ―sentenció el Duca en cuanto le contaron la noticia ―Hace unos días me había confiado que sufría de penas de amor. Estaba enamorado pero la damisela objeto de sus deseos le había rechazado dos veces. ¡Una pena, era un soldado valiente. Ahora deberé encontrar un digno sustituto!

La jornada primaveral anunciaba la llegada de un verano tórrido y Francesco Maria vestía un ligero jubón amarillo y unas cómodas calzas. En ese momento tenía treinta y dos años pero demostraba algunos más. Era un hombre no muy alto pero robusto, el físico templado por las innumerables batallas, siempre combatidas en campo abierto. Incluso como condottiero nunca había retrocedido ante una batalla. Y los enemigos que había matado ya ni se contaban. La larga barba oscura, los cabellos rizados y el estrabismo del linaje Montefeltro, heredado de su madre, hacían de él un hombre sombrío, que infundía temor a cualquiera que se le pusiera delante. Era infrecuente que vistiese hábitos ligeros como ese día. A menudo, incluso en sus mansiones, vestía jubones claveteados y calzas reforzadas. Y nunca abandonaba su espada, siempre dentro de su funda sobre el flanco derecho. Por razones políticas se había casado muy joven, con sólo quince años, con la hermosa Eleonora Gonzaga, con la que había tenido un hijo, Guidobaldo, que ya tenía ocho años. Mujer e hijo estaban muy lejos de él y de sus campos de batalla y gozaban del lujo y de las comodidades de la Corte de Mantova. Pero cuando Urbino estuviese de nuevo en su poder, haría que Eleonora y Guidobaldo fuesen al Palazzo Ducale de Urbino que, en cuanto a hermosura, no se quedaba atrás con respecto al castillo de los Gonzaga. Y el hecho de tener de nuevo a Eleonora a su lado le permitiría comenzar a pensar en tener otro hijo. Es verdad, su descendencia estaba asegurada, pero un señor que se respete debe tener un montón de hijos, para mostrar en público y para enviar, en el momento oportuno, a desempeñar importantes cargos, dignos del nombre que llevarían.

Pensar en su mujer ausente, le había producido deseos e instintos reprimidos desde hacía tiempo y ya sentía como se erguía su sexo. ¿Pero cómo hacer para satisfacer en aquel lugar instintos que surgían con toda su potencia?

Llamó a un soldado de confianza, aquel que en ausencia del lugarteniente mandaba a sus tropas con base en Mondavio, el capitán de armas Lorenzo Ubaldi.

―Ahora que el leal Baglioni ya no está, querría pasar revista a la fortaleza para percatarme de las fuerzas que tenemos. Venga, guíame por los meandros y por los baluartes del castillo.

Pero la intención del Duca era la de hacerse conducir a los calabozos, donde sabía que estaban detenidas también mujeres jóvenes. Así que demostró interés, pero de manera superficial, en la Santa Bárbara, en el alojamiento de los soldados, en la plaza de armas y en los paseos de ronda de la guardia. Sin embargo, se paró en un estudio, que había pertenecido a su padre, en cuyo centro destacaba un escritorio de madera maciza y donde tres de las cuatro paredes estaban ocupadas por estanterías llenas de libros. Aunque aparentemente no lo parecía, El Duca era un apasionado de la cultura y la literatura, aparte de arte y arquitectura, y por lo tanto decidió en su interior que pasaría bastante tiempo en el interior de aquella habitación. Mientras pensaba que podría hacer de él su estudio personal otro acaloramiento proveniente de su bajo vientre le recordó su necesidad inmediata. Hizo una señal con la cabeza al soldado que lo acompañaba y, siempre guiado por él, volvió a descender las escaleras, salió al patio de armas, pasó al lado de un moderno cañón, acariciando con una mano la fría caña metálica, luego indicó una abertura en arco cerrada por una potente reja de hierro.

―¿Qué hay allí? ―preguntó fingiendo no saber nada.

―¡Las prisiones, Excelencia!

―Quiero visitar a los prisioneros. ¿Tienes las llaves de los candados?

―Sí, pero os lo desaconsejo, Vuesa Excelencia, no es un espectáculo agradable. La mayor parte de ellos son condenados a muerte y...

―¡Yo decido lo que es agradable o no para mí! ―dijo volviéndose al soldado, mirándolo ceñudo, con el ojo estrábico que no se sabía bien en que dirección miraba. ―¡Abre!

En cuanto atravesó la verja salió a su encuentro el guardia carcelero, un hombre con la espalda gibosa, los dientes estropeados y un aliento pestilente. Pegado al cinturón el mazo de llaves que le servía para abrir las celdas. Los dos hombres acompañaron a Francesco Maria por el oscuro pasillo, de tierra batida, que se adentraba de manera descendente hacia los subterráneos de la fortaleza. En cuanto llegaron a un antro aclarado por algunas antorchas, donde el olor de excrementos era insoportable, el Duca se dio cuenta de que las celdas ocupadas por los prisioneros estaban todas del mismo lado, de manera que no se pudiesen ver y tampoco, de ningún modo, comunicarse entre ellos.

―¿Qué han hecho? ―preguntó.

El carcelero se acercó a la primera celda y escupió en dirección a un hombre que allí estaba detenido.

―Es un asesino. De la peor calaña. Ha matado a la mujer y herido de muerte a su propia hija. ¡Acabará colgado de una cuerda! No veo el momento de verlo balancearse.

El prisionero, en un primer momento, bajó la mirada, luego, como preso de una furia repentina, comenzó a gritar.

―¡Yo no he sido! ¿Cómo te lo tengo que decir?

Siguieron adelante y, enseguida, el hombre se calló. En otra celda había una joven, una muchacha que tendría más o menos catorce años. Tenía los brazos encadenados al muro y estaba acuclillada en el suelo. Un mugriento vestido, que alguna vez había sido blanco, no conseguía cubrir sus senos que, aunque inmaduros, desbordaban desde el escote desatado. También las piernas estaban descubiertas. Sucias de tierra y fango. El carcelero guiñó el ojo al Duca.

―Ella es una bruja. Ha sido sorprendida en el bosque recogiendo hierbas. Deberemos colgarla o ponerla en la hoguera pero todavía esperamos a un sacerdote de la Santa Inquisición que llegue aquí para hacerle sufrir un justo proceso. La hemos tenido que encadenar porque tenemos miedo de que, gracias a cualquier tipo de magia, se nos pueda escapar emprendiendo el vuelo. Pero es lista y ha aprendido bien las lecciones que le he enseñado. ¿Queréis probar, Vuesa Excelencia?

El esbirro, dándole lo mismo el linaje de su Señor, dio un codazo al Duca, luego trasteó con los candados y abrió la verja de la celda. Liberó también las muñecas de la muchacha, le dio un bofetón y la miró fijamente con una mirada sombría y amenazadora.

―¡Sabes cuál es tu deber! Hazlo bien y también te salvarás esta vez. El inquisidor no llegará y tu proceso será aplazado.

Sin ni siquiera darse cuenta Francesco Maria se encontró solo en la celda con la joven bruja. No es que la cosa le apeteciese mucho, se sentía asqueado de tener que aprovecharse de una muchacha tan joven e indefensa. ¿Y si alguien se enteraba y se lo decía a su mujer Eleonora? Pero cuando sintió que le quitaban las calzas y se percató de que la brujita tenía la piel delicada y dos labios que sabían besar en sus partes más sensibles, comprendió que su carcelero la había instruido a la perfección. Se dejó guiar por la joven que, después de besarle y estimularle durante mucho tiempo, puso su duro sexo dentro de ella, hasta hacerle llegar al deseado orgasmo. Francesco Maria gozaba, como desde hacía tiempo que no lo hacía, pero no conseguía liberar su mente de un único pensamiento: ¿cómo devolver la libertad a aquella pobre muchacha?

―¿Cómo te llamas? ―le preguntó, todavía jadeando, mientras comenzaba a acariciarle el cuello, haciéndola arrodillarse delante de él y guiándola de manera que la boca se acercase a su sexo goteante de líquido blancuzco.

―Ubalda ―respondió la muchacha, comenzando a sorber sus humores, para después acoger el miembro del Duca, que había vuelto a recuperar vigor y turgencia, entre sus labios.

Francesco Maria la dejó hacer durante un tiempo hasta que alcanzó un segundo momento de placer. En ese momento estrechó las manos alrededor del cuello de la bruja. Sintió que emitía un breve gemido, luego su joven cuerpo, privado de la posibilidad de tomar aire, se derrumbó, desplomándose poco a poco sobre el suelo de tierra. Le había devuelto la libertad. Para siempre.

La Corona De Bronce

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